El invierno de 1311
Alejandro Murgia, febrero de 1998
Cuando comenzaron a caer los primeros copos
de nieve, Bungo Bolsón se encontraba en el jardín anterior de Bolsón Cerrado,
junto a su hijo Bilbo y a Cavada Manoverde, ambos jóvenes entusiastas de 21
y 19 años respectivamente. Los tres estaban muy atareados trasladando las
lajas que acababan de comprar para el piso del vestíbulo, cuando el primer
copo de nieve del invierno aterrizó exactamente en el centro de la narizota
de Bungo. El sorprendido hobbit extendió la mano para palpar la consistencia
de los copos, alzó la vista, y examinando concienzudamente el horizonte sentenció:
–Gris
en las quebradas, nieve hasta las quijadas, como decía mi padre. Muchachos,
nos espera una nevada copiosa, y a juzgar por la época, un invierno especialmente
crudo.
Y estaba en lo cierto. Aquel invierno habría
de ser recordado durante años como el más duro del que se tuviera memoria
en la Comarca. Con lo cual queda demostrado que los dichos de los hobbits
rara vez dejaban de dar en el clavo, incluidos los del padre de Bungo, quien
prácticamente no había hecho mucho más en la vida que sentarse plácidamente
a contemplar el horizonte y a elaborar sabias sentencias, tal como se esperaba
de un respetable miembro del clan Bolsón.
–Démonos prisa y entremos las losas que faltan–
había dicho Bungo alentando a sus compañeros de fatigas –Hay una suculenta
merienda humeante esperándonos y no veo la hora de encontrarme cara a cara
con ella.
Y sin más, como si la mención de la merienda
le hubiese avivado la ansiedad, había dado media vuelta para meterse en su
acogedor agujero-hobbit, ante el estupor de Bilbo y Cavada. –¡Belladona! ¡El
té y los pasteles! Pronto veremos la Colina cubierta de nieve y quiero estar
junto al fuego fumando mi pipa para ese entonces, gozando de un merecido descanso.
Lo de merecido
descanso podía sonar sorprendente a quien los hubiese visto en acción.
En realidad, la parte de Bungo había consistido sobre todo en dirigir a sus
dos jóvenes ayudantes. Eran ellos quienes habían cargado con el trabajo pesado,
sobre todo Cavada, flamante jardinero de la Residencia Bolsón. Habían partido
aquella mañana rumbo a La Cantera, y comprado para el piso del vestíbulo las
mejores lajas que se pudiesen hallar en las cuatro cuadernas. Bungo estaba
decidido a tener el agujero-hobbit más señorial de la Comarca, y si bien pocos
dudaban de que Bolsón Cerrado ya lo fuese, él continuaba embelleciéndolo a
través del tiempo. Veintidós años hacía que lo había mandado excavar, tras
comprometerse con Belladona Tuk. Quería darle a su futura esposa una vivienda
digna de su alcurnia y estado financiero (los Tuk eran la familia más rica
desde las Quebradas Blancas hasta el Brandivino). Además, inútil es la torta si no se le hinca el diente, sostenía Bungo, y
¿para qué tenía Belladona tanto dinero si no era para gastarlo? Así era como
funcionaba una mente Bolsón.
Y últimamente lo había acicateado el comentario
insidioso de su cuñada Camelia Sacovilla acerca de la alfombra del vestíbulo
que se tendía aún sobre tierra apisonada (curioso detalle rústico, lo llamó) y no sobre un verdadero piso, es
decir, un piso enlosado. Lo que Camila en verdad tenía era envidia: ambicionaba
vivir en un agujero como el de sus cuñados, y el buenazo de Longo (¿Cómo podía
haberse casado con una mujer tan odiosa?) estaba siendo exprimido hasta las
últimas fuerzas para darle el gusto, deslomándose de sol a sol como ningún
Bolsón decente había jamás hecho antes.
Cuando Bilbo y Cavada entraron, resoplando
y sudorosos, Bungo estaba dando cuenta de los últimos pasteles, mientras que
su mujer se había acercado a examinar más de cerca las losas que se amontonaban
a la puerta.
–No me gustan. Son muy grandes, y mal cortadas.–dijo.
La porción de pastel que estaba engullendo se le atragantó a Bungo, y Bilbo
tuvo que palmearlo con fuerza para desatorarlo.
–¡Pero Bella... son las mejores piedras, me
han costado una fortuna! ¿Qué tienen de malo?
–No era lo que yo tenía pensado.– meneó la
cabeza Belladona, con esa cabellera casi rubia que había trastornado a Bungo
cuando la conociera– Es inútil, no se puede conseguir este tipo de trabajos
entre los hobbits. Haría falta el talento de los enanos, tal vez ir a buscarlos
más allá de Bree, o algún artesano élfico...
Esta vez Bungo palideció como si hubiese visto
un espectro.
–¿E...elfos... ena , enanos? –Balbuceó –Dios
mío, ¿por qué se te ocurren cosas tan extrañas? ¿Ir a buscarlos...? ¡Más allá
de Bree! ¿Qué tienen de malo éstas? Al fin y al cabo se trata del piso de
la sala... no del trono del rey de Norburgo, y sólo las verá quien levante
la alfombra para curiosear qué hay debajo... ¡o sea sólo Camelia!
Belladona apenas pudo reprimir una carcajada.
No había resistido la tentación de sacar de sus casillas al comodón de su
marido, y conocía los puntos débiles adecuados. En realidad, hacía muchos
años que Belladona había abandonado su espíritu aventurero y se había amoldado
a Bungo; desde que se casaran no había frecuentado más elfos ni magos, ni
había vuelto a salir de excursión con sus hermanos. Pero esa etapa de la vida
de Belladona sencillamente le daba escalofríos a Bungo, quien temía que a
su encantadora mujercita se le ocurriera reincidir en tan extraño comportamiento
impropio de una mujer-hobbit.
–Disculpe, señor Bungo– interrumpió el joven
Cavada, sacándose la gorra. –Yo debo irme a casa antes de que caiga más nieve.
–Tonterías, muchacho. Siéntate y come. Sería
una locura que salieras, y el camino hasta Delagua es largo. Además –agregó
Bungo, haciendo una pausa inquietante– no sería buena idea andar solo. Con
inviernos así llegan los lobos.
Los muchachos se miraron entre sí y a Bungo
con ojos abiertos de par en par.
–¿En serio, papá? –Preguntó azorado Bilbo.
Ahora fue Bungo quien debió contenerse para
no soltar la risa. La ingenua consternación de su hijo y de Cavada Manoverde
lo divertía enormemente.
–¡Bungo! Deja de asustar a los niños con esas
patrañas. –Lo amonestó Belladona
–¿Niños? ¡Ja! Estos dos hace tiempo que dejaron
de ser niños. Y no son patrañas. Corren rumores de que allá lejos en el este
se están multiplicando los lobos y toda clase de oscuras bestias repugnantes.
Incluso el invierno pasado han visto algún lobo perdido en la Cuaderna del
Norte. Y este año será más duro. Si los ríos se congelan, las manadas bajarán
de las montañas hambrientas, sin que nada las contenga.
–Qué puede saber de lobos un hobbit remolón
como tú, que jamás se ha movido más allá de sobremonte y Delagua, y obtiene
toda su información del hato de borrachines que frecuenta La Mata de Hiedra.
–¡Belladona! –Protestó Bungo. Pero no pudo
encontrar más argumentos, y debió contentarse con cerrar la boca y mostrarse
terriblemente ofendido. Él sabía muy bien que Belladona había estado una vez
frente a frente con un lobo en una de sus alocadas aventuras de juventud junto
a su padre y sus dos extraordinarias
hermanas; pocos hobbits en la Comarca podían decir lo mismo, de manera que
no le convenía llevar la discusión por aquel camino. Además, la mención de
la posada le había producido un curioso cosquilleo en el estómago.
–Pensándolo bien, Cavada –dijo imprevistamente
dirigiéndose a su jardinero– Es mejor que vayas a tu casa antes de que el
tiempo empeore. Más adelante te acomodaremos un cuarto, pero hoy
cierta persona se empeña en espesar el
ambiente, si ustedes me entienden. Déjame acompañarte hasta el puente, a mí
también me vendría bien despejarme un poco y dar una vuelta solo.
–¡Bilbo! – dijo Belladona, antes de que Bungo
y Cavada atravesaran la puerta –Hazme el favor de acompañar a tu padre; no
vaya a suceder que su caminata solitaria
lo deje tan ebrio que no pueda encontrar el camino a casa...
Bungo ya atravesaba el jardín a grandes zancadas,
mientras oía el resto de la frase (dicha en voz bien alta).
–...Y recuérdale que debe encontrar pronto
un buen destino a esas losas que estorban el camino en el vestíbulo; la semana
entrante, por si se le olvidó, están invitados a tomar el té su hermano Longo
y la adorable Camelia.
–Lo único que faltaba– refunfuñó para sí el
hobbit–¡Longo y Camelia a tomar el té!
Una delicada alfombra de nieve cubría el camino
de la colina.
–En días como estos desearía usar zapatos–
comentó Bilbo.
–Mira, Manoverde– dijo Bungo señalando la residencia
Bolsón, que había quedado detrás de ellos. –Allí, junto a las ventanas, plantaremos
prímulas y girasoles.
–Sí, señor Bolsón. Y escrofularias, y algún
árbol aquí y allá. Ya verá cómo florecerá el jardín la próxima primavera.
Bungo estaba nuevamente de buen humor. Cruzaron
el puente de El Agua silbando bajo la nieve que caía perezosa, y siguieron
el camino hasta dejar atrás las casas y agujeros de Hobbiton. Todavía no había
peligro de que la nevada se hiciera más intensa, pero tampoco parecía disminuir,
y las pisadas de los hobbits dejaban cada vez huellas más hondas en la nieve.
–Sr. Bolsón, no es necesario que me acompañe
más allá. Vuelva con Bilbo a casa, yo seguiré solo hasta Delagua.
–Pamplinas, muchacho. Esta caminata es vivificante.
Además, ya casi llegamos. Lo único que temo es que vosotros pesquéis un resfrío,
pero... qué es lo que veo allá. ¡Una posada! ¡Pero si es La Mata de Hiedra!
¡Tan pronto! Vamos, muchachos, allí podréis sentaros al fuego del hogar, y
os convidaré con una cerveza caliente.
Bilbo rió estrepitosamente, pero no aclaró
por qué, ni nadie se lo preguntó.
Al entrar en la posada los recibió una ráfaga
de aire atiborrada de aromas: humo de pipas, comida, cerveza y leña, ropa
mojadas, huevos y panceta friéndose. Un grupo de alegres parroquianos entonaba
estrofas disparatadas, salpicadas de risas. Bungo dejó su abrigo en el perchero
y Bilbo y Manoverde se dispusieron a imitarlo.
–Bienvenido, señor Bolsón –Saludó el posadero
efusivamente– ¿Su mesa de siempre?
–Sí, sí. Y tres picheles.¿Qué es lo que cantan
estos estruendosos hobbits?
–¡Jo, jo! Tratan
de componer una canción sobre el tema del momento, señor. Usted sabe, esos
botones maravillosos.
¿Botones maravillosos? No sabía por qué, pero la frase no le sonó nada bien a Bungo.
–De un tiempo a esta parte todo el mundo parece
haberse contagiado la fiebre de la aventura y el amor por las cosas más extravagantes.
Qué se ha hecho de nuestra apacible comarca hobbit, me pregunto –refunfuñó
Bungo mientras se acodaba en la mesa.– Que me sirvan mi pichel y que no me
hablen de botones maravillosos ni de losas élficas, eso es lo que quiero.
–¿Es que usted no se ha enterado, señor Bolsón,
de los botones del Thain?– preguntó uno de los concurrentes, abriendo mucho
lo ojos.–¡De los botones mágicos que le ha regalado un mago!
Bungo se cubrió la cara con las manos y sacudió
la cabeza apesadumbrado.
–No puede ser, el mundo se ha desquiciado.
Ya no hay un solo rincón donde uno pueda estar a salvo de esta locura.
–¡Botones de diamante que se abrochan y desabrochan
solos cuando uno se lo ordena!–aclaró otro.
Bungo se puso de pie y con un brazo en alto
exclamó –¡Escuchad todos! No quiero oír una palabra más acerca de adminículos maravillosos, ni
de magos barbados en complicidad con mi extravagante suegro. Por todas las
vueltas de cerveza que les he pagado, hacedme el favor de volver a los buenos
viejos temas de conversación: la calidad del tabaco, el reumatismo, las vicisitudes
de la cosecha, o el tiempo...
Bungo se sentó, y por un momento se hizo silencio
en la posada. Luego el viejo Tolma, que estaba sentado en un rincón, se aclaró
la garganta y dijo:
–El tiempo está malo. Presiento un invierno
demasiado frío para mis huesos.
–Dicen que el Brandivino se ha congelado.
–Malo, malo. Hace mucho tiempo que no nieva
tan temprano. La última nevada en octubre fue en 1280, cuando aún reinaba
el rey de Norburgo.
Manoverde intervino entusiasmado:
–¡El señor Bungo dice que vendrán los lobos!
Unos ohhh!
de sorpresa se extendieron entre las mesas.
–¡Bueno, bueno, muchacho! – aclaró Bungo un
tanto contrariado –No creo que yo haya dicho exactamente eso. En todo caso,
no me interpretaste correctamente.
–Si vienen los lobos –reflexionó un joven en
la mesa contigua –tendremos que buscar entre los mathoms y sacarle el moho
a las viejas armas.
Enseguida la excitación ganó a los presentes,
y todos referían al mismo tiempo sus anécdotas, ideas, y armas para combatir
lobos. Quien no tenía un escudo y lanza del abuelo, disponía de arco y flecha y era experto
en cazar liebres. Si uno era capaz de acertarle a una liebre, argüían, tanto
más lo sería de darle a un lobo. Alguien llegó a sugerir que debían encontrar
al mago amigo del Thain y pedirle en la emergencia flechas encantadas que
se disparasen solas. En ese punto algunos parroquianos, entonados por la cerveza,
retomaron la canción de los botones mágicos.
Bungo se sintió seriamente preocupado por Bilbo.
Temía que a su hijo se le contagiaran estas ideas raras; y enterarse de que
el abuelo del muchacho tenía tratos con un mago no le causó ninguna gracia.
Por fortuna hasta el momento Bilbo jamás había dado muestras de interesarse
por ese tipo de cosas, y se había comportado siempre como un típico y auténtico
Bolsón. Pero había que preservarlo de la locura, y traerlo a la posada exponiéndolo
a la perniciosa influencia de estos pueblerinos achispados había sido indudablemente
un error.
–¡Cambiando el tema de conversación! –exclamó
Bungo en un último intento desesperado –Si alguno de ustedes conoce quien
necesite lajas de La Cantera, de primera calidad, como para enlosar un agujero-hobbit
entero, a buen precio...
Pero, en la algarabía general, ya nadie lo
escuchaba. Preferían imaginar nuevas estrofas en que el viejo Tuk y sus botones
se enfrentaban a los feroces lobos de las Montañas Nubladas.
Bungo dio por terminada
su intervención en el debate asegurando a quien quisiese oírlo que "aunque todos los hobbits de la Comarca insistiesen
en bufonadas por el estilo, él, por su parte, juraba solemnemente so pena
de no volver a tomar una cerveza en su vida, que jamás se vería envuelto en
ninguna aventura con un lobo, y que estaba muy orgulloso de eso".
–Vamos, muchachos. Se nos ha hecho tarde. Miren,
la nieve arrecia. Será mejor que consigamos un vehículo, Bilbo, y que aprovechemos
para aprovisionarnos de patatas y de conejo ahumado.
Así que arregló la compra de víveres con el
posadero y, despidiéndose de Manoverde, que vivía a menos de dos estadios de allí, padre e hijo iniciaron
el regreso a casa.
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Durante los días siguientes el cielo permaneció
gris, y una tenue nevisca siguió cayendo sobre la Comarca. Como otros hobbits,
Bungo había equipado las despensas de Bolsón Cerrado en vistas de un largo invierno. Tenía
suficiente provisión de víveres y leña como para mantenerse confortablemente
hasta la primavera ; y le agradaba sentarse en su estudio, junto al fuego,
contemplando los copos de nieve y adivinando debajo de esa blancura que cubría
el jardín la vida dormida de las semillas que se convertirían en unos meses
en árboles y plantas floridas.
Precisamente se hallaba sumido en esa agradable
contemplación cuando Belladona, a sus espaldas, le recordó una tarde la visita
de su hermano Longo y su cuñada Camelia.
–Tienen que estar por llegar.– dijo, acercándose
al antepecho de la ventana.
–¡Cielos ! Lo había olvidado. –Bungo
se asomó afligido, con la esperanza de no hallar ningún carro en el horizonte
– Sería una locura que viniesen, con este tiempo.
En efecto, los caminos estaban bastante malos
a causa de la nevada, pero
aún eran transitables. Bungo deseó interiormente que el tiempo empeorara.
–Conoces a Camelia, Bungo. Una invitación a
tomar el té no se cancela fácilmente para ella. La tendremos aquí, opinando
acerca de las imperfecciones de nuestra sala, en menos de media hora.
Bien sabía Bungo que era así. Esa mujer tenía
la virtud de sacarlo de sus casillas ; y el piso del vestíbulo sería
nuevamente su blanco preferido. No había podido convencer a Belladona de usar
las losas de la Cantera, y todo seguía como en la última visita de su cuñada.
Apenas había hecho a tiempo de apilar las losas encima de la puerta de entrada,
sobre la ladera de la colina, apoyándolas en una repisa improvisada que ahora
se disimulaba con la nieve.
–Esperemos que el soporte resista.–se dijo
Bungo– No quisiera que las losas se vinieran abajo justo en el momento en
que Camelia hiciese su entrada, sepultándola.
El viejo hobbit se rió de su propia broma,
y cuando alzó nuevamente la vista, distinguió claramente el carruaje que cruzaba
el puente de El Agua, detrás del molino de Arenas, subiendo la colina.
–Oh, no. Comienza el suplicio.
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–¡Entrad, entrad, y bienvenidos !– dijo Bungo, que no olvidaba
las reglas de cortesía debidas a un huésped –¡Pasadme los abrigos ! ¡Oh,
trajeron al pequeñín !
–¡Bungo, hermano! –lo abrazó efusivamente Longo.
Traía en brazos al pequeño Otho, y el rostro se le iluminaba de orgullo.
–¡Pero ese niño es un verdadero encanto!– exclamaba
Belladona mientras preparaba la mesa para el té en menos de lo que se tarda
en decir merienda de invierno.
–Oh, querida, gracias, gracias. – decía Camelia,
hecha un manantial de simpatía– ¿Verdad que es divino? Todos lo dicen.
No hay otro bebe hobbit como nuestro Otho.
“Está
esperando a desempacar y apoltronarse junto a la mesa para comenzar a arrojar
sus dardos” pensó Bungo mientras sacudía
la nieve de los abrigos y los colgaba en los percheros del vestíbulo.
Enseguida todos estuvieron en sus puestos.
El joven Bilbo terminaba de traer los pastelillos y las tortas, que encontraron
su lugar en un mantel atiborrado de teteras, jarras de leche, rodajas de pan,
y potes de mermelada. Entre hobbits no se acostumbra hacer esperar demasiado
a las visitas para servirles una suculenta merienda, sobre todo después de
una larga travesía bajo la nieve. La charla y las noticias pueden siempre
esperar un poco, y en todo caso, no sin un alegre preludio de tazas y cucharas
tintineantes.
– ¿Cómo está mi sobrino preferido ?
–exclamaba Longo, que era un sentimental incorregible, palmeando a Bilbo, mientras engullía un
pastel de limón.
– ¿Y cuánto tiempo tiene este niñito?
–Va a cumplir un año este mes. –Le contestaba
Camelia a Belladona mientras iban y venían las teteras de un rincón a otro
de la mesa, entrecruzándose como la conversación.
–Es un hermoso y digno ejemplar de Bolsón –sentenció
Bungo en una frase apenas inteligible que se abrió paso entre un pastelillo
y un sorbo de té. Lo decía más que nada para complacer a Longo; en el fondo,
el pequeño Otho no le parecía más que un mamarracho sin gracia alguna.
–En realidad heredó los finos rasgos de los
Sacovilla. –aclaró Camelia. –Y desde muy pequeño tiene estos hermosos bucles
¿Te acuerdas, en cambio, Belladona, qué feo era Bilbo cuando nació, con esos
cabellos hirsutos que se resistían a cualquier peine ?
Belladona sonrió soñadoramente, contemplando
a su hijo.
–Era un chiquillo adorable. –dijo, inmune a
las insidias de su huésped. Bilbo le devolvió la sonrisa.
A Bungo, en cambio, se le había espesado la
sangre, y no resistió la tentación de devolver el golpe.
–Bueno, si salió a los Sacovilla, esa noticia
me tranquiliza. – farfulló para sí, asegurándose de que Camelia lo escuchara.
Ya estaban nuevamente en sus actitudes habituales,
frente a frente y respondiendo las arremetidas. No pasó mucho tiempo antes
de que Camelia atacara por el lado que Bungo temía, y en un aparente elogio
de lo bonita que estaba quedando la casa, deslizó un “espero no haberme ensuciado los zapatos con
el barro del vestíbulo”. Camelia, en efecto, usaba zapatos, sobre todo
los días de lluvia o nieve, pero por supuesto, lo del barro del vestíbulo
era una simple exageración maliciosa.
Pero Bungo no supo qué contestar. Se preguntaba
cuánto tiempo más se prolongaría la visita, y si encontraría alguna forma
de escabullirse de ella, mientras dejaba vagar su vista a través de la ventana.
Comprobó entonces que la nevada se hacía más y más copiosa. Pronto no se distinguió
otra cosa que una mancha blanquecina allá afuera. Eran malas noticias. Si
no mejoraba el tiempo, ¿cómo harían Longo y Camelia para volver a su casa ?
Sus peores presentimientos se hicieron realidad.
Luego de dos horas de amena charla, y cuando los víveres comenzaban a escasear
en la mesa, Longo constató que el tiempo estaba horrible, y realmente era
una locura tratar de salir de allí mientras no menguase un poco la nieve.
Bilbo echó más leña al fuego y todos pasaron al estudio, a fumar pipa y contar
historias.
___________
“Bungo,
viejo amigo, piensa, piensa. Algo hay que idear, pronto, no pueden quedarse
aquí”, se decía a sí mismo el dueño
de casa mientras un nuevo tema de conversación se iniciaba en torno a la mesa
del estudio.
–Me he enterado, mi querida Belladona –estaba
diciendo Longo, que se había sentado junto al hogar y apoyaba los pies en
el guardafuego –de la curiosa adquisición de tu padre. Me refiero a esos botones
mágicos...
–...regalo de un mago– agregó Camelia.
Bungo bufó. No era posible. Otra vez con esa
bendita historia.
–Seguramente se trata de Gandalf. –repuso Belladona
–No los he visto, pero me parecen muy propios de él.
–Parece que son de diamante, y que le ha obsequiado
uno a Mirabella –observó Camelia. –Qué raro que no te haya dado uno también
a ti, Bella. Cierto que Mirabella ha sido siempre su preferida. –añadió escrutando
el rostro de su anfitriona en busca de señales de contrariedad.
–Extraño que no hayamos todavía recibido la
visita del abuelo. –dijo Bilbo –Ya lo veo sentado muy orondo en la poltrona,
riéndose a carcajadas, y repitiendo “¡prendidos! ¡desprendidos!” toda la tarde,
con la chaqueta abrochándose y desabrochándose.
–Bah. Las cosas mágicas me ponen nervioso.
Espero que jamás crucen esta puerta. –repuso Bungo, aburrido. –Esos asuntos
acaban mal, tarde o temprano. Recordad lo que os digo.
La conversación viró enseguida hacia la posibilidad
de hacerle una visita al Thain apenas el tiempo lo permitiera, y de allí a
las excursiones que Longo y Bilbo habían realizado el año anterior por los
bosques de la Cuaderna del Norte en busca de setas. Tío y sobrino tenían la
intención de confeccionar un hermoso y prolijo mapa con todas las sendas que
conocían, con tintas de diferentes colores.
–Creo que vais a tener oportunidad de hacerlo
muy pronto –opinó Belladona –Si el clima sigue así os conviene quedaros a
dormir. Tenemos en el cuarto de huéspedes una mullida cama siempre lista,
y Bilbo puede sacar de la bodega su vieja cuna y armarla para el primo Otho.
–¡Oh, no, no, Belladona ! –estalló Bungo
pegando un brinco. Al instante comprendió que su exabrupto podía interpretarse
como una grosería, y por unos segundos no supo cómo seguir. –La pobre Camelia
–dijo al fin– no habrá traído todos los enseres de aseo del niño, y además
no se sentirán cómodos en esta humilde casa. Nuestro deber de anfitriones
no es quedarnos cómodamente sentados mirando la nieve, ¡sino salir a buscar
un carruaje !
Esto último lo afirmó muy solemne, y mantuvo
a su auditorio lo suficientemente desconcertado como para sellar su determinación
antes de que le pusieran objeciones :
–¡Bilbo, muchacho, los abrigos! Tu y yo bajaremos
al pueblo.
–Pero, Bungo, es una locura .
–Belladona tiene razón. Podemos quedarnos perfectamente,
será un placer. Y en todo caso, iré yo... –dijo Longo.
–Tonterías. Que siga la charla y no se apaguen las pipas, como decía tío Ponto.
Si no os quedáis sentados, me ofenderéis. Bilbo y yo nos encargaremos de todo. ¿Vamos,
hijo ?
–Listo, papá, aquí están los abrigos y las capuchas.
–Ese es mi hijo. Ven, rápido. Hasta luego a
todos, y continuad la tertulia.
___________
Afuera los recibió una brisa helada. La repisa
sobre la puerta había formado un alero que los protegía de la tormenta, y
la misma colina impedía que se juntara mucha nieve cerca del agujero. Pero
bajando el camino la circulación
era impracticable para cualquier hobbit.
–Papá, creo que será inútil intentar la travesía.
–dijo Bilbo evaluando la situación.
–Lo sé, lo sé, hijo. Ah, qué aire puro se respira
aquí ; ya me sentía aletargado dentro. Mira Bilbo, la verdad es que no
aguantaba un minuto más esa conversación con tu tía. Imaginaba que el camino
estaría bloqueado, pero sucede que tengo un plan, y necesito tu ayuda.
Bilbo miró sorprendido a su padre.
–Nos quedaremos aquí charlando amenamente como
buenos padre e hijo, –explicó Bungo– y cuando comencemos a sentir demasiado
frío tu entrarás y les dirás que me has dejado en Hobbiton, en casa de la
abuela, esperando un carruaje.
– ¿Y tú que harás ?
– Yo esperaré aquí mientras te retiras discretamente
del estudio y me abres la ventana del dormitorio para que pueda entrar. Luego
volverás a tus asuntos, y te estaré eternamente agradecido.
Bilbo no podía salir de su asombro.
– ¿Pero, qué te propones hacer, papá ?
–Nada. Llevarme un camastrón a la bodega y
vivir allí de incógnito mientras duren estos días de encierro. Tengo mi pipa,
los barriles de cerveza, muchos víveres, y sobre todo paz y tranquilidad.
Llevaré mi libro de apuntes genealógicos y la pasaré muy bien. Todos creerán
que estoy en casa de mi madre, incomunicado, y nadie se preocupará.
–Papá, realmente me dejas atónito –rió Bilbo–
.Por supuesto que haré lo que me pides, pero creo que esta vez has exagerado
un tanto. El mal tiempo puede durar días y días, y tú tendrás que quedarte
encerrado en la bodega.
–Es muy preferible al panorama que se me presenta
teniendo que ver la redonda cara de Camelia todo ese tiempo.
Bilbo soltó una carcajada.
–No te rías de un pobre viejo hobbit agobiado
por sus parientes. Y hazme caso, tampoco te entusiasmes con historias disparatadas
ni te dejes fascinar con relatos de aventuras y magia. Disfruta de la charla con tu tío pero
conserva siempre la cordura en tu ánimo. No fue correteando por los bosques
ni frecuentando enanos que yo conseguí levantar esta casa y formar un hogar.
–Quédate tranquilo, papá. Me gusta escuchar
las historias y las viejas canciones, pero soy tan hogareño y sensato como
tú.
–No sabes cuánto me tranquiliza escuchar eso.
–confesó Bungo, quien, visiblemente animado, invitó a su hijo a sentarse junto
a la puerta de entrada, protegiéndose del viento. Y allí conversaron de todo
un poco, hasta que comenzaron a sentir los pies ateridos. –Creo que ya llevamos
aquí suficiente tiempo como para haber ido y vuelto de Hobbiton. Ahora, entra
y trata de no reírte mientras cuentas tu historia.
–No prometo nada. Si no aparezco a la ventana,
significa que no me dejan solo, o que el plan falló.
– No lo menciones; supongo que preferirás tener
un padre a una estatua de hielo. Suerte.
Cuando Bungo se quedó solo, recorrió con la
vista el horizonte, y el pavoroso panorama lo sobrecogió. La nieve se había
transformado en cellisca, más pequeña, dura, y molesta. Sólo se escuchaba
el viento, y hacia el este el cielo se ennegrecía de una manera que jamás
había visto, cubriendo los campos con una sombra ominosa. Bungo se sintió un poco intimidado.
Decidió acercarse a la ventana del estudio,
para intentar escuchar a Bilbo, pero era imposible, y tampoco se veía nada.
Tomando todas las precauciones siguió avanzando junto a la pared exterior
y se detuvo en la ventana de su dormitorio.
–Espero que el muchacho venga pronto– se dijo,
preocupado. –Estoy comenzando a preguntarme si en verdad el plan era tan bueno
como parecía.
Por fin, cuando ya Bungo había comenzado a
perder las esperanzas, hubo un movimiento en la celosía, y la ventanita redonda
se abrió dejando aparecer el rostro rosado de Bilbo.
–Vamos, papá. Dame las manos y sube. ¿Estás
seguro de que puedes pasar por la abertura?
–Claro –dijo Bungo, resoplando, mientras trataba
de treparse –¿No recuerdas cuando entramos por aquí para la fiesta sorpresa
de la abuela ?
–Eso fue hace diez años, papá. Muchos pastelillos
atrás.
Por un momento pareció que Bungo estaba atascado
sin remedio. Pero Bilbo lo aferró de los hombros y apoyando los pies en el
marco de la ventana tiró con todas sus fuerzas. En un instante padre e hijo
estuvieron en el piso, aterrizando uno encima del otro con un estrépito poco
conveniente, y adquiriendo en el trayecto muchas magulladuras.
–Este agujero se ha empequeñecido con el tiempo.
Probablemente la madera se ha hinchado. –opinó Bungo.
–Es posible. –dijo Bilbo, tomándose el estómago
dolorido .–Muchas cosas se han hinchado.
–¿Cómo te fue con las visitas ? ¿Creyeron
la historia ?
–Sí. Tío Longo, incluso, está preocupado y
quiere salir a buscarte. Sólo mamá sospecha algo, pero puedes contar con ella.
Todos piensan que estás rematadamente loco
–Así me demuestran su gratitud. Yo pongo en
juego mi vida atravesando los caminos helados para conseguirles un vehículo,
y ellos piensan que estoy loco. No vale la pena tanto esfuerzo. Voy por mi
camastrón.
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Esa noche Bilbo armó su vieja cuna, y Belladona
puso sábanas nuevas en la habitación de los huéspedes. La nieve siguió cayendo
afuera durante toda la cena, y en el fuego del acogedor agujero de Bolsón
Cerrado crepitaron los últimos leños. Cuando todos se fueron a dormir, en
un rincón de la bodega, oculto detrás de dos grandes barriles de cerveza,
Bungo saltó de su camastrón e hizo una última visita sigilosa al cuarto de
baño. Luego puso junto a la cabecera de su lecho el cuaderno de apuntes, un
vaso de agua, y una horma de queso recién empezada. Comprobando que todo estaba
en orden y al alcance de la mano ante cualquier emergencia gastronómica,
apoyó la cabeza en la almohada, sopló la llama de la lámpara y se durmió plácidamente.
El invierno cruel: así llamaron los hobbits y
los elfos a aquel invierno. Los ríos se estaban congelando, y allá lejos,
en las montañas nubladas al este y en las montañas de Angmar al norte, hacía
meses que una hambruna horrenda castigaba los estómagos de bestias de oscuros
corazones.
La Comarca se había replegado sobre sí misma
y parecía dormir un largo sueño bajo la nieve; pocos se atrevían a salir de
casa, y las aldeas parecían deshabitadas. Los días se sucedían unos iguales
a otros.
En Bolsón Cerrado también llegó a crearse una
rutina entre los dueños de casa y sus huéspedes. El primero
en levantarse era Longo, que preparaba el desayuno para todos. Comenzaba despertando
a Bilbo y ambos compartían el
café aprovechando la quietud
de la sala para charlar de sus proyectos.
Longo quería sentirse útil y no transformarse
en una carga para Belladona; disfrutaba mucho en Bolsón Cerrado, pero extrañaba
a Bungo.
–Me preocupa. Debe estar aburriéndose con mamá,
y ansiando volver aquí, a su hogar, para estar con nosotros. Creo que deberíamos
organizar una expedición e ir a buscarlo.
–Pierde cuidado, tío –insistía Bilbo –Papá
dijo que estaba bien, y que no nos afligiéramos. Si fuésemos a buscarlo se
enojaría mucho.
–Oh, pero me siento culpable –suspiraba Longo.
Luego se despertaba Belladona, y por último,
Camelia, que no dejaba de sentirse una visita, con todos los privilegios que
tal condición trae aparejados. Además, sostenía enfáticamente, todas sus energías
se consagraban al pequeño Otho; no tenía tiempo ni fuerzas para ayudar en
las tareas domésticas. La actitud de Camelia hacía que Longo se sintiera más
en deuda aún, y acentuara su disposición servicial.
–Bilbo, haría falta que llenaras la garrafa
de cerveza para el entremés, y de paso trajeras de la bodega la horma de queso
comenzada –decía Belladona.
–No te molestes, sobrino, ¡voy yo! –prorrumpía
Longo brincando de su asiento.
–¡Tío, un momento! ¡No puedo permitirlo! –exclamaba
Bilbo tratando de sujetarlo por un brazo.
–Ni una palabra más. Conozco bien la bodega
y soy capaz de ir por los víveres. Tú prepara la mesa.
Bilbo no tenía más remedio que ceder. Abatido,
se tomaba la cabeza entre las manos y suspiraba:
–Oh, no. Esto será la ruina.
–¿Qué es lo que te preocupa tanto ? –preguntaba
Belladona, atenta a todo.
–Nada , mamá. Nada.
Pero no era fácil engañar a la hija del Viejo
Tuk.
El alma le volvía al cuerpo a Bilbo cuando
Longo aparecía con la garrafa y el queso.
–¿Queréis saber ? –comentaba el buen hobbit
rascándose la cabeza– Algo raro sucede allí adentro. No encontraba el queso
por ningún lado. Por fin, me di por vencido y gruñí: maldita horma de queso, ¿dónde estás? No vais a creerme, pero escuché
un ruido, giré la cabeza, y ante mis ojos estaba la bendita horma, sobre un
barril de cerveza. Hubiese jurado que un minuto atrás no estaba allí. O me
estoy volviendo tonto, o hay magia en la bodega.
En ocasiones así Bilbo se veía obligado a sacar
el pañuelo y enjugarse la frente transpirada para disimular su agitación.
–Conque magia en la bodega– reflexionaba Belladona,
sonriendo. –Ya me parecía a mí que había gato encerrado en este asunto. Sabes,
Longo, no creo que se trate de magia, pero los ruidos que escuchaste y esta
horma visiblemente disminuida hablan a las claras de que se ha metido algún
ratero allí, probablemente uno de esos astutos roedores que entienden la lengua común. ¿Serías
tan amable, un día de estos, de ayudarme a buscarlo en cada rincón, y propinarle
un escobazo apenas lo veamos moverse ?
–¡Cómo no, Bella ! –exclamaba Longo entusiasmado.–
Cuando quieras.
–Qué curioso –agregaba Camelia –No pensé que
nos habíais invitado para desratizar la casa. Pero veamos el lado bueno: de
esta manera la limpieza os saldrá gratis.
–Cuanto me alegra que tú también estés de acuerdo
–sonreía Belladona. No había manera de hacerla enfadar, y siempre era Camelia
quien terminaba masticando su rabia. Después de tantos años de conocerse,
ya era tiempo de que la esposa de Longo hubiese aprendido la lección, pero
era tan testaruda como amiga de la discordia, y francamente, tenía bastantes
menos luces que su anfitriona.
El caso es que las visitas inoportunas a la
bodega, la insistencia creciente de Longo por ir en busca de su hermano, y
las cada vez más audaces correrías de Bungo hasta los cuartos de baño a cualquier
hora, tornaron la vida de Bilbo un desasosiego continuo.
Y así fue que llegó el momento en que la situación
le pareció hizo insostenible.
–Papá. ¿Estás ahí ? –dijo Bilbo entrando
en la bodega.
–Bilbo, hijo, pasa, cierra la puerta. Espera
que encienda la lámpara. Creí que era el fastidioso de mi hermano y la apagué.
–Papá, ¿cómo estás?
–Bien. Si no fuera por las repetidas interrupciones
que me ocasiona Longo, diría que óptimamente. Podrías haberlo mantenido más
a raya, Bilbo. No me explico cómo has dejado que entre aquí.
–Eso no es nada, papá. Ahora mismo se está
probando tus botas y preparando los abrigos para salir a buscarte.
–¿A buscarme? ¿Qué le pasa a ese cabeza hueca?
–Pero antes de salir le prometió a mamá que
revisaría toda la bodega y mataría a escobazos al ratón que se come el queso.
Bungo resopló.
–La situación es de veras desesperada. Supongo
que tengo que hacer algo.
–Creo que sí, papá. Y el momento es ahora.
–Bueno, si no hay otro remedio. En realidad,
ya lo tengo todo pensado. Dime si no hay moros en la costa, y me iré por donde
vine: la ventana del dormitorio. Tocaré la campanilla, y haré mi aparición
triunfante por la puerta principal. Diré que no hay carruajes ni caminos disponibles,
y todos en paz.
Bungo explicaba el plan mientras recogía sus
cosas y se las daba a su hijo. No parecía muy preocupado, porque ante el asombro
de Bilbo, se puso a silbar y tararear.
–Bien. Estamos listos. –exclamó el viejo hobbit,
con su más ancha sonrisa. Antes de salir, le echó un último vistazo a la habitación
–En realidad, comenzaba a aburrirme aquí.
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El paso a través de la ventana del dormitorio
resultó tan dificultoso como a la ida, e hizo que Bungo decidiera añadir una
puerta posterior a la residencia apenas tuviera tiempo.
Desembocó en el jardín zambulléndose de cabeza
en la nieve. Se consoló pensando que toda esa nieve empapándolo era lo que
necesitaba para simular un viaje desde el otro lado del arroyo. Cuando se incorporó constató lo horrible
que estaba el tiempo. Una oscuridad siniestra se había apoderado del cielo;
el viento formaba remolinos helados y provocaba un ulular que ponía los pelos
de punta.
De pronto a Bungo le pareció que el ulular
se oía como el aullido de bestias
feroces, y sin pensarlo dos veces se encaminó rumbo a la puerta de entrada.
Una vez allí repasó mentalmente su papel, y,
apoyándose en el bastón de paseo, adoptó la postura exhausta de quien se supone
acaba de atravesar los más escabrosos caminos de la región.
Sonó enérgicamente la campanilla, y esperó.
Escuchó los pasos acercándose, y tuvo tiempo
de imaginar la expresión de los rostros que abrirían la puerta. Confiaba en
que su llegada despertase sorpresa, piedad, y admiración, y disfrutaba estas
recompensas por anticipado.
Pero cuando se abrió la puerta y aparecieron
Belladona, Bilbo, Camelia y Longo, sus miradas de asombro se trocaron rápidamente
en muecas de espanto.
–¿Qué sucede? –atinó apenas a decir Bungo antes
de que los cuatro prorrumpieran en un alarido de pánico.
Bungo se dio vuelta y entonces comprendió.
A pocos pasos de distancia, y caminando hacia él, se dibujaba la silueta de
un enorme y espeluznante lobo blanco.
El pobre hobbit quedó petrificado en el umbral,
sin atinar a nada. Por su parte, el lobo le estaba clavando una roja mirada
de fuego, y se acercaba decidido.
Bungo sintió que había llegado su última hora.
En un instante pasaron por su mente miles de pensamientos absurdos. Lo que
más lamentó fue el desdichado plan que lo había llevado a esconderse y a salir
de casa. Se sentía arrepentido y sospechaba que estaba recibiendo el justo
castigo por su falta. Pensaba con vergüenza en Bilbo y el mal ejemplo que
había estado dándole, y se prometió que si salía de ésta con vida consagraría
el resto de sus años a hacer de Bilbo un hobbit decente y honesto. Envalentonado
por esta decisión (aunque aún muy asustado), retomó el control de su cuerpo,
y mientras esgrimía amenazante su bastón con una mano, buscó con la otra el
picaporte de la puerta y la cerró.
Pero con el nerviosismo había olvidado el detalle
de saltar antes dentro de la casa, y ahora estaban frente a frente, lobo y
hobbit, sin ninguna vía de escape a la vista.
La fiera se agazapó y preparó su arremetida.
Bungo calculó apresuradamente las posibilidades que tenía, y se dijo a sí
mismo que un lobo pesado y torpe no podía ser más veloz que un hobbit.
Miró el bastón, alzó la vista, contempló la
repisa encima de la puerta, consideró la resistencia del tirante que hacía
de soporte, y en el momento que el lobo saltaba con sus fauces enormes y sus
colmillos afilados, saltó él también hacia un costado propinándole al pasar
un fuerte bastonazo a la base de la repisa.
Bungo rodó camino abajo. El lobo dio una dentellada
en el vacío y se golpeó el hocico contra la puerta de entrada, pero no tuvo
tiempo para hacer nada más porque en ese mismo instante se desmoronó sobre
él la repisa con sus tres quintales de piedras de La Cantera y toda la nieve
acumulada encima.
El estrépito fue infernal. Cuando Bungo detuvo
su caída y pudo ponerse de pie, antes de convertirse definitivamente en una
bola de nieve gigante rumbo al puente de El Agua, comprobó que el animal yacía
sepultado bajo las piedras tal como lo había previsto, y no daba ya señales
de vida.
Todo había sucedido tan rápido que por un momento
se preguntó si realmente había ocurrido o simplemente lo había soñado. Había
un lobo muerto a las puertas de su agujero-hobbit, aunque ahora apenas se
veía un pedazo de la cola asomando entre la maraña de losas, barro y nieve.
Bungo no salía de su asombro. ¡Un lobo! ¡Cómo los que poblaban las historias!
En ese momento la puerta se abrió, y aparecieron
uno detrás del otro Bilbo, Belladona y Longo, dispuestos a encontrarse lo
peor.
–Bungo, ¡estás bien!– exclamó la hija del Viejo
Tuk corriendo en brazos de su marido.
–Entremos, entremos– decía Bungo entre abrazos
y besos. –No ha pasado nada.
–¡Has matado al lobo!
–Tonterías, tonterías. Entremos que el tiempo
está muy malo.
En su excitación, Bungo no sabía lo que decía,
y fueron necesarios muchos bocados de pastel y algunos vasos de vino para
lograr arrancarle más palabras que esas.
–Tonterías, tonterías –repitió durante unas
horas, hasta que recobró el buen juicio y los pies dejaron de temblarle. Estaba
sentado junto al fuego y le habían cubierto las piernas con una manta.
–¿De qué tonterías nos hablas? –preguntó Longo
–Todos hemos visto con nuestros propios ojos un lobo horroroso detrás de ti.
Bungo los contempló uno por uno, y luego de
meditar un momento y dar un gran suspiro dijo:
–Están equivocados. No era un lobo, sino un
perro famélico que me venía siguiendo desde casa de mamá. Un pobre perro anémico.
Con toda la nieve que llevaba encima, no me extraña que lo hayáis confundido
con un lobo. Tuvo la mala suerte de encontrarse en el umbral en el momento
de desmoronarse el alero con las losas, y eso fue todo. Por suerte yo me aparté
y salí ileso. Desgraciado accidente
Todos lo miraron atónitos.
–¿Estás seguro de lo que dices ?
–Completamente. ¿Qué esperaban? Les he advertido
que exageran con sus fantasías y sus historias absurdas. Aquí no ha pasado
ni pasará nada. Apenas mejore el tiempo recogeremos esas piedras y sepultaremos
al perrito, pero de eso me encargaré yo y mi ayudante Manoverde. No quiero
que se acerquen a la puerta.
Y dicho esto, encendió su pipa y no dijo una
palabra más por el resto de la noche.
Fue necesario que Bungo repitiera muchas veces
la historia para convencer a sus parientes de que no habían visto lo que sus
ojos les mostraron. Pero tanto hizo que finalmente lo logró, y Bilbo llegó
un día a olvidar el incidente, que era todo lo que Bungo deseaba del asunto.
El resto de la historia la guardó celosamente
en su corazón. Sólo de cuando en cuando, en la serenidad del estudio o en
una perezosa sobremesa, a Bungo
lo asaltaban los recuerdos, y su expresión se hacía reconcentrada y grave.
Entonces Belladona comprendía que su esposo estaba pensando en el lobo, y
no decía nada, porque ambos sabían que existían cosas que era preferible no
decirse, y ése era el secreto de su felicidad.
Por su parte, Longo nunca terminó de entender
del todo lo que había ocurrido esa tarde, pero como tampoco podía imaginarse
una razón para que su hermano no contase la verdad, aceptó sus argumentos
y cerró el caso. De modo que cuando, cinco semanas más tarde, los caminos
se hicieron nuevamente transitables, y él y su familia volvieron a Delagua,
el episodio era ya agua pasada. Ni siquiera le extrañó que su madre, a quien entraron a saludar camino a casa,
no recordara en absoluto la presencia de Bungo aquellos días en la
ancestral morada de la familia. La pobrecita tenía ya noventa y siete años
y, aunque era aún la cabeza del clan Bolsón, no conservaba su propia cabeza
en las mejores condiciones.
Bungo Bolsón no fue ningún hobbit notable,
ni pretendió serlo. Pero la del lobo blanco (o perro famélico) fue la aventura
más importante –tal vez la única– de su vida, y bien podría haber estado orgulloso
de ella, sino fuera porque, como sabéis, odiaba las aventuras. Todo lo que
quería era que no le faltase nunca fuego en el hogar, provisiones en la despensa,
y una pipa con la que se sentase a contemplar la belleza de su jardín.
Así transcurrió el invierno de 1311, que fue
recordado por largo tiempo entre los hobbits. Se trató de un invierno largo
y cruel, pero –como todas las cosas– concluyó al fin y la primavera trajo
las flores inaugurales de Bolsón
Cerrado. Hubo bastante trabajo para Cavada Manoverde ese año, y fue sólo la
primera de muchas primaveras.
Obtenido de la Página de Darion