El encuentro


Empujó la puerta de la taberna con fuerza. Un hedor, mezcla de olor a cerveza rancia y vómito reseco, le dio la bienvenida. Alguien de dentro exclamó “¡Un enano!” El resto de los parroquianos que medio llenaban el local se volvieron hacia la puerta.
Vieron entrar a un robusto enano enfundado en gruesa cota de malla, hacha corta colgando del cinturón y una barba negra que le llegaba casi a las botas. El dueño del local —un hombre desgar-bado, chupado y de nariz rota— dejó las jarras que estaba secando con un trapo mugriento y le dio la bienvenida.
—¡Maese enano! Pase, pase. Es raro ver a uno de ustedes por las llanuras. Pase. Tengo buena cerveza y asado de cabra del día de ayer. Pase.
El enano se fijó en como el tabernero miraba su cinturón en busca de una bolsa con oro o mone-das.
—Saludos —habló el recién llegado con voz grave—. Tengo sed. Y hambre. Y, sí, también algo con que pagar —dijo mirando a los ojos al tabernero.
—¡Oh! No, no dudo, no lo dudo. Antaño venían muchos de ustedes y jamás ninguno dejó de pa-gar. ¿Cerveza?
El enano asintió y se sentó en una de las mesas libres. Frente a él había dos hobbits en avanzado estado de embriaguez que jugaban a darse manotazos el uno al otro en la cabeza. Por cada manota-zo, soltaban una carcajada. En la barra había varios hombres, unos comiendo, otros bebiendo, y al fondo, en un rincón discreto, dos figuras esbeltas envueltas en capas negras que bebían vino de una jarra. Parecían ser elfos o medio elfos.
El tabernero se acercó a la mesa con una jarra de cerveza. Antes de dejarla preguntó.
—¿Y qué le trae por aquí? ¿Negocios?
—Busco algo —contestó con sequedad.
—¡Ah! Pues pregunte, pregunte. Es fácil encontrar información aquí. Vienen muchos clientes. De muchos sitios. Pregunte. Por cierto, mi nombre es Vilio. A su servicio.
—¿Por qué se llama éste lugar la Taberna del Hada? Y mi nombre, maese Vilio, es Gabil.
La pregunta sorprendió a Vilio. Dejó la jarra sobre la mesa y sonrió. Tenía la dentadura aguje-reada.
—¡Por favor! ¿No lo sabe? Mi taberna es famosa por eso. Mire, mire allí, en la jaula que hay so-bre la barra.
Encerrada en una jaula —no mayor que la de un cuervo— había un hada. Era pequeña y estaba escuálida. Sentada en el suelo de paja y mirando al suelo parecía un pajarillo con una de las alas ro-ta que espera la llegada de un zorro. El enano se levantó y se acercó a ella.
—Hoy está muy vaga —dijo el tabernero—. Normalmente suele cantar —se dirigió a ella y apo-rreó la jaula— ¡Vamos! ¡Canta! Un ilustre enano quiere escucharte. ¡Canta, perezosa!
—Dejadla —replicó Gabil—. Está enferma. No creo que cante, lo que hará es lamentarse.
—Ella está bien. ¿A mí me lo va a decir usted? Vamos, siéntese a tomar su cerveza y ahora le sirvo algo de cabra.
Gabil le ignoró. Se acercó aún más a la jaula y le habló al hada.
—¿Recuerdas las cuevas?
El hada alzó la mirada y le miró. Desplegó con elegancia las alas semitransparentes y respondió.
—Piedra, tierra, moho. Hogar —contestó muy bajito.
—Deje en paz a mi hada, maese enano —dijo Vilio con dureza—, y vaya a su mesa.
Gabil no se movió. El tabernero hizo una seña y dos hombres que estaban atentos a la conversa-ción se acercaron a él.
—¿Qué ha venido a buscar aquí, maese enano? —preguntó el tabernero escoltado por los dos pa-rroquianos.
—Ya encontré lo que buscaba —contestó casi en un susurro.
—¡Fuera! ¡Echadlo! —gritó Vilio a la vez que saltaba dentro de la barra— ¡Y quitadle el oro que lleve!
Los dos hombres se abalanzaron sobre Gabil y el tabernero sacó una espada corta de detrás de la barra. El enano esquivó a los hombres, pero se encontró con el filo de la espada de Vilio a un palmo de la cara. Con un rápido movimiento desenfundó el hacha corta y segó la mano del tabernero a la altura de la muñeca. Un chorro de sangre salpicó la mesa de los hobbits, que comenzaron a reír des-aforados. Los escoltas del tabernero retrocedieron. No tenían armas a mano, eran campesinos o ar-tesanos del pueblo. Vilio gritaba de dolor y miraba su mano tirada en el suelo de piedra. Gabil des-colgó la jaula del hada y volteando el hacha ante los clientes se dirigió hacia la puerta. Echó un rá-pido vistazo a la mesa del fondo. Los elfos, o semielfos, bebían vino ajenos a lo que estaba pasando. No le iban a dar problemas. Uno de los hobbits se subió a la mesa y dando palmas exclamó:
—¡Bienvenidos a la Taberna del Manco!
Gabil volteó el hacha ante los presentes.
—¿Podré salir sin problemas? —preguntó el enano.
Uno de los hombres, con músculos y manos de de herrero, se interpuso entre él y la puerta.
—¿Por qué te la llevas? Aquí está bien. Tiene comida, calor y compañía. No tienes derecho a ro-barla.
—Yo no robo nada —contestó el enano—. No se puede robar lo que a nadie pertenece. ¡Apárta-te! —gritó.
El hombre se apartó de la puerta y le dejó pasar.
Una vez fuera, Gabil sacó al hada de la jaula y la metió con cuidado entre su barba. El hada se enredó en los pelos y se quedó dormida al instante. El enano tiró la jaula entre unos zarzales cerca-nos y se puso a caminar en dirección a las montañas del norte.
—Habrá que llevarte a casa —dijo al hada dormida.

 

Mellon Gabilul