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UN VIAJE EN LA OSCURIDAD

 

                La luz gris menguaba otra vez rápidamente, cuando se detuvieron a pasar la noche.  Estaban muy cansados.  La oscuridad creciente velaba las montañas y el aire era frío.  Gandalf le dio a cada uno un trago más del miruvor de Rivendel.  Luego de comer invitó a los otros a discutir la situación.

      -No podemos, por supuesto, continuar esta noche -dijo-.  El ataque a la entrada del Cuerno Rojo nos ha dejado agotados y tenemos que descansar.

      -¿Y luego adónde iremos? -preguntó Frodo.

      -El viaje no ha terminado y no hemos cumplido aún nuestra misión -respondió Gandalf-.  No podemos hacer otra cosa que continuar, o regresar a Rivendel.

      El rostro se le iluminó a Pippin ante la sola mención de retornar a Rivendel.  Merry y Sam se miraron esperanzados.  Pero Aragorn y Boromir no reaccionaron.  Frodo parecía preocupado.

      -Me gustaría estar allí de vuelta -dijo-. ¿Pero cómo regresar sin sentirnos avergonzados?  A no ser que no haya en verdad otro camino y que nos declaremos vencidos.

      -Tienes razón, Frodo -dijo Gandalf -, regresares admitir la derrota y enfrentar luego derrotas peores.  Si regresamos ahora, el Anillo tendrá que quedarse allí; no podremos partir otra vez.  Luego, tarde o temprano, Rivendel será sitiada y destruida a corto y amargo plazo.  Los Espectros del Anillo son enemigos mortales, pero sólo sombras del poder y del terror que llegarían a manejar si el Anillo Soberano cae de nuevo en manos de Sauron.

      -Entonces tenemos que continuar, si hay un camino -dijo Frodo suspirando.

Sam tenía de nuevo un aire lúgubre.

      -Hay un camino que podemos probar -dijo Gandalf -. Desde el comienzo, cuando consideré por vez primera este viaje, pensé que valía la pena intentarlo.  Pero no es un camino agradable y no os dije nada.  Aragorn no estaba de acuerdo, al menos no hasta que intentáramos cruzar las montañas.

      -Si es un camino peor que el de la Puerta del Cuerno Rojo, tiene que ser realmente malo -dijo Merry-.  Pero será mejor que nos hables y nos enteremos en seguida de lo peor.

      -El camino de que hablo conduce a las Minas de Moria -dijo Gandalf.

      Sólo Gimli alzó la cabeza, con un fuego de brasas en la mirada.  Todos los demás sintieron miedo de pronto.  Aun para los hobbits era una leyenda que evocaba un oscuro terror.

      -El camino puede llevar a Moria, ¿pero cómo podríamos saber si nos sacará de Moria? -dijo Aragorn, sombrío.

      -Es un nombre de malos augurios -dijo Boromir-.  Y no veo la necesidad de ir allí.  Si no podemos cruzar las montañas, viajemos hacia el sur hasta el Paso de Rohan donde los hombres son amigos de mi pueblo, tomando el camino que yo seguí hasta aquí. O podemos ir todavía más lejos y cruzar el Isen hasta Playa Larga y Lebennin y así llegar a Gondor desde las regiones cercanas al mar.

      -Las cosas han cambiado desde que viniste al norte, Boromir -replicó Gandalf -. ¿No oíste lo que dije de Saruman?  Quizá tengamos que arreglar cuentas antes que esto haya terminado.  Pero el Anillo no ha de acercarse a Isengard, si podemos impedirlo.  El Paso de Rohan está cerrado para nosotros mientras vayamos con el Portador.

      »En cuanto al camino más largo: no tenemos tiempo.  Un viaje semejante podría llevarnos un alío y tendríamos que pasar por muchas tierras desiertas donde no encontraríamos ningún refugio.  Y no estaríamos seguros.  Los ojos vigilantes de Saruman y el enemigo están puestos en esas tierras.  Cuando viniste al norte, Boromir, no eras a los ojos del enemigo más que un viajero extraviado del sur y asunto de poca monta para él; no pensaba en otra cosa que en perseguir el Anillo.  Pero ahora volverías como miembro de la Compañía del Anillo y estarías en peligro mientras permanecieses con nosotros.  El peligro aumentaría con cada legua que hiciésemos hacia el sur bajo el cielo desnudo.

      »Desde que intentamos cruzar el paso, nuestra situación se ha hecho aún más difícil, temo.  Veo pocas esperanzas, si no nos perdemos de vista durante un tiempo y cubrimos nuestras huellas.  Por lo tanto aconsejo que no vayamos por encima de las montañas, ni rodeándolas, sino por debajo.  De cualquier modo es una ruta que el enemigo no esperará que tomemos.

      -No sabemos lo que él espera -dijo Boromir-.  Quizá vigile todas las rutas, las probables y las improbables.  En ese caso entrar en Moria sería meterse en una trampa, apenas mejor que ir a golpear las puertas de la Torre Oscura.  El nombre de Moria es tétrico.

      -Hablas de lo que no sabes, cuando comparas a Moria con la fortaleza de Sauron -respondió Gandalf-. De todos nosotros yo he sido el único que he estado alguna vez en los calabozos del Señor Oscuro y esto sólo en la morada de Dol Guldur, más antigua y menos importante.  Quienes cruzan las puertas de Baradûr no vuelven nunca. Pero yo no os llevaría a Moria si no hubiese ninguna esperanza de salir.  Si hay orcos allí, lo pasaremos mal, es cierto.  Pero la mayoría de los orcos de las Montañas Nubladas fueron diseminados o destruidos en la Batalla de los Cinco Ejércitos.  Las águilas informan que los orcos están viniendo otra vez desde lejos, pero hay esperanzas de que Moria esté todavía libre.

      »Hasta es posible que haya enanos allí y que en alguna sala subterránea construida en otro tiempo encontremos a Balin hijo de Fundin.  De cualquier modo, la necesidad nos dicta este camino.

      -¡Iré contigo, Gandalf! -dijo Gimli-.  Iré contigo y exploraré las salas de Durin, cualquiera sea el riesgo, si encuentras las puertas que están cerradas.

      -¡Bien, Gimli! -dijo Gandalf -. Tú me alientas.  Buscaremos juntos las puertas ocultas y las cruzaremos.  En las ruinas de los Enanos, una cabeza de enano se confundirá menos que un elfo, o un hombre o un Hobbit.  No será la primera vez que entro en Moria.  Busqué allí mucho tiempo a Thráin hijo de Thrór, después que desapareció. ¡Estuve en Moria y salí con vida!

      -Yo también crucé una vez la Puerta del Arroyo Sombrío -dijo Aragorn serenamente-.  Pero aunque salí como tú, guardo un recuerdo siniestro.  No deseo entrar en Moria una segunda vez.

      -Y yo ni siquiera una vez -dijo Pippin.

      -Yo tampoco -murmuró Sam.

      -¡Claro que no! -dijo Gandalf-. ¿Quién lo desearía?  Pero la pregunta es: ¿quién me seguirá, si os guío hasta allí?

      -Yo -dijo Gimli con vehemencia.

      -Yo -masculló Aragorn-.  Tú me seguiste casi hasta el desastre en la nieve y no te quejaste ni una vez.  Yo te seguiré ahora, si esta última advertencia no te conmueve.  No pienso ahora en el Anillo ni en ninguno de nosotros, Gandalf, sino en ti.  Y te digo: si cruzas las puertas de Moria, ¡cuidado!

      -Yo no iré -dijo Boromir-, a menos que todos voten contra mí. ¿Qué dicen Legolas y la gente pequeña?  Tendríamos que oír, me parece, la opinión del Portador del Anillo.

      -Yo no deseo ir a Moria -dijo Legolas.

      Los hobbits no dijeron nada.  Sam miró a Frodo.  Al fin Frodo habló.

      -No deseo ir -dijo-, pero tampoco quiero rechazar el consejo de Gandalf.  Ruego que no se vote hasta que lo hayamos pensado bien.  Apoyaremos a Gandalf más fácilmente a la luz de la mañana que en esta fría oscuridad. ¡Cómo aúlla el viento!

      Con estas palabras todos se sumieron en una silenciosa reflexión.  El viento silbaba entre las rocas y los árboles y había aullidos y lamentos en los vacíos ámbitos de la noche.

De pronto Aragorn se incorporó de un salto.

      -¿Cómo aúlla el viento? - exclamó -. Aúlla con voz de lobo. ¡Los huargos han pasado al este de las montañas!

      -¿Es necesario entonces esperar a que amanezca? -dijo Gandalf Como dije antes, la caza ha empezado.  Aunque vivamos para ver el alba, ¿quién querrá ahora viajar al sur de noche con los lobos salvajes pisándonos los talones?

      -¿A qué distancia está Moria? -preguntó Boromir.

      -Hay una puerta al sudoeste de Caradhras, a unas quince millas a vuelo de cuervo y a unas veinte a paso de lobo -respondió Gandalf con aire sombrío.

      -Partamos entonces con las primeras luces, si podemos -dijo Boromir-.  El lobo que se oye es peor que el orco que se teme.

      -¡Cierto! -dijo Aragorn, soltando la espada en la vaina-.  Pero donde el huargo aúlla, el orco ronda.

      -Lamento no haber seguido el consejo de Elrond -le murmuró Pippin a Sam-.  Al fin y al cabo sirvo de muy poco.  No hay bastante en mí de la raza de Bandobras el Toro Bramador: esos aullidos me hielan la sangre.  No recuerdo haberme sentido nunca tan desdichado.

      -El corazón se me ha caído a los pies, señor Pippin -dijo Sam-.  Pero todavía no nos han devorado y tenemos aquí alguna gente fuerte.  No sé qué le estará reservado al viejo Gandalf, pero apostaría que no es la barriga de un lobo.

 

 

   Para defenderse durante la noche, la Compañía subió a la loma que los había abrigado hasta entonces.  Allá arriba en la cima había un grupo de viejos árboles retorcidos y alrededor un círculo incompleto de grandes piedras.  Encendieron un fuego en medio de las piedras, pues no había esperanza de que la oscuridad y el silencio los ocultaran a las manadas de lobos cazadores.

      Se sentaron alrededor del fuego y aquellos que no estaban de guardia cayeron en un sueño intranquilo.  El pobre Bill, el poney, temblaba y transpiraba.  El aullido de los lobos se oía ahora todo alrededor, a veces cerca y a veces lejos.  En la oscuridad de la noche alcanzaban a verse muchos ojos brillantes que se asomaban al borde de la loma.  Algunos se adelantaban casi hasta el círculo de piedras.  En una brecha del círculo pudo verse una oscura forma lobuna, que los miraba.  De pronto estalló en un aullido estremecedor, como si fuera un capitán incitando a la manada al asalto.

      Gandalf se incorporó y dio un paso adelante, alzando la vara.

      -¡Escucha, bestia de Sauron! -gritó-.  Soy Gandalf. ¡Huye, si das algún valor a tu horrible pellejo!  Te secaré del hocico a la cola, si entras en este círculo.

      El lobo gruñó y dio un gran salto hacia adelante.  En ese momento se oyó un chasquido seco.  Legolas había soltado el arco.  Un grito espantoso se alzó en la noche y la sombra que saltaba cayó pesadamente al suelo; la flecha élfica le había atravesado la garganta.  Los ojos vigilantes se apagaron.  Gandalf y Aragorn se adelantaron unos pasos, pero la loma estaba desierta; la manada había huido.  El silencio invadió la oscuridad de alrededor; el viento suspiraba y no traía ningún grito.

 

 

   La noche terminaba y la luna menguante se ponía en el oeste, brillando de cuando en cuando entre las nubes que comenzaban a abrirse.  Frodo despertó bruscamente.  De improviso, una tempestad de aullidos feroces y amenazadores estalló alrededor del campamento.  Una hueste de huargos se había acercado en silencio y ahora atacaban desde todos los lados a la vez.

      -¡Rápido, echad combustible al fuego! -gritó Gandalf a los hobbits-. ¡Desenvainad y poneos espalda contra espalda!

A la luz de la leña nueva que se inflamaba y ardía, Frodo vio muchas sombras grises que entraban saltando en el círculo de piedras.  Otras y otras venían detrás.  Aragorn lanzó una estocada y le atravesó la garganta a un lobo enorme, uno de los jefes.  Golpeando de costado, Boromir le cortó la cabeza a otro.  Gimli estaba de pie junto a ellos, las piernas separadas, esgrimiendo su hacha de enano.  El arco de Legolas cantaba.

      A la luz oscilante del fuego pareció que Gandalf crecía de súbito: una gran forma amenazadora que se elevaba como el monumento de piedra de algún rey antiguo en la cima de una colina.  Inclinándose como una nube, tomó una rama y fue al encuentro de los lobos.  Las bestias retrocedieron.  Gandalf arrojó al aire la tea llameante.  La madera se inflamó con un resplandor blanco, como un relámpago en la noche, y la voz del mago rodó como el trueno:

      -Naur an edraith ammen!  Naur dan i ngaurhoth!

      Hubo un estruendo y un crujido y el árbol que se alzaba sobre él estalló en una floración de llamas enceguecedoras.  El fuego saltó de una copa a otra.  Una luz resplandeciente coronó toda la colina.  Las espadas y cuchillos de los defensores brillaron y refulgieron.  La última flecha de Legolas se inflamó en pleno vuelo, y ardiendo se clavó en el corazón de un gran jefe lobo.  Todos los otros escaparon.

      El fuego se extinguió lentamente hasta que sólo quedó un movimiento de cenizas y chispas y una humareda acre subió en volutas de los muñones quemados de los árboles, envolviendo oscuramente la loma mientras las primeras luces del alba aparecían pálidas en el cielo.  Los lobos habían sido vencidos y no volverían.

      -¿Qué le dije, señor Pippin? -comentó Sam envainando la espada-.  Los lobos no pudieron con él.  Fue de veras una sorpresa. ¡Casi se me chamuscan los cabellos!

 

 

   Entrada la mañana no se vio ninguna señal de los lobos, ni se encontró ningún cadáver.  Las únicas huellas del combate de la noche eran los árboles carbonizados y las flechas de Legolas en la cima de la loma.  Todas estaban intactas excepto una que no tenía punta.

      -Tal como me lo temía -dijo Gandalf-.  Estos no eran lobos comunes que buscan alimento en el desierto. ¡Comamos en seguida y partamos!

      Ese día el tiempo cambió otra vez, casi como si obedeciese a algún poder que ya no podía servirse de la nieve, desde que ellos se habían retirado del paso, un poder que ahora deseaba tener una luz clara, de manera que todo aquello que se moviese en el desierto pudiera ser visto desde muy lejos.  El viento había estado cambiando durante la noche del norte al noroeste y ahora ya no soplaba.  Las nubes desaparecieron en el sur descubriendo un cielo alto y azul.  Estaban en la falda de la loma, listos para partir, cuando un sol pálido iluminó las cimas de los montes.

      -Tenemos que llegar a las puertas antes que oscurezca -dijo Gandalf - o temo que no lleguemos nunca.  No están lejos, pero corremos el riesgo de que nuestro camino sea demasiado sinuoso, pues aquí Aragorn no nos puede guiar; conoce poco el país y yo estuve sólo una vez al pie de los muros occidentales de Moria y eso fue hace tiempo. -Señaló el lejano sudeste donde los flancos de las montañas caían a pique en hondonadas sombrías. - Es allá -continuó.  En la distancia alcanzaba a verse una línea de riscos desnudos y en medio, más alta que el resto, una gran pared gris-.  Cuando dejamos el paso os llevé hacia el sur y no de vuelta a nuestro punto de partida como alguno de vosotros habrá notado.  Era mejor así, pues ahora tenemos varias millas menos que recorrer y hay que darse prisa. ¡Vamos!

      -No sé qué esperar -dijo Boromir ceñudamente-: que Gandalf encuentre lo que busca, o que llegando a los riscos descubramos que las puertas han desaparecido para siempre.  Todas las posibilidades parecen malas, y que quedemos atrapados entre los lobos y el muro es quizá la posibilidad mayor. ¡En marcha!

 

 

   Gimli caminaba ahora delante junto al mago, tan ansioso estaba de llegar a Moria. Juntos guiaron a los otros de vuelta hacia las montañas.  El único camino antiguo que llevaba a Moria desde el oeste seguía el curso de un río, el Sirannon, que corría desde los riscos, no muy lejos de donde habían estado las puertas.  Pero pareció que Gandalf había errado el camino, o que la región había cambiado en los últimos años, pues el río no estaba donde esperaba encontrarlo, a unas pocas millas al sur de la pared.

Era casi mediodía y la Compañía iba aún de un lado a otro, ayudándose a veces con manos y pies, por un terreno desolado de piedras rojas.  No se veía ningún brillo de agua, ni se oía el menor ruido.  Todo era desierto y seco.  No había allí aparentemente criaturas vivas y ningún pájaro cruzaba el aire.  Nadie quería pensar qué podía traerles la noche, si los alcanzaba en aquellas regiones perdidas.

      De pronto Gimli que se había adelantado les gritó que se acercaran.  Se había subido a una pequeña loma y apuntaba a la derecha.  Se apresuraron y vieron allí abajo un cauce estrecho y profundo.  Estaba vacío y silencioso y entre las piedras del lecho, pardas y manchadas de rojo, corría apenas un hilo de agua. Junto al borde más cercano había un sendero ruinoso que serpeaba entre las paredes derruidas y las piedras de una antigua carretera.

      -¡Ah! ¡Aquí estamos al fin! -dijo Gandalf -. Es aquí donde corría el río, el Sirannon, el Río de la Puerta como solían llamarlo.  No puedo imaginar qué le pasó al agua; antes era rápida y ruidosa. ¡Vamos!  Tenemos que darnos prisa.  Estamos retrasados.

 

 

   Todos estaban cansados y tenían los pies doloridos, pero siguieron tercamente por aquella senda sinuosa y áspera durante muchas millas.  El sol comenzó a descender.  Luego de un breve descanso y una rápida comida, continuaron la marcha.  Las montarías parecían observarlos de mala manera, pero el sendero corría por una profunda hondonada y sólo veían las estribaciones más altas y los picos lejanos del este.

      Al fin llegaron a una vuelta brusca del sendero.  Habían estado marchando hacia el sur entre el borde del canal y una pendiente abrupta a la izquierda; pero ahora el sendero corría de nuevo hacia el este.  Casi en seguida vieron ante ellos un risco bajo, de unas cinco brazas de alto, que terminaba en un borde mellado y roto.  Un hilo de agua bajaba del risco, goteando a lo largo de una grieta que parecía haber sido cavada por un salto de agua, en otro tiempo caudaloso.

      -¡Las cosas han cambiado en verdad! - dijo Gandalf -. Pero no hay error posible respecto del sitio.  Esto es todo lo que queda de los Saltos de la Escalera.  Si recuerdo bien hay unos escalones tallados en la roca a un lado, pero el camino principal se pierde doblando a la izquierda y sube así hasta el terreno llano de la cima.  Había también un valle poco profundo que subía más allá de las cascadas hasta las Murallas de Moria y el Sirannon atravesaba ese valle con el camino a un lado. ¡Vayamos a ver cómo están las cosas ahora!

      Encontraron los escalones de piedra sin dificultad y Gimli los subió saltando, seguido por Gandalf y Frodo.  Cuando llegaron a la cima vieron que por ese lado no podían ir más allá y descubrieron las causas del secamiento del Arroyo de la Puerta.  Detrás de ellos el sol poniente inundaba el fresco cielo occidental con una débil luz dorada.  Ante ellos se extendía un lago oscuro y tranquilo.  Ni el cielo ni el crepúsculo se reflejaban en la sombría superficie.  El Sirannon había sido embalsado y las aguas cubrían el valle.  Más allá de esas aguas ominosas se elevaba una cadena de riscos, finales e infranqueables, de paredes torvas y pálidas a la luz evanescente.  No había signos de puerta o entrada, ni una fisura o grieta que Frodo pudiera ver en aquella piedra hostil.

      -He ahí las Murallas de Moria -dijo Gandalf apuntando a través del agua-.  Y allí hace un tiempo estuvo la Puerta, la Puerta de los Elfos en el extremo del camino de Acebeda, por donde hemos venido.  Pero esta vía está cerrada.  Nadie en la Compañía, me parece, querría nadar en estas aguas tenebrosas a la caída de la noche.  Tienen un aspecto malsano.

      -Busquemos un camino que bordee el lado norte -dijo Gimli-.  La Compañía tendría que subir ante todo por el camino principal y ver adónde lleva.  Aunque no hubiera lago, no conseguiríamos que nuestro poney de carga trepara por estos escalones.

      -De cualquier modo no podríamos llevar a la pobre bestia a las Minas -dijo Gandalf-.  El camino que corre por debajo de las montañas es un camino oscuro y hay trechos angostos y escarpados por donde él no pasaría, aunque pasáramos nosotros.

      -¡Pobre viejo Bill! -dijo Frodo-.  No lo había pensado. ¡Y pobre Sam!  Me pregunto qué dirá.

      -Lo lamento -dijo Gandalf -. El pobre Bill ha sido un compañero muy útil y siento en el alma tener que abandonarlo ahora.  Yo hubiera preferido viajar con menos peso y sin ningún animal y menos que ninguno este que Sam quiere tanto.  Temí todo el tiempo que estuviésemos obligados a tomar ese camino.

 

 

   El día estaba terminando y las estrellas frías parpadeaban en el cielo bien por encima del sol poniente, cuando la Compañía trepó con rapidez por las laderas y bajó a la orilla del lago.  No parecía tener de ancho más de un tercio de milla, como máximo.  La luz era escasa y no alcanzaban a ver hasta dónde iba hacia el sur, pero el extremo norte no estaba a más de media milla y entre las crestas rocosas que encerraban el valle y la orilla del agua había una franja de tierra descubierta.  Se adelantaron de prisa, pues tenían que recorrer una milla o dos antes de llegar al punto de la orilla opuesta indicado por Gandalf, y luego había que encontrar las puertas.

      Llegaron al extremo norte del lago y descubrieron allí que una caleta angosta les cerraba el paso.  Era de aguas verdes y estancadas y se extendía como un brazo cenagoso hacia las cimas de alrededor.  Gimli dio un paso adelante sin titubear y descubrió que el agua era poco profunda y que allí en la orilla no le llegaba más arriba del tobillo.  Los otros caminaron detrás de él, en fila, pisando con cuidado, pues bajo las hierbas y el musgo había piedras viscosas y resbaladizas.  Frodo se estremeció de repugnancia cuando el agua oscura y sucia le tocó los pies.

      Cuando Sam, el último de la Compañía, llevó a Bill a tierra firme, del otro lado del canal, se oyó de pronto un sonido blando: un roce, seguido de un chapoteo, como si un pez hubiera perturbado la superficie tranquila del agua.  Miraron atrás y alcanzaron a ver unas ondas que la sombra bordeaba de negro a la luz declinante; unos grandes anillos concéntricos se abrían desde un punto lejano del lago.  Hubo un sonido burbujeante y luego silencio.  La oscuridad creció y unas nubes velaron los últimos rayos del sol poniente.

      Gandalf marchaba ahora a grandes pasos y los otros lo seguían tan de cerca como les era posible.  Llegaron así a la franja de tierra seca entre el lago y los riscos, que no tenía a menudo más de doce yardas de ancho, y donde había muchas rocas y piedras; pero encontraron un camino siguiendo el contorno de los riscos y manteniéndose alejados todo lo posible del agua oscura.  Una milla más al sur tropezaron con unos acebos.  En las depresiones del Suelo se pudrían tocones y ramas secas: restos, parecía, de viejos setos o de una empalizada que alguna vez había bordeado el camino a través del valle anegado.  Pero muy pegados al risco, altos y fuertes, había dos árboles, más grandes que cualquier otro acebo que Frodo hubiera visto o imaginado.  Las grandes raíces se extendían desde la muralla hasta el agua.  Vistos desde el pie de aquellas elevaciones, aún lejos de la escalera habían parecido meros arbustos, pero ahora se alzaban dominantes, tiesos, oscuros y silenciosos, proyectando en el suelo unas apretadas sombras nocturnas, irguiéndose como columnas que guardaban el término del camino.

      -¡Bueno, aquí estamos al fin! - dijo Gandalf -. Aquí concluye el Camino de los Elfos que viene de Acebeda.  El acebo era el signo de las gentes de este país y los plantaron aquí para señalar los límites del dominio, pues la Puerta del Oeste era utilizada para traficar con los Señores de Moria.  Eran aquellos días más felices, cuando había a veces una estrecha amistad entre gentes de distintas razas, aun entre enanos y elfos.

      -El debilitamiento de esa amistad no fue culpa de los enanos -dijo Gimli.

      -Nunca oí decir que la culpa fuera de los elfos -dijo Legolas.

      -Yo oí las dos cosas -dijo Gandalf-, y no tomaré partido ahora.  Pero os ruego a los dos, Legolas y Gimli, que al menos seáis amigos y que me ayudéis.  Las puertas están cerradas y ocultas y cuanto más pronto las encontremos mejor. ¡La noche se acerca!

      Volviéndose hacia los otros continuó:

      -Mientras yo busco, ¿queréis todos vosotros preparamos para entrar en las Minas?  Pues temo que aquí tengamos que despedirnos de nuestra buena bestia de carga.  Tendremos que abandonar también mucho de lo que trajimos para protegernos del frío; no lo necesitaremos adentro, ni, espero, cuando salgamos del otro lado y bajemos hacia el sur.  En cambio cada uno de nosotros tomará una parte de lo que trae el poney, especialmente comida y los odres de agua.

      -¡Pero no podemos dejar al pobre Bill en este sitio desolado, señor Gandalf! -gritó Sam, irritado y desesperado a la vez-.  No lo permitiré y punto. ¡Después que ha venido tan lejos y todo lo demás!

      -Lo lamento, Sam -dijo el mago-.  Pero cuando la puerta se abra, no creo que seas capaz de arrastrar a tu Bill al interior, a la larga y tenebrosa Moria.  Tendrás que elegir entre Bill y tu amo.

      -Bill seguiría al señor Frodo a un antro de dragones, si yo lo llevara -protestó Sam-.  Sería casi un asesinato dejarlo aquí solo con todos esos lobos alrededor.

      -Espero que sea casi un asesinato y nada más -dijo Gandalf.  Puso la mano sobre la cabeza del poney y habló en voz baja-.  Ve con palabras de protección y cuidado.  Eres una bestia inteligente y has aprendido mucho en Rivendel.  Busca los caminos donde haya pasto y llega a casa de Elrond, o a donde quieras ir.

      »¡Ya está, Sam!  Tendrá tantas posibilidades como nosotros de escapar a los lobos y volver a casa.

Sam estaba de pie, abatido, junto al poney, y no respondió.  Bill, como si entendiera lo que estaba ocurriendo, se frotó contra Sam, pasándole el hocico por la oreja.  Sam se echó a llorar y tironeó de las correas, descargando los bultos del poney y echándolos a tierra.  Los otros sacaron todo, haciendo una pila de lo que podían dejar y repartiéndose el resto.

      Luego se volvieron a mirar a Gandalf.  Parecía que el mago no hubiera hecho nada.  Estaba de pie entre los árboles mirando la pared desnuda del risco, como si quisiera abrir un agujero con los ojos.  Gimli iba de un lado a otro, golpeando la piedra aquí y allá con el hacha.  Legolas se apretaba contra la pared, como escuchando.

      -Bueno, aquí estamos, todos listos -dijo Merry-, ¿pero dónde están las puertas?  No veo ninguna indicación.

      -Las puertas de los enanos no se hicieron para ser vistas, cuando están cerradas -dijo Gimli-.  Son invisibles.  Ni siquiera los amos de estas puertas pueden encontrarlas o abrirlas, si el secreto se pierde.

      -Pero ésta no se hizo para que fuera un secreto, conocido sólo por los enanos -dijo Gandalf, volviendo de súbito a la vida y dando media vuelta-.  Si las cosas no cambiaron aquí demasiado, un par de ojos que sabe lo que busca tendría que encontrar los signos.

      Fue otra vez hacia la pared. Justo entre la sombra de los árboles había un espacio liso y Gandalf pasó por allí las manos de un lado a otro, murmurando entre dientes.  Luego dio un paso atrás.

      -¡Mirad! -dijo-. ¿Veis algo ahora?

      La luna brillaba en ese momento sobre la superficie de roca gris; pero durante un rato no vieron nada nuevo.  Luego lentamente, en el sitio donde el mago había puesto las manos, aparecieron unas líneas débiles, como delgadas vetas de plata que corrían por la piedra.  Al principio no eran más que hilos pálidos, como unos centelleos a la luz plena de la luna, pero poco a poco se hicieron más anchos y claros, hasta que al fin se pudo distinguir un dibujo.

      Arriba, donde Gandalf ya apenas podía alcanzar, había un arco de letras entrelazadas en caracteres élficos.  Abajo, aunque los trazos estaban en muchos sitios borrados o rotos, podían verse los contornos de un yunque y un martillo y sobre ellos una corona con siete estrellas.  Más abajo había dos árboles y cada uno tenía una luna creciente.  Más clara que todo el resto una estrella de muchos rayos brillaba en medio de la puerta.

      -¡Son emblemas de Durin! -exclamó Gimli.

      -¡Y ese es el árbol de los Altos Elfos! -dijo Legolas.

      -Y la estrella de la Casa de Fëanor -dijo Gandalf -. Están labrados en ithildin que sólo refleja la luz de las estrellas y la luna y que duerme hasta el momento en que alguien lo toca pronunciando ciertas palabras que en la Tierra Media se olvidaron tiempo atrás.  Las oí hace ya muchos años y tuve que concentrarme para recordarlas.

      -¿Qué dice la escritura? -preguntó Frodo mientras trataba de descifrar la inscripción en el arco-.  Pensé que conocía las letras élficas, pero éstas no las puedo leer.

      -Está escrito en una lengua élfica del Oeste de la Tierra Media en los Días Antiguos -respondió Gandalf -. Pero no dicen nada de importancia para nosotros.  Dicen sólo Las Puertas de Durin, Señor de Moria. Habla, amigo y entra.  Y más abajo en caracteres pequeños y débiles está escrito: Yo, Narvi, construí estas puertas.  Celebrimbor de Acebeda grabó estos signos.

      -¿Qué significa habla, amigo y entra? -preguntó Merry.

      -Es bastante claro -dijo Gimli-.  Si eres un amigo, dices la contraseña y las puertas se abren y puedes entrar.

      -Sí -dijo Gandalf -, es probable que estas puertas estén gobernadas por palabras.  Algunas puertas de enanos se abren sólo en ocasiones especiales, o para algunas personas en particular, y a veces hay que recurrir a cerraduras y llaves aun conociendo las palabras y el momento oportuno.  Esta puerta no tiene llave.  En los tiempos de Durin no eran secretas.  Estaban de ordinario abiertas y los guardias vigilaban aquí.  Pero si estaban cerradas, cualquiera que conociese la contraseña podía decirla y pasar.  Al menos eso es lo que se cuenta, ¿no es así, Gimli?

      -Así es -dijo el enano-, pero qué palabra era ésa, nadie lo sabe.  Narvi y el arte de Narvi y todos los suyos han desaparecido de la faz de la tierra.

      -¿Pero tú no conoces la palabra, Gandalf? -preguntó Boromir sorprendido.

      -¡No! -dijo el mago.

      Los otros parecieron consternados; sólo Aragorn, que había tratado largo tiempo a Gandalf, permaneció callado e impasible.

      -¿De qué sirve entonces habernos traído a este maldito lugar? -exclamó Boromir, echando una ojeada al agua oscura y estremeciéndose-.  Nos dijiste que una vez atravesaste las Minas. ¿Cómo fue posible si no sabes cómo entrar?

      -La respuesta a tu primera pregunta, Boromir -dijo el mago- es que no conozco la palabra... todavía.  Pero pronto atenderemos a eso.  Y -añadió y los ojos le chispearon bajo las cejas erizadas- puedes preguntar de qué sirven mis actos cuando hayamos comprobado que son del todo inútiles.  En cuanto a tu otra pregunta: ¿dudas de mi relato? ¿O has perdido la facultad de razonar?  No entré por aquí.  Vine del Este.

      »Si deseas saberlo, te diré que estas puertas se abren hacia afuera.  Puedes abrirlas desde dentro empujándolas con las manos.  Desde fuera nada las moverá excepto la contraseña indicada.  No es posible forzarlas hacia adentro.

      -¿Qué vas a hacer entonces? -preguntó Pippin a quien no intimidaban las pobladas cejas del mago.

      -Golpear a las puertas con tu cabeza, Peregrin Tuk - dijo Gandalf

      Y si eso no las echa abajo, tendré por lo menos un poco de paz, sin nadie que me haga preguntas estúpidas.  Buscaré la contraseña.

      »Conocí en un tiempo todas las fórmulas mágicas que se usaron alguna vez para estos casos, en las lenguas de los elfos, de los hombres, o de los orcos.  Aún recuerdo unas doscientas sin necesidad de esforzarme mucho.  Pero sólo se necesitarán unas pocas pruebas, me parece, y no tendré que recurrir a Gimli y a esa lengua secreta de los enanos que no enseñan a nadie.  Las palabras que abren la puerta son élficas, sin duda, como la escritura del arco.

      Se acercó otra vez a la roca y tocó ligeramente con la vara la estrella de plata del medio, bajo el signo del yunque, y dijo con una voz perentoria:

 

Annon edhellen, edro hi ammen!

Fennas nogothrim, lasto beth lammen!

 

      Las líneas de plata se apagaron, pero la piedra gris y desnuda no se movió.

      Muchas veces repitió estas palabras, en distinto orden, o las cambió.  Luego probó diversas fórmulas, una tras otra, hablando ahora más rápido y más alto, ahora más bajo y más lentamente.  Luego dijo muchas palabras sueltas en élfico.  Nada ocurrió.  La cima del risco se perdió en la noche, las estrellas innumerables se encendieron allá arriba, sopló un viento frío y las puertas continuaron cerradas.

      Gandalf se acercó de nuevo a la pared y alzando los brazos habló con voz de mando, cada vez más colérico.  Edro!  Edro!,  exclamó, golpeando la piedra con la vara. ¡Ábrete! ¡Ábrete!, gritó y continuó con todas las órdenes de todos los lenguajes que alguna vez se habían hablado al oeste de la Tierra Media.  Al fin arrojó la vara al suelo y se sentó en silencio.

 

 

   En ese instante el viento les trajo desde muy lejos el aullido de los lobos.  Bill el poney se sobresaltó, asustado, y Sam corrió a él y le habló en voz baja.

      -¡No dejes que se escape! -dijo Boromir-.  Parece que pronto lo necesitaremos, si antes no nos descubren los lobos. ¡Cómo odio esta laguna siniestra!

      Inclinándose, recogió una piedra grande y la arrojó lejos al agua oscura.  La piedra desapareció con un suave chapoteo, pero casi al mismo tiempo se oyó un silbido y un sonido burbujeante.  Unos grandes anillos de ondas aparecieron en la superficie más allá del sitio donde había caído la piedra y se acercaron lentamente a los pies del risco.

      -¿Por qué hiciste eso, Boromir? -dijo Frodo-.  Yo también odio este lugar y tengo miedo.  No sé de qué: no de los lobos, o de la oscuridad que espera detrás de las puertas; de otra cosa.  Tengo miedo de la laguna. ¡No la perturbes!

      -¡Ojalá pudiéramos irnos! -dijo Merry.

      -¿Por qué Gandalf no hace algo? -dijo Pippin.

      Gandalf no les prestaba atención.  Sentado, cabizbajo, parecía desesperado, o inquieto.  El aullido lúgubre de los lobos se oyó otra vez.  Las ondas de agua crecieron y se acercaron; algunas lamían ya la costa.

      De pronto, tan de improviso que todos se sobresaltaron, el mago se incorporó vivamente. ¡Se reía!

      -¡Lo tengo! -gritó-. ¡Claro, claro!  De una absurda simpleza, como todos los acertijos una vez que encontraste la solución.

      Recogiendo la vara y de pie ante la roca, dijo con voz clara: -Mellon!

      La estrella brilló brevemente y se apagó.  En seguida, en silencio, se dibujó una gran puerta, aunque hasta entonces no habían sido visibles ni grietas ni junturas.  Se dividió lentamente en el medio y se abrió hacia afuera pulgada a pulgada hasta que ambas hojas se apoyaron contra la pared.  A través de la abertura pudieron ver una escalera sombría y empinada, pero más allá de los primeros escalones la oscuridad era más profunda que la noche.  La Compañía miraba con ojos muy abiertos.

      -Después de todo, yo estaba equivocado - dijo Gandalf - y también Gimli.  Merry, quién lo hubiese creído, encontró la buena pista. ¡La contraseña estaba inscrita en el arco!  La traducción tenía que haber sido: Di «amigo» y entra.  Sólo tuve que pronunciar la palabra amigo en élfico y las puertas se abrieron.  Simple, demasiado simple para un docto maestro en estos días sospechosos.  Aquellos eran tiempos más felices. ¡Bueno, vamos!

 

 

   Gandalf se adelantó y puso el pie en el primer escalón.  Pero en ese momento ocurrieron varias cosas.  Frodo sintió que algo lo tomaba por el tobillo y cayó dando un grito.  Se oyó un relincho terrible y Bill el poney corrió espantado a lo largo de la orilla perdiéndose en la oscuridad.  Sam saltó detrás y oyendo en seguida el grito de Frodo regresó de prisa, llorando y maldiciendo.  Los otros se volvieron y observaron que las aguas huían, como si un ejército de serpientes viniera nadando desde el extremo sur.

      Un largo y sinuoso tentáculo se había arrastrado fuera del agua; era de color verde pálido, fosforescente y húmedo.  La extremidad provista de dedos había, aferrado a Frodo y estaba llevándolo hacia el agua.  Sam, de rodillas, lo atacaba a cuchilladas.

      El brazo soltó a Frodo y Sam arrastró a su amo alejándolo de la orilla y pidiendo auxilio.  Aparecieron otros veinte tentáculos extendiéndose como ondas.  El agua oscura hirvió y el hedor era espantoso.

      -¡Por la puerta! ¡Subid las escaleras! ¡Rápido! -gritó Gandalf saltando hacia atrás.

      Arrancándolos al horror que parecía haberlos encadenado a todos al suelo, excepto a Sam, Gandalf consiguió que corrieran hacia la puerta.

      Habían reaccionado justo a tiempo.  Sam y Frodo estaban unos pocos escalones arriba y Gandalf comenzaba a subir cuando los tentáculos se retorcieron tanteando la playa angosta y palpando la pared del risco y las puertas.  Uno reptó sobre el umbral, reluciendo a la luz de las estrellas, Gandalf se volvió e hizo una pausa.  Estaba considerando Qué palabra podría cerrar la galería desde dentro cuando unos brazos serpentinas se enroscaron a las puertas y con un terrible esfuerzo las hicieron girar, Las puertas batieron resonando y la luz desapareció.  Un ruido de crujidos y golpes llegó sordamente a través de la piedra maciza.

      Sam, asiéndose del brazo de Frodo, se dejó caer sobre un escalón en la negra oscuridad.

      -¡Pobre viejo Bill! -dijo con voz entrecortado-. ¡Lobos y serpientes!  Pero las serpientes fueron demasiado para él.  Tuve que elegir, señor Frodo.  Tuve que venir con usted.

      Oyeron que Gandalf bajaba los escalones y arrojaba la vara contra la puerta.  Hubo un estremecimiento en la piedra y los escalones temblaron, pero las puertas no se abrieron.

 

 

                -¡Bueno, bueno! -dijo el mago-.  Ahora el pasadizo está bloqueado a nuestras espaldas y hay una sola salida... del otro lado de la montaña.  Temo que estos ruidos últimos vengan de unos peñascos que han caído ¡arrancando árboles y apiñándolos frente a la puerta!. Lo lamento, pues los árboles eran hermosos y habían resistido tantos años.

      -Sentí que había algo horrible cerca desde el momento en que mi pie tocó el agua -dijo Frodo-. ¿Qué era eso, o había muchos?

      -No lo sé -respondió Gandalf -, pero todos los brazos tenían un solo propósito.  Algo ha venido arrastrándose o ha sido sacado de las aguas oscuras bajo las montañas.  Hay criaturas más antiguas y horribles que los orcos en las profundidades del mundo.

      No dijo lo que pensaba: cualquiera que fuese la naturaleza de aquello que habitaba en la laguna, había atacado a Frodo antes que a los demás.

      Boromir susurró entre dientes, pero la piedra resonante amplificó el sonido convirtiéndolo en un murmullo ronco que todos pudieron oír:

      -¡En las profundidades del mundo!  Y ahí vamos, contra mi voluntad. ¿Quién nos conducirá en esta oscuridad sin remedio?

      -Yo - dijo Gandalf -. Y Gimli caminará a mi lado. ¡Seguid mi vara!

      Mientras el mago se adelantaba subiendo los grandes escalones, alzó la vara y de la punta brotó un débil resplandor.  La ancha escalinata era segura y se conservaba bien.  Doscientos escalones, contaron, anchos y bajos; y en la cima descubrieron un pasadizo abovedado que llevaba a la oscuridad.

      -¿Por qué no nos sentamos a descansar y a comer aquí en el pasillo, ya que no encontramos un comedor? -preguntó Frodo.

      Estaba empezando a olvidar el horrible tentáculo, y de pronto sentía mucha hambre.

      La propuesta tuvo buena acogida y se sentaron en los últimos escalones, unas figuras oscuras envueltas en tinieblas.  Después de comer, Gandalf le dio a cada uno otro sorbo del miruvor de Rivendel.

      -No durará mucho más, me temo -dijo-, pero lo creo necesario luego de ese horror de la puerta.  Y a no ser que tengamos mucha suerte, ¡nos tomaremos el resto antes de llegar al otro lado! ¡Tened cuidado también con el agua!  Hay muchas corrientes y manantiales en las Minas, pero no se los puede tocar.  Quizá no tengamos oportunidad de llenar las botas y botellas antes de descender al Valle del Arroyo Sombrío.

      -¿Cuánto tiempo nos llevará? -preguntó Frodo.

      -No puedo decirlo -respondió Gandalf-.  Depende de muchas cosas.  Pero yendo directamente, sin contratiempos ni extravíos, tardaremos tres o cuatro jornadas, espero.  No hay menos de cuarenta millas entre la Puerta del Oeste y el Portal del Este en línea recta y es posible que el camino dé muchas vueltas.

 

 

   Luego de un breve descanso, se pusieron otra vez en marcha.  Todos ellos deseaban terminar esta parte del viaje lo antes posible y estaban dispuestos, a pesar de sentirse tan cansados, a caminar durante horas.  Gandalf iba al frente como antes.  Llevaba en la mano izquierda la vara centelleante, que sólo alcanzaba a iluminar el piso ante él; en la mano derecha esgrimía la espada Glamdring.  Detrás de Gandalf iba Gimli, los ojos brillantes a la luz débil mientras volvía la cabeza a los lados.  Detrás del enano caminaba Frodo, que había desenvainado la espada corta, Dardo.  De las hojas de Dardo y Glamdring no venía ningún reflejo y esto era auspicioso, pues habiendo sido forjadas por elfos de los Días Antiguos estas espadas brillaban con una luz fría si había algún orco cerca.  Detrás de Frodo marchaba Sam y luego Legolas y los hobbits jóvenes y Boromir.  En la oscuridad de la retaguardia, grave y silencioso, caminaba Aragorn.

      Después de doblar a un lado y a otro unas pocas veces el pasadizo empezó a descender.  Siguió así un largo rato, en un descenso regular y continuo hasta que corrió otra vez horizontalmente.  El aire era ahora cálido y sofocante, aunque no viciado, y de vez en cuando sentían en la cara una corriente de aire fresco que parecía venir de unas aberturas disimuladas en las paredes.  Había muchas de estas aberturas.  Al débil resplandor de la vara del mago, Frodo alcanzaba a ver escaleras y arcos y pasadizos y túneles, que subían, o bajaban bruscamente, o se abrían a las tinieblas de ambos lados.  Hubiera sido fácil extraviarse y nadie hubiera podido recordar el camino de vuelta.

      Gimli ayudaba a Gandalf muy poco, excepto mostrando resolución y coraje.  Al menos no parecía perturbado por la mera oscuridad, como la mayoría de los otros.  El mago lo consultaba a menudo cuando la elección del camino se hacía dudosa, pero la última palabra la daba siempre Gandalf.  Las Minas de Moria eran de una vastedad y complejidad que desalaban la imaginación de Gimli, hijo de Glóin, nada menos que un enano de la Raza de las Montañas.  A Gandalf los borrosos recuerdos de un viaje hecho en el lejano pasado no le servían de mucho, pero aun en la oscuridad y a pesar de todos los meandros del camino él sabía adónde quería ir y no cejaría mientras hubiera un sendero que llevase de algún modo a la meta.

 

 

   -¡No temáis! -dijo Aragorn.  Hubo una pausa más larga que de costumbre y Gandalf y Gimli murmuraron entre ellos; los otros se apretaron detrás, esperando ansiosamente-. ¡No temáis!  Lo he acompañado en muchos viajes, aunque en ninguno tan oscuro, y en Rivendel se cuentan hazañas de él más extraordinarias que todo lo que yo haya visto alguna vez.  No se extraviará, si es posible encontrar un camino.  Nos ha conducido aquí contra nuestros propios deseos, pero nos llevará de vuelta afuera, cueste lo que cueste.  Estoy seguro de que en una noche cerrada encontraría el camino de vuelta más fácilmente que los gatos de la Reina Berúthiel.

      Era bueno para la Compañía contar con un guía semejante.  No disponían de combustible ni de ningún material para preparar una antorcha.  En la huida precipitada hacia la puerta, habían dejado atrás muchos bultos.  Pero sin luz hubieran caído pronto en la desesperación.  No sólo eran muchas las sendas posibles, también abundaban agujeros y fosas y a lo largo del camino se abrían pozos oscuros que devolvían el eco de los pasos.  Había fisuras y grietas en las paredes y el piso y de cuando en cuando aparecía un abismo justo ante ellos.  El más ancho medía cerca de dos metros y Pippin tardó bastante en animarse a saltar.  De muy abajo venía un rumor de aguas revueltas, como si una gigantesca rueda de molino estuviera girando en las profundidades.

      -¡Una cuerda! -murmuró Sam-.  Sabía que la necesitaría, si no la traía conmigo.

 

 

   A medida que estos peligros eran más frecuentes, la marcha se hacía más lenta.  Les parecía ya que habían estado caminando y caminando, interminablemente, hacia las raíces de la montaría.  La fatiga los abrumaba y sin embargo no tenían ganas de detenerse.  Frodo había recuperado un poco el ánimo luego de la comida y un sorbo del cordial; pero ahora una profunda inquietud, que llegaba al miedo, lo invadía otra vez.  Aunque le habían curado la herida en Rivendel, la terrible cuchillada había tenido algunas consecuencias.  Se le habían agudizado los sentidos y advertía ahora la presencia de muchas cosas que no podían ser vistas.  Un síntoma de esos cambios, y que había notado muy pronto, era que podía ver en la oscuridad quizá más que cualquiera de los otros, excepto Gandalf.  Y de todos modos él era el Portador del Anillo; le colgaba de la cadena sobre el pecho y a veces lo sentía como una carga pesada.  Estaba seguro de que el mal los esperaba allá delante y que a la vez venía siguiéndolos, pero no hacía ningún comentario.  Apretaba la empuñadura de la espada y se adelantaba tercamente.

      Detrás de él la Compañía hablaba poco y nada más que en murmullos apresurados.  Sólo se oía el sonido de las pisadas: el golpe sordo de las botas de enano de Gimli; los pesados pies de Boromir; el paso liviano de Legolas; el trote ligero y casi imperceptible de los hobbits y en la retaguardia las pisadas lentas y firmes de Aragorn, que caminaba a grandes trancos.  Cuando se detenían un momento, no oían nada, excepto el débil goteo ocasional de un hilo de agua que se escurría invisible.  No obstante, Frodo comenzó a oír, o a imaginar que oía, alguna otra cosa: el blando sonido de unos pies descalzos.  El sonido no era nunca bastante alto, ni bastante próximo, como para que él estuviera seguro de haberlo oído, pero una vez que empezaba ya no cesaba nunca, mientras la Compañía continuara marchando.  Pero no era un eco, pues cuando se detenían proseguía un rato, solo, antes de apagarse.

 

 

   Ya caía la noche cuando habían entrado en las Minas.  Habían caminado durante horas, haciendo breves escalas, y Gandalf tropezó de pronto con el primer problema serio.  Ante él se alzaba un arco amplio y oscuro que se abría en tres pasajes; todos iban en la misma dirección, hacia el este; pero el pasaje de la izquierda bajaba bruscamente, el de la derecha subía, y el del medio parecía correr en línea recta, liso y llano, pero muy angosto.

      -¡No tengo ningún recuerdo de este sitio! -dijo Gandalf titubeando ha o el arco.  Sostuvo en alto la vara con la esperanza de encontrar alguna marca o inscripción que lo ayudara a elegir, pero no había nada de esta especie-.  Estoy demasiado cansado para decidir -dijo, moviendo la cabeza-.  Y supongo que todos vosotros estáis tan cansados como yo, o más.  Mejor que nos detengamos aquí por lo que queda de la noche. ¡Sé que me entendéis!  Aquí está siempre oscuro, pero fuera la luna tardía va hacia el oeste y la medianoche ha quedado atrás.

      -¡Pobre viejo Bill! -dijo Sam-.  Me pregunto dónde anda.  Espero que esos lobos todavía no lo hayan atrapado.

      A la izquierda del gran arco encontraron una puerta de piedra; estaba a medio cerrar pero un leve empellón la abrió fácilmente.  Más allá parecía haber una sala amplia tallada en la roca.

      -¡Tranquilos! ¡Tranquilos! -exclamó Gandalf mientras Merry y Pippin empujaban hacia adelante, contentos de haber encontrado un sitio donde podían descansar sintiéndose más amparados que en el corredor-.  Tranquilos.  Todavía no sabéis lo que hay dentro.  Iré primero.

      Entró con cuidado y los otros lo siguieron en fila.

      -¡Mirad! -dijo apuntando al suelo con la vara.

      Todos miraron y vieron un agujero grande y redondo, como la boca de un pozo.  Unas cadenas rotas y oxidadas colgaban de los bordes y bajaban al pozo negro.  Cerca había unos trozos de piedra.

      -Uno de vosotros pudo haber caído aquí y todavía estaría preguntándose cuándo golpearía el fondo -le dijo Aragorn a Merry-.  Deja que el guía vaya delante, mientras tienes uno.

      -Esto parece haber sido una sala de guardia, destinada a la vigilancia de los tres pasadizos -dijo Gimli-.  El agujero es evidentemente un pozo para uso de los guardias y que se tapaba con una losa de piedra.  Pero la losa está rota y hay que tener cuidado en la oscuridad.

      Pippin se sentía curiosamente atraído por el pozo.  Mientras los otros desenrollaban mantas y preparaban camas contra las paredes del recinto, se arrastró hasta el borde y se asomó.  Un aire helado pareció pegarle en la cara, como subiendo de profundidades invisibles.  Movido por un súbito impulso repentino, tanteó alrededor buscando una piedra suelta y la dejó caer.  Sintió que el corazón le latía muchas veces antes que hubiera algún sonido.  Luego, muy abajo, como si la piedra hubiera caído en las aguas profundas de algún lugar cavernoso, se oyó un pluf, muy distante, pero amplificado y repetido en el hueco del pozo.

      -¿Qué es eso? -exclamó Gandalf.  Se mostró un instante aliviado cuando Pippin confesó lo que había hecho, pero en seguida montó en cólera y Pippin pudo ver que le relampagueaban los ojos-. ¡Tuk estúpido! -gruñó el mago-.  Este es un viaje serio y no una excursión hobbit.  Tírate tú mismo la próxima vez y no molestarás más. ¡Ahora quédate quieto!

      Nada más se oyó durante algunos minutos, pero luego unos débiles golpes vinieron de las profundidades: tom-tap, tap-tom.  Hubo un silencio y cuando los ecos se apagaron, los golpes se repitieron: tap-tom, tom-tap, tap-tap, tom.  Sonaban de un modo inquietante, pues parecían señales de alguna especie, pero al cabo de un rato se apagaron y no se oyeron más.

      -Eso era el golpe de un martillo, o nunca he oído uno -dijo Gimli. -Sí -dijo Gandalf-, y no me gusta.  Quizá no tenga ninguna relación con la estúpida piedra de Peregrin, pero es posible que algo haya sido perturbado y hubiese sido mejor dejarlo en paz. ¡Por favor, no vuelvas a hacer algo parecido!  Espero que podamos descansar sin más dificultades.  Tú, Pippin, harás la primera guardia, como recompensa -gruñó mientras se envolvía en una manta.

      Pippin se sentó miserablemente junto a la puerta en la cerrada oscuridad, pero no dejaba de volver la cabeza, temiendo que alguna cosa desconocida se arrastrara fuera del pozo.  Hubiese querido cubrir el agujero, por lo menos con una manta, pero no se atrevía a moverse ni a acercarse, aunque Gandalf parecía dormir.

      Gandalf en realidad estaba despierto, aunque acostado y en silencio, y trataba de recordar todos los detalles de su viaje anterior a las Minas, preguntándose ansiosamente qué rumbo convendría tomar; una media vuelta equivocada podía ser desastrosa.  Al cabo de una hora se incorporó y fue hacia Pippin.

      -Vete a un rincón y trata de dormir, mi muchacho -dijo en un tono amable-.  Quieres dormir, supongo.  Yo no he cerrado un ojo, de modo que puedo reemplazarte en la guardia.

      »Ya sé lo que me ocurre -murmuró mientras se sentaba junto a la puerta-. ¡Necesito un poco de humo!  No he fumado desde la mañana anterior a la tormenta de nieve.

      Lo último que vio Pippin, mientras el sueño se lo llevaba, fue la sombra del viejo mago encogida en el piso, protegiendo un fuego incandescente entre las manos nudosas, puestas sobre las rodillas.  La luz temblorosa mostró un momento la nariz aguileña y una bocanada de humo.

 

 

   Fue Gandalf quien los despertó a todos.  Había estado sentado y vigilando solo alrededor de seis horas, dejando que los otros descansaran.

      -Y mientras tanto tomé mi decisión -dijo -. No me gusta la idea del camino del medio y no me gusta el olor del camino de la izquierda: el aire está viciado allí, o no soy un guía.  Tomaré el pasaje de la derecha.  Es hora de que volvamos a subir.

      Durante ocho horas oscuras, sin contar dos breves paradas, continuaron marchando y no encontraron ningún peligro, ni oyeron nada y no vieron nada excepto el débil resplandor de la luz del mago, bailando ante ellos como un fuego fatuo.  El túnel que habían elegido llevaba regularmente hacia arriba, torciendo a un lado y al otro, describiendo grandes curvas ascendentes, y a medida que subía se hacía más elevado y más ancho.  No había a los lados aberturas de otras galerías o túneles y el suelo era llano y firme, sin pozos o grietas.  Habían tomado evidentemente lo que en otro tiempo fuera una ruta importante y progresaban con mucha mayor rapidez que en la jornada anterior.

      De este modo avanzaron unas quince millas, medidas en línea recta hacia el este, aunque en realidad debían de haber caminado veinte millas o más.  A medida que el camino subía, el ánimo de Frodo mejoraba un poco; pero se sentía aún oprimido y aún oía a veces, o creía oír, detrás de la Compañía, más allá de los ajetreos de la marcha, pisadas que venían siguiéndolos y que no eran un eco.

 

 

   Habían marchado hasta los límites de las fuerzas de los hobbits y estaban todos pensando en un lugar donde pudieran dormir, cuando de pronto las paredes de la izquierda y la derecha desaparecieron; luego de atravesar una puerta abovedada habían salido a un espacio negro y vacío.  Una corriente de aire tibio soplaba detrás de ellos y delante una fría oscuridad les tocaba las caras.  Se detuvieron y se apretaron inquietos unos contra otros.

      Gandalf parecía complacido. -Elegí el buen camino -dijo-.  Por lo menos estamos llegando a las partes habitables y sospecho que no estamos lejos del lado este.  Pero nos encontramos en un sitio muy alto, más alto que la Puerta del Arroyo Sombrío, a menos que me equivoque.  Tengo la impresión de que estamos ahora en una sala amplia.  Me arriesgaré a tener un poco de verdadera luz.

      Alzó la vara, que relampagueó brevemente.  Unas grandes sombras se levantaron y huyeron y durante un segundo vieron un vasto cielo raso sostenido por numerosos y poderosos pilares tallados en la piedra.  Ante ellos y a cada lado se extendía un recinto amplio y vacío: las paredes negras, pulidas y lisas como el vidrio, refulgían y centelleaban.  Vieron también otras tres entradas; un túnel negro se abría ante ellos y corría en línea recta hacia el este y había otros dos a los lados.  Luego la luz se apagó.

      -No me atrevería a nada más por el momento -dijo Gandalf-.  Antes había grandes ventanas en los flancos de la montaría y túneles que llevaban a la luz en las partes superiores de las Minas.  Creo que hemos llegado ahí, pero afuera es otra vez de noche y no podremos saberlo hasta mañana.  Si no me equivoco, quizá veamos apuntar el amanecer.  Pero mientras tanto será mejor no ir más lejos.  Descansemos, si es posible.  Las cosas han ido bien hasta ahora y la mayor parte del camino oscuro ha quedado atrás.  Pero no hemos llegado todavía al fin y hay un largo trayecto hasta las puertas que se abren al mundo.

 

 

   La Compañía pasó aquella noche en la gran sala cavernosa, apretados todos en un rincón para escapar a la corriente de aire frío que parecía venir del arco del este.  Todo alrededor de ellos pendía la oscuridad, hueca e inmensa, y la soledad y vastedad de las salas excavadas y las escaleras y pasajes que se bifurcaban interminablemente eran abrumadoras.  Las imaginaciones más descabelladas que unos sombríos rumores hubiesen podido despertar en los hobbits, no eran nada comparados con el miedo y el asombro que sentían ahora en Moria.

      -Tiene que haber habido aquí toda una multitud de enanos en otra época -dijo Sam- y todos más atareados que tejones durante quinientos años haciendo todo esto, ¡y la mayor parte en roca dura! ¿Para qué, me pregunto?  Seguramente no vivirían en estos agujeros oscuros.

      -No son agujeros -dijo Gimli-.  Esto es el gran reino y la ciudad de la Mina del Enano.  Y antiguamente no era oscura sino luminosa y espléndida, como lo recuerdan aún nuestras canciones.

El enano se puso de pie en la oscuridad y empezó a cantar con una voz profunda, y los ecos se perdieron en la bóveda.

 

El mundo era joven y las montañas verdes,

y aún no se veían manchas en la luna

y los ríos y piedras no tenían nombre,

cuando Durin despertó y echó a caminar.

 

Nombró las colinas y los valles sin nombre;

bebió de fuentes ignoradas;

se inclinó y se miró en el Lago Espejo

y sobre la sombra de la cabeza de Durin

apareció una corona de estrellas

como joyas engarzadas en un hilo de plata.

 

El mundo era hermoso en los días de Durin,

en los Días Antiguos antes de la caída

de reyes poderosos en Nargothrond y Gondolin

que desaparecieron más allá de los mares.

El mundo era hermoso y las montañas altas.

 

Fue rey en un trono tallado

y en salas de piedra de muchos pilares

y runas poderosas en la puerta,

de bóvedas de oro y de suelo de plata.

La luz del sol, la luna y las estrellas

en centelleantes lámparas de vidrio

que las nubes y la noche jamás se oscurecían

para siempre brillaban.

 

Allí el martillo golpeaba el yunque,

el cincel esculpía y el buril escribía,

se forjaba la hoja de la espada,

y se fijaban las empuñaduras;

cavaba el cavador, el albañil edificaba.

 

Allí se acumulaban el berilo, la perla

y el pálido ópalo y el metal en escamas,

y la espada y la lanza brillantes,

el escudo, la malla y el hacha.

 

Incansable era entonces la gente de Durin;

bajo las montañas despertaba la música;

los arpistas tocaban, cantaban los cantantes,

y en la puerta las trompetas sonaban.

 

El mundo es gris ahora y vieja la montaña;

el fuego de la forja es sólo unas cenizas;

el arpa ya no suena, el martillo no cae;

la sombra habita en las salas de Durin,

y la oscuridad ha cubierto la tumba

en Moria, en Khazad-dûm.

 

Pero todavía aparecen las estrellas ahogadas

en la oscuridad y el silencio del Lago Espejo,

y hasta que Durin despierte de nuevo

en el agua profunda la corona descansa.

 

      -¡Me gusta eso! - dijo Sam -. Me gustaría aprenderlo. ¡En Moria, en Khazad-dûm!  Pero la imagen de todas esas lámparas hace la oscuridad más pesada, me parece. ¿Hay todavía por aquí montones de oro y joyas?

      Gimli no contestó.  Había cantado su canción y no quería decir más.

      -¿Montones de joyas? -dijo Gandalf -. No. Los orcos han saqueado Moria a menudo.  No queda nada en las salas superiores.  Y desde que los enanos se fueron, nadie se ha atrevido a explorar los pozos o a buscar tesoros en los sitios más profundos; los ha inundado el agua, o una sombra de miedo.

      -¿Entonces por qué los enanos querrían volver? -preguntó Sam.

      -Por el mithril -respondió Gandalf -. La riqueza de Moria no era el oro y las joyas, juguetes de los enanos; tampoco el hierro, sirviente de los enanos.  Tales cosas se encuentran aquí, es cierto, especialmente hierro; pero no cavaban para eso; todo lo que deseaban podían obtenerlo traficando.  Pues este era el único sitio del mundo donde había plata de Moria, o plata auténtica como algunos la llamaban: mithril es el nombre élfico.  Los enanos le dan otro nombre, pero lo guardan en secreto.  El valor del mithril era diez veces superior al del oro y ahora ya no tiene precio, pues queda poco en la superficie y ni siquiera los orcos se atreven a cavar aquí.  Las vetas llevan siempre al norte, hacia Caradhras y abajo, a la oscuridad.  Ellos no hablan de eso, pero si es cierto que el mithril fue la base de la riqueza de los enanos, fue también la perdición de estas criaturas, que cavaron con demasiada codicia, demasiado abajo y perturbaron aquello de que huían, el Daño de Durin.  De lo que llevaron a la luz, los orcos recogieron casi todo y se lo entregaron como tributo a Sauron.

      »Mithril!  Todo el mundo lo deseaba.  Podía ser trabajado como el cobre y pulido como el vidrio; y los enanos podían transformarlo en un metal más liviano y sin embargo más duro que el acero templado.  Tenía la belleza de la plata común, pero nunca se manchaba ni perdía el brillo.  Los elfos lo estimaban muchísimo y lo empleaban entre otras cosas para forjar los ithildin, la estrella-luna que habéis visto en la puerta.  Bilbo tenía una malla de anillos de mithril que Thorin le había dado.  Me pregunto qué se habrá hecho de ella.  Todavía juntando polvo en el museo de Cavada Grande, me imagino.

      -¿Qué? - exclamó Gimli de pronto, saliendo de su silencio -. ¿Una cota de plata de Moria? ¡Un regalo de rey!

      -Sí -continuó Gandalf-.  Nunca se lo dije, pero vale más que la Comarca entera y todo lo que en ella hay.

      Frodo no dijo nada, pero metió la mano bajo la túnica y tocó los anillos de la camisa.  Se le confundía la cabeza pensando que había ido de un lado a otro llevando el valor de la Comarca bajo la chaqueta. ¿Lo había sabido Bilbo?  Estaba seguro de que Bilbo lo sabía muy bien.  Era en verdad un regalo de rey.  Pero ahora ya no pensaba en las minas oscuras, pues se había acordado de Rivendel y de Bilbo, y luego de Bolsón Cerrado en los días en que Bilbo vivía todavía allí.  Deseó de todo corazón estar de vuelta, en aquellos días de antes, segando la hierba, o paseando entre las flores, y no haber oído hablar de Moria, o del mithril, o del Anillo.

 

 

   Siguió un profundo silencio.  Uno a uno los otros fueron durmiéndose.  Como un soplo que venía de las profundidades, cruzando puertas invisibles, el miedo envolvió a Frodo.  Tenía las manos frías y la frente transpirada.  Escuchó, prestando atención durante dos lentas horas, pero no oyó ningún sonido, ni siquiera el eco imaginario de unos pasos.

      La guardia de Frodo había concluido casi, cuando allá lejos, donde suponía que se alzaba el arco oriental, creyó ver dos pálidos puntos de luz, casi como ojos luminosos.  Se sobresaltó.  Había estado cabeceando. «Poco faltó para que me quedara dormido en plena guardia», pensó. «Ya empezaba a soñar.» Se incorporó y se frotó los ojos y se quedó de pie, espiando la oscuridad, hasta que Legolas lo relevó.

 

 

   Cuando se acostó se quedó dormido en seguida, pero tuvo la impresión de que el sueño continuaba: oía murmullos y vio que los pálidos puntos de luz se acercaban lentamente.  Despertó y vio que los otros estaban hablando en voz baja muy cerca y que una luz débil le caía en la cara.  Muy arriba, sobre el arco del este, un rayo de luz largo y pálido asomaba en una abertura de la bóveda, y en el otro extremo del recinto la luz resplandecía también débil y distante entrando por el arco del norte.

      Frodo se sentó.

      -¡Buen día! -le dijo Gandalf-.  Pues al fin es de día.  No me equivoqué.  Estamos muy arriba en el lado este de Moria.  Antes que termine la jornada tenemos que encontrar las Grandes Puertas y ver las aguas del Lago Espejo en el Valle del Arroyo Sombrío ante nosotros.

      -Me alegro -dijo Gimli-.  Ya he visto Moria y es muy grande, pero se ha convertido en un sitio oscuro y terrible y no hemos encontrado señales de mi gente.  Dudo ahora que Balin haya estado alguna vez aquí.

 

 

   Luego de haber desayunado, Gandalf decidió que se pondrían en marcha en seguida.

      -Estamos cansados, pero dormiremos mejor cuando lleguemos afuera -dijo-.  Creo que ninguno de nosotros desearía pasar otra noche en Moria.

      -¡No, en verdad! -dijo Boromir-. ¿Qué camino tomaremos? ¿Ese arco que apunta al este?

      -Quizá -dijo Gandalf-.  Pero aún no sé exactamente dónde nos encontramos.  Si no he perdido el rumbo, creo que estamos encima de los Grandes Portales y un poco al norte; y quizá no sea fácil encontrar el camino que baja a las puertas.  El arco del este tal vez sea la ruta adecuada, pero antes de decidirnos miraremos un poco alrededor.  Vayamos hacia aquella luz de la puerta norte.  Si pudiéramos encontrar una ventana, mejor que mejor, pero temo que la luz descienda sólo a través de largas aberturas.

      Siguiendo a Gandalf, la Compañía pasó bajo el arco del norte.  Se encontraban ahora en un amplio corredor.  A medida que avanzaban el resplandor iba aumentando y vieron que venía de un portal de la derecha.  Era alto, plano arriba, y la puerta de piedra colgaba todavía de los goznes, a medio cerrar.  Del otro lado había un cuarto grande y cuadrado.  Estaba apenas iluminado, pero a los ojos de la Compañía, luego de haber pasado tanto tiempo en la oscuridad, era de una luminosidad enceguecedora y todos parpadearon al entrar.

      El suelo estaba cubierto por una espesa capa de polvo y la Compañía tropezó en el umbral con muchas cosas que estaban allí tiradas y cuyas formas no pudieron reconocer al principio.  Una abertura alta y amplia de la pared del este iluminaba la cámara.  Atravesaba oblicuamente la pared y del otro lado, lejos y arriba, podía verse un cuadradito de cielo azul.  La luz caía directamente sobre una mesa en medio del cuarto: una piedra oblonga, de dos pies de alto, sobre la que habían puesto una losa de piedra blanca.

      -Parece una tumba -murmuró Frodo, y se inclinó hacia adelante, sintiendo un raro presentimiento, para mirar desde más cerca.

      Gandalf se acercó rápidamente.  Sobre la losa había unas runas grabadas:

      -Son runas de Daeron, como se usaban antiguamente en Moria -dijo Gandalf -. Dice aquí en las lenguas de los hombres y los enanos:

 

BALIN HIJO DE FUNDIN

SEÑOR DE MORIA

 

      -Está muerto entonces -dijo Frodo-.  Temía que fuera así.

      Gimli se echó la capucha sobre la cara.

 

 

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