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EL ANTRO DE ELLA-LARAÑA

 

                Acaso fuera en verdad de día, como lo aseguraba Gollum, pero los hobbits no notaron mayor diferencia, salvo quizás el cielo de una negrura menos impenetrable, semejante a una inmensa bóveda de humo; y en lugar de las tinieblas de la noche profunda, que se demoraba aún en las grietas y en los agujeros, una sombra gris y confusa envolvía como en un sudario el mundo de piedra de alrededor.  Prosiguieron la marcha, Gollum al frente y los hobbits uno al lado del otro, cuesta arriba entre los pilares y columnas de roca lacerada y desgastada por la intemperie que franqueaban la larga hondonada como enormes estatuas informes.  No se oía ningún ruido.  Un poco más lejos, a una milla o algo así de distancia, había una muralla gris, el último e imponente macizo de roca montañosa.  Más alto y sombrío a medida que se acercaban, al fin se alzó sobre ellos impidiéndoles ver todo cuanto se extendía más allá.  Sam husmeó el aire.

      -¡Puaj! ¡Ese olor! -dijo-.  Es cada vez más insoportable.

      Pronto estuvieron bajo la sombra y vieron allí la boca de una caverna. - Este es el camino - dijo Gollum en voz baja-.  Por aquí se entra en el túnel. -No dijo el nombre: Torech Ungol, el Antro de Ella-Laraña.  Un hedor repugnante salía del agujero, no el nauseabundo olor a podredumbre de los prados de Morgul, sino un tufo fétido y penetrante, como si allí, en la oscuridad, hubiesen acumulado montones de indecibles inmundicias.

      -¿Este es el único camino, Sméagol? -le preguntó Frodo.

      -Sí, sí -fue la respuesta-.  Sí, ahora tenemos que tomar este camino.

      -¿Quieres decir que ya estuviste en este agujero? - preguntó Sam ¡Puaj!  Pero quizás a ti no te preocupan los malos olores.

      Los ojos de Gollum relampaguearon.

      -Él no sabe lo que a nosotros nos preocupa ¿verdad, tesoro?  No, no lo sabe.  Pero Sméagol puede soportar muchas cosas.  Sí.  Ya ha pasado antes por aquí.  Oh sí, ha ido hasta el otro lado.  Es el único camino.

      -¿Y qué es lo que produce el olor?, me pregunto -dijo Sam-.  Es como... bueno, prefiero no decirlo.  Una infecta cueva de orcos, apuesto, repleta de inmundicias de los últimos cien años.

      -Bueno -dijo Frodo-, orcos o no, si es el único camino, tendremos que ir por él.

 

 

                Entraron en la caverna.  A los pocos pasos se encontraron en la tiniebla más absoluta e impenetrable.  Desde que recorrieran los pasadizos sin luz de Moria, Frodo y Sam no habían visto oscuridad semejante: la de aquí les parecía, si era posible, más densa y más profunda.  Allá en Moria, había ráfagas de aire, y ecos, y cierta impresión de espacio.  Aquí, el aire pesaba, estancado, inmóvil, y los ruidos morían, sin ecos ni resonancias.  Caminaban en un vapor negro que parecía engendrado por la oscuridad misma, y que cuando era inhalado producía una ceguera, no sólo visual sino también mental, borrando así de la memoria todo recuerdo de forma, de color y de luz.  Siempre había sido de noche, siempre sería de noche y todo era noche.

      Durante un tiempo, sin embargo, no se les durmieron los sentidos; por el contrario, la sensibilidad de los pies y las manos había aumentado tanto al principio que era casi dolorosa.  La textura de las paredes, para sorpresa de los hobbits, era lisa, y el suelo, salvo uno que otro escalón, recto y uniforme, ascendiendo siempre en la misma pendiente empinada. El túnel era alto y ancho, tan ancho que aunque los hobbits caminaban de frente y uno al lado del otro, rozando apenas las paredes laterales con los brazos extendidos, estaban separados, aislados en la oscuridad.

      Gollum había entrado primero y parecía haberse adelantado sólo unos pasos.  Mientras aún estaban en condiciones de atender a esas cosas, oían su respiración sibilante y jadeante justo delante de ellos.  Pero al cabo de un rato se les embotaron los sentidos, fueron perdiendo el oído y. el tacto, y continuaron avanzando a tientas, trepando, caminando, movidos sobre todo por la misma fuerza de voluntad que los había llevado a entrar, la voluntad de ir hasta el final y de llegar a la puerta alta que se abría del otro lado del túnel.

      No habían ido aún muy lejos, quizá, pues habían perdido toda noción de tiempo y distancia, cuando Sam, que iba tanteando la pared, notó de pronto que de ese lado, a la derecha, había una abertura: sintió por un instante un ligero soplo de aire menos pesado, pero pronto lo dejaron atrás.

      -Aquí hay más de un pasaje -murmuró con un esfuerzo; le parecía muy difícil respirar y emitir a la vez algún sonido-. ¡Jamás vi mejor sitio para orcos!

      Después de aquel boquete, primero Sam a la derecha, y luego Frodo a la izquierda, encontraron tres o cuatro aberturas similares, algunas más grandes, otras más angostas; pero en cuanto a la dirección del camino principal, que era siempre recto y empinado, no cabía ninguna duda. ¿Cuánto les quedaría aún por recorrer, cuánto tiempo más tendrían que soportarlo, o podrían soportarlo?  A medida que subían el aire era cada vez más irrespirable; y ahora tenían a menudo la impresión de encontrar en las tinieblas una resistencia más tenaz que la del aire fétido.  Y mientras se empeñaban en avanzar sentían cosas que les rozaban la cabeza o las manos, largos tentáculos o excrecencias colgantes, tal vez: no lo sabían.  Y aquel hedor crecía sin cesar.  Creció y creció hasta que tuvieron la impresión de que el único sentido que aún conservaban era el del olfato.  Una hora, dos horas, tres horas: ¿cuántas habían pasado en aquel agujero sin luz?  Horas... días, semanas más bien.  Sam se apartó de la pared del túnel y se acercó a Frodo, y las manos de los hobbits se encontraron y se unieron, y así, juntos, continuaron avanzando.

      Por fin Frodo, que tanteaba la pared de la izquierda, sintió de pronto un vacío y estuvo a punto de caer de costado en el agujero.  Allí la abertura en la roca era mucho más grande que todas las anteriores, y exhalaba un olor fétido tan nauseabundo y una impresión de malicia acechante tan intensa que Frodo vaciló.  Y en ese preciso momento también Sam trastabilló y cayó de bruces.

      Luchando al mismo tiempo contra la náusea y el miedo, Frodo apretó la mano de Sam.

      -¡Arriba! - le dijo en un soplo ronco, sin voz -. Todo proviene de aquí, el olor y el peligro. ¡Escapemos! ¡Pronto!

      Apelando a todo cuanto le quedaba de fuerza y de resolución, logró poner a Sam en pie, y obligó a sus propias piernas a moverse.  Sam se tambaleaba.  Un paso, dos pasos, tres pasos... seis pasos por fin.  Acaso habían dejado atrás el horrendo agujero invisible, pero fuera o no así, de pronto se movieron con más facilidad, como si una voluntad hostil los hubiese soltado momentáneamente.  Siempre tomados de la mano, prosiguieron el ascenso.

      Pero casi en seguida encontraron una nueva dificultad.  El túnel se bifurcaba, o parecía bifurcarse, y en la oscuridad no podían ver cuál era el camino más ancho, o el más recto. ¿Cuál tomar: el de la derecha o el de la izquierda?  No había nada que pudiese orientarlos, pero una elección equivocada sería sin duda fatal.

      -¿Qué dirección tomó Gollum? -jadeó Sam-. ¿Y por qué no nos esperó?

      -¡Sméagol! -dijo Frodo, tratando de gritar-. ¡Sméagol! -Pero la voz le sonó como un graznido, y se extinguió no bien le llegó a los labios.  No hubo ninguna respuesta, ni un solo eco, ni una vibración del aire.

      -Esta vez se ha marchado de veras -murmuró Sam-.  Sospecho que este es exactamente el lugar al que quería traernos. ¡Gollum!  Si alguna vez vuelvo a ponerte las manos encima, te aseguro que las pagarás.

      En seguida, tanteando y dando vueltas a ciegas en la oscuridad, descubrieron que la abertura de la izquierda estaba obstruida: o era un agujero ciego, o una gran piedra había caído en el pasadizo.

      -Este no puede ser el camino -susurró Frodo-.  Para bien o para mal, tendremos que tomar el otro.

      -¡Y pronto! -dijo Sam, jadeante-.  Hay algo peor que Gollum muy cerca.  Siento que nos están mirando.

      Habían recorrido apenas unos pocos metros, cuando desde atrás les llegó un sonido, sobrecogedor y horrible en el silencio pesado: un gorgoteo, un ruido burbujeante, y un silbido largo y venenoso.  Dieron media vuelta, mas nada era visible.  Inmóviles, como petrificados, permanecieron allí, los ojos fijos y muy abiertos, en espera de no sabían qué.

      -¡Es una trampa! - dijo Sam, y apoyó la mano en la empuñadura de la espada; y al hacerlo, pensó en la oscuridad del túmulo de donde provenía-. ¡Cuánto daría porque el viejo Tom estuviera ahora cerca de nosotros! -pensó.  Y de pronto, mientras seguía allí de pie, envuelto en las tinieblas, el corazón rebosante de cólera y de negra desesperación, le pareció ver una luz: una luz que le iluminaba la mente, al principio casi enceguecedora, como un rayo de sol a los ojos de alguien que ha estado largo tiempo oculto en un foso sin ventanas.  Y entonces la luz se transformó en color: verde, oro, plata, blanco.  Muy distante, como en una imagen pequeña dibujada por dedos élficos, vio a la Dama Galadriel de pie en la hierba de Lórien, las manos cargadas de regalos.  Y para ti, Portador del Anillo, le oyó decir con una voz remota pero clara, para ti he preparado esto.

      El burbujeo sibilante se acercó, y hubo un crujido como si una cosa grande y articulado se moviese con lenta determinación en la oscuridad.  Un olor fétido la precedía.

      -¡Amo! ¡Amo! - gritó Sam, y la vida y la vehemencia le volvieron a la voz-. ¡El regalo de la Dama! ¡El cristal de estrella!  Una luz para usted en los sitios oscuros, dijo que sería. ¡El cristal de estrella!

      -¿El cristal de estrella? -murmuró Frodo, como alguien que respondiera desde el fondo de un sueño, sin comprender-. ¡Ah, sí! ¿Cómo pude olvidarlo? ¡Una luz cuando todas las otras luces se hayan extinguido!  Y ahora en verdad sólo la luz puede ayudarnos.

      Lenta fue la mano hasta el pecho, y con igual lentitud levantó el frasco de Galadriel.  Por un instante titiló, débil como una estrella que lucha al despertar en medio de las densas brumas de la tierra; luego, a medida que crecía, y la esperanza volvía al corazón de Frodo, empezó a arder, hasta transformarse en una llama plateada, un corazón diminuto de luz deslumbradora, como si Eärendil hubiese descendido en persona desde los altos senderos del crepúsculo llevando en la frente el último Silmaril.  La oscuridad retrocedió y el frasco pareció brillar en el centro de un globo de cristal etéreo, y la mano que lo sostenía centelleó con un fuego blanco.

      Frodo contempló maravillado aquel don portentoso que durante tanto tiempo había llevado consigo, de un valor y un poder que no había sospechado.  Rara vez lo había recordado en camino, hasta que llegaron al Valle de Morgul, y nunca lo había utilizado porque temía aquella luz reveladora.

      -Aiya Eärendil Elenion Ancalima! -exclamó sin saber lo que decía; porque fue como si otra voz hablase a través de la suya, clara, invulnerable al aire viciado del foso.

      Pero hay otras fuerzas en la Tierra Media, potestades de la noche, que son antiguas y poderosas.  Y Ella la que caminaba en las tinieblas había oído en boca de los elfos la misma exhortación en los días de un tiempo sin memorial y ni entonces la había arredrado, ni la arredraba ahora.  Y mientras Frodo aún hablaba, sintió que una maldad inmensa lo envolvía, y que unos ojos de mirada mortal lo escudriñaban.  A corta distancia de allí, entre ellos y la abertura donde habían trastabillado, dos ojos se iban haciendo visibles, dos grandes racimos de ojos multifacéticos: el peligro inminente por fin desenmascarado.  El resplandor del cristal de estrella se quebró y se refractó en un millar de facetas, pero detrás del centelleo un fuego pálido y mortal empezó a arder cada vez más poderoso, una llama encendida en algún pozo profundo de pensamientos malévolos.  Monstruosos y abominables eran aquellos ojos, bestiales y a la vez resueltos, y animados por una horrible delectación, clavados en la presa, ya acorralada.

 

 

Frodo y Sam, aterrorizados, como fascinados por la horrible e implacable mirada de aquellos ojos siniestros, empezaron a retroceder con lentitud; pero mientras ellos retrocedían los ojos avanzaban.  La mano de Frodo tembló, y el frasco descendió lentamente.  Luego, de pronto, liberados del sortilegio que los retenía, dominados por un pánico inútil para diversión de los ojos, se volvieron y huyeron juntos; pero mientras corrían Frodo miró por encima del hombro y vio con terror que los ojos venían saltando detrás de ellos.  El hedor de la muerte lo envolvió como una nube.

      -¡Párate! ¡Párate! -gritó con voz desesperada-.  Es inútil correr.

      Los ojos se acercaban lentamente.

      -¡Galadriel! -llamó, y apelando a todas sus fuerzas levantó el frasco una vez más.  Los ojos se detuvieron.  Por un instante la mirada cedió, como si la turbara la sombra de una duda.  Y entonces a Frodo se le inflamó el corazón dentro del pecho, y sin pensar en lo que hacía, fuera locura, desesperación o coraje, tomó el frasco en la mano izquierda, y con la derecha desenvainó la espada.  Dardo relampagueó, y la afilada hoja élfica centelleó en la luz plateada, y una llama azul tembló en el filo.  Entonces, la estrella en alto y esgrimiendo la espada reluciente, Frodo, hobbit de la Comarca, se encaminó con firmeza al encuentro de los ojos.

      Los ojos vacilaron.  La incertidumbre crecía en ellos a medida que la luz se acercaba.  Uno a uno se oscurecieron, retrocediendo lentamente.  Nunca hasta entonces los había herido una luz tan mortal.  Del sol, la luna y las estrellas estaba al abrigo allá en el antro subterráneo, pero ahora una estrella había descendido hasta las entrañas mismas de la tierra.  Y seguía acercándose, y los ojos empezaron a retraerse, acobardados.  Uno por uno se fueron extinguiendo; y se alejaron, y un gran bulto, más allá de la luz, interpuso una sombra inmensa.  Los ojos desaparecieron.

 

 

                -¡Señor, Señor! - gritó Sam.  Estaba detrás de Frodo, también él espada en mano-. ¡Estrellas y gloria! ¡Estoy seguro de que los elfos compondrían una canción, si algún día oyeran esta hazaña!  Ojalá viva yo el tiempo suficiente para contarla y oírlos cantar.  Pero no siga adelante, señor. ¡No baje a ese antro!  No tendremos otra oportunidad. ¡Salgamos en seguida de este agujero infecto!

      Y así volvieron sobre sus pasos, al principio caminando y luego corriendo: pues a medida que avanzaban el suelo del túnel se elevaba en una cuesta cada vez más empinada y cada paso los alejaba del hedor del antro invisible, y las fuerzas les volvían al corazón y los miembros.  Pero el odio de la Vigía los perseguía aún, cegada acaso momentáneamente, pero invicta y ávida de muerte.  En aquel momento una ráfaga de aire, fresco y ligero, les salió al encuentro.  La boca, el extremo del túnel estaba por fin ante ellos.  Jadeando, deseando salir al fin al aire libre, se precipitaron hacia adelante: y allí, desconcertados, tropezaron y cayeron hacia atrás.  La salida estaba bloqueada por una barrera, pero no de piedra: blanda y más bien elástica, al parecer, y al mismo tiempo resistente e impenetrable; a través de ella se filtraba el aire, pero ningún rayo de luz.  Una vez más se abalanzaron y fueron rechazados.

      Levantando el frasco, Frodo miró y vio delante un color gris que la luminosidad del cristal de estrella no penetraba ni iluminaba, como una sombra que no fuera proyectada por ninguna luz, y que ninguna luz pudiera disipar.  A lo ancho y a lo alto del túnel había una vasta tela tejida, como la tela de una araña enorme, pero de trama más cerrada y mucho más grande, y cada hebra era gruesa como una cuerda.

      Sam soltó una risa sarcástica.

      -¡Telarañas! -dijo-. ¿Nada más? ¡Telarañas! ¡Pero qué araña! ¡Adelante, abajo con ellas!

      Las atacó furiosamente a golpes de espada, pero el hilo que golpeaba no se rompía.  Cedía un poco, y luego, como la cuerda tensa de un arco, rebotaba desviando la hoja y lanzando hacia arriba la espada y el brazo.  Tres veces golpeó Sam con toda su fuerza, y a la tercera una sola de las innumerables cuerdas chasqueó y se enroscó, retrocediendo y azotando el aire.  Uno de los extremos alcanzó a Sam, que se echó atrás con un grito, llevándose la mano a la boca.

      -A este paso tardaremos días y días en despejar el camino -dijo-. ¿Qué hacer? ¿Han vuelto los ojos?

      -No, no se les ve -dijo Frodo-.  Pero tengo aún la impresión de que me están mirando, o pensando en mí: maquinando algún otro plan, tal vez.  Si esta luz menguase, o fallara, no tardarían en reaparecer.

      -¡Atrapados justo al final! -dijo Sam con amargura.  Y otra vez, por encima del cansancio y la desesperación, lo dominó la cólera-. ¡Moscardones atrapados en una telaraña! ¡Que la maldición de Faramir caiga sobre Gollum, y cuanto antes!

      -Nada ganaríamos con eso ahora -dijo Frodo-. ¡Bien!  Veamos qué puede hacer Dardo.  Es una hoja élfica.  También en las hondonadas oscuras de Beleriand donde fue forjada había telarañas horripilantes.  Pero tú tendrás que estar alerta y mantener los ojos a raya.  Ven, toma el cristal de estrella.  No tengas miedo. ¡Levántalo y vigila!

 

 

                Frodo se aproximó entonces a la gran red gris, y lanzándole una violenta estocada, corrió rápidamente el filo a través de un apretado nudo de cuerdas, mientras saltaba de prisa hacia atrás.  La hoja de reflejos azules cortó el nudo como una hoz que segara unas hierbas, y las cuerdas saltaron, se enroscaron, y colgaron flojamente en el aire.  Ahora había una gran rajadura en la tela.

      Golpe tras golpe, toda la telaraña al alcance del brazo de Frodo quedó al fin despedazada, y el borde superior flotó y onduló como un velo a merced del viento.  La trampa estaba abierta.

      -¡Vamos, ya! -gritó Frodo-. ¡Adelante! ¡Adelante! -Una alegría frenética por haber podido escapar de las fauces mismas de la desesperación se apoderó de pronto de él.  La cabeza le daba vueltas como si hubiera tomado un vino fuerte.  Saltó afuera, con un grito.

      Luego de haber pasado por el antro de la noche, aquella tierra en sombras le pareció luminosa.  Las grandes humaredas se habían elevado, y eran menos espesas, y las últimas horas de un día sombrío estaban pasando; el rojo incandescente de Mordor se había apagado en una lobreguez melancólica.  Pero Frodo tenía la impresión de estar contemplando el amanecer de una esperanza repentina.  Había llegado casi a la cresta del murallón.  Faltaba poco ahora.  El Desfiladero, Cirith Ungol, ya se abría delante de él, una hendidura sombría en la cresta negra, franqueada a ambos lados por los cuernos de la roca, cada vez más oscuros contra el cielo.  Una carrera corta, una carrera rápida, y ya estaría del otro lado.

      -¡El paso, Sam! - gritó, sin preocuparse por la estridencia de su voz, que libre de la atmósfera sofocante del túnel resonaba ahora vibrante y fogosa-. ¡El paso!  Corre, corre, y llegaremos al otro lado... ¡antes que nadie pueda detenernos!

      Sam corrió detrás de él, tan rápido como se lo permitían las piernas; no obstante la alegría de encontrarse en libertad, se sentía inquieto mientras corría, y miraba atrás, a la sombría arcada del túnel, temiendo ver aparecer allí los ojos, o alguna forma monstruosa e inimaginable que se acercara a los saltos.  El y su amo poco conocían de las astucias y ardides de Ella-Laraña.  Muy numerosas eran las salidas de esta madriguera.

      Allí tenía su morada, desde tiempos inmemoriales, una criatura maligna de cuerpo de araña, la misma que en los días antiguos habitara en el País de los Elfos, en el Oeste que está ahora sumergido bajo el Mar, la misma que Beren combatiera en Doriath en las Montañas del Terror, y que en ese entonces, en un remoto plenilunio, había venido a Lúthien sobre la hierba verde y entre las cicutas.  De qué modo había llegado hasta allí Ella-Laraña, huyendo de la ruina, no lo cuenta ninguna historia, pues son pocos los relatos de los Años Oscuros que han llegado hasta nosotros.  Pero allí seguía, ella que había ido allí antes que Sauron y aun antes que la primera piedra de Barad-dûr, y que a nadie servía sino a sí misma, bebiendo la sangre de los elfos y de los hombres, entumecida y obesa, rumiando siempre algún festín; tejiendo telas de sombra; pues todas las cosas vivas eran alimento para ella, y ella vomitaba oscuridad.  Los retoños, bastardos de compañeros miserables de su propia progenie, que ella destinaba a morir, se esparcían por doquier de valle en valle, desde las Ephel Dúath hasta las colinas del Este, y hasta el Dol Guldur y las fortalezas del Bosque Negro.  Pero ninguno podía rivalizar con Ella-Laraña la Grande, última hija de Ungoliant para tormento del desdichado mundo.

Años atrás la había visto Gollum, el Sméagol que fisgoneaba en todos los agujeros oscuros, y en otros tiempos se había prosternado ante ella y la había venerado; y las tinieblas de la voluntad maléfica de Ella-Laraña habían penetrado en la fatiga de Gollum, alejándolo de toda luz y todo remordimiento.  Y Gollum le había prometido traerle comida.  Pero los apetitos de Ella-Laraña no eran semejantes a los de Gollum.  Poco sabía ella de torres, o de anillos o de cualquier otra cosa creada por la mente o la mano, y poco le preocupaban a ella que sólo deseaba la muerte de todos, corporal y mental, y para sí misma una hartura de vida, Sola, hinchada hasta que las montañas ya no pudieran sostenerla y la oscuridad ya no pudiera contenerla.

      Pero ese deseo tardaba en cumplirse, y ahora encerrada en el antro oscuro, hacía mucho tiempo que estaba hambrienta, y mientras tanto el poder de Sauron se acrecentaba y la luz y los seres vivientes abandonaban las fronteras del reino; y la ciudad del valle había muerto y ningún elfo ni hombre se acercaban jamás, sólo los infelices orcos.  Alimento pobre, y cauto por añadidura.  Pero ella necesitaba comer, y por más que se empezasen en cavar nuevos y sinuosos pasadizos desde la garganta y desde la torre, ella siempre encontraba alguna forma de atraparlos.  Esta vez, sin embargo, le apetecía una carne más delicada.  Y Gollum se la había traído.

      -Veremos, veremos -se decía Gollum, cuando predominaba en él el humor maligno, mientras recorría el peligroso camino que descendía de Emyn Muil al Valle de Morgul-, veremos.  Puede ser, oh sí, puede ser que cuando Ella tire los huesos y las ropas vacías, lo encontremos, y entonces lo tendremos, el Tesoro, una recompensa para el pobre Sméagol, que le trae buena comida.  Y salvaremos el Tesoro, como prometimos.  Oh sí.  Y cuando lo tengamos a salvo, Ella lo sabrá, oh sí, y entonces ajustaremos cuentas con Ella, oh sí mi tesoro. ¡Entonces ajustaremos cuentas con todo el mundo!

      Así reflexionaba Gollum en un recoveco de astucia que aún esperaba poder ocultarle, aunque la había vuelto a ver y se había prosternado ante ella mientras los hobbits dormían.

      Y en cuanto a Sauron: sabía muy bien dónde se ocultaba Ella-Laraña.  Le complacía que habitase allí hambrienta, pero nunca menos malvada; ningún artificio que él hubiera podido inventar habría guardado mejor que ella aquel antiguo acceso.  En cuanto a los orcos, eran esclavos útiles, pero los tenía en abundancia.  Y si de tanto en tanto Ella-Laraña atrapaba alguno para calmar el apetito, tanto mejor: Sauron podía prescindir de ellos.  Y a veces, como un hombre que le arroja una golosina a su gata (mi gata la llamaba él, pero ella no lo reconocía como amo) Sauron le enviaba aquellos prisioneros que ya no le servían.  Los hacía llevar a la guarida de Ella-Laraña, y luego exigía que le describieran el espectáculo.

Así vivían uno y otro, deleitándose con cada nueva artimaña que inventaban, sin temer ataques, ni iras, ni el fin de aquellas maldades. Jamás una mosca había escapado de las redes de Ella-Laraña, y jamás había estado tan furiosa y tan hambrienta.

 

 

                Pero nada sabía el pobre Sam de todo ese mal que habían desencadenado contra ellos, salvo que sentía crecer en él un terror, una amenaza indescriptible; y esta carga se le hizo pronto tan pesada que casi le impedía correr, y sentía los pies como si fuesen de plomo.

      El miedo lo cercaba, y allá adelante, en el paso, estaban los enemigos, a cuyo encuentro Frodo corría ahora, imprudentemente, en un arranque de frenética alegría.  Apartando los ojos de las sombras de atrás y de la profunda oscuridad al pie del risco a la izquierda, miró hacia adelante y vio dos cosas que lo asustaron todavía más.  Vio que la espada de Frodo centelleaba todavía con una llama azul; y vio que si bien el cielo por detrás de las torres estaba ahora en sombras, el resplandor rojizo ardía aún en la ventana.

-¡Orcos! - murmuró entre dientes -. Con precipitarnos no ganaremos nada.  Hay orcos en todas partes, y cosas peores que orcos. -Luego, volviendo con presteza a la larga costumbre de estar siempre ocultando algo, cerró la mano alrededor del frasco que aún llevaba consigo.  Roja con su propia sangre le brilló un instante la mano, y en seguida guardó la luz reveladora en lo más profundo de un bolsillo, cerca del pecho, y se envolvió en la capa élfica.  Luego procuró acelerar el paso.  Frodo estaba cada vez más lejos; ya le llevaba unos veinte pasos largos, y se deslizaba, veloz como una sombra; pronto lo habría perdido de vista en ese mundo gris.

 

 

                Apenas hubo escondido Sam la luz del cristal de estrella, Ella-Laraña reapareció.  Un poco más adelante y a la izquierda Sam vio de pronto, saliendo de un negro agujero de sombras al pie del risco, la forma más abominable que había contemplado jamás, más horrible que el horror de una pesadilla.  En realidad se parecía a una araña, pero era más grande que una bestia de presa, y un malvado designio reflejado en los ojos despiadados la hacía más terrible.  Aquellos mismos ojos que Sam creía apagados y vencidos, allí estaban de nuevo, y relucían con un brillo feroz, arracimados en la cabeza que se proyectaba hacia adelante.  Tenía grandes cuernos, y detrás del cuello corto semejante a un fuste, seguía el cuerpo enorme e hinchado, un saco tumefacto e inmenso que colgaba oscilante entre las patas; la gran mole del cuerpo era negra, manchada con marcas lívidas, pero la parte inferior del abdomen era pálida y fosforescente, y exhalaba un olor nauseabundo.  Las patas de coyunturas nudosas y protuberantes se replegaban muy por encima de la espalda, los pelos erizados parecían púas de acero, y cada pata terminaba en una garra.

      En cuanto el cuerpo fofo y las patas replegadas pasaron estrujándose por la abertura superior de la guarida, Ella-Laraña avanzó con una rapidez espantosa, ya corriendo sobre las patas crujientes, ya dando algún salto repentino.  Estaba entre Sam y su amo. 0 no vio a Sam, o prefirió evitarlo momentáneamente por ser el portador de la luz, lo cierto es que dedicó toda su atención a una sola presa, Frodo, que privado del frasco e ignorando aún el peligro que lo amenazaba, corría sendero arriba.  Pero Ella-Laraña era más veloz: unos saltos más y le daría alcance.

      Sam jadeó, y juntando todo el aire que le quedaba en los pulmones alcanzó a gritar:

      -¡Cuidado atrás! ¡Cuidado, mi amo!  Yo estoy... -pero algo le ahogó el grito en la garganta.

      Una mano larga y viscosa le tapó la boca y otra le atenazó el cuello, en tanto algo se le enroscaba alrededor de la pierna.  Tomado por sorpresa, cayó hacia atrás en los brazos del agresor.

      -¡Lo hemos atrapado! -siseó la voz de Gollum al oído de Sam-.  Por fin, mi tesoro, por fin lo hemos atrapado, sí, al hobbit perverso.  Nos quedamos con éste.  Que Ella se quede con el otro.  Oh sí, Ella-Laraña lo tendrá, no Sméagol: él prometió; él no le hará ningún daño al amo.  Pero te tiene a ti, pequeño fisgón inmundo y perverso. -Le escupió a Sam en el cuello.

      La furia desencadenada por la traición, y la desesperación de verse retenido en un momento en que Frodo corría un peligro mortal, dotaron a Sam de improviso de una energía y una violencia que Gollum jamás habría sospechado en aquel hobbit a quien consideraba torpe y estúpido.  Ni el propio Gollum hubiera sido capaz de retorcerse y debatirse con tanta celeridad y fiereza.  La mano se le escurrió de la boca, y Sam se agachó y se lanzó hacia adelante, tratando de zafarse de la garra que le apretaba la garganta.  Aún conservaba la espada en la mano, y en el brazo izquierdo, colgado de la correa, el bastón de Faramir.  Trató de darse vuelta para traspasar con la espada a su enemigo.  Pero Gollum fue demasiado rápido: estiró de pronto un largo brazo derecho y aferró la muñeca de Sam: los dedos eran como tenazas: lentos, implacables; le doblaron la mano hacia atrás y hacia adelante, hasta que con un alarido de dolor Sam dejó caer la espada; y entretanto la otra mano de Gollum se le cerraba cada vez más alrededor del cuello.

      Sam jugó entonces una última carta.  Tironeó con todas sus fuerzas hacia adelante y plantó los pies con firmeza en el suelo; luego, con un movimiento brusco, se dejó caer de rodillas, y se echó hacia atrás.

      Gollum, que ni siquiera esperaba de Sam esta sencilla treta, cayó al suelo con Sam encima de él, y recibió sobre el estómago todo el peso del robusto hobbit.  Soltó un agudo silbido y por un segundo la garra cedió en la garganta de Sam; pero los dedos de la otra seguían apretando como tenazas la mano de la espada.  Sam se arrancó de un tirón y volvió a ponerse en pie y giró en círculo hacia la derecha, apoyándose en la muñeca que Gollum le sujetaba.  Blandiendo el bastón con la mano izquierda, lo alzó y lo dejó caer con un crujido sibilante sobre el brazo extendido de Gollum, justo por debajo del codo.

      Dando un chillido, Gollum soltó la presa.  Entonces Sam atacó otra vez; sin detenerse a cambiar el bastón de la mano izquierda a la derecha, le asestó otro golpe salvaje.  Rápido como una serpiente Gollum se escurrió a un lado, y el golpe, destinado a la cabeza, fue a dar en la espalda.  La vara crujió y se quebró.  Eso fue suficiente para Gollum.  Atacar de improviso por la espalda era uno de sus trucos habituales, y casi nunca le había fallado.  Pero esta vez, ofuscado por el despecho, había cometido el error de hablar y jactarse antes de aferrar con ambas manos el cuello de la víctima.  El plan había empezado a andar mal desde el momento mismo en que había aparecido en la oscuridad aquella luz horrible.  Y ahora lo enfrentaba un enemigo furioso, y apenas más pequeño que él.  No era una lucha para Gollum.  Sam levantó la espada del suelo y la blandió.  Gollum lanzó un chillido, y escabulléndose hacia un costado cayó al suelo en cuatro patas, y huyó saltando como una rana.  Antes que Sam pudiese darle alcance, se había alejado, corriendo hacia el túnel con una rapidez asombrosa.

      Sam lo persiguió espada en mano.  Por el momento, salvo la furia roja que le había invadido el cerebro, y el deseo de matar a Gollum, se había olvidado de todo.  Pero Gollum desapareció sin que pudiera alcanzarlo.  Entonces, ante aquel agujero oscuro y el olor nauseabundo que le salía al encuentro, el recuerdo de Frodo y del monstruo lo sacudió como el estallido de un trueno.  Dio media vuelta y en una enloquecida carrera se precipitó hacia el sendero, gritando sin cesar el nombre de su amo.  Era quizá demasiado tarde.  Hasta ese momento el plan de Gollum había tenido éxito.

 

 

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