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EL SITIO DE GÓNDOR

Despertado por Gandalf, Pippin abrió los ojos. Había velas encendidas en el aposento, pues por las ventanas sólo entraba una pálida luz crepuscular; el aire era pesado, como si se avecinara una tormenta.

—¿Qué hora es? —preguntó Pippin, bostezando.

—La hora segunda ha pasado le respondió Gandalf. Tiempo de que te levantes y te pongas presentable. Has sido convocado por el Señor de la Ciudad, para instruirte acerca de tus nuevos deberes.

— ¿Y me servirá el desayuno?

— ¡ No! De eso me he ocupado yo: y no tendrás más hasta el mediodía. Han racionado los víveres.

Pippin miró con desconsuelo el panecillo minúsculo y «la mezquina», pensó, «redondela de manteca, junto a un tazón de leche aguada».

—¿Por qué me trajiste aquí? —preguntó.

—Lo sabes demasiado bien dijo Gandalf. Para alejarte del mal. Y si no te agrada, recuerda que tú mismo te lo buscaste. Pippin no dijo más.

Poco después recorría de nuevo en compañía de Gandalf el frío corredor que conducía a la puerta de la Sala de la Torre. Allí, en una penumbra gris, estaba sentado Denethor, «como una araña vieja y paciente», pensó Pippin; parecía que no se hubiese movido de allí desde la víspera. Le indicó a Gandalf que se sentara, pero a Pippin lo dejó un momento de pie, sin prestarle atención. Al fin el viejo se volvió hacia él.

—Bien, maese Peregrin, espero que hayas aprovechado a tu gusto el día de ayer. Aunque temo que en esta ciudad la mesa sea bastante más austera de lo que tú desearías.

Pippin tuvo la desagradable impresión de que la mayor parte de lo que había dicho o hecho había llegado de algún modo a oídos del Señor de la Ciudad, y que además muchos de sus pensamientos eran conocidos por todos. No respondió.

— ¿Qué querrías hacer a mi servicio?

—Pensé, Señor, que vos me señalaríais mis deberes.

—Lo haré, una vez que conozca tus aptitudes —dijo Denethor—. Pero eso lo sabré quizá más pronto teniéndote a mi lado. Mi paje de cámara ha solicitado licencia para enrolarse en la guarnición exterior, de modo que por un tiempo ocuparás su lugar. Me servirás, llevarás mensajes, y conversarás conmigo, si la guerra y las asambleas me dejan algún momento de ocio. ¿Sabes cantar?

—Sí —dijo Pippin—. Bueno, sí, bastante bien para mi gente. Pero no tenemos canciones apropiadas para grandes palacios y para tiempos de infortunio, señor. Rara vez nuestras canciones tratan de algo más terrible que el viento o la lluvia. Y la mayor parte de mis canciones hablan de cosas que nos hacen reír: o de la comida y la bebida, por supuesto.

— ¿Y por qué esos cantos no serían apropiados para mis salones, o para tiempos como éstos? Nosotros, que hemos vivido tantos años bajo la Sombra, ¿no tenemos acaso el derecho de escuchar los ecos de un pueblo que no ha conocido un castigo semejante? Quizá sintiéramos entonces que nuestra vigilia no ha sido en vano, aun cuando nadie la haya agradecido.

A Pippin se le encogió el corazón. No le entusiasmaba la idea de tener que cantar ante el Señor de Minas Tirith las canciones de la Comarca, y menos aún las cómicas que conocía mejor; y además eran... bueno, demasiado rústicas para ese momento. No se le ordenó que cantase. Denethor se volvió a Gandalf haciéndole preguntas sobre los Rohirrim y la política del reino de Rohan, y sobre la posición de Eomer, el sobrino del rey. A Pippin le maravilló que el Señor pareciera saber tantas cosas acerca de un pueblo que vivía muy lejos, «aunque hacía muchos años sin duda» pensó, «que Denethor no salía de las fronteras del reino».

Al cabo Denethor llamó a Pippin y le ordenó que se ausentase otra vez por algún tiempo.

—Ve a la armería de la ciudadela —le dijo— y retira de allí la librea de la Torre y los avíos necesarios. Estarán listos. Fueron encargados ayer. ¡Vuelve en cuanto estés vestido!

Todo sucedió como Denethor había dicho, y pronto Pippin se vio ataviado con extrañas vestimentas, de color negro y plata: un pequeño plaquín, de malla de acero tal vez, pero negro como el azabache; y un yelmo de alta cimera, con pequeñas alas de cuervo a cada lado y en el centro de la corona una estrella de plata. Sobre la cota de malla llevaba una sobreveste corta, también negra pero con la insignia del Árbol bordada en plata a la altura del pecho. Las ropas viejas de Pippin fueron dobladas y guardadas: le permitieron conservar la capa gris de Lorien, pero no usarla durante el servicio. Ahora sí que parecía, sin saberlo, la viva imagen del Ernil i Pheriannath, el Príncipe de los Medianos, como la gente había dado en llamarlo; pero se sentía incómodo, y la tiniebla empezaba a pesarle.

Todo aquel día fue oscuro y tétrico. Desde el amanecer sin sol hasta la

noche, la sombra había ido aumentando, y los corazones de la ciudad estaban oprimidos. Arriba, a lo lejos, una gran nube, llevada por un viento de guerra, flotaba lentamente hacia el oeste desde la Tierra Tenebrosa, devorando la luz; pero abajo el aire estaba inmóvil, sin un soplo, como si el Valle del Anduin esperase el estallido de una tormenta devastadora.

A eso de la hora undécima, liberado al fin por un rato de las obligaciones del servicio, Pippin salió en busca de comida y bebida, algo que lo animara e hiciese más soportable la espera. En el rancho se encontró nuevamente con Beregond, que acababa de regresar de una misión del otro lado del Pelennor, en las Torres de la Guardia del Terraplén. Pasearon juntos sin alejarse de los muros, pues en los recintos cerrados Pippin se sentía como prisionero, y hasta el aire de la alta ciudadela le parecía sofocante. Y otra vez se sentaron en el antepecho de la tronera que miraba al este, donde se habían entretenido la víspera, comiendo y hablando.

Era la hora del crepúsculo, pero ya el enorme palio había avanzado muy lejos en el oeste, y un instante apenas, al hundirse por fin en el Mar, logró el sol escapar para lanzar un breve rayo de adiós antes de dar paso a la noche, el mismo rayo que Frodo, en la Encrucijada, veía en ese momento en la cabeza del rey caído. Pero para los campos del Pelennor, a la sombra del Mindolluin, nada resplandecía: todo era pardo y lúgubre.

Pippin tenía la impresión de que habían pasado años desde la primera vez que se había sentado allí, en un tiempo ya a medias olvidado, cuando todavía era un hobbit, un viajero despreocupado, indiferente a los peligros que había atravesado hacía poco. Ahoja era un pequeño soldado, un soldado entre muchos otros en una ciudad que se preparaba para soportar un gran ataque, y vestía las ropas nobles pero sombrías de la Torre de la Guardia.

En otro momento y en otro lugar, tal vez Pippin habría aceptado de buen grado ese nuevo atuendo, pero ahora sabía que no estaba representando un papel en una comedia; estaba, seria e irremisiblemente al servicio de un amo severo que corría un gravísimo peligro. El plaquín lo agobiaba, y el yelmo le pesaba sobre la cabeza. Se había quitado la capa y la había puesto sobre la piedra del asiento. Apartó los ojos fatigados de los campos sombríos y bostezó, y luego suspiró.

— ¿Estás cansado del día de hoy? —le preguntó Beregond. ''

—Sí dijo Pippin, muy cansado: cansado de la inactividad y la espera. He estado de plantón a la puerta de la cámara de mi señor durante horas interminables, mientras él discutía con Gandalf y el Príncipe y otros grandes. Y no estoy acostumbrado, maese Beregond, a servir con hambre la mesa de otros. Es una prueba muy dura para un

hobbit. Has de pensar sin duda que tendría que sentirme profundamente honrado. Pero ¿para qué quiero un honor semejante? Y a decir verdad ¿para qué comer y beber bajo esta sombra invasora? ¿Qué significa? ¡El aire mismo parece espeso y pardo! ¿Son frecuentes aquí estos oscurecimientos cuando el viento sopla en el Este?

No dijo Beregond. Esta no es una oscuridad natural del mundo. Es algún artificio creado por la malicia del enemigo; alguna emanación de la Montaña de Fuego, que envía para ensombrecer los corazones y las deliberaciones. Y lo consigue por cierto. Ojalá vuelva el Señor Faramir. El no se dejaría amilanar. Pero ahora, ¡quién sabe si alguna vez podrá regresar de la Oscuridad a través del río!

Sí —dijo Pippin. Gandalf también está impaciente. Fue una decepción para él, creo, no encontrar aquí a Faramir. Y Gandalf ¿por dónde andará? Se retiró del consejo del Señor antes de la comida de mediodía, y no de buen humor, me pareció. Quizá tenga el presentimiento de alguna mala nueva.

De pronto, mientras hablaban, enmudecieron de golpe; inmóviles, paralizados, convertidos de algún modo en dos piedras que escuchaban. Pippin se tiró al suelo, tapándose los oídos con las manos; pero Beregond, que mientras hablaba de Faramir había estado mirando a lo lejos por encima del parapeto almenado, se quedó donde estaba, tieso, los ojos desencajados. Pippin conocía aquel grito estremecedor: era el mismo que mucho tiempo atrás había oído en los Marjales de la Comarca; pero ahora había crecido en potencia y en odio, y atravesaba el corazón con una venenosa desesperanza. Al fin Beregond habló, con un esfuerzo.

¡Han llegado! dijo. ¡Atrévete y mira! Hay cosas terribles allá abajo.

Pippin se encaramó de mala gana en el asiento y asomó la cabeza por encima del muro. Abajó el Pelennor se extendía en las sombras e iba a perderse en la línea adivinada apenas del Río Grande. Pero ahora, girando vertiginosamente sobre los campos como sombras de una noche intempestiva, vio a media altura cinco formas de pájaros, horripilantes como buitres, pero más grandes que águilas, y crueles como la muerte. Ya bajaban de pronto, aventurándose hasta ponerse casi al alcance de los arqueros apostados en el muro, ya se alejaban volando en círculos.

— ¡Jinetes Negros! —murmuró Pippin—. ¡Jinetes Negros del aire! ¡Pero mira, Beregond! —exclamó—. ¡Están buscando algo! ¡Miracómo vuelan y descienden, siempre hacia el mismo punto! ¿Y no ves algo que se mueve en el suelo? Formas oscuras y pequeñas. ¡Sí, hombres a caballo: cuatro o cinco! ¡Ah, no lo puedo soportar! ¡Gandalf! ¡Gandalf! ¡Socorro!

Otro alarido largo vibró en el aire y se apagó, y Pippin, jadeando como un animal perseguido, se arrojó de nuevo al suelo y se acurrucó al pie del muro. Débil, y aparentemente remota a través de aquel grito escalofriante, tremoló desde abajo la voz de una trompeta y culminó en una nota aguda y prolongada.

¡Faramir! ¡El Señor Faramir! ¡Es su llamada! gritó Beregond. ¡Corazón intrépido! ¿Pero cómo podrá llegar a la Puerta, si esos halcones inmundos e infernales cuentan con otras armas además del terror? ¡Pero míralos! ¡No se arredran! Llegarán a la Puerta. ¡No! Los caballos se encabritan. ¡Oh! Arrojan al suelo a los jinetes; ahora corren a pie. No, uno sigue montado, pero retrocede hacia los otros. Tiene que ser el capitán: él sabe cómo dominar a las bestias y a los hombres. ¡ Ay! Una de esas cosas inmundas se lanza sobre él. ¡Socorro! ¡Socorro! ¿Nadie acudirá en su auxilio? ¡Faramir!

Y Beregond echó a correr y desapareció en la oscuridad. Asustado y avergonzado, mientras que Beregond de la Guardia pensaba ante todo en su amado capitán, Pippin se levantó y miró fuera. En ese momento alcanzó a ver un destello de nieve y de plata que venía del norte, como una estrella diminuta que hubiese descendido a los campos sombríos. Avanzaba como una flecha y crecía a medida que se acercaba a los cuatro hombres que huían hacia la Puerta. Parecía esparcir una luz pálida, y Pippin tuvo la impresión de que la sombra espesa retrocedía a su paso; entonces, cuando estuvo más cerca, creyó oír, como un eco entre los muros, una voz poderosa que llamaba.

—¡Gandalf! gritó Pippin. ¡Gandalf! Siempre llega en el momento más sombrío. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Caballero Blanco! ¡Gandalf! ¡ Gandalf! gritó, con la vehemencia del espectador de una gran carrera, como alentando a un corredor que no necesita la ayuda de exhortaciones.

Mas ya las sombras aladas habían advertido la presencia del recién llegado. Una de ellas voló en círculos hacia él, pero a Pippin le pareció ver que Gandalf levantaba una mano y que de ella brotaba como un dardo un haz de luz blanca. El Nazgül dejó escapar un grito largo y doliente y se apartó; y los otros cuatro, tras un instante de vacilación, se elevaron en espirales vertiginosas y desaparecieron en el este, entre las nubes bajas; y por un momento los campos del Pelennor parecieron menos oscuros.

Pippin observaba, y vio que los jinetes y el Caballero Blanco se reunían al fin, y se detenían a esperar a los que iban a pie. Grupos de hombres les salían al encuentro desde la ciudad; y pronto Pippin los perdió de vista bajo los muros exteriores, y adivinó que estaban trasponiendo la puerta. Sospechando que subirían inmediatamente a la Torre, y a ver al Senescal, corrió a la entrada de la ciudadela. Allí se le unieron muchos otros que habían observado la carrera y el rescate desde los muros.

Pronto en las calles que subían de los círculos exteriores se elevó un gran clamor, y hubo muchos vítores, y por todas partes voceaban y aclamaban los nombres de Faramir y Mithrandir. Pippin vio unas antorchas, y luego dos jinetes que cabalgaban lentamente seguidos por una gran multitud: uno estaba vestido de blanco, pero ya no resplandecía, pálido en el crepúsculo como si el fuego que ardía en él se hubiese consumido o velado. El otro era sombrío y tenía la cabeza gacha. Desmontaron y mientras los palafreneros se llevaban a Sombragris y al otro caballo, avanzaron hacia el centinela de la puerta: Gandalf con paso firme, el manto gris fletándole a la espalda y en los ojos un fuego todavía encendido; el otro, vestido de verde, más lentamente, vacilando un poco como un hombre herido o fatigado.

Pippin se adelantó entre el gentío, y en el momento en que los hombres pasaban bajo la lámpara de la arcada vio el rostro pálido de Faramir y se quedó sin aliento. Era el rostro de alguien que asaltado por un miedo terrible o una inmensa angustia ha conseguido dominarse y recobrar la calma. Orgulloso y grave, se detuvo un momento a hablar con el guardia, y Pippin, que no le quitaba los ojos de encima, vio hasta qué punto se parecía a su hermano Boromir, a quien él había querido desde el principio, admirando la hidalguía y la bondad del gran hombre. De pronto, sin embargo, en presencia de Faramir, un sentimiento extraño que nunca había conocido antes, le embargó el corazón. Este era un hombre de alta nobleza, semejante a la que por momentos viera en Aragorn, menos sublime quizá pero a la vez menos imprevisible y remota: uno de los Reyes de los Hombres nacido en una época más reciente, pero tocado por la sabiduría y la tristeza de la Antigua Raza. Ahora sabía por qué Beregond lo nombraba con veneración. Era un capitán a quien los hombres seguirían ciegamente, a quien él mismo seguiría, aun bajo la sombra de las alas negras.

—¡Faramir! —gritó junto con los otros—. ¡Faramir! Y Faramir, advirtiendo el acento extraño del hobbit entre el clamor de los hombres de la ciudad, se dio vuelta, y lo miró estupefacto.

—¿Y tú de dónde vienes? —le preguntó—. ¡Un mediano, y vestido con la librea de la Torre! ¿De dónde...?

Pero en ese momento Gandalf se le acercó y habló:

—Ha venido conmigo desde el país de los medianos —dijo—. Ha venido conmigo. Pero no nos demoremos aquí. Hay mucho que decir y mucho por hacer, y tú estás fatigado. El nos acompañará. En realidad, tiene que acompañarnos, pues si no olvida más fácilmente que yo sus nuevas obligaciones, dentro de menos de una hora ha de tomar servicio con su señor. ¡Ven, Pippin, sigúenos!

Así llegaron por fin a la cámara privada del Señor de la Ciudad. Alrededor de un brasero de carbón de leña, habían dispuesto asientos

bajos y mullidos; y trajeron vino; y allí Pippin, cuya presencia nadie parecía advertir, de pie detrás del asiento de Denethor, escuchaba con tanta avidez todo cuanto se decía que olvidó su propio cansancio.

Una vez que Faramir hubo tomado el pan blanco y bebido un sorbo de vino, se sentó en uno de los asientos bajos a la izquierda de su padre. Un poco más alejado, a la derecha de Denethor, estaba Gandalf, en un sillón de madera tallada; y al principio parecía dormir. Pues en un comienzo Faramir habló sólo de la misión que le había sido encomendada diez días atrás; y traía noticias del Ithilien y de los movimientos del enemigo y sus aliados; y narró la batalla del camino, en la que los hombres de Harald y la bestia descomunal que los acompañaba fueran derrotados: un capitán que comunica a un superior sucesos de un orden casi cotidiano, los episodios insignificantes de una guerra de fronteras que ahora parecían vanos y triviales, sin grandeza ni gloria.

Entonces, de improviso, Faramir miró a Pippin.

—Pero ahora llegamos a la parte más extraña —dijo—. Porque éste no es el primer mediano que veo salir de las leyendas del Norte para aparecer en las Tierras del Sur.

Al oír esto Gandalf se irguió y se aferró a los brazos del sillón; pero no dijo nada, y con una mirada detuvo la exclamación que estaba a punto de brotar de los labios de Pippin. Denethor observó los rostros de todos y sacudió la cabeza, como indicando que ya había adivinado mucho, aun antes de escuchar el relato de Faramir. Lentamente, mientras los otros permanecían inmóviles y silenciosos, Faramir narró su historia, casi sin apartar los ojos de Gandalf, aunque de tanto en tanto miraba un instante a Pippin, como para refrescarse la memoria.

Cuando Faramir llegó a la parte del encuentro con Frodo y su sirviente, y hubo narrado los sucesos de Hennet Annün, Pippin notó que un temblor agitaba las manos de Gandalf, aferradas como garras a la madera tallada. Blancas parecían ahora, y muy viejas, y Pippin adivinó, con un sobresalto, que Gandalf, el gran Gandalf, estaba inquieto, y que tenía miedo. En la estancia cerrada el aire no se movía. Y cuando Faramir habló por fin de la despedida de los viajeros, y de la resolución de los hobbits de ir a Cirith Ungol, la voz le flaqueó, y movió la cabeza, y suspiró. Gandalf se levantó de un salto.

—¿Cirith Ungol, dijiste? ¿El Valle de Morgul? —preguntó—. ¿En qué momento, Faramir, en qué momento? ¿Cuándo te separaste de ellos? ¿Cuándo pensaban llegar a ese valle maldito?

—Nos separamos hace dos días, por la mañana —dijo Faramir—. Hay quince leguas de allí al valle del Morgulduin, si siguieron en línea recta hacia el sur; y entonces estarían aún a cinco leguas de la Torre maldita. Por muy rápido que hayan ido, no pueden haber llegado antes de hoy, y es posible que aún estén en camino. En verdad, veo lo que temes. Pero la oscuridad no proviene de la aventura de tus amigos. Comenzó ayer al caer la tarde, y ya anoche todo el Ithilien estaba envuelto en sombras. Es

evidente para mí que el enemigo preparaba este ataque desde hace mucho tiempo, y que la hora ya había sido fijada antes del momento en que me separé de los viajeros, dejándolos sin mi custodia. Gandalf iba y venía con paso nervioso por la habitación.

— ¡Anteayer por la mañana, casi tres días de viaje! ¿A qué distancia queda el lugar en que os separasteis?

—Unas veinticinco leguas a vuelo de pájaro —respondió Faramir—. Pero me fue imposible llegar antes. Anoche dormí en Cair Andros, la isla larga en el norte del río, donde mantenemos una guarnición, y caballos en nuestra orilla. Cuando vi cerrarse la oscuridad, comprendí que la premura era necesaria, y entonces partí con otros tres hombres que disponían de caballos. El resto de mi compañía lo envié al sur, a reforzar la guarnición de los vados del Osgiliath. Espero no haber actuado mal. —Miró a su padre.

—¿Mal? gritó Denethor, y de pronto los ojos le relampaguearon. ¿Por qué lo preguntas? Los hombres estaban bajo tu mando. ¿O acaso me pides que juzgue todo lo que haces? Tu actitud es humilde en mi presencia; pero hace tiempo ya que te has desviado de tu camino y desoyes mis consejos. Has hablado con tacto y desenvoltura, como siempre; pero ¿crees que no he visto por ventura que tenías los ojos fijos en Mithrandir, tratando de saber si decías lo que era preciso o más de lo conveniente? Es él quien se ha adueñado de tu corazón desde hace mucho tiempo.

»Hijo mío, tu padre está viejo, pero aún no chochea. Todavía soy capaz de ver y de oír, igual que antes; y poco de cuanto has dicho a medias o callado es un secreto para mí. Conozco la respuesta de muchos enigmas. ¡Ay, ay, mi pobre Boromir!

—Si lo que he hecho os desagrada, padre mío —dijo con calma Faramir—, hubiera deseado conocer vuestro pensamiento antes que se me impusiera el peso de tamaña decisión.

—¿Acaso eso te habría hecho cambiar de parecer? —dijo Denethor—. Estoy seguro de que te habrías comportado de la misma manera. Te conozco bien. Siempre quieres parecer noble y generoso como un rey de los tiempos antiguos, amable y benévolo. Una actitud que cuadraría tal vez a alguien de elevado linaje, si es poderoso y si gobierna en paz. Pero en los momentos desesperados, la benevolencia puede ser recompensada con la muerte.

—Pues que así sea —dijo Faramir.

— ¡ Que así sea! — gritó Denethor—. Pero no sólo con tu muerte, Señor Faramir: también con la de tu padre, y la de todo tu pueblo, a quien tendrías que proteger ahora que Boromir se ha ido.

—¿Desearías entonces —dijo Faramir— que yo hubiese estado en su lugar?

—Sí, lo desearía, sin duda —dijo Denethor. Porque Boromir era leal para conmigo, no el discípulo de un mago. En vez de desperdiciar lo que

le ofrecía la suerte, hubiera recordado que su padre necesitaba ayuda. Me habría traído un regalo poderoso.

La reserva de Faramir pareció ceder entonces un momento.

—Os rogaría, padre mío, que recordéis por qué fui yo al Ithilien, y no él. En una oportunidad al menos, y no hace de esto mucho tiempo, prevaleció vuestra decisión. Fue el Señor de la Ciudad quien le confió a Boromir esa misión.

—No remuevas la amargura de la copa que yo mismo me he preparado dijo Denethor—. ¿Acaso no la he sentido ya muchas noches en la lengua, previendo que lo peor está aún en el fondo? Como ahora lo compruebo por cierto. ¡Ojalá no fuera así! ¡Ojalá ese objeto hubiese llegado a mi poder!

— ¡Consuélate! —dijo Gandalf —. En ningún caso te lo hubiera traído Boromir. Está muerto, y ha tenido una muerte digna: ¡que descanse en paz! Pero te engañas. Boromir habría extendido la mano para tomarlo y ni bien lo hubiera tocado, estaría perdido sin remedio. Lo habría guardado para él, y cuando viniera aquí, no hubieras reconocido a tu hijo.

El semblante de Denethor se contrajo en un rictus frío y duro.

—Encontraste que Boromir era menos dúctil en tus manos, ¿no es verdad? dijo con voz suave—. Pero yo que era su padre digo que me lo hubiera traído. Serás sabio, Mithrandir, pero pese a tus sutilezas no eres dueño de toda la sabiduría. No siempre los consejos han de encontrarse en los artilugios de los magos o en la precipitación de los locos. En esta materia mi sabiduría y mi prudencia son más altas de lo que imaginas.

— ¿Y qué te dice la prudencia?

—Lo suficiente como para saber que es necesario evitar dos locuras. Utilizarlo es peligroso. Y en un momento como éste, enviarlo al país mismo del enemigo en las manos de un mediano sin inteligencia, como lo has hecho tú, tú y este hijo mío, es un disparate.

— ¿Y qué habría hecho el Señor Denethor?

—Ni una cosa ni la otra. Pero con toda seguridad y contra todo argumento, no lo habría entregado a los azares de la suerte, una esperanza que sólo cabe en la mente de un loco, y arriesgarnos así a una ruina total, si el enemigo lo recupera. No, hubiera sido necesario guardarlo, esconderlo: ocultarlo en un sitio secreto y oscuro. No hablo de utilizarlo, no, salvo en caso de extrema necesidad, pero sí ponerlo fuera de su alcance, a menos que sufriéramos una derrota tan definitiva que lo que pudiese acontecemos nos fuera indiferente, pues estaríamos muertos.

—Como es tu costumbre, Monseñor, sólo piensas en Gondor —dijo Gandalf—. Sin embargo, hay otros hombres, y otras vidas y tiempos por venir. Y yo por mi parte, compadezco incluso a los esclavos del enemigo.

—¿Y dónde buscarán ayuda los otros hombres, si Gondor cae? replicó Denethor. Si yo lo tuviese ahora aquí, guardado en las bóvedas profundas de esta ciudadela, no estaríamos temblando de terror bajo esta oscuridad, temiendo lo peor, y nada entorpecería nuestras decisiones. Si no me crees capaz de soportar la prueba, es porque aún no me conoces.

—Sin embargo, no te creo capaz —dijo Gandalf—. Si hubiera confiado en ti, te lo hubiera enviado para que lo tuvieras aquí, bajo tu custodia, con lo que habría ahorrado muchas angustias, a mí y a otros. Y ahora, oyéndote hablar, confío menos aún, no más que en Boromir. ¡No, refrena tu ira! En este caso ni en mí mismo confío: me fue ofrecido como regalo y lo rechacé. Eres fuerte, Denethor, y capaz aún de dominarte en ciertas cosas; pero si lo hubieras recibido, te habría derrotado. Aunque estuviese enterrado en las raíces mismas del Mindolluin, te consumiría la mente a medida que vieras crecer la oscuridad, y las cosas peores aún que no tardarán en caer sobre nosotros.

Los ojos de Denethor relampaguearon otra vez por un momento, y Pippin volvió a sentir la tensión entre las dos voluntades: pero ahora las miradas de los adversarios le parecían las hojas de dos espadas centelleantes batiéndose de ojo a ojo. Pippin se estremeció, temiendo algún golpe terrible. Pero de pronto Denethor recobró la calma. Se encogió de hombros.

— ¡Si yo hubiera! ¡Si yo hubiera! —exclamó—. Todas esas palabras, todos esos si son vanos. Ahora va camino de la Sombra, y sólo el tiempo dirá lo que el destino prepara, para el objeto, y para nosotros. En el plazo que aún queda, que no será largo, que todos los que luchan contra el enemigo cada uno a su manera se unan, y que conserven la esperanza mientras sea posible, y cuando ya no les quede ninguna, que tengan al menos la entereza necesaria para morir libres. —Se volvió a Faramir.— ¿Qué piensas de la guarnición de Osgiliath?

—No es fuerte —respondió Faramir—. Como os he dicho, he enviado allí la compañía de Ithilien, para reforzarla.

—No creo que baste —dijo Denethor. Allí es donde caerá el primer golpe. Lo que les hará falta es un capitán enérgico.

—A esa guarnición y a muchas otras —dijo Faramir, y suspiró—. ¡ Ay, si estuviera con vida mi pobre hermano; yo también lo amaba! —Se levantó.— ¿Puedo retirarme, padre? Y al decir esto se tambaleó, y tuvo que apoyarse en el sillón de su padre.

—Estás fatigado, ya lo veo —dijo Denethor—. Has cabalgado mucho y lejos, y bajo las sombras del mal en el aire, me han dicho.

—¡No hablemos de eso! dijo Faramir.

—No hablaremos, pues —dijo Denethor—. Ahora ve y descansa como puedas. Las necesidades de mañana serán más duras.

Todos se despidieron entonces del Señor de la Ciudad para retirarse a descansar mientras fuese posible. Fuera había una oscuridad negra y sin estrellas mientras Gandalf se alejaba en compañía de Pippin que llevaba una pequeña antorcha. Hasta que se encontraron a puertas cerradas no cambiaron una sola palabra. Entonces Pippin tomó al fin la mano de Gandalf.

—Dime preguntó—, ¿queda todavía alguna esperanza? Para Frodo, quiero decir; o al menos sobre todo para Frodo. Gandalf posó la mano en la cabeza de Pippin.

—Nunca hubo muchas esperanzas —respondió—. Nada más que esperanzas desatinadas, me dijeron. Y cuando oí el nombre de Cirith Ungol... —Se interrumpió y a grandes pasos caminó hasta la ventana como si pudiese ver del otro lado de la noche, allá en el Este.— ¡ Cirith Ungol! ¿Por qué ese camino, me pregunto? —Se volvió.— En ese instante, Pippin, al oír ese nombre, mi corazón estuvo a punto de desfallecer. Y a pesar de todo, Pippin, creo de verdad que en las noticias que trajo Faramir hay alguna esperanza. Pues es evidente que el enemigo se ha decidido al fin a declararnos la guerra, y que ha dado el primer paso cuando Frodo aún estaba en libertad. De manera que por ahora, durante muchos días, apuntará la mirada aquí y allá, siempre fuera de su propio territorio. Y sin embargo, Pippin, siento desde lejos la prisa y el miedo que lo dominan. Ha empezado mucho antes de lo previsto. Algo tiene que haberlo impulsado a actuar en seguida.

Permaneció un momento pensativo.

—Quizá —murmuró—. Quizá también tu insensatez ayudó de algún modo. Veamos: hace unos cinco días habrá descubierto que derrotamos a Saruman y que nos apoderamos de la Piedra. Sí, pero entonces ¿qué? No podíamos utilizarla para un fin preciso, ni sin que él lo supiera. ¡ Ah! Podría ser. ¿ Aragorn? Se le acerca la hora. Y es fuerte, e inflexible por dentro, Pippin: temerario y resuelto, capaz de tomar por sí mismo decisiones heroicas y de correr grandes riesgos, si es necesario. Podría ser, sí. Quizás Aragorn haya utilizado la Piedra y se haya mostrado al enemigo desafiándolo justamente con este propósito. ¡Quién sabe! De todos modos no conoceremos la respuesta hasta que lleguen los Jinetes de Rohan, siempre y cuando no lleguen demasiado tarde. Nos esperan días infaustos. ¡A dormir, mientras sea posible!

—Pero... —dijo Pippin.

—¿Pero qué? —dijo Gandalf—. Esta noche te concedo un solo pero.

—Gollum —dijo Pippin—. ¿Cómo se entiende que estuvieran viajando con él, y que hasta lo siguieran? Y me di cuenta de que a Faramir no le gustaba más que a ti el lugar a donde los conducía. ¿Que pasa?

—No puedo contestar a esa pregunta por el momento —dijo Gandalf—. Sin embargo, mi corazón presentía que Frodo y Gollum se encontrarían antes del fin. Para bien o para mal. Pero de Cirith Ungol no quiero hablar esta noche. Traición, una traición, es lo que temo: una

traición de esa criatura miserable. Pero así tenía que ser. Recordemos que un traidor puede traicionarse a sí mismo y hacer involuntariamente un bien. Ocurre a veces. ¡Buenas noches!

El día siguiente llegó con una mañana semejante a un crepúsculo pardo, y los corazones de los hombres, reconfortados por el regreso de Faramir, se hundieron otra vez en un profundo desaliento. Las Sombras aladas no volvieron a verse en todo el día, pero de vez en cuando, alto sobre la ciudad, se oía un grito lejano, que por un momento paralizaba de terror a muchos de los hombres; y los más pusilánimes se estremecían y sollozaban.

Y ahora Faramir había vuelto a ausentarse.

—No le dan ningún sosiego —murmuraban algunos—. El Señor es demasiado duro con su hijo, y ahora tiene que cumplir los deberes de dos, los suyos propios y los del hermano que no volverá. —Y miraban sin cesar hacia el norte y preguntaban:— ¿Dónde están los Jinetes de Rohan?

En verdad no era Faramir quien había decidido partir de nuevo. Pero el Señor de la Ciudad presidía el Consejo, y ese día no estaba de humor como para prestar oídos al parecer de otros. El Consejo había sido convocado a primera hora de la mañana, y todos los capitanes habían opinado que en vista del grave peligro que los amenazaba en el Sur, la fuerza de Gondor era demasiado débil para intentar cualquier acción de guerra, a menos que por ventura llegasen aún los Jinetes de Rohan. Mientras tanto no podían hacer nada más que guarnecer los muros y esperar.

—Sin embargo —dijo Denethor—, no convendría abandonar a la ligera las defensas exteriores, el Rammas Echor edificado con tanto esfuerzo. Y el enemigo tendrá que pagar caro el cruce del río. No podrá atacar la ciudad ni por el norte de Cair Andros a causa de los pantanos, ni por el sur en las cercanías de Lebennin, pues allí el río es muy ancho, y necesitaría muchas embarcaciones. Es en Osgiliath donde descargará el golpe, como ya lo hizo una vez cuando Boromir le cerró el paso.

—Aquello no fue más que una intentona —dijo Faramir—. Hoy quizá pudiéramos hacerle pagar al enemigo diez veces nuestras pérdidas, y sin embargo ser nosotros los perjudicados. Pues a él no le importaría perder todo un ejército pero nosotros no podemos permitirnos la pérdida de una sola compañía. Y la retirada de las que enviemos lejos sería peligrosa, en caso de una irrupción violenta.

—¿Y Cair Andros? —dijo el príncipe—. También Cair Andros tendrá que resistir, si vamos a defender Osgiliath. No olvidemos el peligro que nos amenaza desde la izquierda. Los Rohirrim pueden venir o no venir. Pero Faramir nos ha hablado de una fuerza formidable que avanza

resueltamente hacia la Puerta Negra. De ella podrían desmembrarse varios ejércitos y atacar desde distintos frentes.

—Mucho hay que arriesgar en la guerra —dijo Denethor—. Cair Andros está guarnecida, y no puedo enviar tan lejos ni un hombre más. Pero el río y el Pelennor no los cederé sin combatir... si hay aquí un capitán que aún tenga el coraje suficiente para ejecutar la voluntad de su superior.

Entonces todos guardaron silencio, hasta que al cabo habló Faramir:

—No me opongo a vuestra voluntad, Señor. Puesto que habéis sido despojado de Boromir, iré yo y haré lo que pueda en su lugar... si me lo ordenáis.

—Te lo ordeno —dijo Denethor.

— ¡Adiós, entonces! —dijo Faramir—. ¡Pero si yo volviera un día, tened mejor opinión de mí!

—Eso dependerá de cómo regreses —dijo Denethor. Fue Gandalf el último en hablar con Faramir antes de que partiera para el Este.

—No sacrifiques tu vida ni por temeridad ni por amargura —le dijo—. Serás necesario aquí, para cosas distintas de la guerra. Tu padre te ama, Faramir, y lo recordará antes del fin. ¡Adiós!

Así pues el Señor Faramir había vuelto a marcharse, llevando consigo todos los voluntarios que quisieron acompañarlo o de quienes se podía prescindir. Desde lo alto de los muros algunos escudriñaban a través de la oscuridad la ciudad en ruinas, y se preguntaban qué estaría aconteciendo allí, pues nada era visible. Y otros, como siempre, oteaban el norte, y contaban las leguas que los separaban de Théoden en Rohan.

—¿Vendrá? ¿Recordará nuestra antigua alianza? — decían.

—Sí, vendrá —decía Gandalf—, aunque llegue demasiado tarde. ¡Pero reflexionad! En el mejor de los casos, la Flecha Roja no puede haberle llegado hace más de dos días, y las leguas son largas desde Edoras.

Era nuevamente de noche cuando recibieron por fin otras noticias. Un hombre llegó al galope desde los vados, diciendo que un ejército había salido de Minas Morgul y que ya se acercaba a Osgiliath; y que se le habían unido regimientos del Sur, los Haradrim, altos y crueles.

—Y nos hemos enterado —prosiguió el mensajero— de que el Capitán Negro conduce una vez más las tropas, y de que el terror se extiende delante de él, y que ya ha cruzado el río.

Con estas palabras de mal augurio concluyó el tercer día desde la llegada de Pippin a Minas Tirith. Pocos se retiraron a descansar esa noche, pues ya nadie esperaba que ni siquiera Faramir pudiese defender por mucho tiempo los vados.

Al día siguiente, aunque la Sombra había dejado de crecer, pesaba aún más sobre los corazones de los hombres, y el miedo empezó a dominarlos. No tardaron en llegar otras malas noticias. El cruce del Anduin estaba ahora en poder del enemigo. Faramir se batía en retirada hacia los muros del Pelennor, reuniendo a todos sus hombres en los Fuertes de la Explanada; pero el enemigo era diez veces superior en número.

—Si acaso decide regresar a través del Pelennor, tendrá el enemigo pisándole los talones —dijo el mensajero—. Han pagado caro el paso del río, pero menos de lo que nosotros esperábamos. El plan estaba bien trazado. Ahora se ve que desde hace mucho tiempo estaban construyendo en secreto flotillas de balsas y lanchones al este de Osgiliath. Atravesaron el río como un enjambre de escarabajos. Pero el que nos derrota es el Capitán Negro. Pocos se atreverán a soportar y afrontar aun el mero rumor de que viene hacia aquí. Sus propios hombres tiemblan ante él, y se matarían si él así lo ordenase.

—En ese caso, allí me necesitan más que aquí —dijo Gandalf; e inmediatamente partió al galope, y el resplandor blanco pronto se perdió de vista. Y Pippin permaneció toda esa noche de pie sobre el muro, solo e insomne con la mirada fija en el Este.

Apenas habían sonado las campanas anunciando el nuevo día, una burla en aquella oscuridad sin tregua, cuando Pippin vio que unas llamas brotaban a lo lejos, en los espacios indistintos en que se alzaban los muros del Pelennor. Los centinelas gritaron con voz fuerte, y todos los hombres de la ciudad se pusieron en pie de combate. De tanto en tanto se veía ahora un relámpago rojo, y unos fragores sordos atravesaban lentamente el aire inmóvil y pesado.

—¡Han tomado el muro! —gritaron los hombres—. Están abriendo brechas. ¡Ya vienen!

— ¿Dónde está Faramir? —gritó Beregond, aterrorizado—. ¡No me digáis que ha caído!

Fue Gandalf quien trajo las primeras noticias. Llegó a media mañana con un puñado de jinetes, escoltando una fila de carretas. Estaban cargadas de heridos, todos aquellos que habían podido salvar del desastre de los Fuertes de la Explanada. En seguida se presentó ante Denethor. El Señor de la Ciudad se encontraba ahora en una cámara alta sobre el Salón de la Torre Blanca con Pippin a su lado; y se asomaba a las ventanas oscuras abiertas al norte, al sur y al este, como si quisiera hundir los ojos negros en las sombras del destino que ahora lo cercaban. Miraba sobre todo hacia el norte, y por momentos se detenía a escuchar, como si en virtud de alguna antigua magia alcanzase a oír el trueno de los cascos en las llanuras distantes.

— ¿Ha vuelto Faramir? —preguntó.

—No —dijo Gandalf—. Pero estaba todavía con vida cuando lo dejé.

Sin embargo parecía decidido a quedarse con la retaguardia, pues teme que un repliegue a través del Pelennor pueda terminar en una fuga precipitada. Tal vez consiga mantener unidos a sus hombres el tiempo suficiente, aunque lo dudo. El enemigo es demasiado poderoso. Pues ha venido uno que yo temía.

—¿No... no el Señor Oscuro? —gritó Pippin aterrorizado, olvidando con quien estaba.

Denethor rió amargamente.

—No, todavía no. ¡Maese Peregrin! No vendrá sino a triunfar sobre mí, cuando todo esté perdido. El utiliza otras armas. Es lo que hacen todos los grandes señores, si son sabios, señor Mediano. ¿O por qué crees que permanezco aquí en mi torre, meditando, observando y esperando, y hasta sacrificando a mis hijos? Porque todavía soy capaz de esgrimir un arma.

Se levantó y se abrió bruscamente el largo manto negro, y he aquí que debajo llevaba una cota de malla y ceñía una espada larga de gran empuñadura en una vaina de plata y azabache.

—Así he caminado y así duermo ahora, desde hace muchos años —dijo— a fin de que la edad no me ablande y me amilane el cuerpo.

—Sin embargo ahora, el Señor de Baraddür, el más feroz de los capitanes enemigos, se ha apoderado ya de los muros exteriores —dijo Gandalf—. Soberano de Angmar en tiempos pasados, Hechicero, Espectro, Servidor del Anillo, Señor de los Nazgül, lanza de terror en la mano de Sauron, sombra de desesperación.

—Entonces, Mithrandir, tuviste un enemigo digno de ti —dijo Denethor—. En cuanto a mí, he sabido desde hace tiempo quién es el gran capitán de los ejércitos de la Torre Oscura. ¿Has regresado sólo para decirme eso? ¿No será acaso que te retiraste al tropezar con alguien más poderoso que tú?

Pippin tembló, temiendo que en Gandalf se encendiese una cólera súbita; pero el temor era infundado.

—Tal vez —respondió Gandalf serenamente—. Pero aún no ha llegado el momento de poner a prueba nuestras fuerzas. Y si las palabras pronunciadas en los días antiguos dicen la verdad, no será la mano de ningún hombre la que habrá de abatirlo, y el destino que le aguarda es aún ignorado por los Sabios. Como quiera que sea, el Capitán de la Desesperación no se apresura todavía a adelantarse. Conduce en verdad a sus esclavos de acuerdo con las normas de la prudencia que tú mismo acabas de enunciar, desde la retaguardia, enviándolos delante de él en una acometida de locos.

»No, he venido ante todo a custodiar a los heridos que aún pueden sanar; porque ahora hay brechas todo a lo largo del Rammas, y el ejército de Morgul no tardará en penetrar por distintos puntos. Dentro de poco habrá aquí una batalla campal. Es necesario preparar una salida. Que sea de hombres montados. En ellos se apoya nuestra breve

esperanza, pues sólo de una cosa no está bien provisto el enemigo: tiene pocos jinetes.

—Nosotros también. Si ahora viniesen los de Rohan, el momento sería oportuno —dijo Denethor.

—Quizás antes veamos llegar a otros —dijo Gandalf—. Ya se nos han unido muchos fugitivos de Cair Andros. La isla ha caído. Un nuevo ejército ha salido por la Puerta Negra, y viene hacia aquí a través del noreste.

—Algunos te han acusado, Mithrandir, de complacerte en traer malas nuevas —dijo Denethor—, pero para mí ésta ya no es nueva: la supe ayer, antes del caer de la noche. Y en cuanto a la salida, ya había pensado en eso. Descendamos.

Pasaba el tiempo. Los vigías apostados en los muros vieron al fin la retirada de las compañías exteriores. Al principio iban llegando en grupos pequeños y dispersos: hombres extenuados y a menudo heridos que marchaban en desorden; algunos corrían, como escapando a una persecución. A lo lejos, en el este, vacilaban unos fuegos distantes, que ahora parecían extenderse a través de la llanura. Ardían casas y graneros. De pronto, desde muchos puntos, empezaron a correr unos arroyos de llamas rojas que serpeaban en la sombra, y todos iban hacia la línea del camino ancho que llevaba desde la Puerta hasta Osgiliath.

—El enemigo — murmuraron los hombres—. El dique ha cedido. ¡ Allí vienen, como un torrente por las brechas! Y traen antorchas. ¿Dónde están los nuestros?

Según la hora, la noche se acercaba, y la luz era tan mortecina que ni aun los hombres de buena vista de la ciudadela llegaban a distinguir lo que acontecía en los campos, excepto los incendios que se multiplicaban, y los ríos de fuego que crecían en longitud y rapidez. Por fin, a menos de una milla de la ciudad, apareció a la vista una columna más ordenada; marchaba sin correr, en filas todavía unidas.

Los vigías contuvieron el aliento.

—Faramir ha de venir con ellos —dijeron—. El sabe dominar a los hombres y las bestias. Aún puede conseguirlo.

Ahora la columna estaba apenas a un cuarto de milla. Tras ellos, saliendo de la oscuridad, galopaba un grupo reducido de jinetes, todo cuanto quedaba de la retaguardia. Otra vez acorralados, se volvieron para enfrentar las líneas de fuego cada vez más próximas. De improviso, hubo un tumulto de gritos feroces. Una horda de jinetes del enemigo se lanzó hacia adelante. Los arroyos de fuego se transformaron en torrentes rápidos: fila tras fila de orcos que llevaban antorchas encendidas, y sureños feroces, que blandían estandartes rojos y daban gritos destemplados y se adelantaban a la columna que se batía en retirada y le cerraban el paso. Y con un alarido las Sombras aladas se precipitaron

cayendo del cielo tenebroso: los Nazgül que se inclinaban hacia delante, preparados para matar.

La retirada se convirtió en una fuga. Ya unos hombres rompían filas, huyendo aquí y allá, arrojando las armas, gritando de terror, rodando por el suelo.

Una trompeta sonó entonces en la ciudadela, y Denethor dio por fin la orden de salida. Cobijados a la sombra de la Puerta y bajo los muros elevados los hombres habían estado esperando esa señal: todos los jinetes que quedaban en la ciudad. Ahora avanzaron en orden, y en seguida apresuraron el paso, y en medio de un gran clamor corrieron al galope hacia el enemigo. Y un grito se elevó en respuesta desde los muros, pues en el campo de batalla y a la vanguardia galopaban los caballeros del cisne de Dol Amroth, con el Príncipe Imrahil a la cabeza, seguido de su estandarte azul.

— ¡Amroth por Gondor! —gritaban los hombres—. ¡Amroth por Faramir!

Como un trueno cayeron sobre el enemigo, atacándolo por los flancos; pero un jinete se adelantó a todos, rápido como el viento entre la hierba: iba montado en Sombragris, y resplandecía: una vez más sin velos, y de la mano alzada le brotaba una luz.

Los Nazgül chillaron y se alejaron rápidamente, pues no estaba todavía allí el Capitán, para desafiar el fuego blanco de este enemigo. Tomadas por sorpresa mientras corrían, las hordas de Morgul se desbandaron, dispersándose como chispas al viento. La columna que se batía en retirada dio media vuelta y se lanzó gritando contra el enemigo. Los perseguidos eran ahora perseguidores. La retirada era ahora un ataque. El campo de batalla quedó cubierto de orcos y hombres abatidos, y las antorchas, abandonadas en el suelo, crepitaban y se extinguían en acres humaredas. Y la caballería continuó avanzando.

Sin embargo Denethor no les permitió ir muy lejos. Aunque habían jaqueado al enemigo, por el momento obligándolo a replegarse, un torrente de refuerzos avanzaba ya desde el este. La trompeta sonó otra vez: la señal de la retirada. La caballería de Gondor se detuvo, y detrás las compañías de campaña volvieron a formarse. Pronto regresaron marchando. Y entraron en la ciudad; pisando con orgullo; y con orgullo los contemplaba la gente y los saludaba dando gritos de alabanza, aunque todos estaban acongojados. Pues las compañías habían sido diezmadas. Faramir había perdido un tercio de sus hombres. ¿Y dónde estaba Faramir?

Fue el último en llegar. Ya todos sus hombres habían entrado. Ahora regresaban los caballeros del cisne, seguidos por el estandarte de Dol Amroth, y el príncipe. Y en los brazos del príncipe, sobre la cruz del caballo, el cuerpo de un pariente, Faramir hijo de Denethor, recogido en el campo de batalla.

— ¡Faramir! ¡Faramir! —gritaban los hombres, y lloraban por las calles. Pero Faramir no les respondía, y a lo largo del camino sinuoso, lo llevaron a la ciudadela, a su padre. En el momento mismo en que los Nazgül huían del ataque del Caballero Blanco, un dardo mortífero había alcanzado a Faramir, que tenía acorralado a un jinete, uno de los campeones de Harad. Faramir se había caído del caballo. Sólo la carga de Dol Amroth había conseguido salvarlo de las espadas rojas de las tierras del Sur, que sin duda lo habrían atravesado mientras yacía en el suelo.

El príncipe Imrahil llevó a Faramir a la Torre Blanca, y dijo: —Tu hijo ha regresado, señor, después de grandes hazañas —y narró todo cuanto había visto. Pero Denethor se puso de pie y miró el rostro de Faramir y no dijo nada. Luego ordenó que preparasen un lecho en la estancia, y que acostaran en él a Faramir, y que se retirasen. Pero él subió a solas a la cámara secreta bajo la cúpula de la Torre; y muchos de los que en ese momento alzaron la mirada, vieron brillar una luz pálida que vaciló un instante detrás de las ventanas estrechas, y luego llameó y se apagó. Y cuando Denethor volvió a bajar, fue a la habitación donde había dejado a Faramir, y se sentó a su lado en silencio, pero la cara del Señor estaba gris, y parecía más muerta que la de su hijo.

Y ahora al fin la ciudad estaba sitiada, cercada por un anillo de adversarios. El Rammas estaba destruido, y todo el Pelennor en poder del enemigo. Las últimas noticias del otro lado de las murallas las habían traído unos hombres que llegaron corriendo por el camino del norte, antes del cierre de la Puerta. Eran los últimos que quedaban de la Guardia del camino de Anórien y de Rohan en las zonas pobladas de Gondor. Iban al mando de Ingold, el mismo guardia que cinco días atrás había dejado entrar a Gandalf y Pippin, cuando aún salía el sol y la mañana traía esperanzas.

—No hay ninguna noticia de los Rohirrim —dijo—. Los de Rohan ya no vendrán. O si vienen al fin, todo será inútil. El nuevo ejército que nos fue anunciado se ha adelantado a ellos, y ya llega desde el otro lado del río, a través de Andrós, por lo que parece. Es poderosísimo: batallones de orcos del Ojo e innumerables compañías de hombres de una raza nueva que nunca habíamos visto hasta ahora. No muy altos, pero fornidos y feroces, barbudos como enanos, y empuñan grandes hachas. Vienen sin duda de algún país salvaje en las vastas tierras del Este. Ya se han apoderado del camino del norte, y muchos han penetrado en Anórien. Los Rohirrim no podrán acudir.

La Puerta de la Ciudad se cerró. Durante toda la noche los centinelas apostados en los muros oyeron los rumores del enemigo que iba de un lado a otro incendiando campos y bosques, traspasando con las lanzas a todos los hombres que encontraban delante, vivos o muertos. En aquellas tinieblas, era imposible saber cuántos habían cruzado ya el río, pero cuando la mañana, o una sombra mortecina, asomó sobre la llanura, entendieron que ni siquiera en el miedo de la noche habían exagerado el número. Las compañías en marcha cubrían toda la llanura, y en aquella oscuridad y hasta donde los ojos alcanzaban a ver, grandes campamentos de tiendas negras o de un rojo sombrío, como inmundas excrecencias de hongos, brotaban alrededor de la ciudad sitiada.

Afanosos como hormigas, los orcos cavaban, cavaban líneas de profundas trincheras en un círculo enorme, justo fuera del alcance de los arcos de los muros; y cada vez que terminaban una trinchera, la llenaban inmediatamente de fuego, sin que nadie llegara a ver cómo las encendían y alimentaban, si mediante algún artificio o por brujería. El trabajo continuó el día entero, mientras los hombres de Minas Tirith observaban; y nada podían hacer. Y a medida que cada tramo de trinchera quedaba terminado, veían acercarse grandes carretas; y pronto nuevas compañías enemigas montaban de prisa grandes máquinas de proyectiles, cada una al reparo de una trinchera. No había ni una sola en los muros de la ciudad de tanto alcance o capaz de detenerlos.

Al principio, los hombres se rieron, pues no les temían demasiado a tales artilugios. El muro principal de la ciudad, construido antes de la declinación en el exilio del poderío y las artes de Númenor, era extraordinariamente alto y de una solidez maravillosa; y la cara externa podía compararse a la de la Torre de Orthanc, dura, sombría y lisa, invulnerable al fuego o al acero, indestructible, a menos que alguna convulsión desgarrase la tierra misma en que se elevaba.

—No —decían, ni aunque viniera el Sin Nombre en persona, ni él podría entrar mientras nosotros estuviésemos con vida. —Pero algunos replicaban:— ¿Mientras nosotros estuviésemos con vida? ¿Cuánto tiempo? El tiene un arma que ha destruido muchas fortalezas inexpugnables desde que el mundo es mundo. El hambre. Los caminos están cortados. Rohan no vendrá.

Pero las máquinas no derrocharon proyectiles contra el muro indomable. No era un bandolero ni un cabecilla orco quien había planeado el ataque al peor enemigo del Señor de Morder, sino una mente y un poder malignos. Tan pronto como las grandes catapultas estuvieron instaladas, con gran acompañamiento de alaridos y el chirrido de cuerdas y poleas, empezaron a arrojar proyectiles a una altura prodigiosa, de modo que pasaban por encima de las almenas e iban a caer con un ruido sordo dentro del primer círculo de la ciudad;

y muchos de esos proyectiles, en virtud de algún arte misterioso, estallaban en llamas cuando golpeaban el suelo.

Pronto hubo un grave peligro de incendio detrás de la muralla, y todos los hombres disponibles se dedicaron a apagar las llamas que brotaban aquí y allá. De súbito, en medio de los grandes proyectiles, empezó a caer otra clase de lluvia, menos destructiva pero más horripilante. Caían y rodaban por las calles y callejones detrás de la Puerta, proyectiles pequeños y redondos que no ardían. Pero cuando la gente se acercaba a ver qué podían ser, gritaban o se echaban a llorar. Porque lo que el enemigo estaba arrojando a la ciudad eran las cabezas de todos los que habían caído combatiendo en Osgiliath, o en el Rammas, o en los campos. Era horroroso mirarlas, pues si bien algunas estaban aplastadas e informes, y otras habían sido salvajemente acuchilladas, muchas tenían aún facciones reconocibles, y parecía que habían muerto con dolor; y todas llevaban marcada a fuego la inmunda insignia del Ojo Sin Párpado. Sin embargo, desfiguradas y profanadas como estaban, de tanto en tanto permitían a un hombre que viese por última vez el rostro de alguien conocido, que en otro tiempo había llevado armas con orgullo, o cultivado los campos, o cabalgado desde los valles a las colinas en un día de fiesta.

En vano los defensores amenazaban con los puños a los enemigos implacables, apiñados delante de la Puerta. Aquellos hombres no les temían a las maldiciones ni entendían las lenguas del Oeste, y gritaban con voces ásperas, como bestias y aves de rapiña. Pero pronto no quedaron en Minas Tirith hombres de tanta entereza como para desafiar a los ejércitos de Morder. Porque el Señor de la Torre Oscura tenía otra arma, más rápida que el hambre: el miedo y la desesperación.

Los Nazgül retornaron, y como ya el Señor Oscuro empezaba a medrar y a desplegar fuerza, las voces de los siervos, que sólo expresaban la voluntad y la malicia del amo tenebroso, se cargaron de maldad y de horror. Giraban sin cesar sobre la ciudad, como buitres que esperan su ración de carne de hombres condenados. Volaban fuera del alcance de la vista y de las armas, pero siempre estaban presentes, y sus voces siniestras desgarraban el aire. Y cada nuevo grito era más intolerable para los hombres. Hasta los más intrépidos terminaban arrojándose al suelo cuando la amenaza oculta volaba sobre ellos, o si permanecían de pie, las armas se les caían de las manos temblorosas, y la mente invadida por las tinieblas ya no pensaba en la guerra, sino tan sólo en esconderse, en arrastrarse, y morir.

Durante todo aquel día sombrío Faramir estuvo tendido en el lecho en la cámara de la Torre Blanca, extraviado en una fiebre desesperada; moribundo, decían algunos, y pronto todo el mundo repetía en los muros y en las calles: moribundo. Y Denethor no se movía

de la cabecera, y observaba a su hijo en silencio, y ya no se ocupaba de la defensa de la ciudad.

Nunca, ni aun en las garras de los Urukhai, había conocido Pippin horas tan negras. Tenía la obligación de atender al Senescal, y la cumplía, aunque Denethor parecía haberlo olvidado. De pie junto a la puerta de la estancia a oscuras, mientras trataba de dominar su propio miedo, observaba y le parecía que Denethor envejecía momento a momento, como si algo hubiese quebrantado aquella voluntad orgullosa, aniquilando la mente severa del Senescal. El dolor quizás y el remordimiento. Vio lágrimas en aquel rostro antes impasible, más insoportables aún que la cólera.

—No lloréis, Señor —balbució—. Tal vez sane. ¿Habéis consultado a Gandalf?

— ¡No me reconfortes con magos! —replicó Denethor—. La esperanza de ese insensato ha sido vana. El enemigo lo ha descubierto, y ahora es cada día más poderoso; adivina nuestros pensamientos, todo cuanto hacemos acelera nuestra ruina.

»Sin una palabra de gratitud, sin una bendición, envié a mi hijo a afrontar un peligro inútil, y ahora aquí yace con veneno en las venas. No, no, cualquiera que sea el desenlace de esta guerra, también mi propia casta está cerca del fin: hasta la Casa de los Senescales ha declinado. Seres despreciables dominarán a los últimos descendientes de los Reyes de los Hombres, obligándolos a vivir ocultos en las montañas hasta que los hayan desterrado o exterminado a todos.

Unos hombres llamaron a la puerta reclamando la presencia del Señor de la Ciudad.

—No, no bajaré —dijo Denethor—. Es aquí donde he de permanecer, junto a mi hijo. Tal vez hable aún, antes del fin, que ya está próximo. Seguid a quien queráis, incluso al Loco Gris, por más que su esperanza haya fallado. Yo me quedaré aquí.

Así fue cómo Gandalf tomó el mando en la defensa última de la ciudad. Y por donde iba, renacían las esperanzas en los corazones de los hombres, y nadie recordaba las sombras aladas. Infatigable, el mago cabalgaba desde la ciudadela hasta la Puerta, al pie del muro de norte a sur; y lo acompañaba el Príncipe de Dol Amroth, en brillante cota de malla. Pues él y sus caballeros se consideraban todavía señores de la auténtica raza de Númenor. Y los hombres al verlos murmuraban:

Tal vez dicen la verdad las antiguas leyendas: les corre sangre élfica por las venas, pues las gentes de Nimrodel habitaron aquellas tierras en tiempos remotos. —Y de pronto alguno entonaba en la oscuridad unas estrofas del Lay de Nimrodel, u otras baladas del Valle del Anduin de años desvanecidos.

Sin embargo, en cuanto los caballeros se alejaban, las sombras se cerraban otra vez, los corazones se helaban, y el valor de Gondor se marchitaba en cenizas. Y así pasaron lentamente de un oscuro día de miedos a las tinieblas de una noche desesperada. Las llamas rugían ahora en el primer círculo de la ciudad, cerrando la retirada en muchos sitios a la guarnición del muro exterior. Pero eran pocos los que permanecían en sus puestos: la mayoría había huido a refugiarse detrás de la segunda puerta.

Lejos detrás de la batalla habían tendido un puente, y durante todo ese día nuevos refuerzos de tropas y pertrechos habían cruzado el río. Y por fin, en mitad de la noche, lanzaron el ataque. La vanguardia cruzó las trincheras de fuego siguiendo unos senderos tortuosos, disimulados entre las llamas. Y avanzaban, avanzaban sin preocuparse por las bajas, agazapados y en grupos, al alcance de los arqueros. Pero en verdad, pocos quedaban allí para causarles grandes daños, aunque la luz de las hogueras mostraba muchos blancos para arqueros de la destreza de que antaño se enorgulleciera Gondor. Entonces, al darse cuenta de que el valor de la ciudad ya había sido aniquilado, el Capitán oculto presionó un poco más. Lentamente, las grandes torres de asedio construidas en Osgiliath avanzaron en las tinieblas.

Otra vez subieron a la cámara de la Torre Blanca los mensajeros, y como necesitaban ver con urgencia al Señor de la Ciudad, Pippin los dejó pasar. Denethor, que no apartaba los ojos del rostro de Faramir, volvió lentamente la cabeza, y los observó en silencio.

—El primer círculo de la ciudad está en llamas, Señor —dijeron—. ¿Cuáles son vuestras órdenes? Aún sois el Señor y Senescal. No todos obedecen a Mithrandir. Muchos abandonan los muros, dejándolos indefensos.

—¿ Por qué? ¿ Por qué huyen los imbéciles ? — dijo Denethor—. Puesto que arder en la hoguera es inevitable, más vale arder antes que después. ¡Volved al fuego del holocausto! ¿Y yo? También yo iré ahora a mi pira. ¡Mi pira! ¡No habrá tumbas para Denethor y para Faramir! ¡No tendrán sepultura! ¡No conocerán el lento y largo sueño de la muerte embalsamada! Antes que ningún navio zarpe hacia aquí desde el Oeste, nos habremos consumido en la hoguera como reyes paganos. El Oeste ha fallado. ¡Volved, y sacrificaos en la hoguera!

Sin una reverencia ni una palabra de respuesta, los mensajeros dieron media vuelta y huyeron.

Entonces Denethor se levantó y soltó la mano afiebrada de Faramir, que tenía entre las suyas.

—¡El ya está ardiendo, ardiendo! —dijo con tristeza—. La morada de

su espíritu se derrumba. —Y luego, acercándose a Pippin con pasos silenciosos, lo miró largamente.

—¡Adiós! —dijo—. ¡Adiós, Peregrin hijo de Paladin! Breve ha sido tu servicio, y terminará pronto. Te libero de lo poco que queda. Vete ahora, y muere en la forma que te parezca más digna. Y con quien tú quieras, hasta con ese amigo loco que te ha arrastrado a la muerte. Llama a mis servidores, y márchate. ¡Adiós!

—No os diré adiós, mi Señor —dijo Pippin hincando la rodilla. Y de improviso, reaccionando otra vez como el hobbit que era, se levantó rápidamente y miró al anciano en los ojos—. Acepto vuestra licencia, Señor —dijo—, porque en verdad quisiera ver a Gandalf. Pero no es un loco; y hasta que él no desespere de la vida, yo no pensaré en la muerte. Mas de mi juramento y de vuestro servicio no deseo ser liberado mientras vos sigáis con vida. Y si finalmente entran en la ciudadela, espero estar aquí, junto a vos, y merecer quizá las armas que me habéis dado.

—Haz lo que mejor te parezca, señor Mediano —dijo Denethor—. Pero mi vida está destrozada. Haz venir a mis servidores. —Y se volvió de nuevo a Faramir.

Pippin salió y llamó a los servidores: seis hombres de la Casa, fuertes y hermosos; sin embargo temblaron al ser convocados. Pero Denethor les rogó con voz serena que pusieran mantas tibias sobre el lecho de Faramir, y que lo levantasen. Los hombres obedecieron, y alzando el lecho lo sacaron de la cámara. Avanzaban lentamente, para perturbar lo menos posible al herido, y Denethor los seguía, encorvado ahora sobre un bastón; y tras él iba Pippin.

Salieron de la Torre Blanca como si fueran a un funeral, y penetraron en la oscuridad; un resplandor mortecino iluminaba desde abajo el espeso palio de las nubes. Atravesaron lentamente el patio amplio, y a una palabra de Denethor se detuvieron junto al Árbol Marchito.

Excepto los rumores lejanos de la guerra allá abajo en la ciudad, todo era silencio, y oyeron el triste golpeteo del agua que caía gota a gota de las ramas muertas al estanque sombrío. Luego marcharon otra vez y traspusieron la puerta de la ciudadela, ante la mirada estupefacta y anonadada del guardia. Y doblando hacia el oeste llegaron por fin a una puerta en el muro trasero del círculo sexto. Fen Hollen la llamaban, porque siempre estaba cerrada excepto en tiempos de funerales, y sólo el Señor de la Ciudad podía utilizarla, o quienes llevaban la insignia de las tumbas y cuidaban las moradas de los muertos. Del otro lado de la puerta un sendero sinuoso descendía en curvas hasta la angosta lengua de tierra a la sombra de los precipicios del Mindolluin, donde se alzaban las mansiones de los Reyes Muertos y de sus Senescales.

Un portero que estaba sentado en una casilla al borde del camino, acudió con miedo en la mirada, llevando en la mano una linterna. A una orden del Señor Denethor, quitó los cerrojos, y la puerta se deslizó hacia atrás en silencio; y luego de tomar la linterna de manos del portero, todos entraron. Había una profunda oscuridad en aquel camino flanqueado de muros antiguos y parapetos de numerosos balaustres, que se agigantaban a la trémula luz de la linterna. Escuchando los lentos ecos de sus propios pasos, descendieron, descendieron hasta que llegaron por último a la Calle del Silencio, Rath Diñen, entre cúpulas pálidas, salones vacíos y efigies de hombres muertos en días lejanos; y entraron en la Casa de los Senescales y depositaron la carga.

Allí Pippin, mirando con inquietud alrededor, vio que se encontraba en una vasta cámara abovedada, tapizada de algún modo por las grandes sombras que la pequeña linterna proyectaba sobre las paredes, recubiertas de oscuros sudarios. Se alcanzaban a ver en la penumbra numerosas hileras de mesas, esculpidas en mármol; y en cada mesa yacía una forma dormida, con las manos cruzadas sobre el pecho, la cabeza descansando en una almohada de piedra. Pero una mesa cercana era amplia y estaba vacía. A una señal de Denethor, los hombres depositaron sobre ella a Faramir y a su padre lado a lado, envolviéndolos en un mismo lienzo; y allí permanecieron inmóviles, la cabeza gacha, como plañideras junto a un lecho mortuorio. Denethor habló entonces en voz baja.

—Aquí esperaremos —dijo—. Pero no mandéis llamar a los embalsamadores. Traednos pronto leña para quemar, y disponedla alrededor y debajo de nosotros, y rociadla con aceite. Y cuando yo os lo ordene arrojaréis una antorcha. Haced esto y no me digáis una palabra más. ¡Adiós!

— ¡Con vuestro permiso, Señor! —dijo Pippin, y dando media vuelta huyó despavorido de la casa de los muertos. «¡Pobre Faramir!», pensó. «Tengo que encontrar a Gandalf. ¡ Pobre Faramir! Es muy probable que más necesite medicinas que lágrimas. Oh, ¿dónde podré encontrar a Gandalf? En lo más reñido de la batalla, supongo; y no tendrá tiempo para perder con moribundos o con locos.»

Al llegar a la puerta se volvió a uno de los servidores que había quedado allí de guardia.

—Vuestro amo no es dueño de sí mismo —dijo — . Actuad con lentitud. ¡No traigáis fuego aquí mientras Faramir continúe con vida! ¡No hagáis nada hasta que venga Gandalf!

— ¿Quién es entonces el amo de Minas Tirith? —respondió el hombre—. ¿El Señor Denethor o el Peregrino Gris?

—El Peregrino Gris o nadie, pareciera —dijo Pippin, y continuó trepando rápidamente por el sendero tortuoso, y pasó delante del portero desconcertado, y salió por la puerta, y siguió, hasta que llegó cerca de la puerta de la ciudadela. El centinela lo llamó cuando pasaba, y Pippin reconoció la voz de Beregond.

—¿A dónde vas con tanta prisa, maese Peregrin?

—En busca de Mithrandir —respondió Pippin.

—Las misiones del Señor Denethor son urgentes, y no me corresponde a mí retardarlas —dijo Beregond—; pero dime en seguida, si puedes: ¿qué está pasando? ¿A dónde ha ido mi Señor? Acabo de tomar servicio, pero me han dicho que lo vieron ir hacia la Puerta Cerrada, y que unos hombres marchaban delante llevando a Faramir.

—Sí —dijo Pippin—, a la Calle del Silencio.

Beregond inclinó la cabeza sobre el pecho para esconder las lágrimas.

—Decían que estaba moribundo —suspiró—, y que ahora está muerto.

—No —dijo Pippin—, aún no. Y creo que todavía es posible evitar que muera. Pero el Señor Denethor ha sucumbido antes que tomaran la ciudad, Beregond. Desvaría, y es peligroso. —Habló brevemente de las palabras y las actitudes extrañas de Denethor.— Necesito encontrar a Gandalf cuanto antes.

—En ese caso, tendrás que bajar hasta la batalla.

—Lo sé. El Señor me ha dado licencia. Pero, Beregond: si puedes, haz algo para impedir que ocurran cosas terribles.

—El Señor no permite que quienes llevan la insignia de negro y plata abandonen su puesto por ningún motivo, a menos que él mismo lo ordene.

—Pues bien, se trata de elegir entre las órdenes y la vida de Faramir —dijo Pippin—. Y en cuanto a órdenes, creo que estás tratando con un loco, no con un señor. Tengo prisa. Volveré, si puedo Partió a todo correr, bajando siempre, hacia la parte externa de la ciudad. Se cruzaba en el camino con hombres que huían del incendio, y algunos, al reconocer la librea del hobbit, volvían la cabeza y gritaban. Pero Pippin no les prestaba atención. Por fin llegó a la Segunda Puerta; del otro lado las llamas saltaban cada vez más alto entre los muros. Sin embargo, todo parecía extrañamente silencioso. No se oía ningún ruido, ni gritos de guerra ni fragor de armas. De pronto Pippin escuchó un grito aterrador, seguido por un golpe violento y un ruido como de trueno profundo y prolongado. Obligándose a avanzar no obstante el acceso de miedo y horror que por poco lo hizo caer de rodillas, Pippin volvió el último recodo y desembocó en la plaza detrás de la Puerta de la Ciudad. Y allí se detuvo, como fulminado por el rayo. Había encontrado a Gandalf; pero retrocedió precipitadamente y se agazapó ocultándose en la sombra.

Desde que comenzara en mitad de la noche, la gran acometida había proseguido sin interrupción. Los tambores retumbaban. Una tras otra, en el norte y en el sur, nuevas compañías enemigas asaltaban los muros. Unas bestias enormes, que a la luz trémula y roja parecían

verdaderas casas ambulantes, los númakil de los Harad, arrastraban enormes torres y máquinas de guerra a lo largo de los senderos y entre las llamas. Pero al Capitán no le preocupaba lo que hicieran ni las bajas que pudieran sufrir: su único propósito era poner a prueba la fuerza de la defensa y mantener a los hombres de Gondor ocupados en sitios dispersos. El blanco de la embestida más violenta era la Puerta de la Ciudad. Por muy resistente que fuese, forjada en acero y hierro, y custodiada por torres y bastiones de piedra inexpugnables, la Puerta era la llave, el punto débil de aquella muralla impenetrable y alta.

Se oyó más fuerte el redoble de los tambores. Las llamas saltaban por doquier. A través del campo reptaban unas grandes máquinas; y en medio de ellas avanzaba un ariete de proporciones gigantescas, como un árbol de los bosques de cien pies de longitud, balanceándose sobre unas cadenas poderosas. Largo tiempo les había llevado forjarlo en las sombrías fraguas de Mordor, y la cabeza horrible, fundida en acero negro, reproducía la imagen de un lobo enfurecido, y portaba maleficios de ruina. Grond lo llamaban, en memoria del Martillo Infernal de los días antiguos. Arrastrado por las grandes bestias y custodiado por orcos, unos trolls de las montañas avanzaban detrás, listos para manejarlo en el momento preciso.

Sin embargo, alrededor de la Puerta la defensa era aún fuerte, pues allí resistían los caballeros de Dol Amroth y los hombres más intrépidos de la guarnición. La lluvia de dardos y proyectiles arreciaba; las torres de asedio se desplomaban o ardían, consumiéndose como antorchas. Todo alrededor de los muros, a ambos lados de la Puerta, una espesa capa de despojos y cadáveres cubría el suelo; pero la violencia del asalto no cejaba, y como impulsados por alguna locura, nuevos refuerzos se precipitaban sobre los muros,

Y Grond seguía avanzando. La cobertura del ariete era invulnerable al fuego; y si de tanto en tanto una de las grandes bestias que lo arrastraba enloquecía, y pisoteaba a muerte a los innumerables orcos que lo custodiaban, quitaban los cuerpos del camino, y nuevos orcos corrían a reemplazar a los muertos.

Y Grond seguía avanzando. Los tambores redoblaban rápidamente ahora. De pronto, sobre las montañas de muertos apareció una sombra horrenda: un jinete, alto, encapuchado, envuelto en una capa negra. Indiferente a los dardos, avanzó lentamente, sobre los cadáveres. Se detuvo, y blandió una espada larga y pálida. Y al verlo, un gran temor se apoderó de todos, defensores y enemigos por igual; los brazos de los hombres cayeron a los costados, y ningún arco volvió a silbar. Por un instante, todo fue inmovilidad y silencio.

Batieron y redoblaron los tambores. En una fuerte embestida, unas manos enormes empujaron a Grond hacia adelante. Llegó a la Puerta. Se sacudió. Un gran estruendo resonó en la ciudad, como un trueno que

corre por las nubes. Pero las puertas de hierro y los montantes de acero resistieron el golpe.

Entonces el Capitán Negro se irguió sobre los estribos y gritó, con una voz espantosa, pronunciando en alguna lengua olvidada palabras de poder y terror, destinadas a lacerar los corazones y las piedras.

Tres veces gritó. Tres veces retumbó contra la Puerta el gran ariete. Y al recibir el último golpe, la Puerta de Gondor se rompió. Como al conjuro de algún maleficio siniestro, estalló y voló por el aire; hubo un relámpago enceguecedor, y las batientes cayeron al suelo rotas en mil pedazos.

El Señor de los Nazgül entró a caballo en la ciudad. Una gran forma negra recortada contra las llamas, agigantándose en una inmensa amenaza de desesperación. Así pasó el Señor de los Nazgül bajo la arcada que ningún enemigo había franqueado antes, y todos huyeron ante él.

Todos menos uno. Silencioso e inmóvil, aguardando en el espacio que precedía a la Puerta, estaba Gandalf montado en Sombragris; Sombragris que desafiaba el terror, impávido, firme como una imagen tallada en Rath Diñen, único entre los caballos libres de la tierra.

—No puedes entrar aquí —dijo Gandalf, y la sombra se detuvo—. ¡Vuelve al abismo preparado para ti! ¡Vuelve! ¡Húndete en la nada que te espera, a ti y a tu Amo! ¡Vete!

El Jinete Negro se echó hacia atrás la capucha, y todos vieron con asombro una corona real; pero ninguna cabeza visible la sostenía. Las llamas brillaban, rojas, entre la corona y los hombros anchos y sombríos envueltos en la capa. Una boca invisible estalló en una risa sepulcral.

—¡Viejo loco! dijo, ¡Viejo loco! Ha llegado mi hora. ¿No reconoces a la Muerte cuando la ves? ¡Muere y maldice en vano! —Y al decir esto levantó en alto la hoja, y del filo brotaron unas llamas.

Gandalf no se movió. Y en ese instante, lejano en algún patio de la ciudad, cantó un gallo. Un canto claro y agudo, ajeno a la guerra y a los maleficios, de bienvenida a la mañana que en el cielo, más allá de las sombras de la muerte, llegaba con la aurora.

Y como en respuesta se elevó en la lejanía otra nota. Cuernos, cuernos, cuernos. Los ecos resonaban débiles en los flancos sombríos del Mindolluin. Grandes cuernos del Norte, soplados con una fuerza salvaje. Al fin Rohan había llegado.


 

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