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LA PIRA DE DENETHOR

 

Cuando la sombra negra se retiró de la Puerta, Gandalf se quedó sentado, inmóvil. Pero Pippin se levantó, como si se hubiera liberado de un gran peso, y al escuchar las voces de los cuernos le pareció que el corazón le iba a estallar de alegría. Y nunca más en los largos años de su vida pudo oír el sonido lejano de un cuerno sin que unas lágrimas le asomaran a los ojos. Pero de pronto recordó la misión que lo había traído a la ciudad, y echó a correr. En ese momento Gandalf se movió, y diciéndole una palabra a Sombragris, se disponía a trasponer la Puerta.

— ¡Gandalf! ¡Gandalf! —gritó Pippin, y Sombragris se detuvo.

—¿Qué haces aquí? le preguntó Gandalf. ¿No dice una ley de la Ciudad que quienes visten de negro y plata han de permanecer en la Ciudadela, a menos que el Señor les haya dado licencia?

—Me la ha dado —dijo Pippin. Me ha despedido. Pero tengo miedo. Temo que allí pueda acontecer algo terrible. El Señor Denethor ha perdido la razón, me parece. Temo que se mate y que mate también a Faramir. ¿No podrías hacer algo?

Gandalf miró por la Puerta entreabierta, y oyó que el fragor creciente de la batalla ya invadía los campos. Apretó el puño.

—He de ir —dijo—. El Jinete Negro está allí fuera, y todavía puede llevarnos a la ruina. No tengo tiempo.

—¡Pero Faramir! gritó Pippin—. No está muerto, y si nadie los detiene lo quemarán vivo.

—¿Lo quemarán vivo? dijo Gandalf—. ¿Qué historia es ésa? ¡Habla, rápido!

—Denethor ha ido a las Tumbas explicó Pippin, y ha llevado a Faramir. Y dice que todos moriremos quemados en las hogueras, pero que él no esperará, y ha ordenado que preparen una pira y lo inmolen, junto con Faramir. Y ha enviado en busca de leña y aceite. Yo se lo he dicho a Beregond, pero no creo que se atreva a abandonar su puesto, pues está de guardia. Y de todas maneras ¿qué podría hacer? Así, a los borbotones, mientras se empinaba para tocar con las manos trémulas la rodilla de Gandalf, contó Pippin la historia.— ¿No puedes salvar a Faramir?

—Tal vez sí —dijo Gandalf—, pero entonces morirán otros, me temo.

Y bien, tendré que ir, si nadie más puede ayudarlo. Pero esto traerá males y desdichas. Hasta en el corazón de nuestra fortaleza tiene el enemigo armas para golpearnos: porque esto es obra del poder de su voluntad.

Una vez que hubo tomado una decisión, Gandalf actuó con rapidez: alzó en vilo a Pippin y lo sentó en la cruz, y susurrándole una orden a Sombragris, dio media vuelta. Y mientras a espaldas de ellos arreciaba el fragor del combate, los cascos repicaron subiendo las calles empinadas de Minas Tirith. Por toda la ciudad los hombres despertaban del miedo y la desesperación, y empuñaban las armas y se gritaban unos a otros:

—¡Han llegado los de Rohan! —Y los capitanes daban grandes voces, y las compañías se ordenaban, y muchas marchaban ya hacia la Puerta. Se cruzaron con el Príncipe Imrahil, quien les gritó:

—¿A dónde vas ahora, Mithrandir? ¡Los Rohirrim están combatiendo en los campos de Gondor! Necesitamos todas las fuerzas que podamos encontrar.

—Necesitaréis de todos los hombres y muchos más aún —respondió Gandalf—. Daos prisa. Yo iré en cuanto pueda. Pero ahora tengo una misión impostergable que cumplir, junto a Denethor. ¡Toma el mando, en ausencia del Señor!

Continuaron galopando; y a medida que ascendían y se acercaban a la ciudadela, sentían el azote del viento en las mejillas, y divisaban a lo lejos el resplandor de la mañana, una luz que aumentaba en el cielo del Sur. Pero no tenían muchas esperanzas; ignoraban qué desdichas encontrarían, y temían llegar demasiado tarde.

—Las tinieblas se están disipando —dijo Gandalf—, pero todavía pesan sobre la ciudad.

En la Puerta de la Ciudadela no encontraron ningún guardia.

—Entonces Beregond ha de haber ido allí —dijo Pippin, más esperanzado. Dieron media vuelta, y corrieron por el camino que llevaba a la Puerta Cerrada. Estaba abierta de par en par y el portero yacía ante ella. Lo habían matado y le habían robado la llave.

—¡ Obra del enemigo! — dijo Gandalf—. Estos son los golpes con que se deleita: enconando al amigo contra el amigo, transformando en confusión la lealtad. —Se apeó del caballo y con un ademán le ordenó a Sombragris que volviese al establo. — Porque has de saber, amigo mío — le dij o—, que tú y yo tendríamos que haber galopado hasta los campos ya hace tiempo, pero otros asuntos me retienen. ¡Ven rápido, si te llamo!

Traspusieron la Puerta y descendieron por el camino sinuoso y escarpado. La luz crecía, y las columnas elevadas y las figuras

esculpidas que flanqueaban el sendero desfilaban lentamente como fantasmas grises.

De improviso el silencio se rompió y oyeron abajo gritos y espadas que se entrechocaban: ruidos que nunca habían resonado en los recintos sagrados desde la construcción de la ciudad. Llegaron por fin al Rath Diñen y fueron rápidamente hacia la Morada de los Senescales, que se alzaba en el crepúsculo bajo la alta cúpula.

— ¡Deteneos! ¡Deteneos! —gritó Gandalf, precipitándose hacia la escalera de piedra que llevaba a la puerta—. ¡Acabad esta locura!

Porque allí, en la escalera, con antorchas y espadas en la mano, estaban los servidores de Denethor, y en el peldaño más alto, vistiendo el negro y plata de la Guardia, se erguía Beregond, y él solo defendía la puerta. Ya dos de los hombres habían caído bajo los golpes de la espada de Beregond, profanando con sangre el santuario; y los otros lo maldecían, tildándolo de descastado y de traidor al rey.

Y cuando Gandalf y Pippin corrían aún se oyó la voz de Denethor que gritaba desde la Morada de los Muertos:

—¡Pronto, pronto! ¡Haced lo que he dicho! ¡Matad a este renegado! ¿O tendré que hacerlo yo mismo? —Y en ese instante la puerta que Beregond mantenía cerrada con la mano izquierda se abrió de golpe, y allí en el vano se irguió la figura del Señor de la Ciudad, alta y terrible; una luz le ardía en los ojos, y esgrimía una espada desnuda.

Pero Gandalf llegó de un salto al último peldaño, y los hombres retrocedieron y se cubrieron los ojos con las manos; porque fue como si una luz blanquísima irrumpiera de pronto en un recinto oscuro, y Gandalf venía con una gran cólera. Alzó la mano, y la espada se desprendió del puño de Denethor y voló por el aire, y fue a caer detrás de él, en las sombras de la Casa; y Denethor retrocedió ante Gandalf, como estupefacto.

—¿Qué significa esto, mi señor? —dijo el mago—. Las casas de los muertos no fueron hechas para los vivos. ¿Y por qué los hombres están combatiendo aquí, en los Recintos Sagrados? ¿No hay guerra suficiente fuera de la ciudad? ¿O acaso el enemigo ha penetrado hasta el Rath Diñen?

—¿Desde cuándo el Señor de Gondor ha de rendirte cuentas de lo que hace? —dijo Denethor—. ¿O ya no puedo mandar a mis sirvientes?

—Puedes —respondió Gandalf—. Pero otros quizá se opongan a tu voluntad, si conduce a la locura y la desgracia. ¿Dónde está Faramir, tu hijo?

—Yace aquí, en la Casa de los Senescales —dijo Denethor—. Ardiendo, ya ardiendo. Pusieron fuego a la carne. Pero pronto arderán todos. El Oeste ha sucumbido. Todo será devorado por un gran incendio, y todo acabará. ¡Cenizas! ¡Cenizas y humo al viento!

Entonces Gandalf, viendo que en verdad Denethor había perdido la razón, y temiendo que hubiese hecho ya algo irreparable, se precipitó

en el interior, seguido por Beregond y Pippin, en tanto Denethor retrocedía hasta la mesa. Y allí yacía Faramir, todavía hundido en sueños de fiebre. Había haces de leña debajo de la mesa, y grandes pilas alrededor; y todo estaba impregnado de aceite, hasta las ropas de Faramir y las mantas que lo cubrían; pero aún no habían encendido el fuego. Gandalf reveló entonces la fuerza oculta que había en él, como la luz de poder que ocultaba bajo el manto gris. Se encaramó de un salto sobre las pilas de leña, y levantando al enfermo saltó otra vez al suelo; y con Faramir en los brazos fue hacia la puerta. Y mientras lo llevaba Faramir se quejó en sueños, y llamó a su padre.

Denethor se sobresaltó como alguien que despierta de un trance, y el fuego se le apagó en los ojos, y lloró; y dijo:

—¡No me quites a mi hijo! Me llama.

—Te llama, sí —dijo Gandalf—, pero aún no puedes acudir a él. Porque ahora en el umbral de la muerte necesita ir en busca de curación, y quizá no la encuentre. Tu sitio, en cambio, está en la batalla de tu ciudad, donde acaso la muerte te espera. Y tú lo sabes, en lo profundo de tu corazón.

—Ya no despertará nunca más —dijo Denethor—. Es en vano la batalla. ¿Para qué desearíamos seguir viviendo? ¿Por qué no partir juntos hacia la muerte?

—Nadie te ha autorizado, Senescal de Gondor —respondió Gandalf—, a decidir la hora de tu muerte. Sólo los reyes paganos sometidos al Poder Oscuro lo hacían, inmolándose por orgullo y desesperación y asesinando a sus familiares para sobrellevar mejor la propia muerte. —Y al decir esto traspuso el umbral y sacó a Faramir de la morada, y lo depositó otra vez en el féretro en que lo habían llevado, y que ahora estaba bajo el pórtico. Denethor lo siguió, y se detuvo tembloroso, mirando con ojos ávidos el rostro de su hijo. Y por un instante, mientras todos observaban silenciosos e inmóviles aquella escena de dolor, pareció que Denethor vacilaba.

—¡Animo! —le dijo Gandalf—. Nos necesitan aquí. Todavía puedes hacer muchas cosas.

Entonces, de improviso, Denethor rompió a reír. De nuevo se irguió, alto y orgulloso, y volviendo a la mesa con paso rápido tomó de ella la almohada en que había apoyado la cabeza. Y mientras iba hacia la puerta le quitó la mantilla que la cubría, y todos pudieron ver lo que llevaba en las manos: ¡un palantir\ Y cuando levantó la Piedra en alto, tuvieron la impresión de que una llama empezaba a arder en el corazón de la esfera; y el rostro enflaquecido del Senescal, iluminado por aquel resplandor rojizo, les pareció como esculpido en piedra dura, perfilado y de sombras negras: noble, altivo y terrible. Y los ojos le relampagueaban.

—¡Orgullo y desesperación! —gritó—. ¿Creíste por ventura que estaban ciegos los ojos de la Torre Blanca? No, Loco Gris, he visto más cosas de las que tú sabes. Pues tu esperanza sólo es ignorancia. ¡Ve,

afánate en curar! ¡Parte a combatir! Vanidad. Quizá triunfes un momento en el campo, por un breve día. Mas contra el Poder que ahora se levanta no hay victoria posible. Porque el dedo que ha extendido hasta esta ciudad no es más que el primero de la mano. Ya todo el Este está en movimiento. Hasta el viento de tu esperanza te ha engañado: en este instante empuja por el Anduin y aguas arriba una flota de velámenes negros. El Oeste ha caído. Y para aquellos que no quieren convenirse en esclavos, ha llegado la hora de partir.

—Tales razonamientos sólo ayudarán a la victoria del enemigo —dijo Gandalf.

¡Sigue esperando, entonces! exclamó Denethor con una risa amarga—. ¿No te conozco acaso, Mithrandir? Lo que tú esperas es gobernar en mi lugar, estar siempre tú, detrás de cada trono, en el Norte, en el Sur, en el Oeste. He leído tus pensamientos y conozco tus artimañas. ¿No sé que fuiste tú quien le ordenó callar a este mediano? ¿Que lo trajiste aquí para tener un espía en mis propias habitaciones? Y sin embargo hablando con él me he enterado del nombre y la misión de cada uno de tus compañeros. ¡Sí! Con la mano izquierda quisiste utilizarme un tiempo como escudo contra Morder, pero con la derecha intentabas traer aquí a este Montaraz del Norte, para que me suplantase.

»Pero óyeme bien, Gandalf Mithrandir, yo no seré un instrumento en tus manos. Soy un Senescal de la Casa de Anárion. No me rebajaré a ser el chambelán ñoño de un advenedizo. Porque aun cuando pruebe la legitimidad de su derecho, tendrá que descender de la dinastía de Isildur. Y yo no voy a doblegarme ante alguien como él, último retoño de una casa arruinada que perdió hace tiempo todo señorío y dignidad.

¿Qué querrías entonces dijo Gandalf, si pudieras hacer tu voluntad?

—Querría que las cosas permanecieran tal como fueron durante todos los días de mi vida —respondió Denethor—, y en los días de los antepasados que vinieron antes: ser el Señor de la Ciudad y gobernar en paz, y dejarle mi sitial a un hijo mío, un hijo que fuera dueño de sí mismo y no el discípulo de un mago. Pero si el destino me niega todo esto, entonces no quiero nada: ni una vida degradada, ni un amor compartido, ni un honor envilecido.

A mí no me parece que devolver con lealtad un cargo que le ha sido confiado sea motivo para que un Senescal se sienta empobrecido en el amor y el honor replicó Gandalf. Y al menos no privarás a tu hijo del derecho de elegir, en un momento en que su muerte es todavía incierta.

Al oír estas palabras los ojos de Denethor volvieron a relampaguear, y poniéndose la Piedra bajo el brazo, sacó un puñal y se acercó a grandes pasos al féretro. Pero Beregond se adelantó de un salto, irguiéndose entre Denethor y Faramir.

—¡ Ah, eso era! —gritó Denethor—. Ya me habías robado la mitad del corazón de mi hijo. Ahora me robas también el corazón de mis

subditos, y así ellos podrán arrebatarme a mi hijo para siempre. Pero en algo al menos no podrás desafiar mi voluntad: decidir mi propio fin.

»¡ Venid, venid! — gritó a los sirvientes—. ¡ Venid a mí, si no sois todos traidores! — Dos hombres se lanzaron escaleras arriba. Denethor arrancó una antorcha de la mano de uno de ellos y volvió a entrar rápidamente en la Casa. Y antes que Gandalf pudiera impedírselo, había arrojado el tizón sobre la pira; la leña crepitó y estalló al instante en llamaradas.

De un salto Denethor subió a la mesa, y de pie, entre el fuego y el humo, recogió del suelo el cetro de la Senescalía, y apoyándolo contra la rodilla lo partió en dos. Y arrojando los fragmentos en la hoguera se inclinó y se tendió sobre la mesa, mientras con ambas manos apretaba contra el pecho el Palantir. Y se dice que desde entonces, todos aquellos que escudriñaban la Piedra, a menos que tuvieran una fuerza de voluntad capaz de desviarla hacia algún otro propósito, sólo veían dos manos arrugadas y decrépitas que se consumían entre las llamas.

Gandalf, horrorizado y consternado, volvió la cabeza y cerró la puerta. Y mientras los que habían quedado fuera oían el rugido de las llamas dentro de la casa, Gandalf permaneció un momento inmóvil en el umbral, en silencio. De pronto, Denethor lanzó un grito horripilante, y ya nunca habló, ni ningún mortal volvió a verlo en el mundo de los vivos.

—Este es el fin de Denethor, hijo de Ecthelion —dijo Gandalf, y se volvió a Beregond y a los servidores que aún miraban la escena como petrificados—. Y también el fin de los días de Gondor que habéis conocido: para bien o para mal, han terminado. Acciones viles se han cometido en este lugar, mas dejad ahora de lado los rencores que puedan dividiros: fueron urdidos por el enemigo y están al servicio de su voluntad. Os habéis dejado atrapar en una red de obligaciones antagónicas que vosotros no tejisteis. Pero pensad vosotros, servidores del Señor, ciegos en vuestra obediencia, que sin la traición de Beregond, Faramir, Capitán de la Torre Blanca, habría perecido en las llamas.

»Llevaos de este lugar funesto a vuestros camaradas caídos. Nosotros conduciremos a Faramir, Senescal de Gondor, a un lugar donde podrá dormir en paz, o morir si tal es su destino.

Luego Gandalf y Beregond levantaron el féretro y se encaminaron a las Casas de Curación, y detrás de ellos, con la cabeza gacha, iba Pippin. Pero los servidores del Señor seguían paralizados, con los ojos fijos en la morada de los Muertos; y en el momento en que Gandalf llegaba al extremo de Rath Diñen se oyó un ruido ensordecedor. Y al volver la cabeza vieron que el techo del edificio se había resquebrado, y que el humo brotaba por las fisuras; y luego con un estruendo de piedras que se desmoronan, la casa se derrumbó; pero las llamas continuaron danzando y revoloteando entre las ruinas. Entonces los servidores aterrorizados huyeron a la carrera en pos de Gandalf.

Llegaron por fin a la Puerta del Senescal, y Beregond miró con aflicción al portero caído.

—Eternamente lamentaré este acto —dijo, pero la prisa me hizo perder la cabeza, y él no quiso escuchar razones, y me amenazó con la espada. —Y sacando la llave que le arrebatara al muerto, cerró la puerta. Esta llave dijo ha de ser entregada al Señor Faramir.

—Quien tiene el mando ahora, en ausencia del Señor, es el Príncipe de Dol Amroth —dijo Gandalf—; pero al no estar él presente, me corresponde a mí tomar la decisión. Guarda tú mismo la llave hasta tanto vuelva el orden a la ciudad.

Se internaron finalmente en los circuitos más altos de la ciudad, y a la luz de la mañana siguieron camino hacia las Casas de Curación que eran residencias hermosas y apacibles, destinadas al cuidado de los enfermos graves, aunque ahora acogían también a los heridos en la batalla y a los moribundos. Se alzaban no lejos de la puerta de la ciudadela, en el círculo sexto, cerca del muro del Sur, y estaban rodeadas de jardines y de un prado arbolado, el único lugar de esa naturaleza en toda la ciudad. Allí moraban las pocas mujeres a quienes porque eran hábiles en las artes de curar o de ayudar a los curadores, se les había permitido quedarse en Minas Tirith.

Y en el momento en que Gandalf y sus compañeros llegaban con el féretro a la puerta principal de las Casas, un grito estremecedor se elevó desde el campo delante de la Puerta, y hendiendo el cielo con una nota aguda y penetrante, se desvaneció en el viento. Fue un grito tan terrible que por un instante todos quedaron inmóviles; pero en cuanto hubo pasado sintieron de pronto que la esperanza les reanimaba los corazones, una esperanza que no conocían desde que llegara del Este la oscuridad; y tuvieron la impresión de que la luz era más clara, y que por detrás de las nubes asomaba el sol.

Pero el semblante de Gandalf tenía un aire grave y entristecido; y rogando a Beregond y Pippin que entrasen a Faramir a las Casas de Curación, subió al muro más cercano; y allí, enhiesto, mirando en lontananza a la luz del nuevo sol, parecía una estatua esculpida en piedra blanca. Y mirando así, y por los poderes que le habían sido dados, supo todo lo que había acontecido; y cuando Eomer se separó del frente de batalla y se detuvo junto a los que yacían en el campo, Gandalf suspiró, y ciñéndose la capa se alejó de los muros. Y cuando Beregond y Pippin volvían de las Casas, lo encontraron de pie y pensativo delante de la puerta.

Durante un rato, mientras lo miraban, siguió en silencio. Pero al fin habló.

—Amigos dijo, ¡y todos vosotros, habitantes de esta ciudad y de las tierras del Oeste! Hoy han ocurrido hechos muy dolorosos y a la vez memorables, que la fama no olvidará. ¿Habremos de llorar o de regocijarnos? El Capitán enemigo ha sido destruido contra toda

esperanza, y lo que habéis oído es el eco de su desesperación final. No obstante, no ha partido sin dejar dolores y pérdidas amargas. Pérdidas que si Denethor no hubiera enloquecido, yo habría podido impedir. ¡Tan largo es el brazo del enemigo! Ay, pero ahora entiendo cómo su voluntad pudo invadir el corazón mismo de la ciudad.

»Aunque los Senescales creían ser los únicos que conocían el secreto, yo había adivinado hacía tiempo que aquí en la Torre Blanca se guardaba por lo menos una de las Siete Piedras que ven. En los tiempos en que aún estaba cuerdo, Denethor jamás pensó en utilizarla, ni en desafiar a Sauron, pues conocía sus propias limitaciones. Pero al fin la prudencia le falló, y cuando vio que el peligro no dejaba de crecer, temo que haya escudriñado la piedra, y se dejara engañar; más de una vez, sospecho, después de la muerte de Boromir. Y aunque era demasiado grande para someterse a la voluntad del Poder Oscuro, sólo vio lo que ese Poder quiso mostrarle. No cabe duda de que los conocimientos así obtenidos le eran a menudo provechosos; pero el poder de Mordor que le habían mostrado alimentó la desesperación en el corazón de Denethor, hasta trastornarle el entendimiento.

— ¡Ahora comprendo lo que me pareció tan extraño! —dijo Pippin, estremeciéndose al recordarlo —. El Señor salió de la alcoba donde yacía Faramir; y al rato volvió, y entonces y por primera vez lo noté transformado, viejo y vencido.

—Y a la hora justa en que trajeron a Faramir a la Torre Blanca —dijo Beregond—, muchos vimos una luz extraña en la cámara más alta. Pero ya la habíamos visto antes, y desde hacía tiempo se decía en la ciudad que el Señor Denethor luchaba a menudo con la mente del enemigo.

—¡ Ay! De modo que yo había adivinado la verdad —dijo Gandalf—. Así fue como entró la voluntad de Sauron en Minas Tirith; y por este motivo he tenido que retrasarme aquí. Y aún estaré obligado a quedarme, pues pronto tendré a otros bajo mi cuidado, además de Faramir.

»Ahora he de ir al encuentro de los que están llegando. Lo que he visto en el campo me es muy doloroso, y acaso nos esperen nuevos pesares. ¡Tú, Pippin, ven conmigo! Pero tú, Beregond, volverás a la ciudadela, e informarás al Jefe de la Guardia. Mucho me temo que él tenga que separarte de la Guardia; mas dile, si me está permitido darle un consejo, que convendría enviarte a las Casas de Curación, como custodia y servidor de tu Capitán, para estar junto a él cuando despierte, si alguna vez despierta. Porque fuiste tú quien lo salvó de las llamas. ¡Ve ahora! Yo no tardaré en regresar.

Y dicho esto dio media vuelta y fue con Pippin hacia la parte baja de la ciudad. Y mientras apretaban el paso, el viento trajo consigo una lluvia gris, y todas las hogueras se anegaron, y una gran humareda se alzó delante de ellos.


 

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