5

EL SENESCAL Y EL REY

 

 

La Ciudad de Gondor había vivido en la incertidumbre y un gran miedo. El buen tiempo y el sol límpido parecían burlarse de los hombres que ya casi no tenían ninguna esperanza, y sólo aguardaban cada mañana noticias de perdición. El Senescal había muerto abrasado por las llamas, muerto yacía el Rey de Rohan en la Ciudadela, y el nuevo rey, que había entrado en la noche, había vuelto a partir a una guerra contra potestades demasiado oscuras y terribles para esperar poder doblegarlas sólo con el valor y la entereza. Y no se recibían noticias. Desde que el ejército partiera del Valle de Morgul por el camino del norte, a la sombra de las montañas, ningún mensajero había regresado, ni habían llegado rumores de lo que acontecía en el Este amenazante. Cuando hacía apenas dos días que habían partido, la Dama Eowyn rogó a las mujeres que la cuidaban que le trajesen sus ropas, y nadie pudo disuadirla: se levantó, y cuando la vistieron, con el brazo sostenido en un cabestrillo de lienzo, se presentó ante el Mayoral de las Casas de Curación.

—Señor —dijo—, siento una profunda inquietud y no puedo seguir ociosa por más tiempo.

—Señora —respondió el Mayoral—, aún no estáis curada, y se me encomendó que os atendiera con especial cuidado. No tendríais que haberos levantado hasta dentro de siete días, o esa fue en todo caso la orden que recibí. Os ruego que volváis a vuestra estancia.

—Estoy curada —dijo ella—, curada de cuerpo al menos, excepto el brazo izquierdo, que también mejora. Y si no tengo nada que hacer, volveré a enfermar. ¿No hay noticias de la guerra? Las mujeres no saben decirme nada.

—No tenemos noticias —dijo el Mayoral—, excepto que los Señores han llegado al Valle de Morgul; y dicen que el nuevo capitán venido del Norte es ahora el jefe. Es un gran señor, y un curador; extraño me parece que la mano que cura sea también la que empuña la espada. No ocurren cosas así hoy en Gondor, aunque fueran comunes antaño, si las antiguas leyendas dicen la verdad. Pero ahora, y desde hace largos años, nosotros los curanderos no hacemos otra cosa que reparar las desgarraduras causadas por los hombres de armas. Aunque sin ellos tendríamos ya trabajo suficiente: bastantes miserias y dolores hay en el mundo sin que las guerras vengan a multiplicarlos.

—Para que haya guerra, señor Mayoral, basta con un enemigo, no dos —respondió Eowyn—. Y aun aquellos que no tienen espada pueden morir bajo una espada. ¿Querríais acaso que la gente de Gondor juntara sólo hierbas, mientras el Señor Oscuro junta ejércitos? Y no siempre lo bueno es estar curado del cuerpo. Ni tampoco es siempre lo malo morir en la batalla, aun con grandes sufrimientos. Si me fuera permitido, en esta hora oscura yo no vacilaría en elegir lo segundo.

El Mayoral la miró. Eowyn estaba muy erguida, con los ojos brillantes en el rostro pálido, y el puño crispado cuando miraba a la ventana del este. El Mayoral suspiró y movió la cabeza. Al cabo de un silencio, Eowyn volvió a hablar.

—¿No queda ya ninguna tarea que cumplir? —dijo—. ¿Quién manda en esta ciudad?

—No lo sé bien —respondió el Mayoral—. No son asuntos de mi incumbencia. Hay un mariscal que capitanea a los Jinetes de Rohan; y el Señor Húrin, por lo que me han dicho, está al mando de los hombres de Gondor. Pero el Señor Faramir es por derecho el Senescal de la Ciudad.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—En esta misma casa, señora. Fue gravemente herido, pero ahora ya está recobrándose. Sin embargo no sé...

—¿No me conduciríais ante él? Entonces sabréis.

El Señor Faramir se paseaba a solas por el jardín de las Casas de Curación, y el sol lo calentaba y sentía que la vida le corría de nuevo por las venas; pero le pesaba el corazón, y miraba a lo lejos, en dirección al este, por encima de los muros. Acercándose a él, el Mayoral lo llamó, y Faramir se volvió y vio a la Dama Eowyn de Rohan; y se sintió conmovido y apenado, porque advirtió que estaba herida, y que había en ella tristeza e inquietud.

—Señor —dijo el Mayoral—. Esta es la Dama Eowyn de Rohan. Cabalgó junto con el rey y fue malherida, y ahora se encuentra bajo mi custodia. Pero no está contenta y desea hablar con el Senescal de la Ciudad.

—No interpretéis mal estas palabras, señor —dijo Eowyn—. No me quejo porque no me atiendan. Ninguna casa podría brindar mejores cuidados a quienes buscan la curación. Pero no puedo continuar así, ociosa, indolente, enjaulada. Quise morir en la batalla. Pero no he muerto, y la batalla continúa.

A una señal de Faramir, el Mayoral se retiró con una reverencia.

—¿Qué querríais que hiciera, señora? —preguntó Faramir—. Yo también soy un prisionero en esta casa. —La miró, y como era hombre inclinado a la piedad sintió que la hermosura y la tristeza de Eowyn le

traspasarían el corazón. Y ella lo miró, y vio en los ojos de él una grave ternura, y supo sin embargo, porque había.crecido entre hombres de guerra, que se encontraba ante un guerrero a quien ninguno de los Jinetes de la Marca podría igualar en la batalla.

—¿Qué deseáis? —le repitió Faramir—. Si está en mis manos, lo haré.

—Quisiera que le ordenaseis a este Mayoral que me deje partir —respondió Eowyn; y si bien las palabras eran todavía arrogantes, el corazón le vaciló, y por primera vez dudó de sí misma. Temió que aquel hombre alto, a la vez severo y bondadoso, pudiese juzgarla caprichosa, como un niño que no tiene bastante entereza para llevar a cabo una tarea aburrida.

—Yo mismo dependo del Mayoral dijo Faramir—. Y todavía no he tomado mi cargo en la ciudad. No obstante, aun cuando lo hubiese hecho, escucharía los consejos del Mayoral, y en cuestiones que atañen a su arte no me opondría a él, salvo en un caso de necesidad extrema.

—Pero yo no deseo curar —dijo ella—. Deseo partir a la guerra como mi hermano Eomer, o mejor aún como Théoden el rey, porque él ha muerto y ha conquistado a la vez honores y paz.

—Es demasiado tarde, señora, para seguir a los Capitanes, aunque tuvierais las fuerzas necesarias —dijo Faramir—. Pero la muerte en la batalla aún puede alcanzarnos a todos, la deseemos o no. Y estaríais más preparada para afrontarla como mejor os parezca si mientras aún queda tiempo hicierais lo que ordena el Mayoral. Vos y yo hemos de soportar con paciencia las horas de espera.

Eowyn no respondió, pero a Faramir le pareció que algo en ella se ablandaba, como si una escarcha dura comenzara a ceder al primer anuncio de la primavera. Una lágrima le resbaló por la mejilla como una gota de lluvia centelleante. La orgullosa cabeza se inclinó ligeramente. Luego dijo en voz muy queda, más como si hablara consigo misma que con él:

—Pero los Curadores pretenden que permanezca acostada siete días más —dijo. Y mi ventana no mira al este. La voz de Eowyn era ahora la de una muchacha joven y triste.

Faramir sonrió, aunque compadecido.

— ¿Vuestra ventana no mira al este? —dijo—. Eso tiene arreglo. Por cierto que daré órdenes al Mayoral. Si os quedáis a nuestro cuidado en esta casa, señora, y descansáis el tiempo necesario, podréis caminar al sol en este jardín como y cuando queráis; y miraréis al este, donde ahora están todas nuestras esperanzas. Y aquí me encontraréis a mí, que camino y espero, también mirando al este. Aliviaríais mis penas si me hablarais, o si caminarais conmigo alguna vez.

Ella levantó entonces la cabeza y de nuevo lo miró a los ojos; y un ligero rubor le coloreó el rostro pálido.

— ¿Cómo podría yo aliviar vuestras penas, señor? —dijo—. No deseo la compañía de los vivos.

—¿Queréis una respuesta sincera? —dijo él.

—La quiero.

—Entonces, Eowyn de Rohan, os digo que sois hermosa. En los valles de nuestras colinas crecen flores bellas y brillantes, y muchachas aún más encantadoras; pero hasta ahora no había visto en Gondor ni una flor ni una dama tan hermosa, ni tan triste. Tal vez nos queden pocos días antes que la oscuridad se desplome sobre el mundo, y cuando llegue espero enfrentarla con entereza; pero si pudiera veros mientras el sol brilla aún, me aliviaríais el corazón. Porque los dos hemos pasado bajo las alas de la Sombra, y la misma mano nos ha salvado.

—¡ Ay, no a mí, señor! dijo ella. Sobre mí pesa todavía la Sombra. ¡No soy yo quien podría ayudaros a curar! Soy una doncella guerrera y mi mano no es suave. Pero os agradezco que me permitáis al menos no permanecer encerrada en mi estancia. Por la gracia del Senescal de la Ciudad podré caminar al aire libre.

Y con una reverencia dio media vuelta y regresó a la casa. Pero Faramir continuó caminando a solas por el jardín durante largo rato, y ahora volvía los ojos más a menudo a la casa que a los muros del este.

Cuando estuvo de nuevo en su habitación, Faramir mandó llamar al Mayoral e hizo que le contase todo cuanto sabía acerca de la Dama de Rohan.

—Sin embargo, señor —dijo el Mayoral—, mucho más podría deciros sin duda el mediano que está con nosotros; porque él era pane de la comitiva del Rey, y según dicen estuvo con la Dama al final de la batalla.

Y Merry fue entonces enviado a Faramir, y mientras duró aquel día conversaron largamente, y Faramir se enteró de muchas cosas, más de las que Merry dijo con palabras; y le pareció comprender en parte la tristeza y la inquietud de Eowyn de Rohan. Y en el atardecer luminoso Faramir y Merry pasearon juntos por el jardín, pero no vieron a la Dama aquella noche.

Pero a la mañana siguiente, cuando Faramir salió de las casas, la vio, de pie en lo alto de las murallas; estaba toda vestida de blanco y resplandecía al sol. La llamó, y ella descendió, y juntos pasearon por la hierba, y se sentaron a la sombra de un árbol verde, a ratos silenciosos, a ratos hablando. Y desde entonces volvieron a reunirse cada día. Y al Mayoral, que los miraba desde la ventana, y que era un Curador, se le alegró el corazón; verlos juntos aligeraba sus preocupaciones; y teníala certeza de que en medio de los temores y presagios sombríos que en aquellos días oprimían a todos, ellos, entre los muchos que él cuidaba, mejoraban y ganaban fuerza hora tras hora.

Y llegó así el quinto día desde aquel en que la Dama Eowyn fuera por primera vez a ver a Faramir; y de nuevo subieron juntos a las murallas de la ciudad y miraron en lontananza. Todavía no se habían recibido

noticias y los corazones de todos estaban ensombrecidos. Ahora tampoco el tiempo se mostraba apacible. Hacía frío. Un viento que se había levantado durante la noche soplaba inclemente desde el norte, y aumentaba, y las tierras de alrededor estaban lóbregas y grises.

Se habían vestido con prendas de abrigo y mantos pesados, y la Dama Eowyn estaba envuelta en un amplio manto azul, como una noche profunda de estío, adornado en el cuello y el ruedo con estrellas de plata. Faramir había mandado que trajeran el manto y se lo había puesto a ella sobre los hombros; y la vio hermosa y una verdadera reina allí de pie junto a él. Lo habían tejido para Findullas de Amroth, la madre de Faramir, muerta en la flor de la edad, y era para él como un recuerdo de una dulce belleza lejana, y de su primer dolor. Y el manto le parecía adecuado a la hermosura y la tristeza de Eowyn.

Pero ella se estremeció de pronto bajo el manto estrellado, y miró al norte, más allá de las tierras grises, hacia el ojo del viento frío, donde el cielo era límpido y yerto.

—¿Qué buscáis, Eowyn? —preguntó Faramir.

—¿No queda acaso en esa dirección la Puerta Negra? —dijo ella—. ¿Y no estará él por llegar allí? Siete días hace que partió.

—Siete días — dijo Faramir—. No penséis mal de mí si os digo: a mí me han traído a la vez una alegría y una pena que ya no esperaba conocer. La alegría de veros; pero pena, porque los temores y las dudas de estos tiempos funestos se han vuelto más sombríos que nunca. Eowyn, no quisiera que este mundo terminase ahora, y perder tan pronto lo que he encontrado.

— ¿Perder lo que habéis encontrado, señor? —respondió ella; y clavó en él una mirada grave pero bondadosa.— Ignoro qué habéis encontrado en estos días, y qué podríais perder. Pero os lo ruego, no hablemos de eso, amigo mío. ¡No hablemos más! Estoy al borde de un terrible precipicio y en el abismo que se abre a mis pies, la oscuridad es profunda, y no sé si a mis espaldas hay alguna luz. Porque aún no puedo volverme. Espero un golpe del destino.

—Sí, esperemos el golpe del destino —dijo Faramir. Y no hablaron más; y mientras permanecían allí, de pie sobre el muro, les pareció que el viento moría, que la luz se debilitaba y se oscurecía el sol; que cesaban todos los rumores de la ciudad y las tierras cercanas: el viento, las voces, los reclamos de los pájaros, los susurros de las hojas; ni respirar se oían; hasta los corazones habían dejado de latir. El tiempo se había detenido.

Y mientras esperaban, las manos de los dos se encontraron y se unieron, aunque ellos no lo sabían. Y así siguieron, esperando sin saber qué esperaban. Entonces, de improviso, les pareció que por encima de las crestas de las montañas distantes se alzaba otra enorme montaña de oscuridad envuelta en relámpagos, se agigantaba y ondulaba como una marea que quisiera devorar el mundo. Un temblor estremeció la tierra

y los muros de la ciudad trepidaron. Un sonido semejante a un suspiro se elevó desde los campos de alrededor, y de pronto los corazones les latieron de nuevo.

—Esto me recuerda a Númenor dijo Faramir, y le asombró oírse hablar.

—¿Númenor? —repitió Eowyn.

—Sí —dijo Faramir, el país del Oesternesse que se hundió en los abismos, y la enorme ola oscura que inundó todos los prados verdes y todas las colinas, y que avanzaba como una oscuridad inexorable. A menudo sueño con ella.

—¿Entonces creéis que ha llegado la Oscuridad? —dijo Eowyn—. ¿La Oscuridad Inexorable? —Y en un impulso repentino se acercó a él.

—No —dijo Faramir mirándola a la cara—. Fue una imagen que tuve. No sé qué está pasando. La razón y la mente me dicen que ha ocurrido una terrible catástrofe y que se aproxima el fin de los tiempos. Pero el corazón me dice lo contrario; y siento los miembros ligeros, y una esperanza y una alegría que la razón no puede negar. ¡Eowyn, Eowyn, Blanca Dama de Rohan!, no creo en esta hora que ninguna oscuridad dure mucho. —Y se inclinó y le besó la frente.

Y así permanecieron sobre los muros de la Ciudad de Gondor, mientras se levantaba y soplaba un fuerte viento, que les agitó los cabellos mezclándolos en el aire, azabache y oro. Y la Sombra se desvaneció y el velo que cubría el sol desapareció, y se hizo la luz; y las aguas del Anduin brillaron como la plata, y en todas las casas de la ciudad los hombres cantaban con una alegría cada vez mayor, aunque nadie sabía por qué.

Y antes que el sol se hubiera alejado mucho del cénit, una gran águila llegó volando desde el este, portadora de nuevas inesperadas de los Señores del Oeste, gritando:

¡Cantad ahora, oh gente de la Torre de Anor,

porque el Reino de Sauron ha sucumbido para siempre,

y la Torre Oscura ha sido derruida!

¡Cantad y regocijaos, oh gente de la Torre de Guardia, pues no habéis vigilado en vano, y la Puerta Negra ha sido destruida, y vuestro Rey ha entrado por ella trayendo la victoria!

Cantad y alegraos, todos los hijos del Oeste, porque vuestro Rey retornará, y todos los días de vuestra vida habitará entre vosotros.

Y el Árbol marchito volverá a florecer, y él lo plantará en sitios elevados, y bienaventurada será la Ciudad. ¡Cantad, oh todos!

Y la gente cantaba en todos los caminos de la ciudad.

Los días que siguieron fueron dorados, y la primavera y el verano se unieron en los festejos de los campos de Gondor. Y desde Cair Andros llegaron jinetes veloces trayendo las nuevas de todo lo acontecido, y la ciudad se preparó a recibir al Rey. Merry fue convocado y tuvo que partir con los carretones que llevaban víveres a Osgiliath, y de allí por agua hasta Cair Andros; pero Faramir no partió, pues como ya estaba curado había reclamado el mando y ahora era el Senescal de la ciudad, aunque por poco tiempo; y tenía que ordenar todas las cosas para aquel que pronto vendría a reemplazarlo.

Tampoco partió Eowyn, a pesar del mensaje que le enviara su hermano rogándole que se reuniese con él en el Campo de Cormallen. Y a Faramir le sorprendió que se quedara, si bien ahora, atareado como estaba con tantos menesteres, tenía poco tiempo para verla; y ella seguía viviendo en las Casas de Curación, y caminaba sola por el jardín, y de nuevo tenía el rostro pálido, y parecía ser la única persona triste y dolorida en toda la ciudad. Y el Mayoral de las Casas estaba preocupado, y habló con Faramir.

Entonces Faramir fue a buscarla, y de nuevo fueron juntos a los muros; y él le dijo:

—Eowyn ¿por qué os habéis quedado aquí en vez de ir a los festejos de Cormallen del otro lado de Cair Andros, donde vuestro hermano os espera?

Y ella dijo:

—¿No lo sabéis? Pero él respondió:

—Hay dos motivos posibles, pero cuál es el verdadero, no lo sé. Y dijo ella:

—No quiero jugar a las adivinanzas. ¡Hablad claro!

—Entonces, si eso es lo que queréis, señora —dijo él—, no vais porque sólo vuestro hermano mandó por vos, y ahora, admirar en su triunfo al Señor Aragorn, el heredero de Elendil, no os causará ninguna alegría. O porque no voy yo, y deseáis permanecer cerca de mí. O quizá por los dos motivos, y vos misma no podéis elegir entre uno y otro. Eowyn ¿no me amáis, o no queréis amarme?

—Quería el amor de otro hombre —respondió ella—. Mas no quiero la piedad de ninguno.

—Lo sé —dijo Faramir—. Deseabais el amor del Señor Aragorn. Pues era noble y poderoso, y queríais la fama y la gloria: elevaros por encima de las cosas mezquinas que se arrastran sobre la tierra. Y como un gran capitán a un joven soldado, os pareció admirable. Porque lo es, un Señor entre los hombres, y el más grande de los que hoy existen. Pero cuando sólo recibisteis de él comprensión y piedad, entonces ya no quisisteis ninguna otra cosa, salvo una muerte gloriosa en el combate. ¡Miradme, Eowyn!

Y Eowyn miró a Faramir largamente y sin pestañear; y Faramir dijo:

— ¡No desdeñéis la piedad, que es el don de un corazón generoso, Eowyn! Pero yo no os ofrezco mi piedad. Pues sois una dama noble y valiente y habéis conquistado sin ayuda una gloria que no será olvidada; y sois tan hermosa que ni las palabras de la lengua de los elfos podrían describiros, y yo os amo. En un tiempo tuve piedad por vuestra tristeza. Pero ahora, aunque no tuvierais pena alguna, ningún temor, aunque nada os faltase y fuerais la bienaventurada Reina de Gondor, lo mismo os amaría. Eowyn ¿no me amáis?

Entonces algo cambió en el corazón de Eowyn, o acaso ella comprendió al fin lo que ocurría en él. Y desapareció el invierno que la habitaba, y el sol brilló en ella.

—Esta es Minas Anor, la Torre del Sol — dijo—, y ¡ mirad! ¡ La Sombra ha desaparecido! ¡Ya nunca más volveré a ser una doncella guerrera, ni rivalizaré con los grandes caballeros, ni gozaré tan sólo con cantos de matanza! Seré una Curadora, y amaré todo cuanto crece, todo lo que no es árido. —Y miró de nuevo a Faramir.— Ya no deseo ser una reina —dijo.

Entonces Faramir rió, feliz.

—Eso me parece bien —dijo—, porque yo no soy un rey. Y me casaré con la Dama Blanca de Rohan, si ella consiente. Y si ella consiente, cruzaremos el río y en días más venturosos viviremos en la bella Ithilien y cultivaremos un jardín. Y en él todas las cosas crecerán con alegría, si la Dama Blanca consiente.

—¿Habré entonces de abandonar a mi propio pueblo, hombre de Gondor? —dijo ella—. ¿Y querríais que vuestro orgulloso pueblo dijera de vos: «¡Allá va un Señor que ha domado a una doncella guerrera del Norte! ¿No había acaso ninguna mujer de la raza de los Númenor que pudiera elegir?»

—Lo querría, sí —dijo Faramir. Y la tomó en los brazos y la besó a la luz del sol, y no le preocupó que estuvieran en lo alto de los muros y a la vista de muchos. Y muchos los vieron por cierto, y vieron la luz que brillaba sobre ellos cuando descendían de los muros tomados de la mano y se encaminaban a las Casas de Curación.

Y Faramir dijo al Mayoral de las Casas:

—Aquí veis a la Dama Eowyn de Rohan, y ahora está curada. Y el Mayoral dijo:

—Entonces la libro de mi custodia y le digo adiós, y ojalá nunca más

sufra heridas ni enfermedades. La confío a los cuidados del Senescal de la Ciudad, hasta el regreso de su hermano.

Pero Eowyn dijo:

—Sin embargo, ahora que me han autorizado a partir, quisiera quedarme. Porque de todas las moradas, ésta se ha convertido para mí en la más venturosa. Y allí permaneció hasta el regreso del Rey Eomer.

Ya todo estaba pronto en la ciudad; y había un gran concurso de gente, pues la noticia había llegado a todos los ámbitos del Reino de Gondor, desde el MinRimmon hasta los Pinnath Gelin y las lejanas costas del mar; y todos aquellos que pudieron hacerlo se apresuraron a encaminarse a la ciudad. Y la ciudad se llenó una vez más de mujeres y de niños hermosos que volvían a sus hogares cubiertos de flores, y de Dol Amroth acudieron los tocadores de arpa más virtuosos de todo el país; y hubo tocadores de viola y de flauta y de cuernos de plata; y cantores de voces claras venidos de los valles de Lebennin.

Por fin un día, al caer de la tarde pudieron verse desde lo alto de las murallas los pabellones levantados en el campo, y las luces nocturnas ardieron durante toda aquella noche mientras los hombres esperaban en vela la llegada del alba. Y cuando el sol despuntó sobre las montañas del este, ya no más envueltas en sombras, todas las campanas repicaron al unísono, y todos los estandartes se desplegaron y flamearon al viento; y en lo alto de la Torre Blanca de la Ciudadela, de argén resplandeciente como nieve al sol, sin insignias ni lemas, el Estandarte de los Senescales fue izado por última vez sobre Gondor.

Los Capitanes del Oeste condujeron entonces el ejército hacia la ciudad, y la gente los veía pasar, fila tras fila, como plata rutilante a la luz del amanecer. Y llegaron así al Atrio, y allí, a unas doscientas yardas de la muralla, se detuvieron. Todavía no habían vuelto a colocar las puertas, pero una barrera atravesada cerraba la entrada a la ciudad, custodiada por hombres de armas engalanados con las libreas de color plata y negro, las largas espadas desenvainadas. Delante de aquella barrera aguardaban Faramir el Senescal, y Húrin el Guardián de las Llaves, y otros capitanes de Gondor, y la Dama Eowyn de Rohan con Elfhelm el Mariscal y numerosos caballeros de la Marca; y a ambos lados de la Puerta se había congregado una gran multitud ataviada con ropajes multicolores y adornada con guirnaldas de flores.

Ante las murallas de Minas Tirith quedaba pues un ancho espacio abierto, flanqueado en todos los costados por los caballeros y los soldados de Gondor y de Rohan, y por la gente de la ciudad y de todos los confines del país. Hubo un silencio en la multitud cuando de entre las huestes se adelantaron los Dúnedain, de gris y plata; y al frente de ellos avanzó lentamente el Señor Aragorn. Vestía cota de malla negra,

cinturón de plata y un largo manto blanquísimo sujeto al cuello por una gema verde que centelleaba desde lejos; pero llevaba la cabeza descubierta, salvo una estrella en la frente sujeta por una fina banda de plata. Con él estaban Eomer de Rohan, y el Príncipe Imrahil, y Gandalf, todo vestido de blanco, y cuatro figuras pequeñas que a muchos dejaron mudos de asombro.

—No, mujer, no son niños —le dijo loreth a su prima de Imloth Melui—. Son Periain, del lejano país de los Medianos, y príncipes de gran fama, dicen. Si lo sabré yo, que tuve que atender en las Casas a uno de ellos. Son pequeños, sí, pero valientes. Figúrate, prima: uno de ellos, acompañado sólo por su escudero, entró en la Tierra Tenebrosa, y allí luchó con el Señor Oscuro, y le prendió fuego a la Torre ¿puedes creerlo? O al menos ésa es la voz que corre por la ciudad. Ha de ser aquél, el que camina con nuestro Rey, el Señor Piedra de Elfo. Son amigos entrañables, por lo que he oído. Y el Señor Piedra de Elfo es una maravilla: un poco duro cuando de hablar se trata, es cierto, pero tiene lo que se dice un corazón de oro; y manos de Curador. «Las manos del rey son manos que curan», eso dije yo; y así fue como se descubrió todo. Y Mithrandir me dijo: «loreth, los hombres recordarán largo tiempo tus palabras, y...»

Pero loreth no pudo seguir instruyendo a su prima del campo, porque de pronto, a un solo toque de trompeta, hubo un silencio de muerte. Desde la Puerta se adelantaron entonces Faramir y Húrin de las Llaves, y sólo ellos, aunque cuatro hombres iban detrás luciendo el yelmo de cimera alta y la armadura de la ciudadela, y transportaban un gran cofre de lehethron negro con guarniciones de plata.

Al encontrarse con Aragorn en el centro del círculo, Faramir se arrodilló ante él y dijo:

—El último Senescal de Gondor solicita licencia para renunciar a su mandato. —Y le tendió una vara blanca; pero Aragorn tomó la vara y se la devolvió, diciendo:

—Tu mandato no ha terminado, y tuyo será y de tus herederos mientras mi estirpe no se haya extinguido. ¡Cumple ahora tus obligaciones! Entonces Faramir se levantó y habló con voz clara:

—¡Hombres de Gondor, escuchad ahora al Senescal del Reino! He aquí que alguien ha venido por fin a reivindicar derechos de realeza. Ved aquí a Aragorn hijo de Arathorn, jefe de los Dúnedain de Arnor, Capitán del Ejército del Oeste, portador de la Estrella del Norte, el que empuña la Espada que fue forjada de nuevo, aquel cuyas manos traen la curación, Piedra de Elfo, Elessar de la estirpe de Valandil, hijo de Isildur, hijo de Elendil de Númenor. ¿Lo queréis por Rey y deseáis que entre en la ciudad y habite entre vosotros?

Y el Ejército todo y el pueblo entero gritaron sí con una sola voz.

Y loreth le dijo a su prima:

—Esto no es más que una de las ceremonias de la ciudad, prima;

porque como te iba diciendo, él ya había entrado; y me dijo... —Y en seguida tuvo que callar, porque Faramir hablaba de nuevo.

—Hombres de Gondor, los sabios versados en las tradiciones dicen que la costumbre de antaño era que el Rey recibiese la corona de manos de su padre, antes que él muriera; y si esto no era posible, él mismo iba a buscarla a la tumba del padre; no obstante, puesto que en este caso el ceremonial ha de ser diferente, e invocando mi autoridad de Senescal, he traído hoy aquí de Rath Diñen la corona de Earnur, el último Rey, que vivió en la época de nuestros antepasados remotos.

Entonces los guardias se adelantaron, y Faramir abrió el cofre, y levantó una corona antigua. Tenía la forma de los yelmos de los Guardias de la Ciudadela, pero era más espléndida y enteramente blanca, y las alas laterales de perlas y de plata imitaban las alas de un ave marina, pues aquél era el emblema de los Reyes venidos de los Mares; y tenía engarzadas siete gemas de diamante, y alta en el centro brillaba una sola gema cuya luz se alzaba como una llama.

Aragorn tomó la corona en sus manos, y levantándola en alto, dijo:

—Et Earello Endorenna utúlien. Sinome maruvan ar Híldinyar tenn'Ambarmetta!

Eran las palabras que había pronunciado Elendil al llegar a los Mares en alas del viento: «Del Gran Mar he llegado a la Tierra Media. Y ésta será mi morada, y la de mis descendientes, hasta el fin del mundo.»

Entonces, ante el asombro de casi todos, en lugar de ponerse la corona en la cabeza, Aragorn se la devolvió a Faramir, diciendo:

—Gracias a los esfuerzos y al valor de muchos entraré ahora en posesión de mi heredad. En prueba de gratitud quisiera que fuese el Portador del Anillo quien me trajera la corona, y Mithrandir quien me la pusiera, si lo desea: porque él ha sido el alma de todo cuanto hemos realizado, y esta victoria es en verdad su victoria.

Entonces Frodo se adelantó y tomó la corona de manos de Faramir y se la llevó a Gandalf; y Aragorn se arrodilló en el suelo y Gandalf le puso en la cabeza la Corona Blanca, y dijo:

— ¡En este instante se inician los días del Rey, y ojalá sean venturosos mientras perduren los tronos de los Valar!

Y cuando Aragorn volvió a levantarse, todos lo contemplaron en profundo silencio, porque era como si se revelara ante ellos por primera vez. Alto como los Reyes de los Mares de la antigüedad, se alzaba por encima de todos los de alrededor; entrado en años parecía, y al mismo tiempo en la flor de la virilidad; y la frente era asiento de sabiduría, y las manos fuertes tenían el poder de curar; y estaba envuelto en una luz. Entonces Faramir gritó:

—¡He aquí el Rey!

Y de pronto sonaron al unísono todas las trompetas; y el Rey Elessar avanzó hasta la barrera, y Húrin de las Llaves la levantó; y en medio de la música de las arpas y las violas y las flautas y el canto de las voces

claras, el Rey atravesó las calles cubiertas de flores, y llegó a la ciudadela y entró; y el estandarte del Árbol y las Estrellas fue desplegado en la torre más alta, y así comenzó el reinado del Rey Elessar, que inspiró tantas canciones.

Durante su reinado la ciudad llegó a ser más bella que nunca, más aún que en los días de su primitiva gloria; y hubo árboles y fuentes por doquier, y las puertas fueron de acero y de mithril, y las calles pavimentadas con mármol blanco; allí iba a trabajar la Gente de la Montaña, y para los Habitantes de los Bosques visitarla era una alegría; y todo fue saneado y mejorado, y las casas se llenaron de hombres y de mujeres y de risas de niños, y no hubo más ventanas ciegas ni patios vacíos; y luego del fin de la Tercera Edad del Mundo, el esplendor y los recuerdos de los años idos perduraron en la memoria de la nueva edad.

En los días que siguieron a la coronación, el Rey se sentó en el trono del Palacio de los Reyes y dictó sentencias. Y llegaron embajadas de numerosos pueblos y países, del Este y del Sur, y desde los lindes del Bosque Negro, y desde las Tierras Oscuras del Oeste. Y el Rey perdonó a los Hombres del Este que se habían rendido, y los dejó partir en libertad, e hizo la paz con las gentes de Harad; y liberó a los esclavos de Mordor y les dio en posesión todas las tierras que se extendían alrededor del Lago Núrnen. Y numerosos soldados fueron conducidos ante él, a recibir alabanzas y recompensas, y finalmente el Capitán de la Guardia llevó a Beregond a presencia del Rey, para que fuese juzgado. Y el Rey dijo a Beregond:

—Por tu espada, Beregond, hubo sangre vertida en los Recintos Sagrados, donde eso está prohibido. Además, abandonaste tu puesto sin la licencia del Señor o del Capitán. Por estas culpas, el castigo en el pasado era la muerte. Por lo tanto he de pronunciar ahora tu sentencia.

»Quedas absuelto de todo castigo por tu valor en la batalla, y más aún porque todo cuanto hiciste fue por amor al Señor Faramir. No obstante, tendrás que dejar la Guardia de la Ciudadela y marcharte de la Ciudad de Minas Tirith.

La sangre abandonó el semblante de Beregond, y con el corazón traspasado, inclinó la cabeza. Pero el Rey continuó.

—Y así ha de ser, porque has sido destinado a la Compañía Blanca, la Guardia de Faramir, Príncipe de Ithilien, y serás su Capitán, y en paz y con honores residirás en Emyn Arnen, al servicio de aquel por quien todo lo arriesgaste, para salvarlo de la muerte.

Y entonces Beregond, comprendiendo la clemencia y la justicia del Rey, se sintió feliz, e hincándose le besó la mano, y partió alegre y satisfecho. Y Aragorn le dio a Faramir el principado de Ithilien, y le rogó que viviese en las colinas de Emyn Arnen, a la vista de la ciudad.

—Porque Minas Ithil —dijo—, en el Valle de Morgul, será destruida hasta los cimientos, y aunque quizás un día sea saneada, ningún hombre podrá habitar allí hasta que pasen muchos años.

Por último Aragorn dio la bienvenida a Eomer de Rohan; y se abrazaron, y Aragorn dijo:

—Entre nosotros no hablaremos de dar o recibir, ni de recompensas; porque somos hermanos. En buena hora partió Eorl cabalgando desde el Norte, y nunca hubo entre pueblos una alianza más venturosa, en la que ni uno ni otro dejó ni dejará jamás de cumplir lo pactado. Ahora, como sabes, hemos puesto a Théoden el Glorioso en una tumba de los Recintos Sagrados, y allí podrá reposar para siempre entre los Reyes de Gondor, si así lo deseas. O si prefieres, lo llevaremos a Rohan para que descanse entre su gente.

Y Eomer respondió:

—Desde el día en que apareciste ante mí en las lomas, como brotado de la hierba verde, te he amado, y ese amor no se extinguirá. Mas ahora es menester que parta por algún tiempo, pues también en mi reino hay muchas cosas que sanear y ordenar. Y en cuanto al Caído, cuando todo esté preparado, volveremos por él; mientras tanto dejémosle reposar aquí.

Y Eowyn le dijo a Faramir:

—Ahora he de regresar a mi tierra, a contemplarla por última vez, y ayudar a mi hermano; pero cuando aquel a quien por largo tiempo amé como a un padre descanse al fin entre los suyos, volveré.

Así fueron pasando los días de regocijo; y en el octavo día de mayo los Jinetes de Rohan se alistaron y partieron galopando por el camino del norte, y con ellos iban los hijos de Elrond. Apiñada a ambos lados de la carretera desde la Puerta de la Ciudad hasta los muros del Pelennor, la gente los aclamaba al pasar, rindiéndoles honores y alabanzas. Más tarde, todos los que habitaban lejos volvieron felices a sus hogares; pero en la ciudad había muchas manos dispuestas a construir y a reparar, y a borrar todas las cicatrices y rastros de la guerra y todos los recuerdos de la sombra.

Los hobbits aún permanecían en Minas Tirith, y con ellos Lególas y Gimli, porque Aragorn no se resignaba a que la Comunidad se disolviera.

—Todo esto tendrá que terminar alguna vez —dijo—, pero me gustaría que os quedarais un tiempo más; la culminación de todo cuanto hemos hecho juntos no ha llegado aún. El día que he esperado durante todos los años de mi madurez se aproxima, y cuando llegue quiero tener a todos mis amigos junto a mí.

Pero nada más quiso decirles acerca de ese día.

Los Compañeros del Anillo vivían en una casa hermosa junto con

Gandalf, e iban y venían a su antojo por la ciudad. Y Frodo le dijo a Gandalf:

—¿Sabes qué día es ése del que habla Aragorn? Porque aquí somos felices; y no deseo marcharme; pero pasan los días, y Bilbo está esperando; y mi hogar es la Comarca.

—En cuanto a Bilbo —dijo Gandalf—, también él está esperando ese día, y sabe qué te retiene aquí. Y en cuanto al correr de los días, todavía estamos en mayo y aún falta para el solsticio de verano; y aunque todo parece distinto, como si hubiera transcurrido una edad del mundo, para los árboles y las hierbas no ha pasado un año desde que partisteis.

—Pippin —dijo Frodo— ¿no decías que Gandalf estaba menos misterioso que antes? Seguramente estaría fatigado después de tanto esfuerzo. Ahora se está reponiendo.

Y Gandalf dijo:

—A mucha gente le gusta saber de antemano qué se va a servir en la mesa; pero los que han trabajado en la preparación del festín prefieren mantener el secreto; pues la sorpresa hace más sonoras las palabras de elogio. Aragorn espera una señal.

Y hubo un día en el que los Compañeros no pudieron encontrar a Gandalf, y se preguntaron qué se estaría preparando. Pero en la oscuridad de la noche Gandalf salió con Aragorn de la ciudad, y lo condujo a la falda meridional del Monte Mindolluin; y allí encontraron un sendero abierto en tiempos remotos que ahora pocos se atrevían a transitar. Pues subía hasta un paraje elevado de la montaña, un refugio que sólo los Reyes visitaban. Y trepando por sendas escarpadas, llegaron a un altiplano bajo las nieves que coronaban los picos, y que dominaba el precipicio que se abría a espaldas de la ciudad. Y contemplaron las tierras, porque ya había despuntado el alba; y abajo en lontananza, semejantes a pinceles blancos tocados por los rayos del sol, vieron las torres de la ciudad, y el Valle del Anduin se extendía como un huerto, y una bruma dorada velaba las Montañas de la Sombra. De un lado alcanzaban a ver el color gris de los Emyn Muil, y los reflejos del Rauros eran como el centelleo de una estrella lejana; y del otro lado veían el río, que se extendía como una cinta hasta Pelargir, y más allá una luminosidad en el filo del horizonte que hablaba del mar. Y Gandalf dijo:

—He aquí tu reino, y el corazón del reino más grande de los tiempos futuros. La Tercera Edad del Mundo ha terminado y se ha iniciado una nueva; y a ti te toca ordenar los comienzos y preservar todo cuanto sea posible. Pues aunque muchas cosas se han salvado, muchas otras habrán de perecer; también el Poder de los Tres Anillos ha terminado. Y en todas las tierras que aquí ves, y en las de alrededor, habitarán los hombres. Pues se acercan los tiempos de la Dominación de los Hombres, y la Antigua Estirpe tendrá que partir o desaparecer.

—Eso lo sé muy bien, querido amigo —dijo Aragorn—, pero todavía necesito tu consejo.

—No por mucho tiempo ya —dijo Gandalf—. Mi tiempo era la Tercera Edad. Yo era el Enemigo de Sauron; y mi tarea ha concluido. Pronto habré de partir. En adelante, el peso recaerá sobre ti y los tuyos.

—Pero yo moriré —dijo Aragorn—. Porque soy un mortal, y aunque siendo quien soy y de la pura estirpe del Oeste tendré una vida mucho más larga que los demás mortales, esto es sólo un breve momento; y cuando aquellos que ahora están en los vientres de las madres hayan nacido y envejecido, también a mí me llegará la vejez. ¿Y quién gobernará entonces a Gondor y a quienes aman a esta ciudad como a una reina, si mi deseo no se cumple? En el Patio del Manantial el Árbol está aún marchito y estéril. ¿Cuándo veré la señal de que algún día cambiarán las cosas?

—Aparta la mirada del mundo verde, y vuélvela hacia todo cuanto parece yermo y frío —dijo Gandalf.

Y Aragorn volvió la cabeza, y vio a sus espaldas una pendiente rocosa que descendía desde la orilla de la nieve; y mientras miraba advirtió que algo crecía en medio del desierto; y bajó hasta allí, y vio que en el borde mismo de la nieve despuntaba el retoño de un árbol de apenas tres pies de altura. Ya tenía hojas jóvenes largas y delicadas, oscuras en la faz, plateadas en el dorso, y la copa esbelta estaba coronada por un pequeño racimo de flores, cuyos pétalos blancos resplandecían como la nieve al sol. Aragorn exclamó entonces:

Ye! titúvienyest! ¡Lo he encontrado! ¡Mira! Un retoño del más anciano de los Arboles. Mas ¿cómo ha crecido aquí? Porque no ha de tener ni siete años.

Y Gandalf se acercó, y lo miró, y dijo:

—Es en verdad un retoño de la estirpe de Nimioth el hermoso; semilla de Galathilion, fruto de Telperion, el más anciano de los Arboles, el de los muchos nombres. ¿Quién puede decir cómo ha llegado aquí, a la hora señalada? Pero este lugar es un antiguo sagrario, y antes de la extinción de los Reyes, antes que el Árbol se agostara en el Patio, uno de sus frutos fue sin duda depositado aquí. Porque aunque se ha dicho que el fruto del Árbol rara vez madura, la vida que late en él puede permanecer aletargada largos años, y nadie puede prever el momento en que habrá de despertar. Recuerda mis palabras. Porque si alguna vez un fruto del Árbol entra en sazón, tendrás que plantarlo, para que la estirpe no desaparezca del mundo para siempre. Aquí sobrevivió, escondido en la montaña, mientras la estirpe de Elendil sobrevivía oculta en los desiertos del Norte. Pero la de Nimloth es más antigua que la tuya, Rey Elessar.

Entonces Aragorn posó suavemente la mano en el retoño, y he aquí que parecía estar apenas hundido en la tierra, y lo levantó sin dañarlo, y lo llevó consigo a la ciudadela. Y el Árbol marchito fue arrancado de

raíz, pero con reverencia; y no lo quemaron: lo llevaron a Rath Diñen, y allí lo depositaron, para que reposara en el silencio. Y Aragorn plantó el árbol nuevo en el patio al pie del Manantial, y pronto empezó a crecer, vigoroso y lozano, y cuando llegó el mes de junio estaba cubierto de flores.

—La señal ha llegado —dijo Aragorn, y el día ya no está lejos.

Y apostó centinelas en las murallas.

Era la víspera del Solsticio de Verano, y unos mensajeros llegaron desde Amon Din a la ciudad, anunciando que una espléndida cabalgata venía del norte, y se acercaba a los muros del Pelennor. Y el Rey dijo:

—Han llegado al fin. Que toda la ciudad se prepare.

Y esa misma noche, víspera del Día de Pleno Verano, cuando el cielo era azul como el zafiro y las estrellas blancas aparecían en el este, y el oeste era todavía dorado, y el aire fragante y fresco, los jinetes llegaron por el camino del norte a las Puertas de Minas Tirith. A la cabeza cabalgaban Elrohir y Elladan con un estandarte de plata; los seguían Glorfindel y Erestor y la gente de la casa de Rivendel, y detrás de ellos venían la Dama Galadriel y Celeborn, Señor de Lothlórien, montados en corceles blancos, con mantos grises, y gemas blancas en los cabellos; y por último el Señor Elrond, poderoso entre los elfos y los hombres, llevando el cetro de Annúminas, y junto a él, montada en un palafrén gris, cabalgaba la hija de Elrond, Arwen, Estrella de la Tarde de su pueblo.

Y Frodo al verla llegar resplandeciente a la luz del atardecer, con las estrellas en la frente y envuelta en una dulce fragancia, quedó maravillado, y le dijo a Gandalf:

—¡Al fin comprendo por qué hemos esperado! Esto es el fin. Ahora no sólo el día será bienamado, también la noche será bienaventurada y hermosa, y desaparecerán todos los temores.

Entonces el Rey les dio la bienvenida, y los huéspedes se apearon de los caballos, y Elrond dejó el cetro, y puso en la mano del Rey la mano de su hija, y así juntos se encaminaron a la Ciudad Alta, mientras en el cielo florecían las estrellas. Y en la Ciudad de los Reyes, en el día del solsticio de verano, Aragorn, Rey Elessar, desposó a Arwen Undómiel, y así culminó la historia de una larga espera y muchos trabajos.


 

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