El reto de la reina Melian
Sucedió en los Días Antiguos que Finrod
Felagund, Señor de Nargothrond, acudió en cierta ocasión a las estancias de
Menegroth, como hacía con frecuencia, para visitar a su hermana, la Dama Galadriel,
que moraba allí por amor a Celeborn de los Árboles. Hubo entonces gran regocijo
en las Mil Cavernas, porque Finrod era reconocido como pariente cercano del
rey Elu Thingol, y la reina Melian quiso agasajarlo con un festejo nocturno,
a la manera en que acostumbraban los Elfos Grises.
Así pues, apenas llegada la comitiva del señor de Nargothrond, la reina le
hizo llamar y el hijo de Finarfin acudió a su presencia tan pronto se hubo
limpiado el polvo del camino. Alto y hermoso era Finrod, y más bello les parecía
a las damas de la reina que el sol sobre las hojas en los meses de Iavas,
pues su cabello era dorado y su mirada noble, y su rostro resplandecía con
luz blanca cuando estaba alegre, como sucedía ahora, cuando saludaba a la
reina con corteses palabras y a sus damas con reverencias aprendidas en los
palacios de Allende.
Y sonrió la reina y dijo:
- Grande es la alegría que nos traes, Finrod, y mayor el alboroto, porque
he dispuesto que se celebre una gran fiesta en el bosque esta noche y ya está
el palacio lleno de prisas gentiles y risas de doncella.
Finrod soltó una alegre carcajada y dijo:
-Me alegra ser culpable de tan dulce crimen y muchos más como este cometería
en vuestro reino si me lo permitierais, pero veo vuestros ojos brillar con
sabiduría y astucia y adivino que ya tenéis un castigo dispuesto para mí.
Dijo entonces Melian:
- Así es, Finrod Felagund. Debes saber que a la fiesta de esta noche sólo
podrán asistir las damas que ostenten una flor en el cabello, y esa flor les
debe haber sido entregada por un hombre, amante o pariente; pues no considero
inapropiado que los hombres de este reino busquen flores para sus damas, mientras
nosotras tejemos tapices que alaben sus hazañas.
Y dijo Finrod:
- Tanta es la hermosura de las damas de este reino que en verdad resulta cosa
de héroes distinguir entre flores y doncellas. ¿Pero a quién debo coronar
yo, pobre señor de herrerías, que apenas distingue el lirio de la niphredil?
Rieron la reina y sus damas y dijo Melian:
- Ardua es vuestra tarea, Finrod. Hace dos días que el noble Celeborn marchó
a Brethil y no podrá hacerle este servicio a vuestra hermana, pero suponemos
que no la desampararéis.
Y las damas de Menegroth rieron otra vez, pero Finrod quedó pensativo al comprender
la magnitud del reto de la reina. Pues el cabello de la Dama Galadriel, su
hermana, era una maravilla sin igual en la Tierra Media y pocos eran los hacedores
de cantos que osaran describirlo. De oro y de plata eran las hebras y muchos
decían que había apresado la luz de los Dos Árboles, hermosa y radiante más
allá de cualquier canto. Por eso, ninguna flor resultaba adecuada para acompañarla,
pues cualquier tocado eclipsaría la flor, que no parecería sino una mancha
en lo perfecto.
-Tenéis hasta la medianoche para resolver vuestro dilema, Finrod, o la hermosa
Galadriel estará ausente de una alegre velada y muchos Elfos de mi pueblo
os lo reprocharán -dijo la Reina, y extendiendo un brazo de nieve le indicó
gentilmente que podía retirarse.
Finrod volvió a sus aposentos e hizo llamar a todos sus servidores y les explicó
el apuro en el que se encontraba: cómo debía encontrar una flor adecuada para
que Galadriel la luciera en su cabello y cómo disponía sólo de unas horas
hasta el anochecer.
-Señor, -le dijeron- tal cosa es imposible. No hay flores en estas tierras
mortales que pueda lucir vuestra hermana.
- Esta prueba es irresoluble, señor -dijo otro. -Quizá en Valinor hubiéramos
podido encontrar flores adecuadas, si Vána y Nessa hubieran accedido a ayudarnos.
Pero esto que nos pide la sabia Melyanna es trabajo para las Valier y no para
los Eldar.
- Yo propondría una cena familiar con vuestra hermana, mi señor, ella y vos
juntos -dijo otro más, -¡Dejemos que estos Elfos de los Bosques se diviertan
ellos solos en la floresta!
- ¡Os pido ayuda y me ofrecéis excusas! -se enfureció Finrod-. La retirada
es una opción válida en la guerra, pero no en esta lid. Es imprescindible
que encuentre una flor adecuada. Os aseguro que envidio a mi hermano Orodreth,
que debe estar pasando frío en los muros de Tol Sirion.
Los consejeros del príncipe callaron y miraron al suelo. Por fin, uno propuso
algo:
-¡Hablemos con Mablung, el señor de la guardia del Rey! Después de Beleg,
ninguno hay que sepa tanto sobre Doriath y sus riquezas. Además, conoce bien
a la Reina Melyanna y quizá sepa la respuesta al enigma.
A todos les pareció bien, y el tropel de Altos Elfos se apresuraron por las
estancias subterráneas de las Mil Cavernas con paso agil y aspecto preocupado.
No había muchos Elfos Grises en palacio, pues la mayoría de las mujeres estaba
fuera preparando la fiesta, mientras que los hombres se apresuraban en encontrar,
cambiar o comprar una flor adecuada a sus necesidades. Temieron que tampoco
Mablung estuviera cerca, pero lo encontraron en la sala de guardia, distribuyendo
los turnos de vigilancia, pues aunque Menegroth estaba protegido de cualquier
ataque por la magia del Reino Escondido, era menester designar un grupo de
personas que estuvieran de servicio durante la fiesta, para impedir desmanes
o prevenir accidentes.
-Noble Mablung, guerrero sin par -llamó Finrod-, me veo acosado por una prueba
tan dura como el acero de esas hachas que compráis a los Enanos.
- Mi señor Finrod -respondió el Elfo Gris, alzándose-, este hacha es dura
y poderosa, pero una ligera flecha bien dirigida inmoviliza al guerrero que
la esgrime. Decidme cuál es vuestro dilema y quizá los Elfos Sindar sepamos
afrontarlo de una forma que a los orgullosos Noldor nunca se os hubiera ocurrido.
Algunos compañeros de Finrod murmuraron malhumorados, pero Finrod les ignoró
y explicó su problema a Mablung que le observaba con rostro serio:
-Buen amigo, ¿tenéis pensado acudir a la fiesta de esta noche?
-Desde luego, mi señor: es en vuestro honor.
-¿Sabéis que si os acompaña una dama ésta debe ostentar en el cabello una
flor regalada por vos?
-Así es, señor. Esta mañana cogí la flor que adornará a la doncella que me
acompañe.
- Entonces quizá podáis aconsejarme sobre flores, Mablung. ¿Quién elige la
flor de la reina?
-El Rey Thingol, desde luego. Sin duda ya la tiene escogida y guardada, aunque
¿quién puede saberlo con seguridad?
- ¿Y quién elige la de la princesa Lúthien, la criatura más hermosa sobre
la faz de Beleriand? -preguntó entonces Finrod, intrigado.
-Nadie, señor. A la princesa no le gustan las grandes fiestas y prefiere bailar
sola en los bosques. Espero que no os lo toméis como un agravio personal -repuso
Mablung.
-En absoluto -peor aún, pensó, sin Lúthien, mi hermana será el centro de todas
las miradas. Y vos... ¿qué flor recomendaríais para el cabello de mi hermana
Galadriel?
Mablung sacudió la cabeza y le dijo:
-Lo siento, señor; no concibo flor alguna en la hermosa melena de la Dama
Galadriel. ¿Qué flor puede intentar perfeccionar lo que ya es perfecto?
Finrod le miró y preguntó:
-¿Qué me aconsejáis entonces?
Mablung quedó en silencio por un instante y finalmente dijo:
-Señor, creo que vuestra batalla no podrá ganarse, pero sois un guerrero y
vuestro honor os exige luchar hasta el final.
- ¿Pero quien es mi enemigo? ¿Es acaso la reina, que ha ideado esta fiesta?
-En absoluto, mi señor. La tradición de buscar flores para las damas se celebra
cada cierto tiempo, aunque aún no había coincidido con la presencia de la
Dama Galadriel en palacio. Lucháis contra la hermosura del cabello de vuestra
hermana: no tenéis otro rival para vuestra flor.
-¿Entonces...?
- Me parece que, contra toda esperanza, no podéis sino ir a buscar flores
-concluyó Mablung, y volviéndose colocó el hacha en la panoplia de la pared.
El sol ya estaba bajo cuando Finrod y sus desanimados compañeros cruzaron
a caballo el puente de Menegroth y se repartieron por el Bosque de Neldoreth
buscando una flor que no podía existir. Finrod se separó primero de su séquito
y se adentró después en el bosque, pues la mayoría de las flores de los alrededores
de palacio ya habían sido cuidadosamente cortadas por un millar de manos enamoradas.
Espoleó a su montura hasta un altozano en la masa verde del bosque. Entonces
desmontó y sacó el arpa que llevaba consigo. Sus dedos pulsaron suavemente
las cuerdas de plata. Con lentitud, acarició una melodía y poco a poco, el
sonido tenue se elevó en el aire vespertino, entrelazando la base del sortilegio,
tejiendo con hierba y plumas un lecho mullido, cubriendo con ramas el vacío,
trinando los rayos del sol que descendía, formando un nido acogedor de música
y luz. Los ruidos del bosque parecieron acompasarse a la suave melodía: el
roble, la hierba, la piedra y el musgo escucharon primero y se sumaron después.
Y sólo entonces Finrod cantó, llamando a las olvar por su nombre, a las pequeñas
criaturas del mundo por los sonidos que les pertenecían, por las palabras
que les definían y expresaban lo que eran. Llamó al gorrión y al ruiseñor,
al ratón y al zorro, a la ardilla y la liebre. El tejón y la lechuza, despertaron
de su sueño. Finrod Felagund, señor de Nargothrond, Hacedor de Cantos, príncipe
de los Noldor, tocó y cantó, y su magia invocó al Bosque de Neldoreth. Por
fin dejó de tocar y habló con voz resonante:
- Soy Finrod, Desbastador de Cavernas. La hermosa Galadriel es hija de mi
padre. Decidme: ¿qué flor hay en Doriath que pueda lucir en su cabello, realzando
al oro y la plata?
La lechuza giró la cabeza y dijo:
- Tu nombre y tu linaje es claro para nosotros, pues también ella canta en
los bosques y un mismo don habita en vuestra voz. Pero la respuesta a tu pregunta
no la conocemos, porque ¿qué flor puede competir con el sol y la luna?
No se dio Finrod por vencido y se volvió hacia el ruiseñor:
- ¿Tampoco tú, Cantor de la Noche, sabes dónde he de hallar esta flor milagrosa?
- No, señor -respondió el ruiseñor.
- ¿Y tú, ardilla, que te afanas en lo alto?
- No sabría responderte, mi señor -dijo la ardilla.
- ¿Y tú, ratón oculto en la hierba?
- No conozco tal flor, mi señor -chilló muy bajito el ratón.
Y así, una tras otra, las criaturas de Neldoreth proclamaron su incapacidad
para ayudar a Finrod.
Entonces, el príncipe se desesperó y se lamentó con fuerza:
- ¿Es que no hay en este bosque Elfo, ave o bestia que no sepa responder con
negativas?
Y se oyó la voz del tejón que carraspeó con voz profunda:
- Mi noble señor, eso sí lo podemos responder. Pues es fama que a la orilla
del Aros vive una misteriosa doncella que jamás ha dicho la palabra "no",
sino que más bien dice a todo que sí.
Finrod quedó asombrado.
- No sé que me maravilla más: la inventiva de un tejón, o la absurda idea
que expresas -le dijo.
Pero los demás animales apoyaron al tejón con una gran algarabía, jurando
y perjurando que no había dicho sino la verdad y que efectivamente había en
el río una doncella que a todo decía que sí.
Entonces el príncipe estalló en risas y les dijo:
- Anochece ya y poco puedo hacer por ayudar a mi hermana, que hoy pasará una
noche aburrida con las doncellas menos afortunadas. Pero me intriga esto que
me contáis y si me lleváis con esa doncella quizá pueda contar un cuento nuevo
a la Dama Galadriel antes de que amanezca.
-Así lo haremos, señor -dijo la lechuza. -¡Sígueme, pues, con tu montura,
porque la luna ya se adueña de los cielos, y las luces de Varda me señalan
el camino!
Montó entonces Felagund en su corcel, y emprendió un rápido trote tras la
lechuza, que resplandecía con luz de plata entre las sombras oscuras del crepúsculo.
Larga fue la cabalgata del príncipe de Nargothrond, y las densas arboledas
pusieron a prueba su arte como jinete, pero la vista penetrante de los Elfos
y el resplandor de las estrellas le mostraron las sendas y la lechuza le indicó
la dirección. Por fin, bajo el reinado de la noche, oyó con nitidez el canto
de las aguas y supo que el Aros estaba cerca.
-Hemos llegado, mi señor -dijo la lechuza. -Detrás de aquellos sauces hay
un prado, y en el prado una pequeña cabaña. Allí mora, a veces, la doncella
que dice que sí.
Y dicho esto, la blanca criatura inclinó la cabeza a modo de despedida y se
alejó por donde había venido.
Felagund desmontó y miró al cielo. Aún no era medianoche, pero Menegroth no
debía estar cerca y sin duda todo estaba ya dispuesto para la fiesta. Tomando
el arpa y la espada, caminó hacia los sauces, que susurraban suaves canciones
a la brisa nocturna y acariciaban el rostro del príncipe. Finrod aspiró con
fuerza, y le pareció oler un aroma extraño y antiguo, que le recordó cuando
era niño, allí en Valimar, y jugaba a veces por las amplias praderas lejos
de la costa. Durante unos instantes durmió como duermen los Elfos, y se acentuó
en él la nostalgia del hogar perdido.
- ¿Pero qué encantamiento es este que me atenaza? -dijo de pronto. -¿Es que
he de ser apresado por las argucias de unos sauces cuando una misión me aguarda,
por imposible que resulte salir airoso de ella? ¡Despierta, Felagund, y descubre
qué misterio te aguarda!
Salió entonces de su sopor y las imágenes del pasado se evaporaron de su espíritu,
pero el olor familiar aún impregnaba sus sentidos con agradable pertinacia.
Finrod avanzó con paso decidido y dejando atrás los sauces, llegó a un amplio
prado circular. Las estrellas que tachonaban el cielo se reflejaban en innumerables
margaritas blancas a sus pies, como si la tierra, envidiosa, desafiara con
sus luces la obra de Varda. Allí, en el centro de aquel claro destellante,
se veía una pequeña cabaña de madera, como las que usaban los Elfos Grises.
No había luces encendidas en su interior, pero a la puerta estaba sentada
la figura de una mujer. Finrod se le acercó, caminando con tranquilidad entre
las gemas del prado. La doncella apoyaba la espalda contra la cabaña, y miraba
a lo alto, al cielo. Era joven y hermosa; vestía una corta túnica gris y sus
pies desnudos se dejaban besar por la hierba mullida. Cuando el príncipe llegó
a su lado, ella le miró por fin y le sonrió.
- Mi señora -dijo Finrod con una reverencia,- me llamo Finrod. Soy un viajero
curioso al que han atraído extraños rumores. Dicen que habita en estos bosques
una doncella que a todo dice que sí.
La doncella asintió inclinando la cabeza con una gracia incomparable, y el
príncipe deseó que volviera a hacer ese gesto .
- ¿Sois vos esa doncella? -preguntó.
Ella cumplió el anhelo de Finrod y volvió a asentir, y sus ojos grises parecían
brillar con alegría.
- Señora, esto me asombra. ¿Siempre decís que sí?
Por fin ella habló, con tono suave y gentil:
- Así es, mi señor Finrod.
Finrod se animó un poco, pues era amigo de los juegos del ingenio y el pensamiento
y ninguno le divertía más que aquellos que utilizaban palabras.
- Entonces, no siempre decís la verdad.
- Sí -dijo ella.
- ¡Ah! ¿Y qué queréis decir con ese "sí"? -inquirió el príncipe.
- Quiero decir que sí digo la verdad -repuso ella.
- ¿Siempre?
- Sí.
- ¿Y podéis callar verdades?
- Sí puedo.
- Por lo tanto, no siempre decís toda la verdad.
- Así es, en efecto.
- Sabéis que puedo hacer una pregunta que os obligara a decir "no".
- Podéis, efectivamente.
- Si os pregunto si podéis decir "no", me diríais que no, y por
lo tanto ya no diríais sí.
- Es como decís, mi señor -dijo ella suspirando.
- Pero no lo haré -dijo Finrod. -Y vos lo sabéis.
- Oh, sí que lo se -le sonrió ella, divertida.
- Sabéis que no os haré decir no... pero si quisiera podría hacerlo. Estáis
en mi poder.
- Lo estoy, noble Finrod.
Finrod la miró y estalló en alegres carcajadas como solía hacer cuando encontraba
algo bello que iluminaba su corazón.
- En verdad, doncella, que sois la compañera ideal para dialogar. Muchos hombres
os preferirían a todas las gemas del Rey Thingol.
Ella también rió.
Finrod la escuchó complacido y no pudo recordar si alguna vez había oído una
risa semejante. Si así es, debió ser en Valinor, pensó. Entonces se acordó
de la risa de su hermana en los días antes del Sol y la Luna, y el motivo
de su aventura le volvió a la mente.
- Hermosa doncella -dijo- creo que sabéis lo que me ha traído aquí.
- Sí lo sé. ¿Pero lo sabéis vos? -repuso ella con rostro serio.
Finrod pensó un momento.
- La curiosidad, la emoción, el deseo de conocer, mi honor, el de mi hermana
y el de la Reina Melian, la búsqueda de la belleza, un deber...
Ella asintió con la cabeza, recompensando al príncipe por su sinceridad.
- ¿Podéis ayudarme?
- Sí.
- ¿Podéis indicarme dónde encontrar una flor que no desmerezca sobre los cabellos
de mi hermana Galadriel?
- Sí puedo.
- ¿Me ayudaréis?
- Os ayudaré -dijo ella. - Pero primero deberéis pagarme.
Finrod la miró precavido:
- ¿Y en que puede consistir vuestro premio? Grandes tesoros podéis obtener
de mí que gustosamente os obsequiaré, pero tened cuidado con lo que pedís,
pues hay cosas que amo en gran medida y no estoy dispuesto a desprenderme
de ellas.
Ella asintió comprensiva y respondió:
- Mi pago os parecerá justo. Me gusta bailar bajo la luna y sentir la hierba
suave bajo los pies descalzos, la luz blanca sobre mi piel, el aire dulce
entre mis cabellos. La alegría me embarga en esos momentos y las penas son
más llevaderas. Pero, ay, nunca tengo quién toque para mí, y bailar sin música
es triste en noches como ésta. He aquí pues nuestro trato: tocaréis el arpa
para mí y después os entregaré las flores que necesitáis.
-Doncella -dijo Finrod sonriente-, será para mi un placer y no un pago tañer
las cuerdas y veros danzar.
- Sí lo será -dijo ella - pero soy muy tímida y vergonzosa y preferiría que
no me vierais danzar.
-¿Pero tanto es vuestro pudor que debo tocar sin veros?
- Sí, tocaréis sin verme -repuso ella tajante. Y de alguna forma apareció
en sus manos un pañuelo blanco que anudó ágilmente en la dorada cabeza, impidiéndole
toda visión. Mientras los brazos de la doncella le rodeaban haciendo el nudo,
el aroma de nostalgia se apoderó aún más del Hacedor de Cantos, y le pareció
como si la mujer fuese una ventana que mirase al mar, desde la que podía ver
a lo lejos su hogar. Y cuando ella se apartó, caminando en silencio sobre
el prado, creyó oler las costas de Valinor difuminándose en el horizonte.
- Tocad ahora, Finrod Felagund -le oyó decir, alejada, - y lo que toquéis,
por mi será bailado.
Y Finrod pulsó las cuerdas. La nostalgia se había aposentado en su corazón,
y sin darse cuenta, los dedos volvieron a los días felices de antaño, antes
de la Huída de los Noldor, cuando la luz de los Árboles se fundía en crepúsculos
sin sombra, cuando los Eldar moraban en la beatitud de Aman y los barcos cisne
recorrían las costas del Reino Bendito. Antes de la guerra y la venganza,
antes del exilio y de la culpa, los dedos del arpista recrearon el hogar perdido
y bajo el pañuelo Finrod lloró amargamente por el orgullo de los Noldor y
la mácula de Arda. Cuando la canción llegó a su fin, los brazos de Finrod
cayeron como sin vida, y su cabeza baja.
Oyó acercarse a la bailarina, que le alzó el rostro y le retiró la venda.
Finrod la miró y ella le miró a él. Había lágrimas en los ojos de ella, y
un sudor fragante cubría sus hombros y las piernas desnudas. Por fin, ella
bajó la mirada hacia el pañuelo húmedo que sostenía y habló con ternura:
- Habéis llorado con los ojos, Finrod. Pero yo he llorado con todo el cuerpo.
Esta noche os habéis hecho un poco más sabio.
Él asintió, y miró al suelo. Entonces se fijó en que junto a las humildes
margaritas había unas pequeñas flores doradas, brillantes como soles, sencillas
como lunas.
- Esas flores -dijo la doncella- son las que necesita vuestra hermana. Si
me preguntáis cómo han llegado hasta aquí os responderé, pero creo que no
es algo que desconozcáis.
Finrod se agachó y arrancó una de las pequeñas flores, y le pareció ver la
cabellera de Galadriel. Alzó la vista a la doncella:
- ¿Me ayudaréis a hacer una corona? -le pidió.
- ¿Cómo negarme? -rió ella inclinándose.
Nunca sabría Finrod cuánto tiempo estuvo recogiendo flores con la bailarina,
porque el tiempo es algo extraño que no transcurre de igual forma para los
Eldar o los Mortales, pero creyó hallar consuelo en la agradable tarea y en
la silenciosa compañía de la doncella. Juntaron las flores y con gran habilidad
trenzaron una guirnalda, y Finrod cantó una sencilla melodía que bendijese
la corona y llenase de vida los pétalos de oro. Cuando estuvo lista, el príncipe
miró fijamente a la doncella.
- ¡Cuidado, Felagund! -dijo ella. -Si me hacéis una pregunta, recordad que
sólo puedo decir que sí.
- Quería preguntaros si os volvería a ver... a este lado del mar.
- ¿Queréis que responda?
- No, no es necesario. Sé la respuesta.
Los ojos de ella asintieron con tristeza. Después señaló con el desnudo brazo
hacia la linde del claro.
- Allí está vuestro corcel, y en aquella dirección está el puente de Menegroth.
Si os apresuráis llegaréis a tiempo.
- ¿Es posible que aún no sea medianoche?
- Sí -dijo ella riendo de nuevo.
Felagund cogió la guirnalda con delicadeza y dedicó una reverencia a la doncella.
Después, dio media vuelta y sin volver la vista atrás, dejó el prado estrellado
y los sauces susurrantes.
Dicen algunos narradores que poco antes de empezar la fiesta, la reina Melian
desistió de exigir a las doncellas que llevaran flores en el cabello. Así,
muchas doncellas despistadas o sin galanes que les atendiesen pudieron acudir
a la fiesta esa noche. Otros narradores afirman que el rey Thingol se había
olvidado por completo del detalle de la flor, y que por eso la reina, viéndose
atrapada en su propia trampa, retiró la condición. También hay quien dice
que el rey era consciente de la prueba a la que se había sometido a Finrod
y que quiso ayudarle de esta forma. Pero todos los que explican este cuento
dicen que la Dama Galadriel apareció tocada con una sencilla guirnalda de
pequeñas flores doradas, y dicho esto casi todos los narradores callan, pues
¿quién puede describir lo que sucedería si las estrellas brillasen de día?
"...y detrás venía Galadriel, de pie, alta y blanca; una corona de flores
doradas le ceñía los cabellos,
y en la mano sostenía un arpa pequeña, y cantaba."
La Compañía del Anillo