En el gran roble

Por Isambard

cap. 1

 

El bosque dormía entre sombras, envuelto en una quietud inmensa. Sus altos árboles se cernían sobre un solitario camino, que lo bordeaba y se perdía más allá de las colinas. Un manto de silencio se había extendido sobre aquellos parajes con la llegada de la noche, pero se quebró cuando la brisa trajo el lejano galopar de un caballo. Al poco tiempo se escuchó más claramente y un caballo blanco, de largas crines ondulantes, apareció en la cima de la colina más cercana. El corcel descendió por la ladera y voló sobre el camino, acercándose al bosque que cubría su tenue línea de oscuridad. Su jinete resplandecía iluminado por la luna como una pálida figura, cuyos cabellos pajizos agitaba el viento. Rodeó al galope el bosque silencioso, siguiendo el sendero, pero de repente una flecha empenachada de rojo silbó en el aire y se clavó muy hondo cerca del corazón del jinete. No era una flecha corriente. Había sido forjada en los fuegos de la tierra para atravesar la cota de malla, que era de acero y diamantes, y la terrible punta estaba bañada en un veneno destilado por bestias que solo se nombraban en antiguas leyendas. La silueta que sostenía el arco, bajo las lóbregas sombras de los árboles, contempló caer la esbelta figura del jinete y golpear contra la tierra. Después se adentró en el bosque y desapareció.

Como cada mañana, el bueno de Angus se despertó al mismo tiempo que el sol. Como cada día, gruñó un poco y dio tres vueltas, justamente tres, entre las tibias sábanas, antes de asomar el pie izquierdo para salir de la cama y quedarse luego medio dormido. Cuando el sol anaranjado empezaba a asomar su calva por encima de las colinas, bostezaba una vez, miraba el bosque dorado por el sol naciente, a través de los cristales decorados de su ventana, y salía de la cama de un brinco, con el pie izquierdo completamente helado, por cierto. Después se lavaba la cara en la palangana de loza blanca y se dirigía al armario de roble, esculpido con deliciosos relieves que representaban hojas y flores diversas y cabezas sonrientes (aunque Angus no sabía quien había tenido tal disparatada idea) de animales del bosque. Al abrir la puerta chirriante para coger la ropa del día, el olor a lavanda cosquilleaba en su nariz, saliendo de entre sábanas bordadas que nunca usaba y de camisas de algodón que nunca se ponía. Y aquel delicioso perfume siempre le hacía empezar el día de excelente humor.

Tarareando una alegre tonada, se vestía como era su costumbre, los pantalones zurcidos de franela, la camisola blanca y el holgado chaleco de rayas, con el reloj de sol en su pequeño bolsillo. Luego se ponía los calcetines de lana roja, que el mismo se había tejido y por ello daban a sus grandes pies un aspecto algo desconsolado, y terminaba calzándose unas enormes botas, que hacía mucho, pero mucho tiempo, le había cambiado a un hombre por una cabra que se había encontrado en el bosque. Aún recordaba como, después de haberle quitado hábilmente las botas al aldeano dormido, había dejado el animal atado al dedo gordo de uno de sus pies. Las botas habían sido una vez rojas, pero ahora (y Angus contemplándolas se encogió de hombros), no parecían tener ningún color definido, a pesar de los cariñosos cuidados que les había dispensado. No en vano eran la joya de su guardarropa.

Vestido y más o menos peinado (Angus lo intentaba con testarudez, pero pocas veces conseguía peinarse adecuadamente), se dirigía a la pequeña cocina de hierro y encendía el fuego. Primero ponía a hervir la tetera, pues oír su alegre silbido era una buena manera de empezar el día, y luego se dedicaba a hacer tortas y pasteles de bayas. Sólo entonces su gato asomaba la nariz desde debajo de la cama, se estiraba, primero la parte de delante y después la de atrás, se lamía parsimoniosamente, se afilaba las uñas en la pared de madera de roble, husmeaba los rincones, se rascaba las orejas y finalmente se sentaba. Y, exactamente en ese momento, cuando el gato se sentaba, el desayuno ya estaba preparado. La mesa redonda, con su mantel de puntas bordadas, ya estaba dispuesta. Angus se sentaba y bebía leche con té, pero el gato prefería la leche sola. Angus comía tortas y el gato, pastel de bayas. Sin embargo, curiosamente, ambos terminaban de comer al mismo tiempo. Mientras él lavaba los cacharros y hacía la cama, el gato le miraba con sus grandes ojos verdes. Y le seguía mirando, cuando Angus tomaba del perchero su sombrero de fieltro, la apedazada pelliza de piel de lobo y la larga bufanda de lana azul.

Angus abría la puerta, empujando un dragón de bronce que había encontrado en el bosque y le servía de pomo. Seguramente había sido el remate de algún renombrado yelmo de guerra. El duende elfo pensaba con satisfacción que le daba cierto aire exótico a su confortable hogar y que, de alguna manera, su terrible aspecto guardaba la entrada. En el umbral se detenía para consultar su reloj de sol, sólo si había sol, claro. Así sabía que el día estaba, precisamente, a media mañana, pues su reloj sólo marcaba el amanecer, la mañana, la media mañana, el mediodía, la media tarde, la tarde y el crepúsculo. Guardó su preciado reloj en el bolsillo del chaleco y cerró la puerta, tirando de las fauces del dragón. Se tapó bien con la bufanda, hasta la nariz, y se internó en el bosque, siguiendo el sendero casi oculto por las hojas. Se volvió y, como cada media mañana, el gato estaba en el alféizar de la ventana y le veía marchar desde detrás de las cortinas azules. El gigantesco roble fresnal agitó agradablemente sus hojas. Angus contempló su poderosa silueta con inmenso cariño.

Era evidente que a media mañana no se podía decir que le hubiesen ocurrido muchas cosas, pero Angus consideraba que eso era todo lo que debía pasarle en un día normal.

Se dirigió silbando a sus colinas, porque por ellas pasaba un camino. Un camino por el que Angus pocas veces había visto pasar a nadie. Sin embargo cerca de un camino, aunque fuese un camino sin caminantes, siempre había más probabilidades de encontrar alguna cosa interesante. Ya hacía años que había recorrido el bosque hasta el último rincón, mirado bajo la última piedra, excavado bajo el último tocón podrido, explorado la más mínima mata de hierba y todo lo que se podía encontrar ya había sido encontrado hacía tiempo: una calabaza vacía, unas piedras curiosas de color granate, un tocón de árbol en forma de hombre narigudo, el remate de un yelmo en forma de dragón, un botón de hueso, una cabra perdida (ese sí que había sido un buen encuentro, se dijo Angus melancólicamente), un lobo muerto que se había convertido en pelliza, un trébol de cuatro hojas y una cacerola agujereada.

Pasó bajo el olmo que guardaba el claro y, a sus pies, el viejo carretón que ya no utilizaba, saltó el riachuelo y atravesó la alameda. Con cierta cautela, asomó la nariz entre los últimos árboles. Más allá de ellos, la llanura de altas mieses doradas ondulaba con suavidad y, cuando se hundió en ella de un salto, sólo la pluma roja del viejo sombrero señalaba su paso. Trazó unas cuantas eses, porque no veía claramente hacia donde se dirigía, y por fin llegó al otro bosque, el que se extendía al pie de las suaves lomas

Antes de ir a buscar el camino, se dio una vuelta por el Otro Bosque y recogió tantas nueces y bayas de serval, de las rojas y dulces, higos y espliego y piñones, que, cuando dejó sus sombrías entrañas, los abultados bolsillos de su pelliza le llegaban más abajo de las rodillas y parecían tirar de él hacia el suelo.

Dejando tras de sí un preciso rastro de piñones y moras, llegó a la linde del bosque y salió al camino. Entonces Angus se detuvo de golpe con la boca abierta. Ante él se erguía el caballo más soberbio y majestuoso que había visto jamás. Cerró por fin la boca y miró a su alrededor con interés, pero no se veía a nadie, ni se oía nada. Angus hizo una mueca, porque sabía positivamente que los caballos no florecían de forma espontánea en el campo, como si fueran manzanilla, y, menos aún, ensillados y enjaezados de pedrería. Irguió las orejas y oyó el burbujear del agua de su riachuelo, que se hallaba a un vuelo de perdiz, y el trinar de los pájaros, los que estaban cerca y los que estaban muy lejos, e, incluso, el sutilísimo frotar de las hojas y podía distinguir si eran hojas de álamo o de chopo o agujas de pino. Pero entre aquellos sonidos no se escuchaba nada extraño. Angus se enderezó y sonrió satisfecho (con un brillo, quizá, ligeramente malévolo en sus ojos oscuros) y volvió a contemplar el caballo blanco. En un instante pasaron ante él todos los centenares de botas rojas que se podría regalar, cambiando semejante corcel.

El hermoso animal pastaba con la gran testa a ras del suelo y Angus se acercó a él con animación y en completa derechura. Cuando ambos se hallaron frente a frente, sus grandes ojos le miraron con interés y estaban tan cerca de los de Angus, que sus narices casi se tocaban. Se quedaron inmóviles un momento, contemplándose casi sorprendidos. En realidad Angus estaba cavilando la forma de llevarlo a casa. Pero el caballo se giró y, contoneando sus redondas ancas de un lado a otro, casi con descaro, se alejó hacia el camino. Angus corrió tras el animal. Las riendas bailaban ante sus ojos, como si se burlasen de él, hasta que consiguió alcanzarlas de un salto y cogió al caballo. O, quizá, fue el caballo quien le cogió, porque no se ponían de acuerdo en la dirección a seguir y, aunque Angus empujaba con todas sus fuerzas, el animal le arrastraba en dirección contraria. El caballo se detuvo no muy lejos, con el duende elfo colgado de las riendas. Mientras todavía daba bandazos de un lado a otro, vio unas magníficas botas de piel clara, tiradas al borde del camino. Angus se quedó paralizado. Siguió girando al final de las riendas y las vio de nuevo. No se habían movido. Sin hacer el menor ruido, el duende elfo se soltó y se acercó a la grupa del animal. Al final de las botas descubrió una capa blanca, bordada de perlas, que yacía en medio de un enorme charco de sangre seca. Y después la bella cabeza de un humano que asomaba entre sus pliegues.

Una flecha negra, empenachada de rojo, se erguía sobre el cuerpo caído como una advertencia de peligro. La vocecilla del sentido común le susurró con retintín que de aquello no podía salir nada bueno y ciertamente Angus no se hubiese acercado, pues, según era su costumbre, nunca se mezclaba en asuntos que no le incumbían. Sin embargo, sus ojos volvían una y otra vez a las botas, atraídos por una fuerza irresistible, pues aquellas eran las más suaves, cálidas y maravillosas que había visto nunca. Así que se acercó sigilosamente y rodeó al hombre, contemplándolo con los ojos muy abiertos. Dio hasta cuatro vueltas a su alrededor, antes de atreverse a tocarlo con la punta del pie. Le propinó un pequeño golpecito en el hombro y saltó hacia atrás.

¡Buenos días! dijo cortésmente.

Pero no pasó nada. Le dio entonces dos golpecitos más en el brazo.

¡¡¡Buenos días!!! dijo más fuerte. Y, después de esperar unos momentos, llegó a la sensata y placentera (aunque esto parezca un poco malvado) conclusión de que estaba muerto. Sus ojos pasaron sobre el joven y hermoso rostro, casi sin detenerse y sin que le causase ninguna pena. Se encogió de hombros y se dirigió a sus pies, con una sonrisa de oreja a oreja. Contempló un momento las delicadas botas y al instante siguiente ya estaba tirando de ellas con rápidos dedos.

Ya tenía una casi en sus manos, cuando el cuerpo se movió un poco y una levísima queja surgió de sus labios. Angus dejó caer la bota al suelo y dio un bote atrás. Pasado el primer instante de estupor, se acercó de nuevo y le señaló decididamente con el índice.

Tú no puedes estar vivo. ¡Tienes que estar muerto! le dijo. Y había cierto tono  de reproche en su voz.

Sin embargo el joven no le hizo caso. Es más, volvió la rubia cabeza hacia el lugar de donde provenía la voz, sin ánimo suficiente para alzarla del suelo.

¿Quién está ahí? acertó a preguntar apenas en un murmullo.

Y cerró los ojos otra vez, agotado por las palabras. Angus arrugó el ceño y resolvió que quizá sería mejor volver al día siguiente, cuando, con seguridad, ya estaría muerto. Recogió su sombrero y se alejó unos pasos de espaldas. En ese preciso instante el joven abrió los ojos otra vez y le descubrió. Sus pupilas eran doradas, como el sol de otoño, y los ojos de Angus se quedaron clavados en ellas, abiertos como naranjas.

Yo no soy nadie dijo y le sonrió en tono de disculpa.

El humano parpadeó lentamente y respiró, haciendo un gesto de dolor.

Arráncame la flecha le pidió.

Pero Angus no estaba dispuesto a desafiar a aquel que había tensado un arco tan poderoso y permanecía clavado en el suelo, como si fuese de piedra. No se atrevía a marcharse, ni a acercarse, ni siquiera a quedarse, pero estaba allí, como si el más leve pestañeo hubiera de hacer caer sobre él una maldición. El joven le contempló un momento. Luego intentó incorporarse. Sin embargo no tenía fuerzas y se dejó caer de nuevo en el suelo, respirando con dificultad. Sus ojos volvieron a Angus.

Nunca me meto donde no debo se excusó Angus, levantando una ceja arisca.

Los labios del humano, tan blancos que apenas tenían color, se curvaron muy débilmente en una agradable sonrisa, aunque Angus consideraba que era un momento muy poco apropiado para sonreír.

Si no eres nadie, no puedes meterte en ningún sitio donde no debes le dijo el joven, mirándole, y luego cerró los ojos. Hagas lo que hagas.

Los ojos de Angus se iluminaron de pronto, pues le gustaban los juegos de palabras.

Es una respuesta muy buena le dijo, sacudiendo la cabeza.

¡Dioses! musitó el joven con incredulidad.

Angus se sentó en el suelo, a cierta distancia, y le miró sonriente.

Eres listo le dijo.

Me temo... su voz era casi un susurro, pero afortunadamente Angus tenía muy buen oído que pronto dejaré de serlo... . Pero gracias por el cumplido.

Angus se rió, dándose palmadas en las rodillas, porque cada vez encontraba más placentera la charla con aquel singular joven.

De repente éste se incorporó a medias y Angus se levantó de un salto y retrocedió asustado. El humano asió la flecha e intentó arrancársela, pero estaba demasiado profunda y cayó al suelo con un gemido. Angus soltó una exclamación y se acercó un poco. El joven parecía más muerto que vivo y alrededor del lugar donde la flecha estaba clavada vio sangre fresca.

No debes hacer eso le indicó Angus, moviendo la cabeza.

Pero el humano no le respondió, ni se movió.

No te irás a morir ahora gruñó Angus, casi con pesar.

Se acercó un poco más y después otro poco y, cuando llegó al lado del joven, se dio cuenta que apenas respiraba.

¡Vaya! Tendré que hacer algo se dijo Angus, rascándose la cabeza.

Se arrodilló y examinó la herida. Después sus anchas manos recorrieron la flecha de arriba a abajo. Sacó el pequeño cuchillo, pero se detuvo. Volvió a rascarse la cabeza. Nunca había visto una flecha tan extraña y estaba tan hondamente clavada que no creía poder sacarla por donde había entrado. Tampoco podía sacarle la cota de malla sin romper la flecha y si rompía la flecha no podría sacar la punta por la espalda como quería. Angus soltó un bufido. Pero, de la misma manera que antes le había sido indiferente la suerte de aquel humano, ahora estaba decidido a salvarlo hasta la máxima expresión de la testarudez y aunque le costase más de un dolor de cabeza y más de un dolor de espalda y, aún, saltarse la comida de mediodía. Rompió la flecha a pesar de todo y le quitó al joven la capa, la cota de malla y la camisa de algodón. Al quitarle los guantes, descubrió en sus muñecas marcas recientes de quemaduras. Angus no supo imaginar como se las había hecho. Aunque era un joven de formas armoniosas y piel muy suave, como advirtió enseguida, era también alto y fuerte. Angus encontró tantas dificultades para moverlo y desvestirlo (uno solo de sus largos brazos sobre su hombro ya le pesaba como un árbol), que no cesaba de repetirse a sí mismo: "Lo sabía... . Lo sabía. Quien va a buscar leña y se aparta del sendero, vuelve sin leña y con las botas gastadas para nada". Pero en realidad sólo hablaba porque le gustaba escucharse y este era uno de sus proverbios predilectos. Después de todo se lo había inventado él y hablaba de botas.

Mientras iba murmurando por lo bajo éste y otros muchos proverbios adecuados a la ocasión, todos ellos sobre la prudencia y la sensatez y el sentido común y, aunque parezca asombroso, casi todos ellos aplicando estas sabias virtudes a ejemplos edificantes relacionados con botas o, al menos, con zapatos, Angus golpeó la flecha con una piedra (al tiempo que gruñía: "¡Zapatero a tus zapatos! ¡¡Que verdad tan grande!!) y la introdujo del todo en la terrible herida. Aunque el joven estaba inconsciente, un leve estremecimiento recorrió su cuerpo. Angus le dio la vuelta, casi quedando aplastado bajo él, y sacó la punta negra por la espalda con su cuchillo. Todo lo hizo con mucha rapidez y acertadamente, a pesar de que no dejaba de hablar consigo mismo. Vendó la herida con un jirón de la capa y, cuando hubo terminado, tocó el cuerpo con un dedo. El joven aún respiraba débilmente, pero estaba tan pálido como si ya no le quedara sangre en las venas.

Tengo que llevarte a casa se dijo. Pero, ¿cómo? Eres muy grande.

Justo entonces olfateó algo y se volvió. A sus pies estaba la punta negra de la flecha, a la que no había prestado demasiada atención todavía. La recogió del suelo y se la llevó a la nariz.

¡No puede ser! exclamó acongojado. Y, volviéndose al cuerpo del joven, lo contempló un momento.

Lanzó la punta de la flecha lejos, entre las altas matas, con un estremecimiento. Aún conservaba el aroma amargo del veneno más poderoso y oscuro que Angus recordaba.

Arggmirth, el veneno de las mandrágoras murmuró, mientras cubría al joven con la capa rasgada. Y se quedó muy pensativo. ¿Cómo puede ser que aún estés vivo?

El sol estaba muy alto y, por una vez, Angus no consultó su reloj solar. Era casi la tarde, no había comido, el gato no había comido, no había dormido la siesta, no había zurcido su ropa, ni había cepillado a su gato. "¡Qué desastre!", pensó durante un fugaz instante.

Angus desapareció en el Otro Bosque y al cabo de un momento solo se pudo ver su pluma roja ondeando a un lado y a otro sobre las espigas, como si se despidiese de alguien. Durante un tiempo todo permaneció tranquilo. Las espigas se balancearon unas cien veces a la izquierda y otras cien a la derecha, pasó una bandada de ánades salvajes y veinte estorninos cruzaron el cielo, muy alto, y cayeron una buena cantidad de hojas. Transcurrido todo esto, un chirrido lastimoso se escuchó desde el bosque y luego a través del campo de trigo, mientras la pluma roja se acercaba de nuevo más lentamente.

Angus dejó el viejo carretón junto al cuerpo del joven, con un bufido. Recuperó el aliento y, con mucho esfuerzo, colocó al humano sobre él. Otra vez se detuvo a recuperar el aliento. Después con la cuerda que había traído, ató el caballo al carretón como buenamente pudo. Angus se dejó caer al suelo con aspecto cansado y el sombrero torcido, contemplando su obra. El carretón estaba ladeado y las dos ruedas parecían ir en direcciones diferentes, los pies del humano arrastraban por el suelo, porque no cabía en el pequeño carro, y el caballo parecía un desordenado revoltijo de cuerda, lleno de extraños nudos.

¡He aquí un trabajo bien hecho! se dijo Angus.

Se levantó decidido. Tomó al caballo por las riendas y cruzó muy poco a poco el Otro Bosque. A través del campo de trigo ya iba un poco más deprisa y, poco después de entrar en su bosque, el carro andaba tan ligero como una pluma y el caballo trotaba alegremente a su lado.

¡Esto va muy bien! se dijo Angus satisfecho, porque ya veía su gran roble, no muy lejos.

Entonces pasaron varias cosas. Algún nudo, de los muchos nudos que Angus había hecho, se deshizo y el carro empezó a rodar frenéticamente por la empinada ladera, hacia abajo, desligado del caballo. Angus gritó, corriendo tras él. Y, por último, vio el carro estrellarse contra un pino y hacerse añicos.

¡Champiñones! exclamó.

Llegó sin aliento al montón de maderas astilladas. Mucho más abajo, una solitaria rueda seguía saltando. Con el corazón encogido, Angus se arrodilló y comenzó a levantar las tablas, en busca de su infortunado huésped. Con mano temblorosa levantó la primera y la segunda y la tercera... . Las maderas empezaron a volar sobre su cabeza, cada vez con mayor rapidez, hasta que sólo quedaron unas pocas y se hizo evidente que, bajo ellas, no podía hallarse el cuerpo de un hombre, ni siquiera el de un enano. Se volvió a un lado y a otro, buscando por todas partes, y no lo encontró. Y estaba tan desesperado, que incluso levantó la cabeza, mirando hacia las ramas de los pinos, aunque le parecía muy difícil que alguien medio muerto se hubiese encaramado allí, sólo para hacerle la puñeta.

Afortunadamente para él, creo que lo he perdido por el camino murmuró con un suspiro de alivio. Y recordó que, poco después de entrar en su bosque, el carro había parecido súbitamente más ligero.

Volvió apresuradamente sobre sus pasos (en toda su vida no había corrido tanto como estaba corriendo ese día y no podía dejar de pensar en sus pobres botas) y encontró al humano, tal como había caído del carro. Para enmendar su descuido, cogió enseguida al joven por los pies y lo ató a la silla del caballo. Así lo arrastró muy lentamente sobre el tupido lecho de hojas, después de apartar las piedras y las ramas caídas. El camino se hizo algo largo y el sol ya se ponía, cuando, por fin, exhausto y gruñendo, llegó a su roble. Abrió la puerta y el gato salió a husmear al extraño.

Es nuestro huésped le explicó Angus.

El gato le miró. Al cabo de un momento se volvió casi despectivamente sin decir nada, entre otras cosas porque no sabía hablar.

Ahora, sin embargo, Angus se enfrentaba a otro grave problema. Miró la puerta y después miró al humano y enseguida comprendió que no sería fácil hacerlo pasar por allí.

Sin perder la calma, Angus entró en casa, dejando la puerta abierta de par en par. Se quitó la pelliza y la colgó en el perchero, se quitó el sombrero y lo colgó, se quitó el chaleco y el reloj, pero no los colgó, los guardó en el armario y por fin respiró muy profundamente tres veces, antes de volver a salir. Se colocó de espaldas a la puerta, cogió al joven por debajo de los brazos y empezó a caminar hacia atrás. Pero, aunque sus pies se movían con frenesí, parecía que estaba siempre en el mismo sitio. Un poco más tarde, cuando ya empezaba a oscurecer, Angus pasó bien por la puerta y la cabeza del joven también, ¡ah!, pero los hombros no pasaban, por más que estiraba. Intentó pasar un brazo, pero el brazo se resistía a doblarse hacia donde le convenía (según el criterio de Angus, claro), entre otras cosas, porque a Angus le convenía que se doblara al revés. Tiró de él con todas sus fuerzas y cayó hacia atrás de golpe, sobre la alfombra de zigzags. Mientras se frotaba la dolorida cabeza, se consoló pensando que al menos el brazo ya estaba dentro. Pasó sobre el cuerpo de su huésped, medio huésped todavía, porque más de la mitad de él permanecía fuera, donde ya era de noche, y empujó desde el otro lado, sin lograr que avanzara ni una pulgada más. Finalmente se sentó sobre él, agotado y con semblante abatido.

¿Por qué no eres un poco más pequeño?.

Angus podía llegar a ser increíblemente cabezota, así que se puso en pie de nuevo y entró en la casa y lo intentó de otra manera. Levantó el brazo que ya estaba dentro y lo apoyó contra la pared. Entonces empezó a girar el cuerpo, para que entrasen el otro brazo y el otro hombro. Angus nunca había visto nada tan pesado. De pronto, el cuerpo giró y, cuando Angus estaba dándole las gracias a los dioses, el brazo que se erguía a su espalda cayó sobre su cabeza y lo estampó en el suelo.

Ya lo dicen los sabios murmuró con palabras ahogadas, desde debajo del humano.No cabe pie grande en zapato pequeño, por más que uno quiera.

Y el gato, desde la alacena de roble, le contemplaba de hito en hito, porque era muy curioso que Angus nunca hiciera caso de los refranes que él mismo decía.

Cuando se libró del brazo, continuó arrastrando al joven y no se encontró con mayores problemas. Sólo tuvo que apartar su sillón, el de delante del brasero, y luego el otro, y después la mesa y las sillas y el gran arcón, hasta que llegó a la pared. Ahora que la veía en el interior de su pequeño hogar, la figura del humano le parecía más inmensa que nunca. Y, más allá de la puerta, aún se perdían sus piernas. Angus consiguió hacer entrar una de ellas, aunque durante unos momentos bastante angustiosos se quedó atascado en la puerta, con la nariz aplastada contra la rodilla. Después de dejar el pie izquierdo cerca del brasero, de dirigió a la otra pierna, pero aquella le resultó imposible introducirla, ni doblada, ni de ninguna manera, por mucho que lo intentó. Tan sólo un pie quedaba fuera y Angus, tras un día agotador, se dio por vencido. Dejándose caer un segundo en su sillón a rayas azules y verdes, que ya no estaba frente al brasero, sino de narices al armario, se dijo: "¡Si ese pie quiere quedarse fuera, que se quede!"

Pero apenas se dio tiempo para tomarse un respiro. Con un suspiro se levantó y saltó sobre las piernas de su huésped para llegar a la cocina. Puso a hervir agua y, antes que nada, en cuanto la tetera empezó a silbar, se hizo un té bien cargado, porque lo necesitaba de verdad. Con el resto del agua caliente lavó la herida del humano y después la vendó, haciendo trizas, con todo el dolor de su corazón, una de sus sábanas perfumadas de lavanda. Mientras terminaba de vendarle, contempló el rostro del joven. Unos oscuros círculos habían aparecido bajo sus ojos. Le tocó la frente y la encontró fría como el mármol. Pero Angus no estaba dispuesto a que todos sus trabajos hubiesen sido en vano.

Dame sólo un poco más de tiempo dijo, mientras colocaba cerca de él el brasero y lo cubría con gruesas mantas.

Después de poner aún más agua a calentar, saltó otra vez sobre las largas piernas de su invitado y se dirigió al armario. De lo más hondo, de detrás de la ropa vieja y los trastos inútiles, sacó con cuidado varios polvorientos tarros de cristal. Llevaban etiquetas amarillentas, con extrañas caligrafías ondulantes, y contenían sustancias de colores muy brillantes, verde serpiente y negro noche, aunque otras eran opacas, como tierra o limo grisáceo. Angus los alineó sobre la repisa de la cocina y los contempló muy quieto a la luz vacilante de las velas, intentando descifrar los nombres borrosos. Por fin sacudió la cabeza, mientras hablaba muy satisfecho consigo mismo. Durante las siguientes dos horas, estuvo todo el tiempo inclinado sobre su gran mortero de mármol veteado. Las sombras extrañas de las velas bailaban a su alrededor, con la corriente de aire que pasaba por la puerta entreabierta y el gato fue a sentarse a sus pies. Pero de repente Angus se irguió con los ojos muy abiertos y exclamó:

¡Me falta algo! Y había una nota de urgencia en su voz.

Entonces se levantó y empezó a dar vueltas de un lado a otro. Se metió debajo de la cama, se subió encima del armario y casi se cayó de narices dentro del gran arcón, revolviendo en su interior. Eran todas estas cosas muy poco propias de él y el gato decidió prudentemente esconderse en el rincón más oscuro. Angus miró con desesperación al humano y se rascó la cabeza. En menos de media hora había revuelto su casa de arriba a abajo, como si le hubiera sacado las tripas de dentro a fuera.

—  Para romper la cadena del Arggmirth, necesito alguna clase de poder sobrenatural gruñó. Y yo no tengo ninguno.

Apenas se acababa de decir estas palabras, se volvió hacia el joven y le contempló con mucha atención. La herida de la flecha debería haberle matado en el mismo momento que traspasó su cuerpo y el veneno debería haberle hecho perecer sin remedio al instante. Sin embargo, aunque su corazón ya casi no latía, aún estaba vivo.

Yo no tengo ningún poder pensó. Pero, quizá, él sí.

Angus salió corriendo, por enésima vez ese día, y al poco rato entró de nuevo, arrastrando el equipaje del jinete. Abrió las hebillas de las ricas alforjas y lo esparció todo por el suelo con rapidez. Lo examinó con atención, pero no parecía haber ningún objeto poderoso en ellas. Sólo ropas de viaje, un laúd, y algo de comida. Y una gran espada labrada, con un inmenso zafiro incrustado.

¿Qué puedo hacer? se preguntó Angus, devanándose los sesos, porque nunca la había gustado dejar las cosas a medias.

Los ojos del duende elfo se posaron sobre el rostro del joven. Su aspecto era tan espantoso que se dio cuenta que ya no podía perder más tiempo. Frunció el ceño y su mirada se hizo más decidida. Con paso enérgico y expresión terrible (todo lo terrible que un ser de cuatro veces la altura de un gato podía llegar a ser), se dirigió a la cocina y tomó el mortero. Vertió la poción en una de sus alegres tazas, pintadas de flores, y se sentó junto a la cabeza del joven. Y, mientras la sostenía en alto para hacerle beber, murmuro:

Estoy haciendo todo lo que puedo.

Después pasó tres veces el dorso de su mano sobre los labios del herido, para convencerse de que todavía respiraba. De repente otra idea le golpeó como un martillo en la cabeza y le hizo ponerse en pie de un salto. Con una rapidez asombrosa, que nadie le hubiera atribuido a su tranquila figura, brincó como un saltamontes sobre el cuerpo inerte y corrió a la alacena. Volvió agitando su larga pluma de ganso en la mano y le quitó el vendaje al herido. Alrededor de la herida y con tinta dorada, escribió una gran palabra de poder, en las antiquísimas runas de los dioses de la tierra. Una escritura que ya casi nadie recordaba. En cuanto hubo terminado, guardó la pluma y tapó de nuevo al joven. Luego se sentó en su sillón verde y azul, una vez que le hubo dado la vuelta para poder contemplar al humano y no las flores y las hojas talladas de su gran armario.

Y esto es todo lo que puedo hacer se dijo con un bostezo.

Ya faltaba poco para el amanecer. Las velas estaban casi consumidas y algunas se habían apagado. En la tenue penumbra, Angus se durmió sin darse cuenta.

 La mañana siguiente, Angus no se despertó antes que el mismo sol, ni dio tres vueltas en la cama, ni tampoco asomó el pie izquierdo entre las tibias sábanas. En lugar de eso,  se despertó en el sillón con un crujido de huesos, a media mañana, y se levantó como un fantasma vacilante. Al pasar le echó un breve vistazo a su huésped, sólo para convencerse de que no se había muerto del todo y sólo lo estaba a medias, como la noche anterior. Después gateó sobre el arcón, trepó por encima del otro sillón y se encaramó a la mesa, desde la que cayó en su cama como una piedra.

A mediodía se decidió por fin a abrir los ojos, sólo porque estaba medio muerto de hambre. Se sentó en la cama y bostezó y, a medio bostezo, se quedó con la boca abierta de par en par. Ante él tenía la visión más horripilante que nunca hubiera podido imaginar. Muebles volcados, sillas amontonadas, cajones destripados y ropas tiradas se veían por todas partes, como si un vendaval hubiese pasado por su ordenado hogar, dejándolo todo patas arriba. Angus sintió unos enormes deseos de esconderse debajo de las sábanas, pero se levantó, encorvado como si arrastrase un enorme peso, y devoró un opíparo desayuno en compañía del gato, pues existían muy pocas cosas sobre la faz de este mundo que consiguieran quitarle el apetito.

Angus ocupó el resto del día en recogerlo todo de la mejor manera que pudo. No fue fácil. A cada paso, fuera donde fuera, se tropezaba con una mano o con una pierna o con un brazo o con la cabeza de su invitado. Al atardecer, después de encender las velas, se inclinó sobre el joven y levantó los vendajes para ver la herida. A veces le parecía que las runas doradas parpadeaban, como si un halo oscuro intentase borrarlas. Así que le dio al humano un poco más de la poción roja y humeante, pues contenía muchos ingredientes saludables y de influencias benéficas, que provenían de las entrañas de la tierra y de los bosques y de las aguas más azules y de los fuegos más sagrados y recónditos, según creía recordar. Pero no estaba seguro de que eso fuese suficiente. Cuando tapaba de nuevo al joven, Angus reparó extrañado en que las marcas en sus muñecas estaban aún más rojas y profundas que la primera vez que las había visto.

Poco después llegó la noche y sorprendió a Angus en su mecedora, mientras fumaba en su larga pipa y formaba aros de humo azulado.

La mañana siguiente se despertó temprano y, como siguió su ritual matutino acostumbrado, se sintió mucho mejor que los días anteriores. Incluso su casa tenía un aspecto mucho más presentable, si exceptuamos que más de la mitad de los muebles estaban fuera y no dentro del roble o que, para salir de la cama, tenía que pasar por encima de la mesa. A pesar de todo, Angus estaba casi alegre y saludó a su huésped con un educado buenos días. Pero, cuando le tocó la frente, ésta ardía como si fuese de fuego.

Hum... musitó, porque no sabía si eso era bueno o era malo.

Sin embargo, como él ya no podía hacer nada más, desayunó tranquilamente y lavó los platos, al tiempo que cantaba a todo pulmón. A media mañana, cogió su pelliza, su sombrero y su bufanda y salió, saltando sobre la pierna que atravesaba la puerta. A mediodía volvió cargado de setas y champiñones y granos de trigo y lo dejó todo en la despensa. Comió, por la noche cenó y después,  ya en camisón, se acercó un momento al humano antes de ir a dormir. Las runas alrededor de la herida ya no eran doradas, sino negras, como si se hubiesen quemado, y apenas podían leerse. Al ver la extrema lividez del joven, Angus movió la cabeza con un suspiro, presintiendo que el final se acercaba y se lo arrancaba de las manos, aunque nada de eso le privó de dormir como un lirón toda la noche, hasta que despuntó el amanecer.

A la mañana siguiente, Angus, antes que nada, se dirigió hacia la cocina, pasando como siempre sobre las piernas del humano. Sin embargo ni siquiera lo miró, pues si estaba muerto, como temía, no quería enterarse antes de desayunar. Pero aquella vez, cuando Angus pisó al joven, éste suspiró hondamente. Después se movió un poco y abrió los ojos. Angus se quedó profundamente sorprendido, a medio saltar la segunda pierna. El joven alzó la cabeza y le miró y luego miró a su alrededor, con los ojos muy abiertos.

¿Dónde estoy? balbuceó, extrañado. ¡Dioses! ¿Esto qué es? preguntó, aún más asombrado por lo que veía.

Intentó levantarse y su cabeza pajiza se dio un buen golpe contra el techo. Pero fue el intenso dolor de la herida y la abrumadora debilidad que sentía, hasta la punta de los cabellos, lo que le hizo caer de nuevo en su lecho de mantas con una queja, como si una mano gigantesca le hubiese golpeado.

Si sigues dándote esos golpes, todos mis esfuerzos habrán sido en vano gruñó Angus y, colocándose a su lado, le contempló con una mueca.

El joven se giró hacia él. Tenía el rostro pálido y los ojos le brillaban por la fiebre.

Te recuerdo... dijo. Y arrugó el ceño. —  ¿Me has curado tú?

Angus asintió con un movimiento de cabeza.

Me había parecido que no querías ayudarme continuó su huésped.

Y así era le dijo Angus alegremente.

El humano le contempló desconcertado.

¿Y qué te hizo cambiar de idea?

Angus esbozó una mueca y se encogió de hombros, pero no respondió.

De pronto, el joven hizo un gesto de dolor y cerró los ojos.

Estoy tan cansado... murmuró.

El viaje hasta las puertas de la muerte y el regreso desde allí son muy fatigosos sentenció Angus con acento algo rimbombante.

Al oírle, el joven sonrió divertido y su sonrisa era, como Angus recordaba, muy agradable.

¿Crees que podrías comer algo? le preguntó Angus con amabilidad.

Creo que sí respondió el joven.

Angus se dirigió a la cocina. Con el rostro contraído por el esfuerzo, su huésped apoyó la espalda trabajosamente contra la pared, incorporándose todo lo que le permitía la altura del techo.

¿Cómo he entrado? preguntó de repente, observando con incredulidad la pequeñísima puerta. Al incorporarse, el pie que había estado fuera quedó también junto al brasero. Angus, con una sensación de felicidad que no puede ser descrita con palabras, pudo por fin cerrar la entrada de su casa.

Yo te traje y yo te metí aquí le contestó después desde la cocina. Y había cierto tono de orgullo en su voz, porque no había sido una tarea fácil.

Le llevó una taza de caldo. Mientras el joven bebía a pequeños sorbos, Angus le clavó sus ojos penetrantes, al tiempo que se acariciaba la hirsuta barba. Se fue acercando cada vez más, hasta que casi pareció que iba a caérsele encima.

El joven apartó la taza de sus labios y le preguntó:

¿Qué pasa?

Angus dio un respingo y se irguió con un leve carraspeo, pero no respondió enseguida.

Quizá no lo sepas aún, pero has sido muy afortunado al caer en mis manos empezó sin el menor asomo de modestia. Sin embargo, a pesar de todo, deberías estar muerto y me gustaría saber por qué no lo estás.

El joven levantó las cejas al oír sus palabras y Angus le dijo entonces:

¿Qué clase de hombre eres tú? Y de repente estaba mucho más serio.

Su huésped apartó la mirada y terminó de tomarse el tazón de caldo, como si estuviese reflexionando.

¿Por qué crees que soy diferente a los demás? preguntó por fin.

Angus enganchó sus pulgares en los bolsillos de su chaleco, con expresión casi irónica.

Sólo con verte salta a la vista. Eres demasiado alto y perfecto y más fuerte y mucho más resistente de lo que jamás he oído contar de un humano.

Quizá sea porque entre mis antepasados hubo un dios le explicó el joven.

¿Un dios? repitió Angus lentamente. Entonces le observó con mayor interés. Así que eres uno de los señores de Faro Are... .

El joven dejó la taza vacía a un lado, con expresión ensimismada.

Pero tan vulnerable a una flecha bien dirigida como cualquier otro murmuró.

No se trataba de una flecha corriente le contradijo Angus. Casi te atravesó de parte a parte a pesar de la cota de malla. Ningún hombre hubiese sobrevivido a tal herida. Y por si eso no fuera suficiente su punta contenía tanto Arggmirth, como para causar la muerte de cien hombres. Jamás había visto tal cantidad de ese veneno en una sola arma. Desde luego, quien disparó la flecha, sabía muy bien a quien se la enviaba.

Arggmirth... murmuró el joven, impresionado. ¿Estás seguro de lo que dices?

Angus torció el gesto y se llevó las manos a la cabeza.

¡Menuda pregunta! gruñó. Si yo no hubiese estado seguro, ahora tú estarías muerto.

Su huésped permaneció silencioso unos momentos.

Te debo más de lo que creía dijo gravemente. Y ya creía deberte mucho. Permíteme que me presente. Mi nombre es Irta de Rhee, príncipe de Geranne.

Angus no conocía ninguno de estos títulos (de hecho no conocía ningún título de ninguna clase, ni sabía hacer distinciones entre reyes y aldeanos), pero le sonaron muy bien. Quizá era la forma en que el joven los pronunciaba. Tenía una voz muy cálida.

No fue nada en realidad respondió él, haciendo que sus palabras sonaran a todo lo contrario.

Irta contuvo a duras penas una sonrisa, porque no quería parecer descortés.

¿Y puedo saber el nombre de mi benefactor? preguntó.

Angus se irguió, intentando con todas sus fuerzas tener un aspecto sereno y majestuoso, pero a pesar de su empeño no dejaba de parecer pequeño y redondeado.

Yo soy Angus Del Bosque dijo con voz campanuda y, con una súbita inspiración, añadió para no ser menos elegante que su invitado. Señor del Gran Roble.

Te doy las gracias, Angus Del Bosque e Irta inclino su apuesta cabeza. Siempre estaré en deuda contigo.

El escuchar aquellas gentiles palabras, Angus enrojeció de placer y comenzó a balancearse de un pie a otro.

No es para tanto dijo, aunque era evidente que él creía que sí. ¿Te apetece otra taza de caldo? le preguntó enseguida, con una angelical sonrisa asomando entre sus abultadas mejillas.

Y, sin esperar respuesta, corrió enseguida a la cocina y llenó el tazón hasta el borde.

Irta le observaba con cierta extrañeza, porque aún recordaba que Angus había estado a punto de dejarle morir desangrado, sin que ello pareciera preocuparle lo más mínimo.

Cuando el joven hubo terminado de beberse el segundo tazón, Angus le preguntó:

¿Quién te disparó aquella flecha negra?

No lo sé dijo Irta lentamente. No recuerdo nada. Sólo unos sueños extraños.

Angus dejó lo que estaba haciendo y se sentó junto a él.

Producidos por el Arggmirth, sin duda. Cuéntame como eran le pidió excitado y dando palmadas. 

Irta arrugó la nariz.

Muy desagradables. No me gusta recordarlos.

Angus no dijo nada, pero le contemplaba con una insistencia difícil de ignorar. Tenía el rostro apoyado en la palma de las manos y los codos en las rodillas y continuaba mirándole fijamente. Irta cedió, con un leve suspiro.

Yo... no los recuerdo con claridad y su bella frente se surcó de arrugas, en un esfuerzo por hacer memoria. Estaba tendido sobre una especie de colina pelada y todo alrededor era como un yermo en tinieblas, que se perdía en todas direcciones hasta el horizonte. El cielo sobre mí era gris y muy triste, sin una sola nube, ni un soplo de viento, como la superficie de un lago opaco. Sin embargo, muy alto, había incontables siluetas negras. Trazaban círculos, una y otra vez, sobre la colina. No sé por que razón, tuve la certeza de que me codiciaban. De pronto empezaron a descender y, mientras las miraba, presentí en ellas algo terrible. Intenté moverme y no pude y me di cuenta que estaba encadenado sobre una gran losa de piedra. Los grilletes ardían alrededor de mis muñecas y mis tobillos y, mientras me quemaba al intentar liberarme, no podía apartar los ojos de aquellas horribles siluetas que se acercaban poco a poco. Durante un momento el joven guardó silencio. Entonces, una de aquellas criaturas descendió tanto, que levantó ensordecedores remolinos de aire helado a mi alrededor y me hizo cerrar los ojos. Pasó una vez sobre mí y luego otra, cubriéndome con su escalofriante sombra, y por fin se posó a mis pies y me contempló.

Hum... murmuró Angus casi embelesado y después preguntó. ¿Y cómo era?

Era una bestia oscura, espantosa y extraña. Y nunca he visto, ni he oído hablar de nada parecido en este mundo le dijo Irta. Tenía el enorme cuerpo escamado, cubierto de púas venenosas, como una coraza de guerra, y grandes alas de dragón. Sus garras eran temibles, con las uñas largas y negras, brillantes como el acero, y tenía el cuello muy largo, como el de una serpiente. Pero su cabeza era de mujer y era muy hermosa.

¿Y qué ocurrió entonces? le apremió Angus, pues el joven narraba la historia con tanta destreza, que casi se sentía como si estuviese allí.

Al ver el interés de su oyente, Irta hizo otro esfuerzo por seguir hablando a pesar del cansancio que sentía.

Durante unos momentos estuvo muy quieta, mirándome fijamente con rostro helado. Y yo, contemplándola sin aliento, estaba tan fascinado y aterrado a un tiempo, que apenas podía moverme. Tan sólo podía mirar sus ojos misteriosos, en medio de aquel silencio inconmensurable. Pero entonces sus garras hicieron chirriar la piedra y se apoyaron sobre mis piernas, como una zarpa de hierro, y su rostro cautivador se acercó tanto que casi rozó el mío. Sentí su aliento de fuego y me hizo estremecer Irta sacudió la cabeza. Lo siento, pero no recuerdo más. El aullido de un viento terrible y el intenso dolor que me producían los grilletes.

A Angus se le ocurrió mirar las muñecas del joven y descubrió que las marcas habían desaparecido completamente con su recuperación.

Tu espíritu ha viajado a los abismos del dios muerto afirmó con gravedad. Nunca nadie ha estado allí y ha regresado para contarlo.

Eso es imposible murmuró Irta, casi extenuado. No fue más que un sueño.

Entonces se tendió de nuevo entre las mantas y cerró los ojos.

No. No fue un sueño le dijo Angus y su voz sonó casi extraña. Has visto una mandrágora. El Arggmirth te ha llevado hasta ella, porque es de las mandrágoras de donde procede.

Pero Irta ya se había dormido y no le escuchó. Angus le contempló un momento, quieto como una estatua. Luego se levantó con un resoplido leve. Aún tenía mucho que hacer.

Mientras el mediodía se acercaba casi de puntillas, Angus se dedicó a preparar afanosamente un ostentoso banquete en honor de su invitado, (aunque quizá ostentoso no era la palabra adecuada, sino sólo para las costumbres de Angus). Cuando Irta se desperezó, sobre el blanco mantel de puntillas había setas con salsas y champiñones al vapor, pan negro y, como cosa muy extraordinaria, truchas asadas con patatas, pescadas esa misma mañana. Y también higos y avellanas y moras rojas. Angus contemplaba la mesa con sonrisa beatífica. Estaba todo tan cuidadosamente dispuesto, con el centro de amapolas y hiedra, que casi le apenaba tener que comérselo.

Irta se incorporó un poco, espabilado por el agradable aroma de la comida casera. Pero estaba tan débil, que la cabeza le daba vueltas.

Dicen que una mesa de sabrosos manjares, hace más llevaderos los pesares dijo sin embargo con alegría.

Angus se rió y sacudió la cabeza, pero no pudo responderle, porque ya tenía la boca llena.

La grata comida se alargó casi hasta la media tarde. Cuando llegó el crepúsculo, Angus encendió el brasero. A través de sus artísticas rendijas, surgía un resplandor anaranjado. Irta se recostó de nuevo sobre las mantas, mientras contemplaba a Angus moverse como un ratón en la creciente penumbra. Poco a poco las sombras se enseñoreaban de los rincones, entre los muebles pesados y hermosamente labrados, y los últimos destellos del sol poniente que atravesaban la ventana, bailaban ante sus ojos como velos melancólicos. El cálido hogar de Angus parecía una miniatura, de un cuento muy antiguo, e Irta se sentía casi como en un sueño. Su anfitrión encendió entonces unas velas y se sentó en el sillón, frente al brasero, como hacía cada anochecer. Los cantos de los pájaros se habían desvanecido y el susurro del viento se hacía cada vez más presente, agitando las hojas del roble. Angus fumaba ensimismado, mirando el resplandor del fuego. Mientras las perezosas espirales de humo se levantaban de la larga pipa de cuerno blanco, el gato saltó sobre el címbalo, que descansaba tirado en un rincón, y se acomodó a sus pies. El sol ya se había ocultado del todo y, tras las cortinas azules, sólo se veían sombras. Irta, que contemplaba lánguidamente a Angus, le dijo:

¿Quién eres?

Mmm... Angus aspiró más fuerte el humo de su pipa. Eso no es importante.

Te aseguro que para mí sí lo es le respondió Irta.

Muy amable de tu parte replicó su anfitrión, con el rubicundo rostro sonriente. Ya que es tu deseo saberlo, te diré que soy un duende elfo. Pero dudo mucho que jamás consigas ver a otro en todos tus largos viajes, por más que atravieses el mundo de Aar, de parte a parte.

Irta pareció sorprendido.

¿Un duende elfo? Nunca los he oído nombrar.

Eso tiene fácil explicación, una vez que conoces la filosofía ancestral de los duendes elfo respondió Angus, con los ojos chispeantes. Y, haciéndole un guiño a su huésped, se inclinó y tomó el címbalo.

Un jovial acorde recorrió la estancia, cuando los dedos de Angus pasaron sobre las cuerdas.

Nuestra casa es nuestro reino recitó con voz solemne. Y de pronto su expresión se transformó completamente y se hizo más pícara y traviesa. Y, créeme si te digo, que antes le arrancarías la muela del juicio a un lobo hambriento, que arrancarías a un duende elfo de su hogar.

Otro acorde flotó en la estancia y prosiguió con gravedad.

Leves son nuestros pasos. Caminemos de día, de noche o al crepúsculo, por el bosque, por el llano o la montaña, pocos ojos alcanzan a vernos. Y tan pocos nos han visto, que muchos son los que creen que ni tan siquiera existimos Angus sonrió maliciosamente, al tiempo que una jocosa melodía empezaba a tomar forma en las cuerdas del címbalo. ¡Ah!... ¡Pero cuantos problemas han pasado de largo ante nuestro silencioso retiro!

 Irta cerró los ojos, amodorrado por la música. Al advertirlo, Angus arrugó la nariz, como hacía a menudo cuando algo le molestaba. Entonces, arañó las cuerdas con gestos voluntariosos (aunque singularmente bruscos) y la música creció, chirriante y alegremente desafinada. Por encima de ella, la voz del duende elfo se levantó tan de súbito, que Irta abrió los ojos sobresaltado. Angus le contempló con una amplia sonrisa y, en su honor, empezó una canción con tanto ánimo y tan poco acierto, como tan sólo de un duende elfo se podía esperar.

Un buen fuego y un buen hogar,

cálido y hermoso para descansar

y un techo amable en el invierno

y, dentro, un lecho esponjoso y tierno.

esponjoso y tierno.

A los pies un gato dormilón

y en los labios una alegre canción

y ver pasar cada mañana

las estaciones tras la ventana.

tras la ventana.         

No cambiaría largas espadas,

ni su gloria, jamás,

por esta dichosa y sencilla paz.

 

Un banquete digno de un rey,

con solomillo y lengua de buey,

con salsa verde y dulce vino,

sobre un gran mantel muy fino.

un mantel de lino.

Junto al fuego, un blando sillón

y una larga pipa de humo retozón

y en las manos una jarra de cerveza

y sentir por la noche una dulce pereza.

una dulce pereza.

No cambiaría hermosas damas,

ni sus labios, jamás,

por esta dichosa y sencilla paz.

Angus se agitaba al compás cada vez más rápido de la música y daba patadas en el suelo con un pie, cantando a grito pelado. Era algo sorprendente de ver. Pero la canción era muy contagiosa, igual que la desaforada energía del duende elfo, y hacía que el joven se sintiese extrañamente alegre, como si algún misterioso hechizo flotase en el aire.

Un grato sendero y una tarde dorada

y un viejo sombrero como camarada,

pasear así es un placer,

si tus botas saben cuando han de volver,

cuando han de volver.

Por el verde camino al buen hogar

y al fuego alegre para descansar,

pues cuando la noche haya caído,

me encontrarás siempre ... en mi lecho dormido!

en mi lecho dormido!

No cambiaría grandes riquezas,

ni sus joyas, jamás,

no! .. por esta dichosa y sencilla paz!!!

La canción acabo en una jubilosa explosión de notas, (algunas de ellas no se podía saber que estaban haciendo exactamente allí) que se arremolinaban alrededor del duende elfo, casi como si le hiciesen cosquillas. Luego huyeron en todas direcciones y se apagaron, después de flotar un instante en el aire.

¡Ah! suspiró Angus, casi melancólicamente, mientras acariciaba el címbalo. Esta canción me trae recuerdos de buenos tiempos.

No hace falta que lo jures se rió Irta. Nunca he escuchado nada parecido.

Veo que entiendes de música afirmó Angus con convencimiento.

De pronto el caballo de Irta relinchó en el exterior del roble. Piafaba y se movía sin cesar a un lado y a otro. Ambos guardaron silencio y escucharon. El viento silbaba y los árboles se agitaban en todo el claro. El caballo seguía forcejeando con su atadura, hasta que se liberó. El sonido de sus cascos se perdió rápidamente en la noche.

Por los ojos de Angus pasó un destello de preocupación y dejó el címbalo en el suelo con cuidado.

Oigo acercarse algo murmuró, contemplando a Irta con expresión extraña.

El joven se incorporó, súbitamente en guardia.

¿Qué?

Ha espantado a tu montura continuó el duende elfo.

Y movió la cabeza de un lado a otro, como dando a entender que aquello no era buena señal. Dejaron de hablar, pero Irta no oía nada, salvo el helado susurro de las hojas. Entonces el gato se levantó de un salto y pasó sobre los pies de Angus como una centella, para desaparecer debajo de la cama.

No es una criatura del bosque dijo Angus con intranquilidad.

El viento arreció y comenzó a dar vueltas por todo el claro, como una manada de lobos aullantes. Las ramas crujían y las hojas y la tierra se levantaron en torbellinos que azotaban el gran roble. Angus se volvió hacia Irta, con las largas cejas erizadas. Sin decir nada se dirigió hacia la ventana y cerró las contraventanas de madera.

¿Has visto algo? le preguntó Irta en voz muy baja.

Oscuridad. Una oscuridad impenetrable como no recuerdo haber visto ni en las noches sin luna. Parece surgir de la tierra siseó Angus.

Y el joven, aunque vagamente, también experimentaba de pronto una inquietud que no sabía explicarse.

El viento se calmó, pero el silencio que le siguió fue aún más terrible que sus aullidos. Sobre el bosque había caído una quietud tan extrema que cortaba el aliento

Angus alcanzó a oír un crujido de hojas en la linde del claro. Al mismo tiempo Irta a su lado palideció intensamente. Sentía como si un dedo helado hurgase en su herida. Se llevó una mano al pecho, con un ahogado gemido, y su cuerpo se dobló hacia delante. Angus se volvió hacia él y le miró perplejo. Pero en un instante, su expresión cambió.

¡Qué los dioses nos protejan! exclamó asustado.

¿Qué me ocurre?  gimió el joven.

El Arggmirth es un veneno oscuro le explicó rápidamente el duende elfo, al tiempo que apagaba el brasero, protegía el címbalo debajo de la mesa y quitaba de en medio la palangana y las tazas de porcelana. Quien te hirió te está buscando a través suyo. Por mi roble corre una fuerza ancestral, Irta, y aquí no puede verte por grandes que sean sus poderes. Pero el Arggmirth va a atraerlo de todas formas. 

¡Maldita sea! murmuró Irta, retorciéndose de dolor.

Se dio la vuelta en el suelo para coger su espada, pero la lacerante frialdad de la herida apenas le dejaba moverse y su mano se cerró en el vacío.

Angus había dejado tan solo dos velas encendidas dentro de lámparas de cristal y el interior del roble estaba apenas iluminado. El duende retrocedió unos pasos y se hundió en uno de los rincones más oscuros, hasta que desapareció entre sombras.

En esto no puedo ayudarte.

Entonces se calló, porque unos pasos poderosos se escucharon en el claro. Y con cada uno de ellos, Irta sentía como si la aguja de hielo se le clavara más profundamente y se mordía los labios con tanta fuerza que le sangraban.

Cada vez está más cerca tartamudeó Angus, con voz temblorosa.

El duende elfo tenía la esperanza de que aquella criatura monstruosa no repararía en un ser tan insignificante como él. Podría ver a Irta a causa del veneno, pero él y todo su hogar seguiría siendo invisible a sus ojos gracias al poder de su roble.

Al mismo tiempo Irta presintió una sombra pavorosa justo al otro lado de la pared y se volvió hacia allí. La sentía tan claramente que casi veía sus ojos terribles y brillantes, atravesando el roble y clavados en él. Al instante siguiente estaba tras la puerta y el joven la miró sin aliento, esperando verla saltar por los aires de un momento a otro.

El rugido de una bestia espantosa les ensordeció y algo enorme embistió el roble y lo hizo temblar y crujir. Sus retumbantes pasos retrocedieron un poco y la criatura que se hallaba al otro lado volvió a rugir, antes lanzarse otra vez, como un trueno, sobre la pequeña puerta. El golpe fue terrible. Las astillas saltaron por todas partes, como si el gran roble hubiese estallado, alcanzado por un rayo. Al mismo tiempo, Irta, a pesar del insoportable dolor, asió su espada y se volvió en el suelo, blandiéndola con un grito. Apenas entrevió una silueta abominable, cubierta completamente de escamas rojizas, que extendió unas grandes alas, antes de abalanzarse sobre él. Sin embargo, en el mismo instante que cruzó el umbral del roble, una fuerza formidable se levantó como una muralla. La criatura fue rechazada brutalmente hacia el exterior, pero una de sus garras había hecho presa en el pie de Irta y, al salir despedida, lo arrastró con ella.

Cayeron lejos del roble. Al chocar contra el suelo, la garra que aprisionaba al joven se aflojó. Irta liberó su tobillo y retrocedió a rastras, hasta que pudo ponerse en pie, apoyándose en la espada. Pero enseguida el impetuoso aletear de la criatura cruzó el claro, hacia él. Una de sus garras hizo saltar de un golpe la espada de las manos del joven e Irta cayó otra vez al suelo, por la dura embestida. Cuando la bestia se posó ante él, la tierra tembló. Irta levantó la cabeza hacía el guerrero alado. En aquel cuerpo increíble, de cabeza bestial, sólo el torso y el grueso cuello parecían humanos. El arco y las flechas aún pendían a su espalda.

Prepárate... a morir... pronunció lentamente, como si le costase formar palabras humanas.

Sus ojos rojos se clavaron en Irta, al tiempo que un latigazo desconocido hacía crujir los árboles y la tierra empezaba a agrietarse a sus pies. Y todo él titilaba, como si una fuerza inmensa y salvaje recorriese su cuerpo.

Angus (a pesar de que la sabia vocecita del sentido común no hacía más que repetirle que no lo hiciera) apareció sigilosamente por la puerta destrozada, aunque apenas asomó la cabeza. "Debería hacer algo" pensó. Sin embargo, también pensaba que, por otra parte, no tenía porque hacer nada. La verdad es que, al ver al joven arrodillado ante aquella criatura temible, sentía una rara inquietud. Casi sin proponérselo, extendió una mano y una de las ramas más grandes de su roble se desprendió de la frondosa copa y cayó en ella como una pluma.

A la cabeza le susurró Angus y la gran rama reverberó en su mano, como envuelta en pequeñas luciérnagas.

La lanzó con un gesto leve y la rama empezó a girar cada vez con mayor fuerza, hasta que pareció que la había lanzado un gigante y no un duende elfo. El guerrero alado la oyó llegar y se volvió. La esquivó, pero la rama del roble volvió de nuevo hacia él, cortando el aire con un silbido, una y otra vez. Por fin la criatura consiguió atraparla. La rama se deshizo en cenizas entre sus deformes dedos.

Pero al volverse, Irta le aguardaba enarbolando su espada y se la clavó en el pecho. Con un grito empujó la hoja hasta la empuñadura y luego giró la espada, para causar todo el daño posible. El guerrero le miró de una forma extraña. Al cabo de un momento le golpeó con su garra y lo hizo caer hacia atrás. Lentamente se arrancó la espada del pecho. La hoja salió negra. La arrojó lejos y se volvió de nuevo a Irta. El joven, desfallecido, retrocedió arrastrándose, mientras la criatura avanzaba paso a paso hacia él, cada vez con mayor ímpetu. Con un bramido lo asió por la garganta y lo alzó frente a su rostro, mirándole a los ojos. El joven sintió como la férrea garra se cerraba poco a poco y le cortaba la respiración. Sus dedos resbalaban inútilmente sobre las escamas de aquella mano monstruosa. Sentía que las fuerzas le abandonaban y la vista se le nubló. Finalmente sus manos cayeron del brazo del guerrero. Una de ellas se deslizó sobre el pecho de la criatura y encontró la honda herida. Sus dedos tropezaron con algo duro y frío, como una piedra. Lo aferró y lo arrancó de las entrañas de aquel torso inmenso. La garra se aflojó y lo dejó caer al suelo. La criatura se contempló el pecho y luego se volvió hacia la roca palpitante que Irta sostenía en su puño, con una mirada que dejó sin aliento al joven. Se lanzó hacia él como una flecha. El corazón de la criatura dejó de latir y se convirtió en cenizas entre los dedos de Irta. Al mismo tiempo el guerrero alado se deshizo antes de llegar a tocarle y tan sólo le alcanzó un soplo helado de viento, que arrastraba más cenizas negras. El súbito vendaval le dejó atrás, dispersando las cenizas a su alrededor y, tras su paso, todo quedó de nuevo en silencio.

Irta, sin fuerzas para ponerse en pie, siguió de rodillas. Angus permanecía en el umbral del roble y el joven se volvió hacia él.

Nuevamente... gracias.

No lo he hecho por ti masculló Angus, con un gruñido. Es que ese demonio me ha roto una pata de mi sillón favorito.

El joven se sentó en el suelo y se rió.

Aquellos que despiertan la ira de un duende elfo, no saben a lo que se exponen dijo entre carcajadas.

¡Humanos! exclamó el duende elfo, mesándose los cabellos. ¿Cómo puede reírse ahora? ¡No tienen sentido común!

A la mañana siguiente, Irta se despertó con un bostezo. En la cocina se escuchaba el tintinear de las ollas y los leves pasos de Angus.

He tenido otro sueño horrible murmuró, aún medio dormido.

La voz de Angus le respondió singularmente malhumorada, "¡Ja!".

El joven se volvió hacia su anfitrión y, aunque le parecía muy raro, le descubrió preparando el desayuno con el sombrero de la pluma roja encasquetado en la cabeza. Y con la chaqueta puesta. Y con la bufanda. Y entonces advirtió que hacía bastante fresco en el interior del roble.

¡Oh! musitó Irta, al ver la puerta fuera de sus goznes. No ha sido un sueño... .

Más bien ha sido una pesadilla renegó el duende elfo, que esa mañana se había levantado de un humor horrible.

Sin dejar de murmurar por lo bajo, diciendo algo así como: "Una puntada mal dada estropea una bota, y una bota mal cosida hace una pierna dolorida, y una pierna dolorida arruina toda una vida", Angus le acercó un tazón de zumo de frambuesas y un plato de tortas de trigo, mirándole aviesamente. El joven tuvo el presentimiento de que él era la puntada mal dada.

¿Por qué te siguen demonios? le preguntó el duende elfo con mirada penetrante y se sentó a su lado, mientras comía.Que yo sepa, hace mil años que no atraviesan los abismos del dios muerto.

Irta le miró a su vez.

No tengo ni la menor idea le respondió. Es la primera vez que se me acerca una criatura parecida.

Era un demonio rhuein le explicó Angus. Después de los príncipes demonio, es una de las castas más poderosas. Las armas mortales no pueden herirles, solo las espadas sagradas que forjó el Gran Gnomo del Fuego, y si no se posee una de ellas la única forma de matarles es arrancarles el corazón. ¿Sabías tú eso?

Ahora que lo dices, creo haber leído algo al respecto le respondió Irta después de un momento. Pero te aseguro que anoche, no se me pasó por la cabeza considerar si aquello era un demonio rhuein, ni recordar cual era la manera correcta de matarlo.

Hum... murmuró Angus por toda respuesta, mirándole ahora con mayor atención desde detrás de su bufanda azul. Pareces joven dijo, al fin, como si pesase las palabras. Pero, ¿lo eres en realidad?

Irta pareció sorprendido por su pregunta.

Pues verás, soy muy joven entre los descendientes del dios Umruhre, pero anciano  y aquella palabra sonaba extraña en sus labios entre los hombres, porque tengo ciento treinta años.

El duende elfo sonrió con viveza, olvidando un instante su enojo.

A esa edad, los duendes elfo ni siquiera tienen barba.

Entonces, ¿cuantos años tienes tú? le interrogó Irta.

Pero Angus sonrió enigmáticamente.

Casi tantos como mi roble.

Irta dejó a un lado el tazón y la bandeja y se desperezó.

Tu caballo ha regresado al amanecer le dijo el duende elfo.

Entonces ya es hora de que me vaya murmuró Irta. He perdido mucho tiempo.

Aún a su pesar, Angus meneó la cabeza con desaprobación.

Todavía estás muy débil.

Sin embargo el joven no le hizo caso. Salió de entre las mantas y se dedicó a recoger todas sus cosas y a meterlas en las alforjas de piel, aunque lo hacía lentamente y moviéndose con extremo cuidado. Antes de abandonar el acogedor refugio que había sido el roble, miró apenado la pared destrozada y la puerta que colgaba tristemente desvencijaba.

Lamento que haya ocurrido esto por mi causa.

No olvides que es un poderoso roble encantado afirmó el duende elfo con una mueca. Dentro de un mes espero que ya habrá crecido, con puerta y todo.

Me alegro murmuró el joven aliviado.

Angus se inclinó para recoger con gesto casi maternal el hermoso dragón de bronce.

Aunque la mesa no volverá a crecer... continuó, con el ceño cruzado de oscuras arrugas y mirando a su alrededor. Ni mi sillón favorito. Estaba con una pata rota, ladeado sobre la alfombra. Ni el arcón labrado...

Bueno, al menos el armario se ha salvado exclamó Irta en tono conciliador.

Pero esa maldita bestia lo ha dejado hecho una pena se quejó Angus, contemplando el armario con ojo crítico. Voy a tener que darle en serio con el trapo y la cera de abejas.

El joven meneó la cabeza y se dio por vencido. Se agachó un poco y salió al exterior a través del irregular agujero en el roble, pasando sobre las maderas astilladas. El sol brillaba entre los árboles verdes y dorados.

Hace un día espléndido murmuró Irta, mientras le colocaba las alforjas a su montura.

Angus le seguía como si fuera su sombra y le contempló prepararse para la partida, aunque parecía enfurruñado y no abría la boca para nada. De repente pareció acordarse de algo y entró corriendo en el interior del roble. Salió enseguida, llevando en sus manos la blanca capa de su huésped, perfectamente doblada.

Tómala dijo. La lavé y la zurcí. Está como nueva.

Eres muy amable le sonrió Irta y se pasó la capa por los hombros. Por cierto, ¿has visto mis botas? No las encuentro por ninguna parte.

Y el joven miró sus pies, cubiertos apenas por unos ligeros zapatos que Angus le había cosido.

No. Yo no las he visto dijo el duende elfo. Y se cogió las manos en la espalda, sonriendo inocentemente. Se habrán perdido.

¿Perdido? repitió el joven desconcertado. Y, por más que se esforzó, no se le ocurrió ningún sitio dentro del reducido roble donde pudieran perderse. En fin, no importa.

Durante un momento ambos permanecieron frente a frente, sin saber que decir. Irta contempló al duende elfo con cierta melancolía.

¿Volveremos a vernos? le preguntó.

Pues, la verdad le respondió el duende elfo con total naturalidad espero que no.

Irta sonrió levemente. La luz de la mañana caía sobre ellos como una cascada blanca, entre las elevadas ramas de los árboles, haciendo que las hojas resplandecieran como esmeraldas. El joven escuchó unos momentos el canto de los pájaros que le traía la brisa, junto con el grato murmullo de las hojas. En el aire se respiraba una calma que embargaba el espíritu.

Creo que te entiendo dijo. Pero si alguna vez quieres verme, búscame en la fortaleza de Geranne. Y le entregó entonces, un anillo de oro y rubíes, que tenía la forma de un árbol. Guárdalo como recuerdo y, si algún día me necesitas, te abrirá las puertas de la fortaleza de mi padre.

Angus dio vueltas al anillo en la palma de su mano, contemplándolo fascinado. Luego levantó la cabeza.

Los duendes elfo no somos viajeros le dijo. Lo más lejos que he llegado nunca es a la cima de las colinas, donde te encontré. Dudo que me veas aparecer por la puerta de tu fortaleza.

Irta montó en su caballo, con un leve quejido. Antes de partir, le miró con expresión reflexiva.

Nunca se puede saber las vueltas que dará el mundo le respondió. Y si no vienes tú, quizá yo vuelva por aquí algún día.

Pero Angus sonrió abstraído.

Quizá no me encuentres.

Creo que recordaré el camino.

El joven le hizo un alegre gesto de despedida con la mano. Angus le contempló perderse entre los árboles. La capa zurcida, agitada por la brisa, resplandeció una vez bajo la luz que atravesaba las copas de los árboles y desapareció. El duende elfo se quedó quieto hasta que vio al jinete blanco aparecer en el camino y dirigirse lentamente hacia el norte. Lo siguió con la mirada hasta que lo ocultaron las colinas.

Angus aún permaneció un rato contemplando el camino vacío. Después se guardó el anillo en el bolsillo del chaleco y entró en su roble. Y, en el mismo momento que atravesó el umbral, no se vio puerta alguna, ni rota, ni nueva, ni ventana, ni cortinas azules, ni al gato asomado tras ellas.

El viento hizo bailar las hojas del roble y silbó entre sus ramas, en aquel hermoso claro, cubierto de hojas doradas por el sol.

 

Gracias a Isambard por haberme mandado la versión actualizada.