En el gran roble

Isambard

 

Capítulo 2. El viajero

La elevada fortaleza de Iranco se asomaba por encima de un escarpado risco, dominando las llanuras que se extendían al pie de las montañas. Su imponente mole de piedra, vestigio de unos tiempos más agitados, se erguía como un olvidado desafío, mirando hacia las tierras del sur. Al atardecer el sol poniente hacía parecer dorados sus muros grises, manchados de líquenes centenarios, y las torres altivas y, sobre ellas, estandartes azules y blancos se estremecían con violencia, azotados por los cortantes vientos del este que nunca se calmaban. Dos antiguas murallas se alzaban vertiginosamente de la roca viva y arropaban a la fortaleza como el oleaje de un mar petrificado. Habían sido construidas rodeando la enorme roca que la sostenía, para soportar feroces asedios y guerras cruentas, pero la guerra temida nunca había llegado y una espera de siglos había empezado a cubrir de hiedra los rincones más escondidos de las soberbias fortificaciones.

Asomado a una de las alargadas ventanas del castillo, un anciano contemplaba con melancolía el manto que el otoño había ido extendiendo poco a poco sobre aquellas tierras. El trigo había sido cosechado hacía tiempo y los campos parecían lienzos de amarillo pálido tendidos bajo el sol. Un caprichoso mosaico de tierras cultivadas se extendía entre las montañas y las colinas que se recortaban en el horizonte. Los bosques que se iniciaban tras ellas se estaban tiñendo de rojo y muy pronto prados verdes lo cubrirían todo con la llegada de las lluvias. El anciano se cubrió mejor con la capa, sorprendido por un súbito soplo de viento. Bajó los ojos. Algunas mujeres descendían por las retorcidas callejuelas hacia las chozas que dormían al pie de la montaña, llevando en grandes cestos la colada del castillo. Sus voces quebraban la quietud de la tarde con palabras tranquilas, sobre asuntos cotidianos.

— ¡Se acerca un jinete!

El grito de aviso se elevó sobre las murallas y el anciano frunció el ceño al escucharlo. Pocos extraños habían llegado hasta Iranco durante aquel año. Sólo uno y extraviado, pues en realidad se dirigía a Acron, la fortaleza más cercana, al otro lado del paso de Irdonhel. Recorrió el paisaje con la mirada y distinguió la silueta de un jinete, cruzando los campos anegados por las luces de la tarde. Sin embargo no llegaba del nordeste, proveniente del paso, sino del sur. Al advertirlo, el anciano abandonó la ventana y se dirigió al patio.

Al pie de las montañas, el viajero enfiló la serpenteante avenida que ascendía hasta la fortaleza. Siguiendo los desfiladeros de la ladera, el camino empedrado hizo un último giro y el jinete se encontró por fin frente al oscuro portón que atravesaba la primera muralla. Sus puertas mohosas y claveteadas de hierros estaban abiertas de par en par. Al atravesarlas, los cascos del caballo resonaron solemnemente sobre las húmedas piedras, levantando ecos a su alrededor. Salió al resguardado patio de armas y desmontó, mientras varias mujeres pasaban a su lado. Tras ellas, el capitán de la guardia venía a su encuentro.

— ¡Kháleer!  — exclamó al advertir el cabello pelirrojo del recién llegado.

El capitán contempló los ropajes rasgados, las botas abiertas y envueltas en pedazos de tela del muchacho.

— Al principio no te había reconocido — continuó al tiempo que le apretaba cálidamente el brazo.

— Hola, Heum.

Kháleer se volvió hacia su caballo de color fuego y lo palmeó afectuosamente en el cuello. Después le entregó las riendas a uno de los soldados de guardia.

—  Ocúpate de que lo traten bien en los establos. — Enseguida añadió, volviéndose al capitán.— Tengo que ver a Gálawen.

Heum le había estado observando, un tanto desconcertado por su aspecto increíblemente demacrado.

— Creo que está en la biblioteca — dijo al cabo de un momento.

Empezaba a hacer frío en las montañas y Kháleer cruzó con un estremecimiento el amplio patio. Frente a él y a ambos lados, ascendían dos escalinatas de piedra, desgastadas en su centro por el uso, y al final de una de ellas, le aguardaba ya el anciano. El muchacho se quitó cuidadosamente los guantes de montar y se detuvo un momento, observando las llagas que herían sus manos. Pero enseguida alzó la cabeza y lo alcanzó. El anciano posó calurosamente su mano sobre el hombro del recién llegado.

— ¡Kháleer! Esperaba a cualquier desconocido, pero ya no a ti.

El muchacho vaciló ligeramente al subir los escalones.

— ¿Estás herido? — le preguntó el anciano, sosteniéndole.

Pero Kháleer lo negó con un gesto y se desasió.

— Sólo necesito descanso — prosiguió. — Pero antes quisiera ver a Gálawen, si es posible.

Un paje, vestido de azul y blanco, se acercó corriendo hasta ellos, hostigado por el viento que soplaba entre los muros de la fortaleza.

— Oroma — anunció el niño, — mi señor te necesita.

El anciano se volvió a su acompañante.

— Ven conmigo, Kháleer. Gálawen se alegrará de verte a salvo.

Subieron por la ancha explanada que precedía a la segunda muralla. Al pasar Kháleer echó un vistazo a las robustas construcciones que servían de alojamiento a los soldados. Vio rostros conocidos. Atravesaron la segunda muralla y entraron en el recinto del castillo. Tres altas torres se perdían sobre sus cabezas.

— Cuando pasó el tiempo sin noticias tuyas — le dijo el consejero, mientras pasaban bajo el arco que daba entrada al castillo — Gálawen mandó partidas de soldados en tu busca. Pero regresaron sin haber encontrado nada. Todos creímos que habías muerto.

Tras el paje, atravesaron los penumbrosos salones de Iranco. A pesar de los tapices y los muebles torneados tenían un aire austero. Sobre sus cabezas, grandes haces de luz tenue descendían inclinados a través de las troneras, como largas espadas blanquecinas que encendían retazos de piedra en los enormes muros. Salieron a un corredor en el que se abrían dos puertas de doble hoja. Se detuvieron frente a la más cercana que estaba entreabierta. A través de su franja de luz rojiza se entreveía un rincón atestado de libros, bañados por destellos anaranjados, a veces cubiertos por sombras danzarinas. El paje abrió la entrada y apareció ante ellos una acogedora biblioteca. A diferencia de la mayor parte de la fortaleza, al final de la larga estancia se abría una balaustrada semicircular formada por altos ventanales que la inundaban de luz en su parte más alejada.

El señor de la fortaleza se hallaba sentado frente a la chimenea, leyendo un enorme libro de pergaminos anudados que tenía sobre su regazo. Levantó la cabeza al oírles entrar.

— ¡Kháleer!

Dejó el libro a un lado y se puso en pie. Posó ambas manos sobre los hombros del muchacho pelirrojo y sus ojos grises le contemplaron con expresión alegre.

—  Creí que no volvería a verte. Siéntate. Tienes mal aspecto — añadió.

Le hizo una seña al paje y el niño se acercó hasta la mesa para servir tres doradas copas de vino. Después el pequeño paje ajustó los porticones del fondo y se retiró por orden de Gálawen. Al cerrar la puerta las llamas sisearon en la gran chimenea, donde se calentaban azules ramas de espliego que endulzaban el aire. Las sombras que flotaban en la estancia se estremecieron bruscamente, al resplandor de las llamas, y los dos ajados estandartes que flanqueaban la chimenea parecieron flamear levemente. Kháleer y el señor de la fortaleza tomaron asiento en las grandes sillas, cerca del fuego. Oroma se sentó un poco más lejos, en un alto sillón labrado que permanecía medio en sombras. El muchacho pelirrojo tomó una de las copas de vino y la apuró casi sin darse cuenta. El cálido ambiente empezaba a desentumecer sus miembros envarados y la bebida esparció por su dolorido cuerpo una grata sensación que le caldeó las entrañas. Algo menos pálido miró a Gálawen. El joven señor de Iranco le devolvió la mirada, con ojos pensativos.

— Han pasado casi tres meses. ¿Dónde has estado?

El muchacho esbozó una mueca extraña.

— Mi señor, si te digo la verdad, no estoy seguro del todo.

Al escuchar aquella respuesta, Oroma fijó sus ojos oscuros en los del muchacho, que tenían un brillo casi febril.

— ¿Te encuentras bien?  — continuó preguntando Gálawen.

El muchacho dejó sobre la mesa la copa vacía y se despojó de la capa.

— Sólo estoy cansado, aunque, aún más, estoy hambriento.

Gálawen llamó al paje y lo mandó a la cocina, para que trajesen algo de comer. Mientras esperaban, guardó silencio un momento observando al recién llegado. Había advertido que Kháleer retrasaba el momento de hablar sobre su viaje. 

— Envié hombres a buscarte, siguiendo los mapas que te di — le dijo. — Pero no encontraron ningún rastro tuyo. Sencillamente parecías haberte desvanecido. Ahora regresas después de todo este tiempo. Kháleer, tendrás que explicarme que es lo que ha pasado.

El muchacho le miró, indeciso.

— No es fácil de contar — respondió después de unos segundos.

Gálawen enarcó levemente las cejas.

— Empieza por el principio.

Kháleer frunció el ceño, pero abrió el broche de su sobretúnica e introdujo la mano entre los pliegues de sus sucios ropajes. Un cilindro de cuero gastado emergió con ella y, del estuche de piel, un pergamino amarillento. Con sumo cuidado lo extendió sobre la mesa labrada, a la luz vacilante de las llamas, y el pergamino crujió al desenrollarse, mostrando sobre su fondo agrietado los contornos del continente de Faro Are.

— Este es el mapa que me diste, cuando me marché de la fortaleza — comenzó Kháleer, mirando el pergamino tan ensimismado como si estuviese viajando de nuevo por sus caminos.

Su dedo se posó en el mapa, sobre la torre que señalaba la fortaleza de Iranco, y luego descendió lentamente hacia el nombre que se hallaba escrito más al sur, Béregorn. Alzó los ojos hacia el señor de la fortaleza, antes de continuar.

— Como habíamos decidido, tomé el camino de Béregorn y atravesé el reino de los enanos del sur sin ningún contratiempo, en apenas cinco días. Si es cierto que aún habitan allí, yo no pude ver nada. Es imposible adivinar si existen puertas secretas entre las montañas y tampoco los enanos dieron señales de vida. Siguiendo hacia el oeste, por el camino de Angrad, vi muchas viejas sendas que los mapas no señalan, aunque eran mucho menos impresionantes que la ancha calzada que se dirige hacia el reino enano del oeste. Hice un mapa sobre aquellos lugares, pero luego lo perdí. Cuando ya me hallaba cerca de las montañas del Traal, el camino hacia Angrad se bifurcó. Yo continué por el camino que se dirigía hacia el sudoeste. A la Boca de Farahnnä. Tal como me habías pedido.

Kháleer hizo una pausa, absolutamente absorto, a la temblorosa luz de las llamas.

— A los pocos días ya veía las montañas del corazón del Traal, como una muralla forjada por titanes. Las nubes se  amontonaban sobre ellas y las nevadas cimas despedían destellos de hielo frente a mí. Me interné en los espesos bosques que cubren las tierras altas que las preceden, siguiendo siempre la senda de la Boca de Farahnnä. Las copas de los árboles cubrían el camino y me era imposible ver las montañas. Después de dos días, me pareció que el viaje se estaba haciendo un poco largo y pensé que quizá me había perdido, aunque en realidad nunca había abandonado el camino que me guiaba. Pero cuando salí de los bosques me encontré con una espesa niebla que me impedía ver el sol y las tierras que me rodeaban.

La mirada de muchacho se fijó en las rendijas de las ventanas. La luz se desvanecía tras ellas.

— Estaba completamente desorientado. Tan solo el camino de Farahnnä continuaba inamovible a mis pies. Sin embargo empecé a tener la sensación de que se alejaba de cualquier lugar conocido — continuó. — La niebla se hizo terriblemente espesa y el paisaje desapareció por completo. Era como caminar sólo entre niebla y por ninguna parte. Las piedras de la senda de Farahnnä con sus símbolos grabados, eran lo único que podía ver y dormía sobre ellas, por temor a extraviarme. Apenas atardecía me detenía y al anochecer el frío era tan intenso que la niebla húmeda formaba espejos de escarcha sobre mis ropas, a pesar de que eran los meses de pleno verano. Ya había avanzado demasiado para retroceder y seguí adelante, hasta que la niebla empezó a deshacerse. Para mi sorpresa, me encontré al final del camino, quebrado bruscamente entre piedras esparcidas. Las montañas que debían alzarse frente a mí se habían desvanecido, como por encantamiento. Todo era extraño y parecía fuera de lugar a mi alrededor, incluso el sol, que se levantaba por mi izquierda. Inexplicablemente había ido hacia el este, cuando es bien sabido que el camino de Farahnnä se dirige hacia el sudoeste.

El rostro del muchacho se contrajo pesarosamente. Gálawen y Oroma le contemplaban con extrañeza.

— Pero no me había extraviado, sino que había llegado a algún lugar. — La voz de Kháleer se apagó, hasta ser casi un suspiro. — A Alarco.

— ¿Qué estás diciendo? — murmuró Gálawen con acento sombrío.

Entonces sonaron tres golpes en la puerta y entró Bran, el mayordomo de Gálawen, acompañado de dos sirvientes. Llevaban una fuente de carne con salsa y verduras y dulces y más vino. Mientras terminaban de disponerlo todo, el señor de la fortaleza se levantó y paseó por la estancia. Abrió los postigos de una de las ventanas y un inesperado haz de luz, penetró de golpe en la penumbrosa torre. El hechizo de las llamas se rompió. Gálawen se apoyó junto a la ventana, contemplando hacia el sur el paisaje almenado de la fortaleza y, más allá, el cielo que empezaba a arder y los campos cultivados, cubiertos de brazadas de hierbas secas. Antes de salir, Bran le preguntó si necesitaban algo más. Su señor le pidió que se preparara una de las habitaciones del ala este para Kháleer.

Cuando estuvieron solos, Gálawen se sentó de nuevo. El muchacho pelirrojo estaba dando buena cuenta de la bandeja de carne. El señor de la fortaleza le observaba con semblante grave, mientras esperaba que terminara. Por fin Kháleer cogió un par de bizcochos con frutas y se recostó contra el respaldo de la alta silla. Extendió sus largas piernas frente a la chimenea y su juvenil rostro esbozó una vaga sonrisa, al observar sus botas destrozadas y sus ropajes, que habían sido verdes y ricos en tiempos mejores. Ahora tenían un color terroso y estaban llenos de agujeros.

— Kháleer, ¿has dicho que llegaste a Alarco? — le preguntó Gálawen.

— Sí, mi señor.

— ¿No te das cuenta de que lo que dices es imposible?

El muchacho le miró con seriedad.

— Sé muy bien lo que digo — respondió con una firmeza que por un momento le hizo parecer de mayor edad. — Sé muy bien que la senda de Farahnnä va hacia hacía el oeste, en dirección contraria, y que Alarco está demasiado lejos para poder llegar en tan poco tiempo, pero a pesar de todo había llegado allí.

— ¿Qué es lo que viste? — preguntó Oroma.

— Una tierras desoladas — empezó el muchacho con los ojos fijos en el mapa. — Vi fragmentos de armaduras, de yelmos y escudos, restos de una batalla que se había extendido desde los confines del horizonte hasta donde yo me encontraba. Estandartes desgarrados y derribados yacían en el suelo. Otros permanecían en pie, inmóviles, dibujando sombras alargadas. Melladas espadas y escudos masacrados por los golpes, brillaban tenuemente bajo un sol pálido. Pero no vi huesos de hombres. Sólo de sus monturas.— Kháleer estiró más las piernas ante el fuego, con aspecto pensativo. — De los guerreros solo encontré sus armaduras y sus armas.

Se mantuvo silencioso unos momentos.

— Continúa — le pidió Gálawen.

El muchacho se volvió a mirarle, como si regresase de un lugar muy lejano.

— No quería atravesar aquel lugar, a pesar de que era el camino más corto hacía Béregorn — prosiguió — y tampoco quería regresar por el sendero que me había traído. Había algo inquietante en él. Decidí rodear Alarco hacia el este, hasta encontrar el camino de Noronha. Era un poco más largo, pero más fácil y pensé que me permitiría un completar un poco más los mapas. Cuando me encaminaba hacia el este, sobre el precipicio que se alzaba por encima de la llanura, escuché ecos lejanos de aullidos tras de mí. Pronto los escuché tan claramente, que me pareció que aquellos rugidos no podían ser de ninguna criatura de este mundo. Espoleé a mi montura hasta casi sacarle las tripas, pero cada vez se escuchaban más cerca y resonaban más extraños en mis oídos. Un día se hizo el silencio. Pero mi montura estaba despavorida, como si husmeara el peligro, y yo mismo empecé a sentirlo, tan claramente como los cinco dedos de mi mano. Estabamos atravesando un bosque reseco, que suavizaba el precipicio que caía sobre las llanuras. Cuando me encontraba a medio camino, unas bestias como lobos gigantescos, empezaron a asomar entre las rocas, rodeándome por completo. Mi caballo se encabritó y, en el mismo momento en que los lobos saltaban sobre nosotros, perdió pie y caímos hacia el precipicio.

Kháleer hablaba ahora con lentitud y el viento empezó a levantarse alrededor de la torre, con un susurro que envolvía sus palabras. Pronto se pondría el sol.

— Una cornisa de la pared nos detuvo. Conseguí levantar a mi caballo, pero ahora sólo podía descender. — Continuó el joven. — Los lobos se lanzaron sobre nosotros desde las rocas, con saltos que no os podría describir, por más que quisiera. Desenvainé la espada, pero, aún estando heridos, tenían una fuerza formidable. Todavía recuerdo como fulguraban sus ojos, fijos en mí con un fuego amarillo. Me lancé a una ciega carrera, entre los árboles, con más de una decena de lobos monstruosos pisándome los talones. Al salir de las sombras del bosque y llegar a las llanuras advertí que ya no sentía sus broncos jadeos a mi alrededor. Entonces me volví y los vi entre los árboles. Pero eso fue todo.

Gálawen le contemplaba con interés.

— ¿Atravesaste Alarco?.

Kháleer le devolvió la mirada con una mueca.

— Sí.

— ¿Y aquellos lobos? — intervino Oroma. — Los describes de un modo muy extraño.

El muchacho se volvió hacia él.

— Es que eran muy extraños. — Tanto el consejero como Gálawen le miraron con cierta perplejidad. — Recuerdo que empecé a cruzar Alarco, pasando sobre los restos de armaduras, en medio de un silencio tan ensordecedor que me hacía sentir casi como si profanase una tumba. Los cascos de mi caballo pisaban estandartes que yo conocía bien, con los blasones de Rhee y Caerwen, manchados de sangre ennegrecida.

Kháleer se estremeció, quizá, por sus propias palabras o, quizá, porque el firmamento ardía, más allá de la balaustrada, y en la torre todo se cubría de melancolía. Volvió a envolverse en su capa.

— Al cabo de unos días llegué a un lugar donde los restos de la batalla se amontonaban tan espesos que apenas podía avanzar. Tuve de descabalgar y apartarlos para que mi caballo no se torciera una pata. Algo más lejos vi un estandarte blanco, que aún seguía en pie. Era muy grande y al acercarme más descubrí que era el Ern Perion.

— Me parece increíble que el Ern Perion aún esté allí — murmuró el señor de Iranco. — A sus pies, según cuentan las leyendas, murió Aënnelor de Wal Fad, con todos sus sueños de grandeza. E Iwram de Ise fue capturada. Y también el señor Hircan de Pernmar, al que llamaban El Belicoso, cayó en aquel lugar junto a Aënnelor. Son leyendas, Kháleer, que se remontan a hace mil años.

Durante un momento el muchacho no respondió y miró las puntas de sus botas.

— A mí ya nada me sorprende, mi señor Gálawen. En aquellos lugares hay algo extraño.

— ¿A qué te refieres? — le preguntó Oroma.

Kháleer se mordió los labios. Levantó los ojos y les miró a ambos. Pero en realidad parecían estar considerando lo que iba a contar a continuación.

— Mientras contemplaba el Ern Perion — empezó lentamente, — el cielo se oscureció. El montón de armaduras, a mi alrededor, empezó a estremecerse y a chirriar... A levantarse. De la tierra reseca se alzó un insoportable hedor a sangre, y al contemplar el suelo advertí que mis botas se hundían en un barro enrojecido, que no sabía de donde había salido. De repente hacía mucho viento y el cielo rugía, vomitando fuerzas invisibles que arrastraban a los hombres con ellas y los hacía desaparecer. Desenvainé la espada, aunque creía estar soñando, porque la confusión de una batalla pavorosa me envolvía por todas partes. Los hombres que retrocedían desordenadamente me empujaban y me hacían tropezar. Enormes guerreros, de armaduras herrumbrosas, me embistieron, surgiendo de entre el humo de la batalla, tras los hombres que huían, y los cadáveres mutilados que dejaban a su paso caían a mis pies. Por puro instinto alcé mi espada. Al combatir contra ellos, la empuñadura se enfrió de tal forma que me quemaba las manos a través de los guantes. Paso a paso la batalla me arrastró hacia el lugar más cruento, donde el Ern Perion se agitaba furiosamente, rodeado de guerreros que lo defendían. Una mujer alta y pálida, cuyo yelmo había caído, se batía entre ellos con admirable furia. Distinguí el dragón de Ise labrado sobre su armadura y supe que era Íwram de Ise. Se volvió un momento y vi que tenía los ojos muy azules y el cabello negro. Me pareció terriblemente hermosa, aun cubierta como estaba de sangre. Aquella visión me había desconcertado tanto que por un momento olvidé donde me encontraba. De repente la espada de uno de los antiguos guerreros que nos atacaban me atravesó el hombro, con un golpe tan terrible que me derribó. Los hombres que huían corrían desordenadamente y pasaban sobre mí, sin verme. Sus gritos eran ensordecedores. Y el cielo seguía llevándose a los hombres. El guerrero que me había herido hizo voltear su espada con un alarido y junto a mí se desplomo un joven. Revolviéndome en el barro, me levanté y golpeé a mi atacante en la cabeza. Su yelmo saltó por los aires, pero me encontré con un cadáver.

— ¿Con un cadáver? — le preguntó Gálawen, que a cada momento que pasaba encontraba más increíble el relato del muchacho.

— Sí. Tenía la cara de un muerto. Los ojos helados y la tez lívida. Y una herida abierta, pero que no sangraba le atravesaba la garganta.

— Kháleer, estas describiendo a los guerreros que están bajo el dominio del dios muerto.

— Ya lo sé.

El señor de Iranco le contempló con escepticismo. El joven se pasó la mano por sus cortos cabellos, tan rojos como el mismo fuego.

— Los golpes me llovían de todas partes — siguió a pesar de todo — y retrocedí, hasta que fui acorralado con otros hombres alrededor del Ern Perion. Nuestros enemigos se abatían sobre nosotros como una rugiente horda, que nos arrollaba. Los cadáveres iban amontonándose a mis pies, como si las mismas fauces del infierno se hubieran abierto bajo nosotros. Luché hasta quedarme sin aliento y hasta que apenas pude levantar la espada del suelo. Entonces vi a Aënnelor mientras combatía. Había en él algo magnífico, como dicen los cantos. Casi todos los guerreros que defendían el Ern Perion habían caído y apenas quedaban media docena, pero Aënnelor e Iwram aún empuñaban sus espadas junto al estandarte... . De pronto el combate se detuvo y se extendió un silencio terrible. Incluso el cielo pareció calmarse. Los ejércitos que nos rodeaban se abrieron y dieron paso a dos guerreros que, aún ocultos bajo prodigiosas armaduras, desprendían un poder increíble. Un mar de enemigos nos rodeaba por completo y supe que iba a morir en una guerra que había tenido lugar hacía mil años.

Kháleer hizo una pausa.

—  Mi señor Gálawen, no sé si lo que cuento es cierto. Sólo sé que yo creo que realmente ocurrió y si no confiara en ti no te lo contaría.

El señor de Iranco se recostó en el respaldo de la alta silla y clavó en él sus ojos acerados.

— Kháleer, puede que me cueste creer lo que dices, pero nunca dudaría de tu sinceridad.

 El muchacho se quedó pensativo al escucharle. Después de un momento desenvainó su espada y la despojó de los sucios harapos que cubrían su empuñadura.

— ¿La conoces, mi señor? — le  preguntó a Gálawen.

La espada llameaba con claros destellos entre las sombras de la habitación y el cielo de fuego teñía de ardientes tornasoles sus grandes gemas y sus ricos metales, trenzados y repujados. Una gran perla alargada reverberaba en el centro de la empuñadura, como una estrella blanca.

— No — respondió el señor de Iranco. — Pero es muy hermosa.

— Yo sí la conozco — dijo entonces Oroma, con gravedad. — Es una Espada Sagrada.

Gálawen se irguió en su silla, sorprendido.

— ¿Es eso cierto, Kháleer?

El joven guerrero suspiró, antes de responder.

— Sí. Es Íbrovann, la espada de Eládhym de Krwn y, antes, de su padre, Aënnelor de Wal fad.

— ¿Cómo llegó a tus manos? — le preguntó el señor de la fortaleza con una súbita reserva.

— Me la dio mi madre, quien a su vez la recibió de la suya. Pero, en realidad, no sé como la consiguió mi familia.

— De ninguna forma innoble — dijo Oroma. — Sino la espada no te serviría. Guárdala, mientras nadie de la estirpe de Krwn la reclame.

— No queda nadie de la estirpe de Krwn, Oroma — repuso Gálawen. — Y los otros señores de Faro Are no opinarán como tú. ¿Acaso olvidas que algunos de ellos no poseen Espadas Sagradas? — Entonces se volvió de nuevo al muchacho. — Kháleer, si alguna de las espadas perdidas que forjó Aubron sale de nuevo a la luz, ten por seguro que la reclamarán. Son muy valiosas y nunca las ha poseído nadie, sino los descendientes de Umruhre. — Guardó silencio un momento. — Pero, ¿por qué nos lo has contado?

Kháleer envainó su espada.

— Ahora que he empezado no quiero ocultarte nada. Fue Íbrovann, quien de alguna manera me sacó de aquella pesadilla. No sé como, ni porque, pero fue ella.

— Las Espada Sagradas poseen grandes poderes, muchos de ellos ni aún sus propios señores los conocen — dijo Oroma. Entonces tomó la espada de manos del muchacho y leyó los extraños caracteres labrados en la base de la perla. — Agrhm drei. El brazo de los dioses. Ese es el nombre que le dio Aubron en la antigua lengua de los dioses de la tierra.

El señor de Iranco se volvió hacia su consejero, con mirada penetrante.

— ¿Cómo lo sabes tú, Oroma, si nadie ha conocido jamás esa lengua?

Por unos momentos su consejero guardó silencio, pero luego respondió simplemente:

— Siempre se me ha tenido por un hombre sabio.

Sus ojos se encontraron con la inteligente mirada de su antiguo pupilo.

— Pues no sabía que tu sabiduría llegara tan lejos — le respondió Gálawen, observándole fijamente.

Oroma guardó silencio y Gálawen se volvió hacia el muchacho pelirrojo.

— Kháleer, continúa por favor.

Este se irguió con lentitud y luego frunció el ceño. El fuego crepitaba.

— La batalla se había desvanecido y me encontré otra vez en la llanura desierta. Pensé que había sufrido una alucinación. Pero entonces vi sangre goteando sobre la tierra y la sangre era mía. La sangre era real y la herida en mi hombro era real y me dolía atrozmente. Monté y volví grupas, deshaciendo el camino andado. Por nada del mundo me hubiera adentrado más en aquel lugar. La sangre se escurría entre mis dedos y me sentía muy débil, pero aún así espoleé a mi montura hacia el bosque por el que había descendido. Cuando ascendía hacia las tierras altas, tuve el presentimiento de que alguien seguía mis pasos. Me detuve y me volví. Una sombra extraña se recortaba en el cielo oscurecido, haciéndose cada vez más grande. Nunca antes había visto nada parecido. Aquella criatura venía derecha hacia mí, pero antes de llegar se posó en tierra y permaneció inmóvil, medio vuelta hacia el norte. Su cuerpo era rojizo y deforme, como si se hubiera cruzado a un hombre con una bestia. De repente levantó cabeza y tuve la certeza de que me contemplaba, aún a través de los árboles en que me hallaba escondido. Sentí un estremecimiento incontrolable y aferré la empuñadura de mi espada. Pero después de un momento extendió sus grandes alas y se alejó de nuevo hacia el norte, marchándose por donde había venido. Inmediatamente monté en mi caballo y me alejé de allí. La herida del hombro se cerraba con asombrosa rapidez y, antes de que cayera la noche, había desaparecido sin dejar cicatriz alguna. Por entonces ya era invierno.

— No podía ser invierno, Kháleer — intervino Gálawen. — El invierno no ha llegado todavía. Estamos a principios de otoño.

Los ojos del joven guerrero se perdieron por la ventana abierta. Oscurecía.

— Allí era pleno invierno — repitió.

Al volver la fijar sus ojos en sus anfitriones, meneó la cabeza lentamente.

— Sé lo que pensáis — murmuró.

Su mano pasó lentamente sobre el corte que destrozaba la gruesa cota de malla, bajo su clavícula izquierda.

— Pero sólo una espada pudo destrozarme así la cota de malla y sé que bajo este corte estaba la herida.

El muchacho se sirvió otra copa de vino.

— La parte más extraña de mi viaje termina aquí — dijo mientras bebía. — No recuerdo muy bien lo que pasó después. Creo que tuve mucha fiebre. Empezó a nevar, hasta que todo se cubrió de blanco. Me dirigía hacia el este. Pero la ventisca me trajo aullidos de lobo desde aquella dirección. Sólo con escucharlos me sentí aterrorizado, porque los recordaba perfectamente. Me desvié hacia el sur y procuré esquivarlos, pero me seguían los pasos y me empujaban más y más hacia el sur, hacia el segundo brazo de la cordillera Traal — lo señaló en el mapa, — donde se encuentran las ruinas de antes de Alarco. Pronto hallé el Camino de los Ejércitos, que llevaba hasta ellas, y lo seguí para avanzar a mayor velocidad. Un anochecer, mientras ascendía por las colinas hacia las montañas, distinguí a los lobos tras de mí, extendiéndose como una mancha oscura sobre la nieve. El frío era espantoso, pero yo me abrasaba y creo que en alguna ocasión llegué a delirar. Mis recuerdos son muy vagos. Mi caballo corría instintivamente para alejarse de las bestias que nos seguían y yo apenas tenía fuerzas para mantenerme sobre la silla. Cuando llegamos a las montañas, el Camino de los Ejércitos se desvaneció y las sendas se volvieron muy empinadas. Los aullidos se escuchaban cada vez más cerca. La senda que había tomado mi caballo terminaba en las ruinas de una de las fortalezas y el animal entró por el desvencijado portón de la muralla, apenas abierto, y llegó al patio de armas, donde de detuvo. Los muros estaban bien conservados, incluso sus partes destruidas eran aún muy altas, y me entretuve a atrancar el portón. Luego penetré en el vestíbulo del castillo y allí caí sin fuerzas de mi montura. Más que andar me arrastré hasta las grandes puertas para cerrarlas también, pero mientras las empujaba, una negra ola de gigantescos animales empezó a sobrepasar las partes más deterioradas de las murallas, con saltos tan imposibles que por un momento me quedé sin resuello. Las puertas estaban casi soldadas por la herrumbre. En el último momento conseguí moverlas y las cerré. Al mismo tiempo, las bestias cayeron sobre la entrada con sacudidas tan terribles, que tuve que atrancarla con mi propia espada.

Gálawen encendió un candelabro en la chimenea y, al volver a sentarse, trajo consigo algo más de luz.

— La nieve no dejaba de caer y el ulular de los lobos era constante. Se lanzaban contra la puerta con una furia ciega y sus bruscos golpes resonaron sin cesar toda la noche, hasta que casi me hicieron gritar. Pero al día siguiente habían desaparecido y aún no sé por que. Luego también dejó de nevar y los días se hicieron más apacibles. Ni siquiera me atrevía a asomarme por la puerta y subí a la torre, aunque no vi nada extraño. Así que bajé de las montañas y me encaminé a la senda de Noronha, en el este. Esta vez nada entorpeció mi viaje de regreso.

Gálawen se puso en pie. El viento gemía en el oscuro exterior, entre los estrechos desfiladeros de las montañas, y los postigos de las ventanas se estremecían y repicaban suave y continuamente contra los muros de piedra. El ambiente de la estancia era frío, a pesar del fuego. A ambos lados de la chimenea, los dos viejos estandartes guardaban el escudo con el sello de la estirpe de Nnor y sus viejas telas, ahumadas y descoloridas, también temblaban. Gálawen llamó a Areth para que cerrara las ventanas de la biblioteca. Cuando el paje hubo salido, Gálawen se dio cuenta que al calor del fuego, Kháleer, envuelto en su capa, estaba arrebujado en su silla y se había quedado medio dormido

— Deberíamos despertarle para que fuese a descansar — murmuró Oroma, mirándole.

Gálawen fijo también sus ojos en el muchacho.

— Todo lo que cuenta en muy extraño. — De pronto, el señor de Iranco se giró hacia su consejero. — Oroma, siempre creí que me habías enseñado todo lo que sabías.

En el rostro del consejero cada una de sus profundas arrugas parecía extraña y enigmática, pero su gesto se tornaba extraordinariamente cálido, cuando se dirigía a Gálawen. Miró a su señor y le dijo:

— Hay conocimientos que no son para los hombres. — Y sacudió la cabeza.

— ¿Cómo aprendiste la lengua de los dioses de la tierra?

— Soy muy anciano, hijo mío. He conocido sabidurías muy antiguas, que ahora ya se han perdido.

Gálawen sabía perfectamente que en su consejero había algo misterioso. Él mismo había cumplido ya cien años y, desde que tenía memoria, Oroma siempre había estado a su lado y siempre con el mismo aspecto envejecido. Las veces que le había interrogado sobre su origen, Oroma le había respondido con evasivas. Pero el cariño que profesaba a su antiguo mentor, impedía al señor de Iranco pensar en ello demasiado menudo.

— ¿En qué piensas? — le preguntó a su consejero.

— En cosas que ocurrieron hace ya mucho tiempo — respondió Oroma lentamente, y estaba tan sombrío y su voz surgía tan apagada que Gálawen pensó en tiempos tan lejanos, como ni siquiera podía llegar a soñar.

El señor de la fortaleza se levantó y lanzó unos cuantos leños al fuego agonizante.

— Es como si las leyendas se levantaran de sus cenizas — musitó, contemplando las llamas.

— Si es así, pueden abrasarnos como el fuego — respondió el anciano.

Gálawen se volvió hacia Oroma y le miró unos segundos sin decir nada.

— Quizá — asintió al fin. — Pero sólo si dejan de ser leyendas para convertirse en realidad. Yo no lo creo.

Oroma no le respondió. Las sombras volvían a cernirse sobre la estancia y el fuego parecía alegrarse en la chimenea, y danzaba y saltaba vivazmente.