El mito como floración del lenguaje

 

 

Se ha dicho que el mito es una "enfermedad del lenguaje", pues los mitos de los pueblos arcaicos surgen a partir de deformaciones lingüísticas que acaban por personificar conceptos abstractos; en todo caso, sólo puede considerárselo "enfermedad" en el sentido en que la perla es una enfermedad de la ostra.

En el caso de Tolkien, toda esa construcción mítica coherente que parte del Silmarillion y se continúa con El Hobbit, El Señor de los Anillos,  y una cantidad de obras menores, es según expresamente lo declara su autor, una creación de carácter lingüístico.

Durante su infancia, Tolkien había jugado a inventar lenguajes secretos e imaginarios; sus estudios de lingüística, que le permitieron bien pronto tomar contacto con el latín, el griego y las lenguas germánicas, lo llevaron, en los años de estudiante, a escribir parodias en lengua gótica o sajona.

A medida que sus estudios avanzaban, el proyecto de crear un lenguaje, con toda una gramática, vocabulario y etimologías, fue apasionándolo. Cuando lo creó, lo llamó Quenya, el idioma de los elfos; no conforme con esto, lo supuso derivado de un idioma más arcaico, el Eldarin, y le creó una lengua hermana, el Sindarin.

El Quenya era una derivación del finlandés, idioma que Tolkien comenzaba a estudiar: fascinado por el Kalevala, quizás concibió la idea de imitar a Lânnroth, quien había descubierto e inmortalizado ese poema popular. En cuanto al Sindarin, la otra lengua élfica, le dio la estructura y las raíces del galés. Estas circunstancias explican las similitudes de esos idiomas con lenguas conocidas.

Es sabido que en el descomunal apéndice de El Señor de los Anillos (cerca de doscientas páginas) Tolkien ofrece los alfabetos, fonética y reglas gramaticales de ambos idiomas, que había construido antes de ponerse a escribir sus grandes obras; la mitología, en realidad, surgió como intento de darles una historia a las lenguas imaginarias y engendró una geografía y cronología minuciosas.

Ciertos nombres tienen orígenes accidentales: hobbit deriva de Babbit, personaje de la novela de Sinclair Lewis; Tom Bombadil era un muñeco con el cual jugaban los hijos de Tolkien; pero en todos los casos Tolkien se las ha ingeniado para dotar a los nombres de una etimología convincente.

Esta manía lingüística que se venía manifestando desde la infancia -Tolkien disfrutaba con el sonido de las palabras y las formas de las letras- y en parte integraba su profesión, llegó a desbordarse aún sobre su vida diaria. Desde 1919, Tolkien llevaba un diario personal escrito con los caracteres feânorianos del alfabeto de Rúmil, por él inventado; como cada tanto variaba los valores de las letras, los biógrafos han tenido bastante trabajo en descifrar sus anotaciones.

Los elfos aparecieron as¡ como necesidad de inventar un pueblo que hablara el Quenya y el Sindarin; en cuanto a los hobbits, nacieron sin premeditación alguna. Las demás razas ficticias que, incluyendo al hombre, habitan la Tierra Media, fueron incorporadas a medida que la obra iba creciendo y se convertía, de una fábula situada en un reino de hadas impreciso, en la historia de toda una era de la Tierra Media, un mundo con vida propia.

Una pregunta que muchos lectores se formulan es: ¿Dónde está la Tierra Media? Muchos han pensado que se trata de otro planeta, de un mundo paralelo, etcétera. En realidad, el origen de la palabra Middle Earth está en la expresión noruega Midgard, que indicaba el "centro del mundo", como en casi todas las lenguas arcaicas; pensemos en Delfos, "ombligo del mundo", o en China, Imperio del Medio.

La llamada Tierra Media es, pues, nuestra Tierra, si bien, según las palabras de Tolkien, "la acción se ha situado en un periodo de antigüedad puramente imaginaria (aunque no completamente imposible), en el cual la forma de las masas continentales era completamente distinta".

La guerra del Anillo se desarrolla durante los años 3018 y 3019 de la Tercera Era de la Tierra Media. En cambio, el relato del Silmarillion cubre la Primera Era, la edad de oro en la cual los ángeles (Valar) visitan a los hombres y sus contemporáneos, los elfos; es la edad en que comienza la Caída y se rompe la promesa de la inmortalidad.

Se ha observado que resulta sorprendente que, siendo Tolkien profundamente cristiano, no aparezca la religión en su mundo, ni como concepto ni como expresión de culto. Por el contrario, esto es deliberado. Tolkien sentía un gran pudor por usar explícitamente temas religiosos, y prefería sugerir antes que hacer apologética; por esa razón censuraba a C. S. Lewis y Charles Williams, que habían hecho un abundante uso de la teología en sus novelas fantásticas.

Una lectura cuidadosa de sus principales símbolos, tal como la que realizó Sandra Miesel2, muestra que El Señor de los Anillos se basa en una cosmovisión cristiana; no es un idilio ni un cuento de hadas, sino la elegía de un mundo que ha perdido la inocencia; también es la historia de la renuncia de Frodo, quien se desprende de lo que más ama para que otros puedan vivir en paz.

Tolkien imaginó a los elfos como primitivos pobladores del mundo, junto con el primitivo tronco de los humanos; en el Silmarillion son éstos quienes aparecen como herederos de la Tierra. Luego surgieron, independientemente, los hobbits, rodeados del decorado tradicional de los cuentos de hadas: dragones, ogros y enanos...

Al combinarse ambas historias en la trilogía del Anillo, aparecieron otras razas, como los Ents o árboles parlantes, los Orcos (Orcs u ogros), Trolls y enanos. Cada una de estas especies, si bien en general parecen tomadas de los cuentos de Grimm o de la mitolog¡a nórdica, tiene una psicología muy convincente y bien delineada: los elfos son criaturas poéticas, dulces y distantes, los enanos son laboriosos y temibles guerreros, los diversos monstruos están tratados con humor; en especial, Gollum es una figura compleja y definida. En cuanto a los hobbits, su parecido con tanta gente sencilla que todos conocemos no es casual, pues el autor quiso rendir con ellos un homenaje al hombre común, luego de ver de qué cosas era capaz en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.

Más de una vez ha aclarado Tolkien que la guerra del Anillo no es una alegoría, aunque fue escrita durante la Segunda Guerra Mundial y muchos quisieron ver en ella un reflejo de esos hechos; sin embargo, la cuestión está lejos de haber quedado definida, y Tolkien se ha limitado a distinguir entre una alegoría deliberada y un texto abierto que el lector puede descubrir como aplicable a su experiencia.

Su concepción del Mal (Sauron) es enteramente cristiana, pues no tiene entidad en s¡ mismo sino que es apenas una corrupción del Bien. El símbolo del anillo, como personificación del poder, tampoco es original. Tolkien ha rechazado como ridícula la comparación del anillo de Frodo con el de los Nibelungos, diciendo que lo único que ambos tienen en común es el hecho de ser redondos. Sin embargo, hay un parentesco más cercano con el anillo de Giges. Este es un mito que relata Platón en el Libro II de la República, sobre un pastor que encontró un anillo mágico que le volvía invisible y, sintiéndose impune, se apoderó del poder para cometer toda clase de tropelías; sobre el mismo tema está construido El Hombre Invisible, de H. G. Wells.

Quizá uno de los más penetrantes elogios hechos a El Señor de los Anillos se encuentre en una de las primeras recensiones que mereciera, la de Bernard Levin, quien dijo que se trataba de "una de las más notables obras de literatura de nuestro tiempo y de cualquier otro tiempo, reconfortante en estos días agitados, porque nos confirma que los mansos heredarán la tierra".

Pablo Capanna