Celos de Luna (leyenda enana)

 

Corría por el bosque disfrutando de su libertad, de su eterna vida. Era hermosa, más de lo que jamás lo ha sido una criatura que ha pisado esta Tierra.

Su pelo brillaba con luz propia, danzando al son de sus gráciles pasos.

Pelo de dorado color oro.

Sus manos acariciaban los árboles al pasar junto a ellos y estos, henchidos de orgullo, agradecían sus caricias entre susurros de amor y pasión.

Manos de piel lechosa.

Allí donde ella estaba, siempre era primavera, los retoños salían de su letargo cuando pasaba y la vida crecía ante sus ojos.

Ojos de claro gris azulado.

Era una chiquilla, joven y alegre, una niña para los suyos, pero una anciana para los mortales. Recién llegada de un remoto lugar, ahora ya formaba parte del bosque. Lo había hecho suyo, o, mejor dicho, el bosque había decidido que no quería más dueña que ella. Era fácil enamorarse de tan bello ser; tan fácil era que incluso la Luna se fijó en ella. Pero no se fijó por amor. Le tomó envidia. Aquella grácil criatura había llegado y le estaba robando su luz, su poder y la reverencia que los seres vivos le otorgaban.

La Luna estaba celosa.

Una noche tras otra, después de salir de su lecho marino, la Luna caminaba por el cielo y observaba a la chiquilla de pelo dorado. El ansia de venganza hizo que comenzase a menguar, cada noche que pasaba, hasta desaparecer y no querer salir a dar su nocturno paseo. Cuando el berrinche pasaba, crecía de nuevo, a la vez que, disimuladamente, escrutaba a la criatura que le había hecho enojar. De nuevo, mostrando todo su poder, todo su esplendor, la Luna subía a lo más alto del firmamento e intentaba eclipsar la belleza de la niña.

Noche de Luna Llena.

Pero el poder que irradiaba la niña superaba con creces al de la Luna. El bosque hacía caso omiso de su luz, solo tenían ojos para la chiquilla. Y la Luna, herida, menguaba de nuevo, para esconderse y que nadie pudiese ver su furia. En las noches en las que no aparecía, comenzó a urdir su venganza. Comenzó a pensar en como volver a recuperar su reinado. Reinado de luz dorada, reinado de Luna.

La Luna y su reino.

El mar, siempre atento e inquieto, era el único que conocía la furia de la Luna, ya que esta dormía cada día bajo su manto. Y la escuchaba murmurar palabras de venganza, palabras sin sentido para él. No entendía el porqué de sus enfados, y le preguntó, preguntó a la Luna.

El mar no sabe que ocurre.

Y la Luna, al ser preguntada por el mar, tuvo una idea. Engañaría al mar para poder deshacerse de la niña. Planeó su venganza meticulosamente; dijo al mar que le había encontrado una esposa, una compañera. El mar, hastiado de su profunda soledad, preguntó quién era el ser que quería formar parte de él. Preguntó quién estaría dispuesto a soportar sus continuos cambios de humor y rabietas, preguntó quién sería capaz de amarle y comprenderle. La Luna, sonriente, le dijo que solo tenía que llamar con su profunda voz a una niña que habitaba en el bosque, que ella estaba esperando su llamada, y que- continuó mintiendo la Luna- la chiquilla le había dicho que amaba al mar, mas no era capaz de decírselo por miedo a que la rechazase.

La Luna engaña al Mar.

Una noche, noche de Luna Llena, la niña corría por el bosque, entre los árboles y bajo las estrellas. Pero aquella noche una voz se alzó entre el murmullo del bosque. Una voz que la llamó repetidas veces. Ella, demasiado curiosa debido a su inocencia, se encaminó en dirección a la voz, y salió del bosque. Allí, no muy lejos, vio al mar. Era el mismo mar del que hace no mucho- para ella- había llegado. Aunque no entendía porque la llamaba. Así que se acercó a la playa, cerca del agua, y le preguntó qué es lo que quería. El mar, al verla, también la recordó, recordó el día en el que los pies de la chiquilla acariciaron su orilla, al bajar de un barco. Recordó cómo deseó poder atesorarla ese día. Nunca imaginó que una criatura como aquella pudiese enamorarse de él. Y sin decir nada, pensando que ella le amaba, sacó uno de sus brazos de agua y se la llevó consigo.

El mar se la lleva.

Hasta lo más profundo de su ser el mar se llevó a la niña. Y allí, en su corazón, la depositó. Pero la chiquilla de dorado pelo no le hablaba, nada le decía. Una y otra vez acariciaba su rostro, pero ella no reaccionaba. Y la miró a los ojos, y en ellos vio la sombra cristalina de la muerte. Entonces escuchó una risa en lo alto del cielo. Y supo del engaño de la Luna.

La Luna se había vengado.

* * *

Desde aquel día el mar sigue a la Luna, la sigue allá donde va. No la deja descansar en paz bajo su lecho, y hace que tenga que buscar la noche en otras tierras. Continuamente le recuerda su vil acto y, alguna noche, sube el cuerpo sin vida de la chiquilla a la superficie, para que la Luna lo vea.

Es entonces, en esas noches, cuando un rojizo color sangre tiñe la luz de la Luna.

 

Escrito por Mellon Gabilul