5

 

EL CABALLERO BLANCO

 

   -Estoy helado hasta los huesos- dijo Gimli batiendo los brazos y golpeando los pies contra el suelo.  Por fin había llegado el día.  Al alba los compañeros habían desayunado como habían podido; ahora a la luz creciente estaban preparándose a examinar el suelo otra vez en busca de rastros de hobbits.

      -¡Y no olvidéis a ese viejo! -dijo Gimli-.  Me sentiría más feliz si pudiera ver la huella de una bota.

      -¿Por qué eso te haría feliz? -preguntó Legolas.

      -Porque un viejo con pies que dejan huellas no será sino lo que parece -respondió el enano.

      -Quizá -dijo el elfo-, pero es posible que una bota pesada no deje aquí marca alguna.  La hierba es espesa y elástica.

      -Eso no confundiría a un montaraz -dijo Gimli-.  Una brizna doblada le basta a Aragorn.  Pero no espero que él encuentre algún rastro.  Era el fantasma maligno de Saruman lo que vimos anoche.  Estoy seguro, aun a la luz de la mañana.  Quizá los ojos de Saruman nos miran desde Fangorn en este mismo momento.

      -Es muy posible -dijo Aragorn-, sin embargo no estoy seguro.  Estaba pensando en los caballos.  Dijiste anoche, Gimli, que el miedo los espantó.  Pero yo no lo creo. ¿Los oíste, Legolas? ¿Te parecieron unas bestias aterrorizadas?

      -No -dijo Legolas-.  Los oí claramente.  Si no hubiese sido por las tinieblas y nuestro propio miedo, yo hubiera pensado que eran bestias dominadas por alguna alegría repentina.  Hablaban como caballos que encuentran un amigo después de mucho tiempo.

      -Así me pareció -dijo Aragorn-, pero no puedo resolver el enigma, a menos que vuelvan. ¡Vamos!  La luz crece rápidamente. ¡Miremos primero y dejemos las conjeturas para después!  Comenzaremos por aquí, cerca del campamento, buscando con cuidado alrededor y subiendo después hacia el bosque.  Nuestro propósito es encontrar a los hobbits, aparte de lo que podamos pensar de nuestro visitante nocturno. Si por alguna casualidad han podido escapar, tienen que haberse ocultado entre los árboles, o los hubieran visto.  Si no encontramos nada entre aquí y los lindes del bosque, los buscaremos en el campo de batalla y entre las cenizas.  Pero ahí hay tan pocas esperanzas: los jinetes de Rohan han hecho su trabajo demasiado bien.

 

 

   Durante algún tiempo los compañeros se arrastraron tanteando el suelo.  El árbol se alzaba melancólico sobre ellos; las hojas secas colgaban flojas ahora y crujían en el viento helado del este.  Aragorn se alejó con lentitud.  Llegó junto a las cenizas de la hoguera de campaña cerca de la orilla del río y luego retrocedió hasta la loma donde se había librado el combate.  De pronto se detuvo y se inclinó, casi tocando la hierba con la cara.  Llamó a los otros, que se acercaron corriendo.

      -¡Aquí al fin hay algo nuevo! -dijo Aragorn.  Alzó una hoja rota y la mostró, una hoja grande y pálida de desvaído color dorado, ya casi pardo-.  He aquí una hoja de mallorn de Lórien, con unas pequeñas migas encima y unas pocas migas más en la hierba. ¡Y mirad! ¡Unos trozos de cuerda cerca!

      -¡Y he aquí el cuchillo que cortó la cuerda! -dijo Gimli y extrajo de entre unas hierbas, donde la había hundido algún pie pesado, una hoja corta y mellada.  Al lado estaba la empuñadura-.  Es un arma de orco -dijo tomándola con precaución y observando con disgusto el mango labrado; tenía la forma de una horrible cabeza de ojos bizcos y boca torcida.

      -Pues bien, ¡he aquí el enigma más raro que hayamos encontrado hasta ahora! -dijo Legolas-.  Un prisionero atado consigue eludir a los orcos y a jinetes que los rodean.  Luego se detiene, aún al descubierto, y corta las ataduras con un cuchillo de orco. ¿Pero cómo y por qué?  Pues si tenía las piernas atadas, ¿cómo pudo caminar?  Y si tenía los brazos atados, ¿cómo pudo utilizar el cuchillo?  Y si ni las piernas ni los brazos estaban atados, ¿por qué cortó las cuerdas?  Contento de haber mostrado tamaña habilidad, ¡se sienta a comer tranquilamente un poco de pan de viaje!  Esto al menos basta para saber que se trataba de un hobbit, aun sin la hoja de mallorn.  Luego de esto, supongo, trocó los brazos en alas y se alejó cantando hacia los árboles.  Tiene que ser fácil encontrarlo, ¡sólo falta que nosotros también tengamos alas!

      -Es cosa de brujos, obviamente -dijo Gimli-. ¿Qué estaba haciendo ese viejo? ¿Qué dices tú, Aragorn, de la interpretación de Legolas? ¿Puedes mejorarla?

      -Quizá -dijo Aragorn, sonriendo-.  Hay otros signos al alcance de la mano que no habéis tenido en cuenta.  Estoy de acuerdo en que el prisionero era un hobbit y que tenía los pies o las manos libres antes de llegar aquí.  Supongo que eran las manos, pues el enigma se aclara un poco entonces y también porque de acuerdo con las huellas fue traído aquí por un orco.  Se ha vertido sangre en este sitio, sangre de orco.        Hay marcas profundas de cascos todo alrededor y signos de que se llevaron a la rastra una cosa pesada.  Los jinetes mataron a un orco y luego lo arrastraron hasta las hogueras.  Pero no vieron al hobbit: no estaba «al descubierto», pues era de noche y llevaba todavía el manto élfico.  Estaba agotado y con hambre y no es raro que después de librarse de las ataduras con el cuchillo del enemigo caído, haya descansado y comido un poco antes de irse sigilosamente.  Pero es un alivio saber que tenía un poco de lembas en el bolsillo, aunque haya escapado sin armas ni provisiones; esto es quizá típico de un hobbit.  Hablo en singular, aunque espero que Merry y Pippin hayan estado aquí juntos.  Nada sin embargo permite asegurarlo.

      -¿Y cómo supones que alguno de nuestros amigos llegó a tener una mano libre?

      -No sé cómo ocurrió -respondió Aragorn-.  Ni sé tampoco por qué un orco estaba llevándolos.  No para ayudarlos a escapar, es indudable.  No, pero empiezo a entender algo que me ha intrigado desde el principio. ¿Por qué cuando cayó Boromir los orcos se contentaron con capturar a Merry y a Pippin?  No buscaron al resto de nuestra tropa, ni atacaron nuestro campamento, pero en cambio partieron apresuradamente hacia Isengard. ¿Pensaron que habían capturado al Portador del Anillo y a su fiel camarada?  No lo creo.  Los amos de los orcos no se habrían atrevido a darles órdenes tan claras, aun si estuviesen tan enterados, ni les hubieran hablado tan abiertamente del Anillo; no son servidores de confianza.  Pero creo que les ordenaron que capturaran hobbits vivos, a toda costa.  Hubo un intento de escapar con los preciosos prisioneros antes de la batalla.  Una traición quizá, bastante verosímil en tales criaturas.  Algún orco grande y audaz pudo haber tratado de escapar él solo con la presa, para beneficiarse él mismo.  Bueno, esa es mi historia.  Podríamos imaginar otras.  Pero en todo caso de algo podemos estar seguros: uno al menos de nuestros amigos ha escapado.  Nuestra tarea es ahora dar con él y ayudarlo antes de volver a Rohan.  No permitamos que Fangorn nos desanime, pues la necesidad tiene que haberlo llevado a ese sitio oscuro.

      -No sé qué me desanima más, si Fangorn o la idea de recorrer a pie el largo camino hasta Rohan -dijo Gimli.

      -Pues bien, vayamos al bosque -dijo Aragorn.

 

 

   Aragorn no tardó mucho en encontrar nuevas huellas.  En un lugar cerca del Entaguas tropezó con el rastro de unas pisadas: marcas de hobbits, pero demasiado débiles para sacar alguna conclusión.  Luego otra vez junto al tronco de un árbol grande en el linde del bosque descubrieron otras marcas.  El terreno era allí desnudo y seco y no revelaba mucho.

      -Un hobbit al menos se detuvo aquí un rato y miró atrás, antes de penetrar en el bosque -dijo Aragorn.

      -Entonces vayamos nosotros también -dijo Gimli-.  Pero el aspecto de este Fangorn no me agrada y nos han advertido contra él.  Mejor sería que la persecución nos hubiera llevado a otro sitio.

      -No creo que el bosque dé una impresión de malignidad, digan lo que digan las historias -dijo Legolas.  Se había detenido en los límites del bosque, inclinándose hacia adelante como si escuchara y espiando las sombras con los ojos muy abiertos-.  No, no es maligno y si hay algún mal en él está muy lejos.  Sólo me llegan los ecos débiles de un sitio en penumbras donde los corazones de los árboles son negros.  No hay ninguna malicia cerca, pero sí vigilancia y cólera.

      -Bueno, no hay razón para que estén enojados conmigo -dijo Gimli-.  No les hice daño.

      -Lo mismo da –dijo Legolas-. De todos modos le han hecho daño. Hay algo que está ocurriendo ahí dentro, o que está por ocurrir. ¿No sientes la tensión?  Me quita el aliento.

      -Yo siento que el aire es pesado -dijo el enano-.  Este bosque es menos denso que el Bosque Negro, pero parece mohoso y decrépito.

      -Es viejo, muy viejo -dijo el elfo-.  Tan viejo que casi me siento joven otra vez, como no he vuelto a sentirme desde que viajo con niños como vosotros.  Viejo y poblado de recuerdos.  Yo podía haber sido feliz aquí, si hubiera venido en días de paz.

      -Me atrevo a asegurarlo -se burló Gimli -. De todos modos eres un elfo de los bosques, aunque los elfos son siempre gente rara.  Sin embargo, me reconfortas.  A donde tú vayas, yo también iré.  Pero ten el arco bien dispuesto y yo llevaré el hacha suelta en el cinturón.  No para usarla contra los árboles -dijo de prisa, alzando los ojos al árbol que se erguía sobre ellos-.  No me gustaría tropezarme de improviso con ese hombre viejo sin un argumento en la mano. ¡Adelante!

 

 

   Luego de esto los tres cazadores se metieron en el bosque de Fangorn.  Legolas y Gimli dejaron que Aragorn fuese adelante, buscando una pista.  No había mucho que ver.  El suelo del bosque estaba seco y cubierto con montones de hojas, pero imaginando que los fugitivos no se alejarían del agua, Aragorn retornaba a menudo a la orilla del río.  Fue así como llegó al sitio donde Merry y Pippin habían estado bebiendo y se habían lavado los pies.  Allí, muy claras, se veían las huellas de dos hobbits, uno más pequeño que el otro.

      -Buenas noticias al fin -concluyó Aragorn-.  Pero las marcas son de dos días atrás.  Y parece que en este punto los hobbits dejaron la orilla del agua.

      -¿Qué haremos ahora entonces? -dijo Gimli-.  No podemos perseguirlos todo a lo largo de Fangorn.  No tenemos bastantes provisiones.  Si no los encontramos pronto, no podremos ayudarlos mucho, excepto sentarnos con ellos y mostrarles nuestra amistad y morirnos juntos de hambre.

      -Si en verdad eso es todo lo que podemos hacer, tenemos que hacerlo -dijo Aragorn-.  Sigamos.

      Llegaron al fin al extremo abrupto de la colina de Bárbol y observaron la pared de piedra con aquellos toscos escalones que llevaban a la elevada saliente.  Unos rayos de sol caían a través de las nubes rápidas y el bosque parecía ahora menos gris y triste.

      -¡Subamos para mirar un poco alrededor! -dijo Legolas-.  Todavía me falta el aliento.  Me gustaría saborear un rato un aire más libre.

      Los compañeros treparon.  Aragorn iba detrás subiendo lentamente, mirando de cerca los escalones y las cornisas.

      -Podría asegurar que los hobbits subieron por aquí -dijo-, pero hay otras huellas, huellas muy extrañas que no entiendo.  Me pregunto si desde esta cornisa podríamos ver algo que nos ayudara a saber a dónde han ido.

      Se enderezó y miró alrededor, pero no vio nada de provecho.  La cornisa daba al sur y al este, pero la perspectiva era amplia sólo en el este.  Allí se veían las copas de los árboles que descendían en filas apretadas hacia la llanura por donde habían venido.

      -Hemos dado un largo rodeo -dijo Legolas-.  Podíamos haber llegado aquí todos juntos y sanos y salvos si hubiéramos dejado el Río Grande el segundo o tercer día para ir hacia el oeste.  Raros son aquellos capaces de prever a dónde los llevará el camino, antes de llegar.

      -Pero no deseábamos venir a Fangorn -señaló Gimli.

      -Sin embargo aquí estamos; y hemos caído limpiamente en la red -dijo Legolas-. ¡Mira!

      -¿Mira qué? -preguntó Gimli.

      -Allí en los árboles.

      -¿Dónde?  No tengo ojos de elfo.

      -¡Cuidado, habla más bajo! -dijo Legolas apuntando-.  Allá abajo en el bosque, en el camino por donde hemos venido. ¿No lo ves, pasando de árbol en árbol?

      -¡Lo veo, ahora lo veo! - siseó Gimli Mira, Aragorn! ¿No te lo advertí?  Todo en andrajos grises y sucios: por eso no pude verlo al principio.

      Aragorn miró y vio una figura inclinada que se movía lentamente.  No estaba muy lejos.  Parecía un viejo mendigo, que caminaba con dificultad, apoyándose en una vara tosca.  Iba cabizbajo y no miraba hacia ellos.  En otras tierras lo hubieran saludado con palabras amables: pero ahora lo miraban en silencio, inmóviles, dominados todos por una rara expectativa; algo se acercaba trayendo un secreto poder, o una amenaza.

      Gimli observó un rato con los ojos muy abiertos, mientras la figura se acercaba paso a paso.  De pronto estalló, incapaz ya de dominarse.

      -¡Tu arco, Legolas! ¡Tiéndelo! ¡Prepárate!  Es Saruman. ¡No permitas que hable, o que nos eche un encantamiento! ¡Tira primero!

      Legolas tendió el arco y se dispuso a tirar, lentamente, como si otra voluntad se le resistiese.  Tenía una flecha en la mano y no la ponía en la cuerda.  Aragorn callaba, el rostro atento y vigilante.

      -¿Qué esperas? ¿Qué te pasa? -dijo Gimli en un murmullo sibilante.

      -Legolas tiene razón -dijo Aragorn con tranquilidad-.  No podemos tirar así sobre un viejo, de improviso y sin provocación, aun dominados por el miedo y la duda. ¡Mira y espera!

 

 

   En ese momento el viejo aceleró el paso y llegó con sorprendente rapidez al pie de la pared rocosa.  Entonces de pronto alzó los ojos, mientras los otros esperaban inmóviles mirando hacia abajo.  No se oía ningún sonido.

      No alcanzaban a verle el rostro; estaba encapuchado y encima de la capucha llevaba un sombrero de alas anchas, que le ensombrecía las facciones excepto la punta de la nariz y la barba grisácea.  No obstante, Aragorn creyó ver un momento el brillo de los ojos, penetrantes y vivos bajo la sombra de la capucha y las cejas.

      Al fin el viejo rompió el silencio.

      -Feliz encuentro en verdad, amigos míos -dijo con una voz dulce-.  Deseo hablaros. ¿Bajaréis vosotros, o subiré yo?

      Sin esperar una respuesta empezó a trepar.

      -¡No! -gritó Gimli-. ¡deténlo, Legolas!

      -¿No dije que deseaba hablaros? -replicó el viejo-. ¡Retira ese arco, Señor Elfo!

      El arco y la flecha cayeron de las manos de Legolas y los brazos le colgaron a los costados.

      -Y tú, Señor Enano, te ruego que sueltes el mango del hacha, ¡hasta que yo haya llegado arriba!  No necesitaremos de tales argumentos.

      Gimli tuvo un sobresalto y en seguida se quedó quieto corno una piedra, los ojos clavados en el viejo que subía saltando por los toscos escalones con la agilidad de una cabra.  Ya no parecía cansado.  Cuando puso el pie en la cornisa, hubo un resplandor, demasiado breve para ser cierto, un relámpago blanco, como si una vestidura oculta bajo los andrajos se hubiese revelado un instante.  La respiración sofocada de Gimli pudo oírse en el silencio como un sonoro silbido.

 

 

                -¡Feliz encuentro, repito! -dijo el viejo, acercándose.  Cuando estuvo a unos pocos pasos se detuvo, apoyándose en la vara, con la cabeza echada hacia adelante, mirándolos desde debajo de la capucha-. ¿Y qué podéis estar haciendo en estas regiones?  Un elfo, un hombre y un enano, todos vestidos a la manera élfica.  Detrás de todo esto hay sin duda alguna historia que valdría la pena.  Cosas semejantes no se ven aquí a menudo.

      -Habláis como alguien que conoce bien Fangorn -dijo Aragorn-. ¿Es así?

      -No muy bien -dijo el viejo-, eso demandaría muchas vidas de estudio.  Pero vengo aquí de cuando en cuando.

      -¿Podríamos saber cómo os llamáis y luego oír lo que tenéis que decirnos? -preguntó Aragorn-.  La mañana pasa y tenemos algo entre manos que no puede esperar.

      -En cuanto a lo que deseo deciros, ya lo he dicho: ¿Qué estáis haciendo y qué historia podéis contarme de vosotros mismos? ¡En cuanto a mi nombre! -El viejo calló y soltó una risa larga y dulce.  Aragorn se estremeció al oír el sonido; y no era sin embargo miedo o terror lo que sentía, sino algo que podía compararse a la mordedura súbita de una ráfaga penetrante, o el batimiento de una lluvia helada que arranca a un hombre de un sueño inquieto. -¡Mi nombre! - dijo el viejo otra vez -. ¿Todavía no lo habéis adivinado?  Sin embargo lo habéis oído antes, me parece.  Sí, lo habéis oído antes. ¿Pero qué podéis decirme de vosotros?

      Los tres compañeros no respondieron.

      -Alguien podría decir sin duda que vuestra misión es quizás inconfesable -continuó el viejo-.  Por fortuna, algo sé.  Estáis siguiendo las huellas de dos jóvenes hobbits, me parece.  Sí, hobbits.  No me miréis así, como si nunca hubieseis oído esa palabra.  Los conocéis y yo también.  Sabed entonces que ellos treparon aquí anteayer.  Y se encontraron con alguien que no esperaban. ¿Os tranquiliza eso?  Y ahora quisierais saber a dónde los llevaron.  Bueno, bueno, quizás yo pudiera datos algunas noticias. ¿Pero por qué estáis de pie?  Pues veréis, vuestra misión no es ya tan urgente como habéis pensado.  Sentémonos y pongámonos cómodos.

      El viejo se volvió y fue hacia un montón de piedras y peñascos caídos al pie del risco, detrás de ellos.  En ese instante, como si un encantamiento se hubiese roto, los otros se aflojaron y se sacudieron.  La mano de Gimli aferró el mango del hacha.  Aragorn desenvainó la espada.  Legolas recogió el arco.

      El viejo, sin prestarles la menor atención, se inclinó y se sentó en una piedra baja y chata.  El manto gris se entreabrió y los compañeros vieron, ahora sin ninguna duda, que debajo estaba vestido todo de blanco.

      -¡Saruman! -gritó Gimli y saltó hacia el viejo blandiendo el hacha-. ¡Habla! ¡Dinos dónde has escondido a nuestros amigos! ¿Qué has hecho con ellos? ¡Habla o te abriré una brecha en el sombrero que aun a un mago le costará trabajo reparar!

 

 

                El viejo era demasiado rápido.  Se incorporó de un salto y se encaramó en una roca.  Allí esperó, de pie, de pronto muy alto, dominándolos.  Había dejado caer la capucha y los harapos grises y ahora la vestidura blanca centelleaba.  Levantó la vara y a Gimli el hacha se le desprendió de la mano y cayó resonando al suelo.  La espada de Aragorn, inmóvil en la mano tiesa, se encendió con un fuego súbito.  Legolas dio un grito y soltó una flecha que subió en el aire y se desvaneció en un estallido de llamas.

      -¡Mithrandir! -gritó-. ¡Mithrandir!

      -¡Feliz encuentro, te digo a ti otra vez, Legolas! -exclamó el viejo.

      Todos tenían los ojos fijos en él.  Los cabellos del vicio eran blancos como la nieve al sol; y las vestiduras eran blancas y resplandecientes; bajo las cejas espesas le brillaban los ojos, penetrantes como los rayos del sol; y había poder en aquellas manos.  Asombrados, felices y temerosos, los compañeros estaban allí de pie y no sabían qué decir.

      Al fin Aragorn reaccionó.

      -¡Gandalf! -dijo-. ¡Más allá de toda esperanza, regresas ahora a asistirnos! ¿Qué velo me oscurecía la vista? ¡Gandalf!

      Gimli no dijo nada; cayó de rodillas cubriéndose los ojos.

      -Gandalf -repitió el viejo como sacando de viejos recuerdos una palabra que no utilizaba desde hacía mucho-.  Sí, ése era el nombre.  Yo era Gandalf.

      Bajó de la roca y recogiendo el manto gris se envolvió en él; fue como si el sol luego de haber brillado un momento se ocultara otra vez entre las nubes.

      -Sí, todavía podéis llamarme Gandalf -dijo, y era aquélla la voz del amigo y el guía-.  Levántate, mi buen Gimli.  No tengo nada que reprocharte y no me has hecho ningún daño.  En verdad, amigos míos, ninguno de vosotros tiene aquí un arma que pueda lastimarme. ¡Alegraos!  Nos hemos encontrado de nuevo.  En la vuelta de la marea.  El huracán viene, pero la marea ha cambiado.

      Puso la mano sobre la cabeza de Gimli y el enano alzó los ojos y de pronto se rió.

      -¡Gandalf! -dijo-. ¡Pero ahora estás todo vestido de blanco!

      -Sí, soy blanco ahora -dijo Gandalf-.  En verdad soy Saruman, podría decirse.  Saruman como él tendría que haber sido.  Pero ¡contadme de vosotros!  He pasado por el fuego y por el agua profunda desde que nos vimos la última vez.  He olvidado buena parte de lo que creía saber y he aprendido muchas cosas que había olvidado.  Ahora veo cosas muy lejanas, pero muchas otras que están al alcance de la mano no puedo verlas. ¡Habladme de vosotros!

 

 

                -¿Qué quieres saber? -preguntó Aragorn-.  Todo lo que ocurrió desde que nos separamos en el puente haría una larga historia.  ¿No quisieras ante todo hablarnos de los hobbits? ¿Los encontraste, y están a salvo?

      -No, no los encontré -dijo Gandalf -. Hay tinieblas que cubren los valles de Emyn Muil y no supe que los habían capturado hasta que el águila me lo dijo.

      -¡El águila! -dijo Legolas-.  He visto un águila volando alto y lejos: la última vez fue hace tres días, sobre Emyn Muil.

      -Sí -dijo Gandalf-, era Gwaihir el Señor de los Vientos que me rescató de Orthanc.  Lo envié ante mí a observar el río y a recoger noticias.  Tiene ojos penetrantes, pero no puede ver todo lo que pasa bajo los árboles y las colinas.  Algo ha visto y yo vi otras cosas.  El Anillo está ahora más allá de mis posibilidades de ayuda, o las de cualquier miembro de la Compañía que partió de Rivendel.  El enemigo estuvo muy cerca de descubrirlo, pero el Anillo escapó.  Tuve en eso alguna parte, pues yo residía entonces en un sitio alto y luché con la Torre Oscura y la Sombra pasó.  Luego me sentí cansado, muy cansado, y marché mucho tiempo hundido en pensamientos sombríos.

      -¡Entonces sabes algo de Frodo! - exclamó Gimli -. ¿Cómo le van a él las cosas?

      -No puedo decirlo.  Ha escapado a un peligro grande, pero otros muchos le aguardan aún.  Ha resuelto ir solo a Mordor y ya se ha puesto en camino; eso es todo lo que puedo decir.

      -No solo -dijo Legolas-.  Creemos que Sam lo acompaña.

      -¿Sam? -dijo Gandalf, y una luz le pasó por los ojos y una sonrisa le iluminó la cara-. ¿Sam, de veras?  No sabía nada y sin embargo no me sorprende. ¡Bien! ¡Muy bien!  Me sacáis un peso del corazón.  Tenéis que decirme más.  Ahora sentaos junto a mí y contadme la historia de vuestro viaje.

 

 

                Los compañeros se sentaron en el suelo a los pies de Gandalf, y Aragorn contó la historia.  Durante un tiempo Gandalf no dijo nada y no hizo preguntas.  Tenía las manos extendidas sobre las rodillas y los ojos cerrados.  Al fin, cuando Aragorn habló de la muerte de Boromir y de la última jornada por el Río Grande, el viejo suspiró.

      -No has dicho todo lo que sabes o sospechas, Aragorn, amigo mío -dijo serenamente-. ¡Pobre Boromir!  No pude ver qué le ocurrió.  Fue una dura prueba para un hombre como él, un guerrero y señor de los hombres.  Galadriel me dijo que estaba en peligro.  Pero consiguió escapar de algún modo.  Me alegro.  No fue en vano que los hobbits jóvenes vinieran con nosotros, al menos para Boromir.  Pero no fue éste el único papel que les tocó desempeñar.  Los trajeron a Fangorn y la llegada de ellos fue como la caída de unas piedrecitas que desencadenan un alud en las montañas.  Aun desde aquí, mientras hablamos, alcanzo a oír los primeros ruidos.  ¡Será bueno para Saruman no estar demasiado lejos cuando el dique se rompa!

      -En una cosa no has cambiado, querido amigo -dijo Aragorn-, todavía hablas en enigmas.

      -¿Qué? ¿En enigmas? -dijo Gandalf-. ¡No!  Pues estaba pensando en voz alta.  Una costumbre de la gente vieja: eligen siempre el más enterado de los presentes cuando llega el momento de hablar; las explicaciones que necesitan los jóvenes son largas y fatigosas.

      Se rió, pero la risa era ahora cálida y amable como un rayo de sol.

      -Yo ya no soy joven, ni siquiera en las estimaciones de los Hombres de las Casas Antiguas -dijo Aragorn-. ¿No quieres hablarme más claramente?

      -¿Qué podría decir? -preguntó Gandalf, e hizo una pausa, reflexionando -. He aquí en resumen de cómo veo las cosas en la actualidad, si deseáis conocer con la mayor claridad posible una parte de mi pensamiento.  El enemigo, por supuesto, sabe desde hace tiempo que el Anillo está en viaje y que lo lleva un hobbit.  Sabe también cuántos éramos en la Compañía cuando salimos de Rivendel y la especie de cada uno de nosotros.  Pero aún no ha entendido claramente nuestro propósito.  Supone que todos íbamos a Minas Tirith, pues eso es lo que él hubiera hecho en nuestro lugar.  Y de acuerdo con lo que él piensa, el poder de Minas Tirith hubiera sido entonces para él una grave amenaza.  En verdad está muy asustado, no sabiendo qué criatura poderosa podría aparecer de pronto, llevando el Anillo, declarándole la guerra y tratando de derribarlo y reemplazarlo.  Que deseemos derribarlo pero no sustituirlo por nadie es un pensamiento que nunca podría ocurrírsele.  Que queramos destruir el Anillo mismo no ha entrado aún en los sueños más oscuros que haya podido alimentar.  En esto como entenderéis sin duda reside nuestra mayor fortuna y nuestra mayor esperanza.  Imaginando la guerra, la ha desencadenado, creyendo ya que no hay tiempo que perder, pues quien primero golpea, si golpea con bastante fuerza, quizá no tenga que golpear de nuevo.  Ha puesto pues en movimiento, y más pronto de lo que pensaba, las fuerzas que estaba preparando desde hace mucho.  Sabiduría insensata: si hubiera aplicado todo el poder de que dispone a guardar Mordor, de modo que nadie pudiese entrar, y se hubiera dedicado por entero a la caza del Anillo, entonces en verdad toda esperanza sería inútil: ni el Anillo ni el portador lo hubieran eludido mucho tiempo.  Pero ahora se pasa las horas mirando a lo lejos y no atendiendo a los asuntos cercanos; y sobre todo le preocupa Minas Tirith.  Pronto todas sus fuerzas se abatirán allí como una tormenta.

      »Pues sabe ya que los mensajeros que él envió a acechar a la Compañía han fracasado otra vez.  No han encontrado el Anillo.  No han conseguido tampoco llevarse a algún hobbit como rehén.  Esto solo hubiese sido para nosotros un duro revés, quizá fatal.  Pero no confundamos nuestros corazones imaginando cómo pondrían a prueba la gentil lealtad de los hobbits allá en la Torre Oscura.  Pues el enemigo ha fracasado, hasta ahora, y gracias a Saruman.

      -¿Entonces Saruman no es un traidor? -preguntó Gimli.

      -Sí, lo es -dijo Gandalf-.  Por partida doble. ¿Y no es raro?  Nada de lo que hemos soportado en los últimos tiempos nos pareció tan doloroso como la traición de Isengard.  Aun reconocido sólo como señor y capitán, Saruman se ha hecho muy poderoso.  Amenaza a los Hombres de Rohan e impide que ayuden a Minas Tirith en el momento mismo en que el ataque principal se acerca desde el Este.  No obstante un arma traidora es siempre un peligro para la mano.  Saruman tiene también la intención de apoderarse del Anillo por su propia cuenta, o al menos atrapar a algunos hobbits para llevar a cabo sus malvados propósitos.  De ese modo nuestros enemigos sólo consiguieron arrastrar a Merry y Pippin con una rapidez asombrosa y en un abrir y cerrar de ojos hasta Fangorn, ¡a donde de otro modo ellos nunca hubieran ido!

      »A la vez han alimentado en ellos mismos nuevas dudas y han perturbado sus propios planes.  Ninguna noticia de la batalla llegará a Mordor, gracias a los Jinetes de Rohan, pero el Señor Oscuro sabe que dos hobbits fueron tomados prisioneros en Emyn Muil y llevados a Isengard contra la voluntad de sus propios servidores.  Ahora él teme a Isengard tanto como a Minas Tirith.  Si Minas Tirith cae, las cosas empeorarán para Saruman.

      -Es una pena que nuestros amigos estén en el medio -dijo Gimli-.  Si ninguna tierra separara a Isengard de Mordor, podrían entonces luchar entre ellos mientras nosotros observamos y esperamos.

      -El vencedor saldrá más fortalecido que cualquiera de los dos bandos y ya no tendrá dudas -dijo Gandalf -. Pero Isengard no puede luchar contra Mordor, a menos que Saruman obtenga antes el Anillo.  Esto no lo conseguirá ahora.  Nada sabe aún del peligro en que se encuentra.  Son muchas las cosas que ignora.  Estaba tan ansioso de echar manos a la presa que no pudo esperar en Isengard y partió a encontrar y espiar a los mensajeros que él mismo había enviado.  Pero esta vez vino demasiado tarde y la batalla estaba terminada aun antes que él llegara a estas regiones, y ya no podía intervenir.  No se quedó aquí mucho tiempo.  He mirado en la mente de Saruman y he visto qué dudas lo afligen.  No tiene ningún conocimiento del bosque.  Piensa que los jinetes han masacrado y quemado todo en el mismo campo de batalla pero no sabe si los orcos llevan o no algún prisionero.  Y no se ha enterado de la disputa entre los servidores de Isengard y los orcos de Mordor; nada sabe tampoco del Mensajero Alado.

      -¡El Mensajero Alado! -exclamó Legolas-.  Le disparé con el arco de Galadriel sobre Sarn Gebir, y él cayó del cielo.  Todos sentimos miedo entonces. ¿Qué nuevo terror es ése?

      -Uno que no puedes abatir con flechas -dijo Gandalf-.  Sólo abatiste la cabalgadura.  Fue una verdadera hazaña pero el jinete pronto montó de nuevo.  Pues él era un Nazgûl, uno de los Nueve, que ahora cabalgan bestias aladas.  Pronto ese terror cubrirá de sombras los últimos ejércitos amigos, ocultando el sol.  Pero no se les ha permitido aún cruzar el río y Saruman nada sabe de esta nueva forma que visten los Espectros del Anillo.  No piensa sino en el Anillo. ¿Estaba presente en la batalla? ¿Fue encontrado? ¿Y qué pasaría si Théoden, el Señor de la Marca, tropieza con el Anillo y se entera del poder que se le atribuye?  Ve todos esos peligros y ha vuelto de prisa a Isengard a redoblar y triplicar el asalto a Rohan.  Y durante todo ese tiempo hay otro peligro, que él no ve, dominado como está por tantos pensamientos.  Ha olvidado a Bárbol.

      -Ahora otra vez piensas en voz alta -dijo Aragorn con una sonrisa-.  No conozco a ningún Bárbol.  Y he adivinado una parte de la doble traición de Saruman; pero no sé de qué puede haber servido la llegada de dos hobbits a Fangorn, excepto obligarnos a una persecución larga e infructuosa.

      -¡Espera un minuto! -dijo Gimli-.  Hay otra cosa que quisiera saber antes. ¿Fuiste tú, Gandalf, o fue Saruman a quien vimos anoche?

      -No fui yo a quien visteis por cierto -respondió Gandalf -. He de suponer, pues, que visteis a Saruman.  Nos parecemos tanto evidentemente que he de perdonarte que hayas querido abrirme una brecha incurable en el sombrero.

      -¡Bien, bien! -dijo Gimli-.  Mejor que no fueras tú.

      Gandalf rió otra vez.

      -Sí, mi buen enano -dijo-, es un consuelo que a uno no lo confundan siempre. ¡No lo sé yo demasiado bien!  Pero por supuesto, nunca os acusé de cómo me recibisteis.  Cómo podría hacerlo, si yo mismo he aconsejado a menudo a mis amigos que ni siquiera confíen en sus propias manos cuando tratan con el enemigo. ¡Bendito seas, Gimli hijo de Glóin! ¡Quizás un día nos veas juntos y puedas distinguir entre los dos!

      -¡Pero los hobbits! -interrumpió Legolas-.  Hemos andado mucho buscándolos y tú pareces saber dónde se encuentran. ¿Dónde están ahora?

      -Con Bárbol y los ents -dijo Gandalf.

      -¡Los ents! -exclamó Aragorn-. ¿Entonces son ciertas las viejas leyendas sobre los habitantes de los bosques profundos y los pastores de árboles? ¿Hay todavía ents en el mundo?  Pensé que eran sólo un recuerdo de los días antiguos, o quizás apenas una leyenda de Rohan.

      -¡Una leyenda de Rohan! -exclamó Legolas-.  No, todo elfo de las Tierras Asperas ha cantado canciones sobre el viejo Onodrirn y la pena que lo acosaba.  Aunque aun entre nosotros son sólo apenas un recuerdo.  Si me encontrara a alguno que anda todavía por este mundo, en verdad me sentiría joven de nuevo.  Pero Bárbol no es más que una traducción de Fangorn a la Lengua Común; sin embargo hablas de él como si fuera una persona. ¿Quién es este Bárbol?

      -¡Ah!  Ahora haces demasiadas preguntas -dijo Gandalf -. Lo poco que sé de esta larga y lenta historia demandaría un relato para el que nos falta tiempo.  Bárbol es Fangorn, el guardián del bosque; es el más viejo de los ents, la criatura más vieja entre quienes caminan todavía bajo el sol en la Tierra Media.  Espero en verdad, Legolas, que tengas la oportunidad de conocerlo.  Merry y Pippin han sido afortunados; se encontraron con él en este mismo sitio.  Pues llegó aquí hace dos días y se los llevó a la morada donde él habita, al pie de las montañas.  Viene aquí a menudo, principalmente cuando no se siente tranquilo y los rumores del mundo exterior lo perturban.  Lo vi hace cuatro días paseándose entre los árboles y creo que él me vio, pues hizo una pausa; pero no llegué a hablarle; muchos pensamientos me abrumaban y me sentía fatigado luego de mi lucha con el Ojo de Mordor y él tampoco me habló, ni me llamó por mi nombre.

      -Quizá creyó él también que eras Saruman -dijo Gimli-.  Pero hablas de él como si fuera un amigo.  Yo creía que Fangorn era peligroso.

      -¡Peligroso! -exclamó Gandalf-.  Y yo también lo soy, muy peligroso, más peligroso que cualquier otra cosa que hayáis encontrado hasta ahora, a menos que os lleven vivos a la residencia del Señor Oscuro.  Y Aragorn es peligroso y Legolas es peligroso.  Estás rodeado de peligros, Gimli hijo de Glóin, pues tú también eres peligroso, a tu manera.  En verdad el bosque de Fangorn es peligroso y más aún para aquellos que en seguida echan mano al hacha; y Fangorn mismo, él también es peligroso; aunque sabio y bueno.  Pero ahora la larga y lenta cólera de Fangorn está desbordando y comunicándose a todo el bosque.  La llegada de los hobbits y las noticias que le trajeron fueron la gota que colmó el vaso; pronto esa cólera se extenderá como una inundación, volviéndose contra Saruman y las hachas de Isengard.  Está por ocurrir algo que no se ha visto desde los Días Antiguos: los ents despertarán y descubrirán que son fuertes.

      -¿Qué harán? -preguntó Legolas, sorprendido.

      -No lo sé -dijo Gandalf-.  Y no creo que ellos lo sepan.

      Calló y bajó la cabeza, ensimismado.

 

 

                Los otros se quedaron mirándolo.  Un rayo de sol se filtró entre las nubes rápidas y cayó en las manos de Gandalf, que ahora las tenía en el regazo con las palmas vueltas hacia arriba: parecían estar colmadas de luz como una copa llena de agua.  Al fin alzó los ojos y miró directamente al sol.

      -La mañana se va -dijo-.  Pronto habrá que partir.

      -¿Iremos a buscar a nuestros amigos y ver a Bárbol? -preguntó Aragorn.

      -No -dijo Gandalf-, no es ésa la ruta que os aconsejo.  He pronunciado palabras de esperanza.  Pero sólo de esperanza.  La esperanza no es la victoria.  La guerra está sobre nosotros y nuestros amigos; una guerra en la que sólo recurriendo al Anillo podríamos asegurarnos la victoria.  Me da mucha tristeza y mucho miedo, pues mucho se destruirá y todo puede perderse.  Soy Gandalf, Gandalf el Blanco, pero el Negro es todavía más poderoso.

      Se incorporó y miró al este, protegiéndose los ojos, como si viera allá lejos muchas cosas que los otros no alcanzaban a ver.  Al fin movió la cabeza.

      -No -dijo en voz baja-, está ahora fuera de nuestro alcance.  Alegrémonos de esto al menos.  El Anillo ya no puede tentarnos.  Tendremos que descender a enfrentar un riesgo que es casi desesperado; pero el peligro mortal ha sido suprimido.

Se volvió a Aragorn.

      -¡Vamos, Aragorn hijo de Arathorn! -dijo-.  No lamentes tu elección en el valle de Emyn Muil, ni hables de una persecución vana.  En la duda elegiste el camino que te parecía bueno; la elección fue justa y ha sido recompensada.  Pues nos hemos reencontrado a tiempo y de otro modo nos hubiésemos reencontrado demasiado tarde.  Pero la busca de tus compañeros ha concluido.  La continuación de tu viaje está señalada por la palabra que diste.  Tienes que ir a Edoras y buscar a Théoden.  Pues te necesitan.  La luz de Andúril ha de descubrirse ahora en la batalla por la que ha esperado durante tanto tiempo.  Hay guerra en Rohan y un mal todavía peor; la desgracia amenaza a Théoden.

      -¿Entonces ya no veremos otra vez a esos alegres y jóvenes hobbits? -preguntó Legolas.

      -No diría eso -respondió Gandalf -. ¿Quién sabe?  Tened paciencia.  Id a donde tenéis que ir, ¡y confiad! ¡A Edoras!  Yo iré con vosotros.

      -Es un largo camino para que un hombre lo recorra a pie, joven o viejo -le dijo Aragorn-.  Temo que la batalla termine mucho antes que lleguemos.

      -Ya se verá, ya se verá -dijo Gandalf-. ¿Vendréis ahora conmigo?

      -Sí, partiremos juntos -dijo Aragorn-, pero no dudo de que tú podrías llegar allí antes que yo, si lo quisieras.

      Se incorporó y observó largamente a Gandalf.  Los otros los miraron en silencio, mientras estaban allí de pie, enfrentándose.  La figura gris del hombre, Aragorn hijo de Arathorn, era alta y rígida como la piedra, con la mano en la empuñadura de la espada; parecía un rey que hubiese salido de las nieblas del mar a unas costas donde vivían unos hombres menores.  Ante él se erguía la vieja figura, blanca, brillante como si alguna luz le ardiera dentro, inclinada, doblada por los años, pero dueña de un poder que superaba la fuerza de los reyes.

      -¿No digo acaso la verdad, Gandalf? -dijo Aragorn al fin-. ¿No podrías ir a cualquier sitio más rápido que yo si así lo quisieras?  Y digo esto también: eres nuestro capitán y nuestra bandera.  El Señor Oscuro tiene Nueve.  Pero nosotros tenemos Uno, más poderoso que ellos: el Caballero Blanco.  Ha pasado por las pruebas del fuego y el abismo, y ellos le temerán.  Iremos a donde él nos conduzca.

 

 

   -Sí, juntos te seguiremos -dijo Legolas-.  Pero antes me aliviarías el corazón, Gandalf, si nos dijeras qué te ocurrió en Moria. ¿Nos lo dirás? ¿No puedes demorarte ni siquiera para decirles a tus amigos cómo te libraste?

      -Me he demorado ya demasiado -respondió Gandalf-.  El tiempo es corto.  Pero aunque dispusiésemos de un año, no os lo diría todo.

      -¡Entonces dinos lo que quieras y lo que el tiempo permita! -dijo Gimli-. ¡Vamos, Gandalf, dinos cómo enfrentaste al Balrog!

      -¡No lo nombres! -dijo Gandalf, y durante un momento pareció que una nube de dolor le pasaba por la cara, y se quedó silencioso, y pareció viejo como la muerte-.  Mucho tiempo caí -dijo al fin, lentamente, como recordando con dificultad-.  Mucho tiempo caí, y él cayó conmigo.  El fuego de él me envolvía, quemándome.  Luego nos hundimos en un agua profunda y todo fue oscuro.  El agua era fría como la marca de la muerte: casi me hiela el corazón.

      -Profundo es el abismo que el Puente de Durin franquea -dijo Gimli- y nadie lo ha medido.

      -Sin embargo tiene un fondo, más allá de toda luz y todo conocimiento -dijo Gandalf -. Al fin llegué allí, a las más extremas fundaciones de piedra.  Él estaba todavía conmigo.  El fuego se le había apagado, pero ahora era una criatura de barro, más fuerte que una serpiente constrictora.

      »Luchamos allá lejos bajo la tierra viviente, donde no hay cuenta del tiempo.  Él me aferraba con fuerza y yo lo acuchillaba, hasta que por último él huyó por unos túneles oscuros.  No fueron construidos por la gente de Durin, Gimli hijo de Glóin.  Abajo, más abajo que las más profundas moradas de los enanos, unas criaturas sin nombre roen el mundo.  Ni siquiera Sauron las conoce.  Son más viejas que él.  Recorrí esos caminos, pero nada diré que oscurezca la luz del día.  En aquella desesperanza, mi enemigo era la única salvación y fui detrás de él, pisándole los talones.  Terminó por fin por llevarme a los caminos secretos de Khazad-dûm: demasiado bien los conocía.  Siempre subiendo fuimos así hasta que llegamos a la Escalera Interminable.

      -Hace tiempo que no se sabe de ella -dijo Gimli-.  Muchos pretenden que nunca existió sino en las leyendas, pero otros afirman que fue destruida.

      -Existe y no fue destruida -dijo Gandalf -. Desde el escondrijo más bajo a la cima más alta sube en una continua espiral de miles de escalones, hasta que sale al fin en la Torre de Durin labrada en la roca viva de Zirakzigil, el pico del Cuerno de Plata.

      »Allí sobre el Celebdil una ventana solitaria se abre a la nieve y ante ella se extiende un espacio estrecho, un área vertiginosa sobre las nieblas del mundo.  El sol brilla fieramente en ese sitio, pero abajo todo está amortajado en nubes.  Él salió fuera, y cuando llegué detrás, ya estaba ardiendo con nuevos fuegos.  No había nadie allí que nos viera, aunque quizá cuando pasen los años habrá gentes que canten la Batalla de la Cima. -Gandalf rió de pronto.- ¿Pero qué dirán esas canciones?  Aquellos que miraban de lejos habrán pensado que una tormenta coronaba la montaría.  Se oyeron truenos y hubo relámpagos, que estallaban sobre el Celebdil, y retrocedían quebrándose en lenguas de fuego. ¿No es bastante?  Una gran humareda se alzó a nuestro alrededor, vapores y nubes.  El hielo cayó como lluvia.  Derribé a mi enemigo y él cayó desde lo alto, golpeando y destruyendo el flanco de la montaña.  Luego me envolvieron las tinieblas y me extravié fuera del pensamiento y del tiempo, y erré muy lejos por sendas de las que nada diré.

      »Desnudo fui enviado de vuelta, durante un tiempo, hasta que llevara a cabo mi trabajo.  Y desnudo yací en la cima de la montaña.  La torre de detrás había sido reducida a polvo, la ventana había desaparecido: las piedras rotas y quemadas obstruían la arruinada escalera.  Yo estaba solo allí, olvidado, sin posibilidad de escapar en aquella dura cima del mundo.  Allí me quedé, tendido de espaldas, mirando el cielo mientras las estrellas giraban encima y los días parecían más largos que la vida entera de la tierra.  Débiles llegaban a mis oídos los rumores de todas las tierras: la germinación y la muerte, las canciones y los llantos, y el lento y sempiterno gruñido de las piedras sobrecargadas.  Y así por fin Gwaihir el señor de los Vientos me encontró otra vez, y me recogió y me llevó.

      »"Parezco condenado a ser tu carga, amigo en tiempos de necesidad", le dije.

      »"Has sido una carga antes", me respondió, "pero no ahora.  Eres entre mis garras liviano como una pluma de cisne.  El sol brilla a través de ti. En verdad no pienso que me necesites más: si yo te dejara caer flotarías en el viento".

      »"¡No me dejes caer!", jadeé, pues sentía que me volvía la vida.  "¡Llévame a Lothlórien!"

      »"Esa es en verdad la orden de la Dama Galadriel, que me envió a buscarte", me respondió.

      »Fue así como llegué a Caras Galadon y descubrí que ya no estabais.  Me demoré allí en el tiempo sin edad de aquellas tierras, donde los días curan y no arruinan.  Me curé y fui vestido de blanco.  Aconsejé y me aconsejaron.  De allá vine por extraños caminos y traje mensajes para algunos de vosotros.  Se me pidió que a Aragorn le dijera esto:

 

¿Dónde están ahora los Dúnedain, Elessar, Elessar?

¿Por qué tus gentes andan errantes allá lejos? 

Cercana está la hora en que volverán los Perdidos

y del Norte descienda la Compañía Gris.

Pero sombría es la senda que te fue reservada:

los muertos vigilan el camino que lleva al Mar.

 

»A Legolas le envió este mensaje:

 

Legolas Hojaverde mucho tiempo bajo el árbol

en alegría has vivido. ¡Ten cuidado del Mar! 

Si escuchas en la orilla la voz de la gaviota,

nunca más descansará tu corazón en el bosque.

 

      Gandalf calló y cerró los ojos.

      -¿No me envió ella entonces ningún mensaje? -dijo Gimli e inclinó la cabeza.

      -Oscuras son esas palabras -dijo Legolas-, y poco significan para quien las recibe.

      -Eso no es ningún consuelo -dijo Gimli.

      -¿Qué pretendes? -dijo Legolas-. ¿Que ella te hable francamente de tu propia muerte?

      -Sí, si no tiene otra cosa que decir.

      -¿Qué estáis hablando? –les preguntó Gandalf, abriendo los ojos-.  Sí, creo adivinar el sentido de esas palabras. ¡Perdóname, Gimli!  Estaba rumiando esos mensajes otra vez.  Pero en verdad ella me pidió que te dijera algo, ni triste ni oscuro.

      »"A Gimli hijo de Glóin", me dijo, "llévale el beneplácito de su Dama.  Portador del rizo, a donde quiera que vayas mi pensamiento va contigo. ¡Pero cuida de que tu hacha se aplique al árbol adecuado!"

      -¡Feliz hora en la que has vuelto a nosotros, Gandalf! -exclamó el enano dando saltos y cantando alto en la extraña lengua de los enanos-. ¡Vamos, vamos! -gritó, blandiendo el hacha-.  Ya que la cabeza de Gandalf es sagrada ahora, ¡busquemos una que podamos hendir!

      -No será necesario buscar muy lejos -dijo Gandalf levantándose-. ¡Vamos!  Hemos consumido todo el tiempo que se concede al reencuentro de los amigos.  Ahora es necesario apresurarse.

 

 

Se envolvió otra vez en aquel viejo manto andrajoso y encabezó el grupo.  Los otros lo siguieron y descendieron rápidamente desde la cornisa y se abrieron paso a través del bosque siguiendo la margen del Entaguas.  No volvieron a hablar hasta que se encontraron de nuevo sobre la hierba más allá de los lindes de Fangorn.  Nada se veía de los caballos.

      No han vuelto -dijo Legolas-.  Será una caminata fatigosa.

      -Yo no caminaré.  El tiempo apura -dijo Gandalf, y echando atrás la cabeza, emitió un largo silbido.  Tan clara y tan penetrante era la nota que a los otros les sorprendió que saliera de aquellos viejos labios barbados.  Gandalf silbó tres veces; y luego débil y lejano, traído por el viento del este, pareció oírse el relincho de un caballo en las llanuras.  Los otros esperaron sorprendidos.  Poco después llegó un ruido de cascos, al principio apenas un estremecimiento del suelo que sólo Aragorn pudo oír con la cabeza sobre la hierba, y que aumentó y se aclaró hasta que fue un golpeteo rápido.

      -Viene más de un caballo -dijo Aragorn.

      -Por cierto -dijo Gandalf-.  Somos una carga demasiado pesada para uno solo.

      -Hay tres -dijo Legolas, que observaba la llanura-. ¡Mirad cómo corren!  Allí viene Hasufel, ¡y mi amigo Arod viene al lado!  Pero hay otro que encabeza la tropa: un caballo muy grande.  Nunca vi ninguno parecido.

      -Ni nunca lo verás -dijo Gandalf-.  Ese es Sombragris.  Es el jefe de los Mearas, señores de los caballos, y ni siquiera Théoden, Rey de Rohan, ha visto uno mejor. ¿No brilla acaso como la plata y corre con la facilidad de una rápida corriente?  Ha venido por mí: la cabalgadura del Caballero Blanco.  Iremos juntos al combate.

      El viejo mago hablaba aún cuando el caballo grande subió la pendiente hacia él: le brillaba la piel, las crines le flotaban al viento.  Los otros dos animales venían lejos detrás.  Tan pronto como Sombragris vio a Gandalf, aminoró el paso y relinchó con fuerza; luego se adelantó al trote e inclinando la orgullosa cabeza frotó el hocico contra el cuello del viejo.

      Gandalf lo acarició.

      -Rivendel está lejos, amigo mío -dijo-, pero tú eres inteligente y rápido y vienes cuando te necesitan.  Haremos ahora juntos una larga cabalgata, ¡y ya no nos separaremos en este mundo!

      Pronto los otros caballos llegaron también y se quedaron quietos y tranquilos, como esperando órdenes.

      -Iremos en seguida a Meduseld, la morada de vuestro amo, Théoden -dijo Gandalf hablándoles gravemente; y los animales inclinaron las cabezas-.  El tiempo escasea, de modo que con vuestro permiso, amigos míos, montaremos ahora.  Os agradeceríamos que fueseis tan rápidos como podáis.  Hasufel llevará a Aragorn y Arod a Legolas.  Gimli irá conmigo, si Sombragris nos lo permite.  Sólo nos detendremos ahora a beber un poco.

      -Ahora entiendo en parte ese enigma de anoche -dijo Legolas saltando ágilmente sobre el lomo de Arod-.  No sé si al principio los espantó el miedo, pero tropezaron con Sombragrís, el jefe, y lo saludaron con alegría. ¿Sabías tú que andaba cerca, Gandalf?

      -Sí, lo sabía -dijo el mago-.  Puse en él todos mis pensamientos, rogándole que se apresurara; pues ayer estaba muy lejos al sur de estos territorios. ¡Deseemos que me lleve rápido de vuelta!

 

 

Gandalf le habló entonces a Sombragris y el caballo partió a la carrera, pero cuidando de no dejar muy atrás a los otros.  Al cabo de un rato giró de pronto y eligiendo un paraje donde las barrancas eran más bajas, vadeó el río, y luego los llevó en línea recta hacia el sur por terrenos llanos, amplios y sin árboles.  El viento pasaba como olas grises entre las interminables millas de hierbas.  No había huellas de caminos o senderos, pero Sombragris no titubeó ni cambió el paso.

      -Corre ahora directamente hacia la Casa de Théoden al pie de las Montañas Blancas -dijo Gandalf -. Será más rápido así.  El suelo es más firme en el Estemnet, por donde pasa la ruta principal hacia el norte, del otro lado allá del río, pero Sombragris sabe cómo ir entre los pantanos y las cañadas.

      Durante muchas horas cabalgaron por las praderas y las tierras ribereñas.  A menudo la hierba era tan alta que llegaba a las rodillas de los jinetes y parecía que las cabalgaduras estaban nadando en un mar verdegris.  Encontraron muchas lagunas ocultas y grandes extensiones de juncias que ondulaban sobre pantanos traicioneros; pero Sombragris no se desorientaba y los otros caballos lo seguían entre la hierba.  Lentamente el sol cayó del cielo hacia el oeste.  Mirando por encima de la amplia llanura, los jinetes vieron a lo lejos como un fuego rojo que se hundía un instante en los pastos.  Allá abajo en el horizonte las estribaciones de las montarías centelleaban rojizas a un lado y a otro.  Un humo subió oscureciendo el disco del sol, tiñéndolo de sangre, corno si el astro hubiese inflamado los pastos mientras desaparecía en el borde de la tierra.

      -Veo una gran humareda -dijo Legolas-. ¿Qué es?

      -¡La batalla y la guerra! -dijo Gandalf-. ¡Vamos!

 

 

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