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A TRAVÉS DE LAS CIÉNAGAS

 

                Gollum avanzaba rápidamente, adelantando la cabeza y el cuello, y utilizando a menudo las manos con tanta destreza como los pies.  Frodo y Sam se veían en apuros para seguirlo; pero ya no parecía tener intenciones de escaparse, y si se retrasaban, se daba vuelta y los esperaba.  Al cabo de un rato llegaron a la entrada de la garganta angosta que antes les cerrara el paso; pero ahora estaban más lejos de las colinas.

      -¡Helo aquí! - gritó Gollum -. Hay un sendero que desciende en el fondo, sí.  Ahora lo seguimos... y sale allá, allá lejos. -Señaló las ciénagas, hacia el sur y hacia el este.  El hedor espeso y rancio llegaba hasta ellos pese al fresco aire nocturno.

      Gollum iba y venía a lo largo del borde y por fin los llamó a gritos. - ¡Aquí!  Por aquí podemos bajar.  Sméagol fue por este camino una vez.  Yo fui por este camino, ocultándome de los orcos.

Gollum se adelantó y siguiéndole los pasos los hobbits bajaron a la oscuridad.  No fue una empresa difícil, pues allí la grieta no medía más de doce pies de altura y unos doce de ancho.  En el fondo corría agua: la grieta era en realidad el lecho de uno de los muchos riachos que descendían de las colinas a alimentar las lagunas y las ciénagas.  Gollum giró a la derecha, hacia el sur, y pisó chapoteando el fondo pedregoso del riacho.  Parecía inmensamente feliz al sentir el agua en los pies; reía entre dientes y hasta creaba a ratos una especie de canción.

 

Las duras tierras frías

nos muerden las manos,

nos roen los pies.

Las rocas y las piedras

son como huesos

viejos y descarnados.

Pero el arroyo y la charca

son húmedos y frescos:

¡buenos para los pies! 

Y ahora deseamos...

 

      -¡Ja!, ¡ja! ¿Qué deseamos? -dijo, mirando de soslayo a los hobbits-.  Te lo diremos -croó-.  Él lo adivinó hace mucho tiempo, Bolsón lo adivinó. -Un fulgor le iluminó los ojos, y a Sam, que alcanzó a verlo en la oscuridad, no le causó ninguna gracia.

 

Vive sin respirar;

frío como la muerte;

nunca sediento, siempre bebiendo,

viste de malla y no tintinea.

Se ahoga en el desierto,

y cree que una isla

es una montaña

y una fuente, una ráfaga.

¡Tan bruñido y tan bello!

¡Qué alegría encontrarlo! 

Sólo tenemos un deseo:

¡que atrapemos un pez

jugoso y suculento!

 

      Estas palabras no hicieron más que acrecentar la preocupación que acuciaba a Sam desde que supo que su amo iba a adoptar a Gollum como guía: el problema de la alimentación.  No se le ocurrió que quizá también Frodo lo hubiera pensado, pero de que Gollum lo pensaba no le cabía ninguna duda.  Quién sabe cómo y de qué se había alimentado durante sus largos vagabundeas solitarios.  No demasiado bien, se dijo Sam.  Parece un tanto famélico, Y no creo que, a falta de pescado, tenga demasiados escrúpulos en probar el sabor de los hobbits... en el caso de que nos sorprendiera dormidos.  Pues bien, no nos sorprenderá: no a Sam Gamyi por cierto.

      Avanzaron a tientas por la oscura y sinuosa garganta durante un tiempo que a los fatigados pies de Frodo y Sam les pareció interminable.  La garganta, luego de describir una curva a la izquierda, se volvía cada vez más ancha y menos profunda.  Por fin el cielo empezó a clarear, pálido y gris, a las primeras luces del alba.  Gollum, que hasta ese momento no había dado señales de fatiga, miró hacia arriba y se detuvo.

      -El día se acerca -murmuró, como si el día pudiese oírlo y saltarle encima-.  Sméagol se queda aquí.  Yo me quedaré aquí y la Cara Amarilla no me verá.

      -A nosotros nos alegraría ver el Sol -dijo Frodo-, pero también nos quedaremos: estamos demasiado cansados para seguir caminando.

      -No es de sabios alegrarse de ver la Cara Amarilla -dijo Gollum-.  Delata.  Los hobbits buenos y razonables se quedarán con Sméagol.  Orcos y bestias inmundas rondan por aquí.  Ven desde muy lejos. ¡Quedaos y escondeos conmigo!

      Los tres se instalaron al pie de la pared rocosa, preparándose a descansar.  Allí la altura de la garganta era apenas mayor que la de un hombre, y en la base había unos bancos anchos y lisos de piedra seca; el agua corría por un canal al pie de la otra pared.  Frodo y Sam se sentaron en una de las piedras, recostándose contra el muro de roca.  Gollum chapoteaba y pataleaba en el arroyo.

      -Necesitaríamos comer un bocado - dijo Frodo -. ¿Tienes hambre, Sméagol?  Es poco lo que nos queda, pero lo compartiremos contigo.

      Al oír la palabra hambre una luz verdosa se encendió en los pálidos ojos de Gollum, que ahora parecían más saltones que nunca en el rostro flaco y macilento.  Durante un momento les habló como antes.

      -Estamos famélicos, sí, famélicos, mi tesoro -dijo-. ¿Qué comen ellos? ¿Tienen buenos pescados?  Movía la lengua de lado a lado entre los afilados dientes amarillos, y se lamía los labios descoloridos.

      -No, no tenemos pescado -dijo Frodo-.  No tenemos más que esto... -le mostró una galleta de lernbas- ...y también agua, si es que el agua de aquí se puede beber.

      -Ssí, ssí, agua buena -dijo Gollum-. ¡Bebamos, bebamos, mientras sea posible! ¿Pero qué es lo que ellos tienen, mi tesoro? ¿Se puede masticar? ¿Es sabroso?

      Frodo partió un trozo de galleta y se lo tendió envuelto en la hoja.  Gollum olió la hoja, y un espasmo de asco y algo de aquella vieja malicia le torcieron la cara.

      -¡Sméagol lo huele! -dijo-.  Hojas del país élfico. ¡Puaj!  Apestan.  Se trepaba a esos árboles, y nunca más podía quitarse el olor de las manos, ¡mis preciosas manos!

      Dejó caer la hoja, y mordisqueó un borde de la lembas.  Escupió y un acceso de tos le sacudió el cuerpo.

      -¡Aj! ¡No! -farfulló echando baba-.  Estáis tratando de ahogar al pobre Sméagol.  Polvo y cenizas, eso él no lo puede comer.  Se morirá de hambre.  Pero a Sméagol no le importa. ¡Hobbits buenos!  Sméagol prometió.  Se morirá de hambre.  No puede comer alimentos de hobbits.  Se morirá de hambre. ¡Pobre Sméagol, tan flaco!

      -Lo lamento -dijo Frodo-, pero no puedo ayudarte, creo.  Pienso que este alimento te haría bien, si quisieras probarlo.  Pero tal vez ni siquiera puedas probarlo, al menos por ahora.

 

 

                Los hobbits mascaron sus lembas en silencio.  A Sam de algún modo, le supieron mucho mejor que en los últimos días: el comportamiento de Gollum le había permitido descubrir nuevamente el sabor y la fragancia de las lembas.  Pero no se sentía a gusto.  Gollum seguía con la mirada el trayecto de cada bocado de la mano a la boca, como un perro famélico que espera junto a la silla del que come.  Sólo cuando los hobbits terminaron y se preparaban a descansar, se convenció al parecer de que no tenían manjares ocultos para compartir.  Entonces se alejó, se sentó a solas a algunos pasos de distancia, y lloriqueo.

      -¡Escuche! -le murmuró Sam a Frodo, no en voz demasiado baja; en realidad no le importaba que Gollum lo oyera o no-.  Necesitamos dormir un poco; pero no los dos al mismo tiempo con este malvado hambriento en las cercanías.  Con promesa o sin promesa, Sméagol 0 Gollum, no va a cambiar de costumbres de la noche a la mañana, eso se lo aseguro.  Duerma usted, señor Frodo, y lo llamaré cuando se me cierren los ojos.  Haremos guardias, como antes, mientras él ande suelto.

      -Puede que tengas razón, Sam -dijo Frodo hablando abiertamente-.  Ha habido un cambio en él, pero de qué naturaleza y profundidad, no lo sé todavía con certeza.  A pesar de todo, creo sinceramente que no hay nada que temer... por el momento.  De cualquier manera, monta guardia si quieres.  Déjame dormir un par de horas, no más, y luego llámame.

 

 

                Tan cansado estaba Frodo que la cabeza le cayó sobre el pecho, y ni bien hubo terminado de hablar, se quedó dormido.  Al parecer, Gollum no sentía ya ningún temor.  Se hizo un ovillo y no tardó en dormirse, indiferente a todo.  Pronto se le oyó respirar suave y acompasadamente, silbando apenas entre los dientes apretados, pero yacía inmóvil como una piedra.  Al cabo de un rato, temiendo dormirse también él si seguía escuchando la respiración de sus dos compañeros, Sam se levantó y pellizcó ligeramente a Gollum.  Las manos de Gollum se desenroscaron y se crisparon, pero no hizo ningún otro movimiento.  Sam se agachó y dijo pessscado junto al oído de Gollum, mas no hubo ninguna reacción, ni siquiera un sobresalto en la respiración de Gollum.

      Sam se rascó la cabeza. «Ha de estar realmente dormido», murmuró. «Y si yo fuera como él, no despertaría nunca más.» Alejó las imágenes de la espada y la cuerda que se le habían aparecido en la mente, y fue a sentarse junto a Frodo.

      Cuando despertó el cielo estaba oscuro, no más claro sino más sombrío que cuando habían desayunado.  Sam se incorporó bruscamente. No sólo a causa del vigor que había recobrado, sino también por la sensación de hambre, comprendió de pronto que había dormido el día entero, nueve horas por lo menos.  Frodo tendido ahora de costado, aún dormía profundamente.  A Gollum no se lo veía por ninguna parte.  Varios epítetos poco halagadores para sí mismo acudieron a la mente de Sam, tomados del vasto repertorio paternal del Tío; luego se le ocurrió pensar que su amo no se había equivocado: por el momento no tenían nada que temer.  En todo caso, allí seguían los dos todavía vivos; nadie los había estrangulado.

      -¡Pobre miserable! -dijo no sin remordimiento-.  Me pregunto a dónde habrá ido.

      -¡No muy lejos, no muy lejos! - dijo una voz por encima de él.  Sam levantó la mirada y vio la gran cabeza y las enormes orejas de Gollum contra el cielo nocturno.

      -Eh, ¿qué estás haciendo? -gritó Sam, inquieto una vez más como antes, no bien vio aquella cabeza.

     -Sméagol tiene mucha hambre -dijo Gollum-.  Volverá pronto. -¡Vuelve ahora mismo! -gritó Sam-. ¡Eh! ¡Vuelve! -Pero Gollum había desaparecido.

      Frodo despertó con el grito de Sam y se sentó y se frotó los ojos. -¡Hola! -dijo-. ¿Algo anda mal? ¿Qué hora es?

      -No sé -dijo Sam-.  Ya ha caído el sol, me parece.  Y el otro se ha marchado.  Decía que tenía mucha hambre.

      -No te preocupes -dijo Frodo-.  No podemos impedirlo.  Pero volverá, ya verás.  Todavía cumplirá la promesa por algún tiempo.  Y de todos modos, no abandonará su Tesoro.

      Frodo tomó con calma la noticia de que ambos habían dormido profundamente durante horas con Gollum, y con un Gollum muy hambriento por añadidura, suelto en las cercanías.

      -No busques ninguno de esos epítetos de tu Tío -le dijo a Sam-.  Estabas extenuado y todo ha salido bien: ahora los dos estamos descansados.  Y tenemos por delante un camino difícil, el tramo más arduo.

      -A propósito de comida -comentó Sam-, ¿cuánto tiempo cree que nos llevará este trabajo?  Y cuando hayamos concluido, ¿qué haremos entonces?  Este pan del camino mantiene en pie maravillosamente bien, pero no satisface para nada el hambre de adentro, por así decir: no a mí al menos, sin faltar el respeto a quienes lo prepararon.  Pero uno tiene que comer un poco cada día, y no se multiplica.  Creo que nos alcanzará para unas tres semanas, digamos, y eso con el cinturón apretado y poco diente.  Hemos estado derrochándolo.

      -No sé cuánto tardaremos aún... hasta el final -dijo Frodo-.  Nos retrasamos demasiado en las montañas.  Pero Samsagaz Gamyi, mi querido hobbit... en verdad Sam, mi hobbit más querido, el amigo por excelencia, no nos preocupemos por lo que vendrá después.  Terminar con este trabajo, como tú dices... ¿qué esperanzas tenemos de terminarlo alguna vez?  Y si lo hacemos ¿sabemos acaso qué habremos conseguido? Si el Unico cae en el Fuego, y nosotros nos encontramos en las cercanías, yo te pregunto a ti, Sam, ¿crees que en ese caso necesitaremos pan alguna vez?  Yo diría que no.  Cuidar nuestras piernas hasta que nos lleven al Monte del Destino, más no podemos hacer.  Y empiezo a temer que sea más de lo que está a mi alcance.

      Sam asintió en silencio.  Tomando la mano de Frodo, se inclinó.  No se la besó, pero unas lágrimas cayeron sobre ella.  Luego se volvió, se enjugó la nariz con la manga, se levantó y se puso a dar puntapiés en el suelo, mientras trataba de silbar y decía con voz forzada:

      -¿Por dónde andará esa condenada criatura?

      En realidad, Gollum no tardó en regresar; pero con tanto sigilo que los hobbits no lo oyeron hasta que lo tuvieron delante.  Tenía los dedos y la cara sucios de barro negro.  Masticaba aún y se babeaba.  Lo que mascaba, los hobbits no se lo preguntaron ni quisieron imaginarlo.

      «Gusanos o escarabajos o algunos de esos bichos viscosos que viven en agujeros», pensó Sam. «¡Brrr! ¡Qué criatura inmunda! ¡Pobre desgraciado!»

      Gollum no les habló hasta después de beber en abundancia y lavarse en el arroyo.  Entonces se acercó a los hobbits lamiéndose los labios.

      -Mejor ahora ¿eh? -les dijo-. ¿Hemos descansado? ¿Listos para seguir viaje? ¡Buenos hobbits! ¡Qué bien duermen! ¿Confían ahora en Sméagol?  Muy, muy bien.

 

 

                La etapa siguiente del viaje fue muy parecida a la anterior.  A medida que avanzaban la garganta se hacía menos profunda y la pendiente del suelo menos inclinada.  El fondo era más terroso y casi sin piedras, y las paredes se transformaban poco a poco en barrancas.  Ahora el sendero serpenteaba y se desviaba hacia uno u otro lado.  La noche concluía, pero las nubes cubrían la luna y las estrellas, y sólo una luz gris y tenue que se expandía lentamente anunciaba la llegada del día.

      En una fría hora de marcha llegaron al término del arroyo.  Las orillas eran ahora montículos cubiertos de musgo.  El agua gorgoteaba sobre el último reborde de piedra putrefacta, caía en una charca de aguas pardas y desaparecía.  Unas cañas secas silbaban y crujían, aunque al parecer no había viento.

      A ambos lados y al frente de los viajeros se extendían grandes ciénagas y marismas, internándose al este y al sur en la penumbra pálida del alba.  Unas brumas y vahos brotaban en volutas de los pantanos oscuros y fétidos.  Un hedor sofocante colgaba en el aire inmóvil.  En lontananza, casi en línea recta al sur, se alzaban las murallas montañosas de Mordor, como una negra barrera de nubes despedazadas que flotasen sobre un mar peligroso cubierto de nieblas.

      Ahora los hobbits dependían enteramente de Gollum.  No sabían, ni podían adivinar a esa luz brumosa, que en realidad se encontraban a sólo unos pasos de los confines septentrionales de las ciénagas, cuyas ramificaciones principales se abrían hacia el sur.  De haber conocido la región, habrían podido, demorándose un poco, volver sobre sus pasos y luego, girando al este, llegar por tierra firme a la desnuda llanura de Dagorlad: el campo de la antigua batalla librada ante las puertas de Mordor.  Aunque ese camino no prometía demasiado.  En aquella llanura pedregosa, atravesada por las carreteras de los orcos y los soldados del enemigo, no había ninguna posibilidad de encontrar algún refugio.  Allí ni siquiera las capas élficas de Lórien hubieran podido ocultarlos.

      -¿Y ahora por dónde vamos, Sméagol? - preguntó Frodo -. ¿Tenemos que atravesar estas marismas pestilentes?

      -No, no -dijo Gollum-.  No si los hobbits quieren llegar a las montañas oscuras e ir a verlo lo más pronto posible.  Un poco para atrás y una pequeña vuelta... -el brazo flaco señaló al norte y el este- ...y podréis llegar por caminos duros y fríos a las puertas mismas del país.  Muchos de los suyos estarán allí para recibir a los huéspedes, felices de poder conducirlos directamente a Él, oh sí.  El Ojo vigila constantemente en esa dirección.  Allí capturó a Sméagol, hace mucho mucho tiempo. - Gollum se estremeció. - Pero desde entonces Sméagol ha aprendido a usar sus propios ojos, sí, sí: he usado mis ojos y mis pies y mi nariz desde entonces.  Conozco otros caminos.  Más difíciles, menos rápidos; pero mejores, si no queremos que Él vea. ¡Seguid a Sméagol!  Él puede guiaros a través de las ciénagas, a través de las nieblas espesas y amigas.  Seguid a Sméagol con cuidado, y podréis ir lejos, muy lejos, antes que Él os atrape, sí, quizás.

 

 

                Ya era de día, una mañana lúgubre y sin viento, y los vapores de las ciénagas yacían en bancos espesos.  Ni un solo rayo de sol atravesaba el cielo encapotado, y Gollum parecía ansioso y quería continuar el viaje sin demora.  Así pues, luego d.- un breve descanso, reanudaron la marcha y pronto se perdieron en un paisaje umbrío y silencioso, aislado de todo el mundo circundante, desde donde no se veían ni las colinas que habían abandonado ni las montarías hacia donde iban.  Avanzaban en fila, a paso lento: Gollum, Sam, Frodo.

Frodo parecía el más cansado de los tres, y- a pesar de la lentitud de la marcha, a menudo se quedaba atrás.  Los hobbits no tardaron en comprobar que aquel pantano inmenso era en realidad una red interminable de charcas, lodazales blandos, y riachos sinuosos y menguantes.  En esa maraña, sólo un ojo y un pie avezados podían rastrear un sendero errabundo.  Gollum poseía ambas cosas sin duda alguna, y las necesitaba. No dejaba de girar la cabeza de un lado a otro sobre el largo cuello, mientras husmeaba el aire y hablaba constantemente consigo mismo en un murmullo.  De vez en cuando levantaba una mano para indicarles que debían detenerse, mientras él se adelantaba unos pocos pasos, y se agachaba para palpar el terreno con los dedos de las manos 0 de los pies, o escuchar, con el oído pegado al suelo.

      Era un paisaje triste y monótono.  Un invierno frío y húmedo reinaba aún en aquella comarca abandonada.  El único verdor era el de la espuma lívida de las algas en la superficie oscura y viscosa del agua sombría.  Hierbas muertas y cañas putrefactas asomaban entre las neblinas como las sombras andrajosas de unos estíos olvidados.

      A medida que avanzaba el día, la claridad fue en aumento, las nieblas se levantaron volviéndose más tenues y transparentes.  En lo alto, lejos de la putrefacción y los vapores del mundo, el Sol subía, altivo y dorado sobre un paisaje sereno con suelos de espuma deslumbrante, pero ellos, desde allí abajo, no veían más que un espectro pasajero, borroso y pálido, sin color ni calor.  Bastó no obstante ese vago indicio de la presencia del Sol para que Gollum se enfurruñara y vacilara.  Suspendió el viaje, y descansaron, agazapados como pequeñas fieras perseguidas, a la orilla de un extenso cañaveral pardusco.  Había un profundo silencio, rasgado sólo superficialmente por las ligeras vibraciones de las cápsulas de las semillas, ahora resecas y vacías, y el temblor de las briznas de hierba quebradas, movidas por una brisa que ellos no alcanzaban a sentir.

      -¡Ni un solo pájaro! -dijo Sam con tristeza.

      -¡No, nada de pájaros! -dijo Gollum-. ¡Buenos pájaros! –Se pasó la lengua por los dientes.- Nada de pájaros aquí.  Hay serpientes, gusanos, cosas de las ciénagas.  Muchas cosas, montones de cosas inmundas.  Nada de pájaros -concluyó tristemente.  Sam lo miró con repulsión.

 

 

                Así transcurrió la tercera jornada del viaje en compañía de Gollum.  Antes que las sombras de la noche comenzaran a alargarse en tierras más felices, los viajeros reanudaron la marcha, avanzando casi sin cesar, y deteniéndose sólo brevemente, no tanto para descansar como para ayudar a Gollum; porque ahora hasta él tenía que avanzar con sumo cuidado, y a ratos se desorientaba.  Habían llegado al corazón mismo de la Ciénaga de los Muertos y estaba oscuro.

      Caminaban lentamente, encorvados, en apretada fila, siguiendo con atención los movimientos de Gollum.  Los pantanos eran cada vez más aguanosos, abriéndose en vastas lagunas; y cada vez era más difícil encontrar donde poner el pie sin hundirse en el lodo burbujeante.  Por fortuna, los viajeros eran livianos, pues de lo contrario difícilmente hubieran encontrado la salida.

      Pronto la oscuridad fue total: el aire mismo parecía negro y pesado.  Cuando aparecieron las luces, Sam se restregó los ojos: pensó que estaba viendo visiones.  La primera la descubrió con el rabillo del ojo izquierdo: un fuego fatuo que centelleó un instante débilmente y desapareció; pero pronto asomaron otras: algunas corno un humo de brillo apagado, otras como llamas brumosas que oscilaban lentamente sobre cirios invisibles; aquí y allá se retorcían como sábanas fantasmales desplegadas por manos ocultas.  Pero ninguno de sus compañeros decía una sola palabra.

      Por último Sam no pudo contenerse.

      -¿Qué es todo esto, Gollum? -dijo en un murmullo-. ¿Estas luces?  Ahora nos rodean por todas partes. ¿Nos han atrapado? ¿Quiénes son?

      Gollum alzó la cabeza.  Se encontraba delante del agua oscura y se arrastraba en el suelo, a derecha e izquierda, sin saber por dónde ir.

      -Sí, nos rodean por todas partes -murmuró-.  Los fuegos fatuos.  Los cirios de los cadáveres, sí, sí. ¡No les prestes atención! ¡No las mires! ¡No las sigas! ¿Dónde está el amo?

Sam volvió la cabeza y advirtió que Frodo se había retrasado otra vez.  No lo veía.  Volvió sobre sus pasos en las tinieblas, sin atreverse a ir demasiado lejos, ni a llamar en voz más alta que un ronco murmullo.  Súbitamente tropezó con Frodo, que inmóvil y absorto contemplaba las luces pálidas.  Las manos rígidas le colgaban a los costados del cuerpo: goteaban agua y lodo.

      -¡Venga, señor Frodo! -dijo Sam- ¡No las mire!  Gollum dice que no hay que mirarlas.  Tratemos de caminar junto con él y de salir de este sitio maldito lo más pronto posible... si es posible.

      -Está bien -dijo Frodo como si regresara de un sueño-.  Ya voy. ¡Sigue adelante!

      En la prisa por alcanzar a Gollum, Sam enganchó el pie en una vieja raíz o en una mata de hierba y trastabilló.  Cayó pesadamente sobre las manos, que se hundieron en el cieno viscoso, con la cara muy cerca de la superficie oscura de la laguna.  Oyó un débil silbido, se expandió un olor fétido, las luces titilaron, danzaron y giraron vertiginosamente.  Por un instante el agua le pareció una ventana con vidrios cubiertos de inmundicia a través de la cual él espiaba.  Arrancando las manos del fango, se levantó de un salto, gritando.

      -Hay cosas muertas, caras muertas en el agua -dijo horrorizado-. ¡Caras muertas!

Gollum se rió.

      -La Ciénaga de los Muertos, sí, sí: así la llaman -cloqueó-.  No hay que mirar cuando los cirios están encendidos.

      -¿Quiénes son? ¿Qué son? -preguntó Sam con un escalofrío, volviéndose a Frodo que ahora estaba detrás de él.

      -No lo sé -dijo Frodo con una voz soñadora-.  Pero yo también las he visto.  En los pantanos cuando se encendieron las luces.  Yacen en todos los pantanos, rostros pálidos, en lo más profundo de las aguas tenebrosas.  Yo los vi: caras horrendas y malignas, y caras nobles y tristes.  Una multitud de rostros altivos y hermosos, con algas en los cabellos de plata.  Pero todos inmundos, todos putrefactos, todos muertos.  En ellos brilla una luz tétrica. -Frodo se cubrió los ojos con las manos.- Ahora sé quiénes son; pero me pareció ver allí hombres y elfos, y orcos junto a ellos.

      -Sí, sí -dijo Gollum-.  Todos muertos, todos putrefactos.  Elfos y hombres y orcos.  La Ciénaga de los Muertos.  Hubo una gran batalla en tiempos lejanos, sí, eso le contaron a Sméagol cuando era joven, cuando yo era joven y el Tesoro no había llegado aún.  Fue una gran batalla.  Hombres altos con largas espadas, y elfos terribles, y orcos que aullaban.  Pelearon en el llano durante días y meses delante de las Puertas Negras.  Pero las ciénagas crecieron desde entonces, engulleron las tumbas; reptando, reptando siempre.

      -Pero eso pasó hace una eternidad o más –dijo Sam-. ¡Los muertos no pueden estar ahí realmente! ¿Pesa algún sortilegio sobre el País Oscuro?

      -¿Quién sabe?  Sméagol no sabe -respondió Gollum-.  No puedes llegar a ellos, no puedes tocarlos.  Nosotros lo intentamos una vez, sí, tesoro.  Yo traté una vez; pero son inalcanzables.  Sólo formas para ver, quizá, pero no para tocar. ¡No, tesoro!  Todos muertos.

      Sam lo miró sombríamente y se estremeció otra vez, creyendo adivinar por qué razón Sméagol había intentado tocarlos.

      -Bueno, no quiero verlos -dijo-. ¡Nunca más! ¿Podemos continuar y alejarnos de aquí?

      -Sí, sí -dijo Gollum-.  Pero lentamente, muy lentamente. ¡Con mucha cautela!  Si no los hobbits bajarán a acompañar a los muertos y a encender pequeños cirios. ¡Seguid a Sméagol! ¡No miréis las luces!

 

 

                Gollum se arrastró en cuatro patas hacia la derecha, buscando un camino que bordeara la laguna.  Frodo y Sam lo seguían de cerca, y se agachaban, utilizando a menudo las manos lo mismo que Gollum. «Tres pequeños tesoros de Gollum seremos, si esto dura mucho más», murmuró Sam.

      Llegaron por fin al extremo de la laguna negra, y la atravesaron, reptando o saltando de una traicionera isla de hierbas a la siguiente.  Más de una vez perdieron pie y cayeron de manos en aguas tan hediondas como las de un albañal, y se levantaron cubiertos de lodo y de inmundicia casi hasta el cuello, arrastrando un olor nauseabundo.

      Era noche cerrada, cuando por fin pisaron una vez más suelo firme.  Gollum siseaba y murmuraba entre dientes, pero parecía estar contento: de alguna manera misteriosa, gracias a una combinación de los sentidos del tacto y el olfato, y a una extraordinaria memoria para reconocer formas en la oscuridad, parecía saber una vez más dónde se encontraba y por dónde iba el camino.

      -¡En marcha ahora! -dijo-. ¡Buenos hobbits! ¡Valientes hobbits!  Muy muy cansados, claro; también nosotros, mi tesoro, los tres.  Pero al amo hay que alejarlo de las luces malas, sí, sí. -Con estas palabras reanudó la marcha casi al trote, por lo que parecía ser un largo camino entre cañas altas, y los hobbits lo siguieron, trastabillando, tan rápido como podían.  Pero poco después se detuvo de pronto y husmeó el aire dubitativamente, siseando como si otra vez algo lo preocupara o irritara.

      -¿Qué te ocurre? -gruñó Sam, tomando a mal la actitud de Gollum-. ¿Qué andas husmeando? A mí este olor poco menos que me derriba, por más que me tape la nariz.  Tú apestas y el amo apesta: todo apesta en este sitio.

      -¡Sí, sí, y Sam apesta! -respondió Gollum-.  El pobre Sméagol lo huele, pero Sméagol es bueno y lo soporta.  Ayuda al buen amo.  Pero no es por eso.  El aire se agita, algo va a cambiar.  Sméagol se pregunta qué: no está contento.

 

 

                Se puso de nuevo en marcha, pero parecía cada vez más inquieto, y a cada instante se erguía en toda su estatura, y tendía el cuello hacia el este y el sur.  Durante un tiempo los hobbits no alcanzaron a oír ni a sentir lo que tanto parecía preocupar a Gollum.  De improviso los tres se detuvieron, tiesos y alertas.  Frodo y Sam creyeron oír a los lejos un grito largo y doliente, agudo y cruel.  Se estremecieron.  En el mismo momento advirtieron al fin la agitación del aire, que ahora era muy frío.  Mientras permanecían así, muy quietos, y expectantes, oyeron un rumor creciente, como el de un vendaval que se fuera acercando.  Las luces veladas por la niebla vacilaron, se debilitaron, y por fin se extinguieron.

      Gollum se negaba a avanzar.  Se quedó allí, como petrificado, temblando y farfullando en su jerigonza, hasta que el viento se precipitó sobre ellos en un torbellino, rugiendo y silbando en las ciénagas.  La oscuridad se hizo algo menos impenetrable, apenas lo suficiente como para que pudieran ver, o vislumbrar, unos bancos informes de niebla que se desplazaban y alejaban encrespándose en rizos y en volutas.  Y al levantar la cabeza vieron que las nubes se abrían y dispersaban en jirones; de pronto, alta en el cielo meridional, flotando entre las nubes fugitivas, brilló una luna pálida.

      Por un instante el tenue resplandor llenó de júbilo los corazones de los hobbits; pero Gollum se agazapó, maldiciendo entre dientes la Cara Blanca.  Y entonces Frodo y Sam, mirando el cielo, la vieron venir: una nube que se acercaba volando desde las montañas malditas; una sombra negra de Mordor; una figura alada, inmensa y aciaga.  Cruzó como una ráfaga por delante de la luna, y con un grito siniestro, dejando atrás el viento, se alejó hacia el oeste.

      Se arrojaron al suelo de bruces y se arrastraron, insensibles a la tierra fría.  Mas la sombra nefasta giró en el aire y retornó, y esta vez voló más bajo, muy cerca del suelo, sacudiendo las alas horrendas y agitando los vapores fétidos de la ciénaga.  Y entonces desapareció: en las alas de la ira de Sauron voló rumbo al oeste; y tras él, rugiendo, partió también el viento huracanado dejando desnuda y desolada la Ciénaga de los Muertos.  Hasta donde alcanzaba la vista, hasta la distante amenaza de las montañas, sólo la luz intermitente de la luna punteaba el páramo inmenso.

      Frodo y Sam se levantaron, frotándose los ojos, como niños que despiertan de un mal sueño, y encuentran que la noche amiga tiende aún un manto sobre el mundo.  Pero Gollum yacía en el suelo, como desmayado.  No les fue fácil reanimarlo; durante un rato se negó a alzar el rostro y permaneció obstinadamente de rodillas, los codos apoyados en el suelo protegiéndose la parte posterior de la cabeza con las manos grandes y chatas.

      -¡Espectros! -gimoteaba . ¡Espectros con alas!  Son los siervos del Tesoro.  Lo ven todo, todo. ¡Nada puede ocultárselas! ¡Maldita Cara Blanca! ¡Y le dicen todo a Él!  Él ve, Él sabe. ¡Aj, gollum, gollum, gollum! -Sólo cuando la luna se puso a lo lejos, más allá del Tol Brandir, consintió en levantarse y reanudar la marcha.

 

 

                A partir de ese momento Sam creyó adivinar en Gollum un nuevo cambio.  Se mostraba más servil y más pródigo en supuestas manifestaciones de afecto; pero Sam lo sorprendía a veces echando miradas extrañas, principalmente a Frodo; además, recaía, cada vez más a menudo, en el lenguaje de antes.  Y Sam tenía otro motivo de preocupación.  Frodo parecía cansado, cansado hasta el agotamiento.  No decía nada, en realidad casi no hablaba; tampoco se quejaba, pero caminaba como si soportara una carga cuyo peso aumentaba sin cesar; y se arrastraba con una lentitud cada vez mayor, al punto que Sam tenía que rogarle a menudo a Gollum que esperase a fin de no dejar atrás al amo.

      Frodo sentía, en efecto, que con cada paso que lo acercaba a las puertas de Mordor, el Anillo, sujeto a la cadena que llevaba al cuello, se volvía más y más pesado.  Y empezaba a tener la sensación de llevar a cuestas un verdadero fardo, cuyo peso lo vencía y lo encorvaba.  Pero lo que más inquietaba a Frodo era el Ojo: así llamaba en su fuero íntimo a esa fuerza más insoportable que el peso del Anillo que lo obligaba a caminar encorvado.  El Ojo: la creciente y horrible impresión de la voluntad hostil, decidida a horadar toda sombra de nube, de tierra y de carne para verlo: para inmovilizarlo con una mirada mortífera, desnuda, inexorable. ¡Qué tenues, qué frágiles y tenues eran ahora los velos que lo protegían!  Frodo sabía bien dónde habitaba y cuál era el corazón de aquella voluntad: con tanta certeza como un hombre que sabe dónde está el sol, aun con los ojos cerrados.  Estaba allí, frente a él, y esa fuerza le golpeaba la frente.

      Gollum sentía sin duda algo parecido.  Pero lo que acontecía en aquel corazón miserable, acorralado como estaba entre las presiones del Ojo, la codicia del Anillo ahora tan al alcance de la mano, y la promesa reticente y humillante que hiciera a medias bajo la amenaza de la espada, los hobbits no podían adivinarlo.  Frodo no había pensado en eso en ningún momento.  Y Sam preocupado como estaba por su señor, casi no había reparado en la nube que le ensombrecía el corazón.  Ahora caminaba detrás de Frodo, y observaba con mirada vigilante cada uno de sus movimientos, sosteniéndolo cuando vacilaba, procurando alentarlo, con palabras desmayadas.

      Cuando despuntó por fin el día, los hobbits se sorprendieron al ver cuánto más próximas estaban ya las montañas infaustas.  El aire era ahora más límpido y fresco, y aunque todavía lejanos, los muros de Mordor no parecían ya una amenaza nebulosa en el horizonte, sino unas torres negras y siniestras que se erguían del otro lado de un desierto tenebroso.  Las tierras pantanosas terminaban transformándose paulatinamente en turberas muertas y grandes placas de barro seco y resquebrajado.  Ante ellos el terreno se elevaba en largas cuchillas, desnudas y despiadadas, hacia el desierto que se extendía a las puertas de Sauron.

      Mientras duró la luz grísea del alba, se agazaparon encogiéndose como gusanos debajo de una piedra negra, temiendo que el terror alado pasara nuevamente y los ojos crueles alcanzaran a verlos.  El resto de aquel día fue una sombra creciente de miedo en que la memoria no encontró nada en que posarse a descansar.  Durante dos noches más avanzaron penosamente por aquella tierra monótona y sin caminos.  El aire, les parecía, se había vuelto más áspero, cargado de un vapor acre que los sofocaba y les secaba la boca.

      Por fin, en la quinta mañana desde que se pusieran en camino con Gollum, se detuvieron una vez más.  Ante ellos, negras en el amanecer, las cumbres se perdían en una alta bóveda de humo y nubarrones sombríos.  De las faldas de las montañas, que se alzaban ahora a sólo una docena de millas, nacían grandes contrafuertes y colinas anfractuosas.  Frodo miró en torno, horrorizado.  Si las Ciénagas de los Muertos y los páramos secos de la Tierra-de-Nadie les habían parecido sobrecogedores, mil veces más horripilante era el paisaje que el lento amanecer desvelaba a los ojos entornados de los viajeros.  Hasta el Pantano de las Caras Muertas llegaría acaso alguna vez un trasnochado espectro de verde primavera; pero estas tierras nunca más conocerían la primavera ni el estío.  Nada vivía aquí, ni siquiera esa vegetación leprosa que se alimenta de la podredumbre.  Cenizas y Iodos viscosos de un blanco y un gris malsanos ahogaban las bocas jadeantes de las ciénagas, como si las entrañas de los montes hubiesen vomitado una inmundicia sobre las tierras circundantes.  Altos túmulos de roca triturada y pulverizada, grandes conos de tierra calcinada y manchada de veneno, que se sucedían en hileras interminables, como obscenas sepulturas de un cementerio infinito, asomaban lentamente a la luz indecisa.

      Habían llegado a la desolación que nacía a las puertas de Mordor: ese monumento permanente a los trabajos sombríos de muchos esclavos, y destinado a sobrevivir aun cuando todos los esfuerzos de Sauron se perdieran en la nada: una tierra corrompida, enferma sin la más remota esperanza de cura, a menos que el Gran Mar la sumergiera en las aguas del olvido.

      -Me siento mal -dijo Sam.  Frodo callaba.

      Permanecieron allí unos instantes, como hombres a la orilla de un sueño en el que acecha una pesadilla, procurando no amilanarse, pero recordando que sólo atravesando la noche s e llega a la mañana.  La luz crecía alrededor.  Las ciénagas ahogadas y los túmulos envenenados se recortaban ya nítidos y horribles.  El sol, ahora alto, surcaba el cielo entre nubes y largos regueros de humo, pero la luz parecía impura y viciada, y no alegró los corazones de los hobbits.  La sintieron hostil, pues les mostraba el desamparo en que estaban: pequeños fantasmas atribulados y errantes entre los túmulos de cenizas del Señor Oscuro.

      Demasiado fatigados, buscaron un sitio donde descansar.  Durante un rato estuvieron sentados y sin hablar a la sombra de un túmulo de escoria, pero los vapores fétidos les atacaban la garganta y los sofocaban.  Gollum fue el primero en levantarse.  Escupiendo y echando maldiciones, se puso de pie, y sin una palabra ni una mirada a los hobbits se alejó en cuatro patas.  Frodo y Sam se arrastraron detrás, hasta que llegaron a un foso enorme y casi circular que se elevaba en el oeste en un terraplén.  Estaba frío y muerto y un cieno viscoso y multicolor rezumaba en el fondo.  En ese agujero maligno se amontonaron, esperando que la sombra los protegiera de las miradas del Ojo.

      El día transcurrió lentamente.  La sed atormentaba, pero apenas bebieron algunas gotas de las cantimploras.  Las habían llenado por última vez en la garganta, que ahora, en el recuerdo, les parecía un remanso de paz y belleza.  Los hobbits se turnaron para descansar.  Tan agotados estaban, que al principio ninguno de los dos pudo dormir, pero cuando el sol empezó a descender a lo lejos, envuelto en nubes lentas, Sam se quedó dormido.  A Frodo le tocó pues hacer la guardia.  Apoyó la espalda contra la pared inclinada del foso, pero seguía sintiéndose como si llevara una carga agobiante.  Alzó los ojos al cielo estriado de humo y vio fantasmas extraños, jinetes Negros y rostros del pasado.  Flotando entre el sueño y la vigilia, perdió la noción del tiempo, hasta que el olvido vino y lo envolvió.

 

 

                Sam despertó bruscamente, con la impresión de que su amo lo estaba llamando.  Era de noche.  Frodo no podía haberlo llamado, porque se había quedado dormido, y había resbalado casi hasta el fondo del pozo.  Gollum estaba junto él.  Por un instante Sam pensó que estaba tratando de despertar a Frodo; pero en seguida comprendió que no era así.  Gollum estaba hablando solo.  Sméagol discutía con un interlocutor imaginario que utilizaba la misma voz, sólo que la pronunciación era entrecortada y sibilante.  Un resplandor pálido y un resplandor verde aparecían alternativamente en sus ojos mientras hablaba.

      -Sméagol prometió -decía el primer pensamiento.

      -Sí, sí, mi tesoro -fue la respuesta-, hemos prometido: para salvar nuestro Tesoro, para no dejar que lo tenga Él... nunca.  Pero está yendo hacia Él, con cada paso se le acerca más. ¿Qué pensará hacer el hobbit, nos preguntamos, sí, nos preguntamos?

      -No lo sé.  Yo no puedo hacer nada.  El amo lo tiene.  Sméagol prometió ayudar al amo.

      -Sí, sí, ayudar al amo: el amo del Tesoro.  Pero si nosotros fuéramos el amo, podríamos ayudarnos a nosotros mismos, sí, y a la vez cumplir las promesas.

      -Pero Sméagol dijo que iba a ser muy bueno, buenísimo. ¡Buen hobbit!  Quitó la cuerda cruel de la pierna de Sméagol.  Me habla con afecto.

      -Ser muy bueno, buenísimo, ¿eh mi tesoro?  Seamos buenos, entonces, buenos como los peces, dulce tesoro, pero con nosotros mismos.  Sin hacerle ningún daño al buen hobbit, naturalmente, no, no.

      -Pero el Tesoro mantendrá la promesa -objetó la voz de Sméagol.

      -Quítaselo entonces -dijo la segunda voz-, y será nuestro.  Entonces, nosotros seremos el amo, ¡gollum!  Haremos que el otro hobbit, el malo y desconfiado, se arrastre por el suelo, ¿sí, gollum?

      -¿No al hobbit bueno?

      -Oh no, si eso nos desagrada.  Sin embargo es un Bolsón, mi tesoro, un Bolsón.  Y fue un Bolsón quien lo robó.  Lo encontró y no dijo nada, nada.  Odiamos a los Bolsones.

      -No, no a este Bolsón.

      -Sí, a todos los Bolsones.  A todos los que retienen el Tesoro. ¡Tiene que ser nuestro!

      -Pero Él verá, Él sabrá. ¡Él nos lo quitará!

      -Él ve.  Él sabe.  Él nos ha oído hacer promesas tontas, contrariando sus órdenes, sí.  Tenemos que quitárselo.  Los Espectros buscan.  Tenemos que quitárselo.

      -¡No para Él!.

      -No, dulce tesoro.  Escucha, mi tesoro: si es nuestro, podremos escapar, hasta de Él ¿eh?  Podríamos volvernos muy fuertes, más fuertes tal vez que los Espectros. ¿El Señor Sméagol? ¿Gollum el Grande? ¡El Gollum!  Comer pescado todos los días, tres veces al día, recién sacado del mar. ¡Gollum el más precioso de los Tesoros!  Tiene que ser nuestro.  Lo queremos, lo queremos, ¡lo queremos!

      -Pero ellos son dos.  Despertarán demasiado pronto y nos matarán -gimió Sméagol en un último esfuerzo-.  Ahora no.  Todavía no.

      -¡Lo queremos!  Pero... -y aquí hubo una larga pausa, como si un nuevo pensamiento hubiera despertado-.  Todavía no ¿eh?  Tal vez no.  Ella podría ayudar.  Ella podría, sí.

      -¡No, no! ¡Así no! -gimió Sméagol.

      -¡Sí! ¡Lo queremos! ¡Lo queremos!

      Cada vez que hablaba el segundo pensamiento, la larga mano de Gollum avanzaba lentamente hacia Frodo, para apartarse luego de pronto, con un sobresalto, cuando volvía a hablar Sméagol.  Finalmente los dos brazos, con los largos dedos flexionados y crispados, se acercaron a la garganta de Frodo.

 

 

 

                Fascinado por esta discusión, Sam había permanecido acostado e inmóvil, pero espiando por entre los párpados entornados cada gesto y cada movimiento de Gollum.  Como espíritu simple, había imaginado que el peligro principal era la voracidad de Gollum, el deseo de comer hobbits.  Ahora caía en la cuenta de que no era así: Gollum sentía el terrible llamado del Anillo.  Él era evidentemente el Señor Oscuro, pero Sam se preguntaba quién sería Ella.  Una de las horrendas amigas que la miserable criatura había encontrado en sus vagabundeas, supuso.  Pero al instante se olvidó del asunto pues las cosas habían ido sin duda demasiado lejos y estaban tomando visos peligrosos.  Una gran pesadez le agarrotaba todos los miembros, pero se incorporó con un esfuerzo y logró sentarse.  Algo le decía que tuviera cuidado y no revelara que había escuchado la discusión.  Suspiró largamente y bostezó con ruido.

      -¿Qué hora es? -preguntó con voz soñolienta.

      Gollum dejó escapar entre dientes un silbido prolongado.  Se irguió un momento, tenso y amenazador; luego se desplomó, cayó hacia adelante en cuatro patas, y echó a correr, reptando, por el borde del pozo.

      -¡Buenos hobbits! ¡Buen Sam! -dijo-. ¡Cabezas soñolientas, sí, cabezas soñolientas! ¡Dejad que el buen Sméagol haga la guardia!  Pero cae la noche.  El crepúsculo avanza.  Es hora de partir.

      «¡Más que hora!» pensó Sam. «Y también hora de que nos separemos. » Pero en el mismo instante se le cruzó la idea de que Gollum suelto y en libertad podía ser tan peligroso como yendo con ellos. «¡Maldito sea!», masculló. «¡Ojalá se ahogara!» Bajó la cuesta tambaleándose y despertó a su amo.

      Cosa extraña, Frodo se sentía reconfortado.  Había tenido un sueño.  La sombra oscura había pasado y una visión maravillosa lo había visitado en esta tierra infecta.  No conservaba ningún recuerdo, pero a causa de esa visión se sentía animado y feliz.  La carga parecía menos pesada ahora.  Gollum lo saludó con la alegría de un perro.  Reía y parloteaba, haciendo crujir los dedos largos y palmoteando las rodillas de Frodo.  Frodo le sonrió.

      -¡Coraje! -le dijo -. Nos has guiado bien y con fidelidad.  Esta es la última etapa.  Condúcenos hasta la Puerta y una vez allí no te pediré que des un paso más.  Condúcenos hasta la Puerta y serás libre de ir a donde quieras... excepto a reunirte con nuestros enemigos.

      -Hasta la Puerta, ¿eh? -chilló la voz de Gollum, al parecer con sorpresa y temor-.   ¿Hasta la puerta, dice el amo? Sí, eso dice. Y el buen Sméagol hace lo que el amo pide.  Oh sí.  Pero cuando nos hayamos acercado, veremos tal vez, entonces veremos.  Y no será nada agradable. ¡Oh no! ¡Oh no!

-¡Acaba de una vez! -dijo Sam-. ¡Ya basta!

 

 

                La noche caía cuando se arrastraron fuera del foso y se deslizaron lentamente por la tierra muerta.  No habían avanzado mucho y de pronto sintieron otra vez aquel temor que los había asaltado cuando la figura alada pasara volando sobre las ciénagas.  Se detuvieron, agazapándose contra el suelo nauseabundo; pero no vieron nada en el sombrío cielo crepuscular, y pronto la amenaza pasó a gran altura enviada tal vez desde Barad-dûr con alguna misión urgente.  Al cabo de un rato Gollum se levantó y reanudó la marcha en cuatro patas, mascullando y temblando.

      Alrededor de una hora después de la medianoche el miedo los asaltó por tercera vez, pero ahora parecía más remoto, como si volara muy por encima de las nubes, precipitándose a una velocidad terrible rumbo al oeste.  Gollum sin embargo estaba paralizado de terror, convencido de que los perseguían, de que sabían dónde estaban.

      -¡Tres veces! -gimoteó-.  Tres veces es una amenaza.  Sienten nuestra presencia.  Sienten el Tesoro.  El Tesoro es el amo para ellos.  No podemos seguir adelante, no. ¡Es inútil, inútil!

      De nada sirvieron ya los ruegos y las palabras amables.  Y sólo cuando Frodo se lo ordenó, furioso, y echó mano a la empuñadura de la espada, Gollum se movió, otra vez.  Se levantó al fin con/un gruñido, y marchó delante de ellos como un perro apaleado.

      Y así, tropezando y trastabillando, prosiguieron la marcha hasta el fatigoso término de la noche, hacia el amanecer de un nuevo día de terror, caminando en silencio con las cabezas gachas, sin ver nada, sin oír nada más que el silbido del viento.

 

 

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