8

 

LAS ESCALERAS DE CIRITH UNGOL

 

                Gollum le tironeaba a Frodo de la capa y siseaba de miedo e impaciencia.

      -Tenemos que partir -decía-.  No podemos quedarnos aquí. ¡De prisa!

      De mala gana Frodo volvió la espalda al oeste y siguió al guía que lo llevaba a las tinieblas del este.  Salieron del anillo de los árboles y se arrastraron a lo largo del camino hacia las montarías.  También este camino corría un cierto trecho en línea recta, pero pronto empezó a torcer hacia el sur, para continuar al pie de la amplia meseta rocosa que poco antes habían divisado en lontananza.  Negra y hostil se levantaba sobre ellos, más tenebrosa que el cielo tenebroso.  A la sombra de la meseta el camino proseguía ondulante, la contorneaba, y otra vez torcía rumbo al este y ascendía luego rápidamente.

      Frodo y Sam avanzaban con el paso y el corazón pesados, incapaces ya de preocuparse por el peligro en que se encontraban.  Frodo caminaba con la cabeza gacha: otra vez el fardo lo empujaba hacia abajo.  No bien dejaron atrás la Encrucijada, el peso del Objeto, casi olvidado en Ithilien, había empezado a crecer de nuevo.  Ahora, sintiendo que el suelo era cada vez más escarpado, Frodo alzó fatigado la cabeza; y entonces la vio, tal como Gollum se la había descrito: la Ciudad de los Espectros del Anillo.  Se acurrucó contra la barranca pedregosa.

      Un valle en largo y pronunciado declive, un profundo abismo de sombra, se internaba a lo lejos en las montañas.  Del lado opuesto, a cierta distancia entre los brazos del valle, altos y encaramados sobre un asiento rocoso en el regazo de Ephel Dúath, se erguían los muros y la torre de Minas Morgul.  Todo era oscuridad en torno, tierra y cielo, pero la ciudad estaba iluminada.  No era el claro de luna aprisionado que en tiempos lejanos brotaba como agua de manantial de los muros de mármol de Minas Ithil, la Torre de la Luna, bella y radiante en el hueco de las colinas.  Más pálido en verdad que el resplandor de una luna que desfallecía en algún eclipse lento era ahora la luz, una luz trémula, un fuego fatuo de cadáveres que no alumbraba nada y que parecía vacilar como un nauseabundo hálito de putrefacción.  En los muros y en la torre se veían las ventanas, innumerables agujeros negros que miraban hacia adentro, hacia el vacío; pero la garita superior de la torre giraba lentamente, primero en un sentido, luego en otro: una inmensa cabeza espectral que espiaba la noche.  Los tres compañeros permanecieron allí un momento, encogidos de miedo, mirando con repulsión.  Gollum fue el primero en recobrarse.  De nuevo tironeó, apremiante, de las capas de los hobbits, pero no dijo una palabra.  Casi a la rastra los obligó a avanzar.  Cada paso era una nueva vacilación, y el tiempo parecía muy lento, como si entre el instante de levantar un pie y el de volverlo a posar. Transcurriesen unos minutos abominables.

      Así llegaron por fin al puente blanco.  Allí el camino, envuelto en un débil resplandor, pasaba por encima del río en el centro del valle y subía zigzagueando hasta la puerta de la ciudad: una boca negra abierta en el círculo exterior de las murallas septentrionales.  Unos grandes llanos se extendían en ambas orillas, prados sombríos cuajados de pálidas flores blancas.  También las flores eran luminosas, bellas y sin embargo horripilantes, como las imágenes deformes de una pesadilla; y exhalaban un vago y repulsivo olor a carroña; un hálito de podredumbre colmaba el aire.  El puente cruzaba de uno a otro prado.  Allí, en la cabecera, había figuras hábilmente esculpidas de formas humanas y animales, pero todas repugnantes y corruptas.  El agua corría por debajo en silencio, y humeaba; pero el vapor que se elevaba en volutas y espirales alrededor del puente era mortalmente frío.  Frodo tuvo la impresión de que la razón lo abandonaba y que la mente se le oscurecía.  Y de pronto, como movido por una fuerza ajena a su voluntad, apretó el paso, y extendiendo las manos avanzó a tientas, tambaleándose, bamboleando la cabeza de lado a lado.  Sam y Gollum se lanzaron tras él al mismo tiempo.  Sam lo alcanzó y lo sujetó entre los brazos, en el preciso instante en que Frodo tropezaba con el umbral del puente y estaba a punto de caer.

      -¡Por ahí no! ¡No, no, no por ahí! -murmuró Gollum, pero el aire que le pasaba entre los dientes pareció desgarrar el pesado silencio como un silbido, y la criatura se acurrucó en el suelo, aterrorizada.

      -¡Coraje, señor Frodo! -musitó Sam al oído de Frodo-. ¡Vuelva!  Por ahí no, Gollum dice que no, y por una vez estoy de acuerdo con él.

      Frodo se pasó la mano por la frente y quitó los ojos de la ciudad posada en la colina.  Aquella torre luminosa lo fascinaba, y luchaba contra el deseo irresistible de correr hacia la puerta por el camino iluminado.  Al fin con un esfuerzo dio media vuelta, y entonces sintió que el Anillo se le resistía, tironeándole de la cadena que llevaba alrededor del cuello; y también los ojos, cuando los apartó, parecieron enceguecidos un momento.  Delante de él la oscuridad era impenetrable.

      Gollum, reptando por el suelo como un animal asustado, se desvanecía ya en la penumbra.  Sam, sin dejar de sostener a su amo que se tambaleaba, lo siguió lo más rápido que pudo.  No lejos de la orilla del río había una abertura en el muro de piedra que bordeaba el camino.  Pasaron por ella, y Sam vio que se encontraban en un sendero estrecho, vagamente luminoso al principio, como lo estaba el camino principal, pero luego, a medida que trepaba por encima de los prados de flores mortales y se internaba, tortuoso y zigzagueante, en los flancos septentrionales del valle, la luz se iba extinguiendo y el camino se perdía en las tinieblas.

      Por este sendero caminaban los hobbits trabajosamente, juntos, incapaces de distinguir a Gollum delante de ellos, salvo cuando se volvía para indicarles que se apresuraran.  Los ojos le brillaban entonces con un fulgor blanco-verdoso, reflejo tal vez de la maléfica luminosidad de Morgul, o encendidos por algún estado de ánimo correspondiente al lugar.  Frodo y Sam no podían olvidar aquel fulgor mortal y las troneras sombrías, y una y otra vez espiaban temerosos por encima del hombro, y una y otra vez se obligaban a volver la mirada hacia la oscuridad creciente del sendero.  Avanzaban lenta y pesadamente.  Cuando se elevaron por encima del hedor y los vapores del río envenenado, empezaron a respirar con más libertad y a sentir la mente más despejada, pero ahora una terrible fatiga les agarrotaba los miembros, como si hubiesen caminado toda la noche llevando a cuestas una carga pesada, o hubiesen estado nadando.  Al fin no pudieron dar un paso más.

      Frodo se detuvo y se sentó sobre una piedra.  Habían trepado hasta la cresta de una gran giba de roca desnuda.  Delante de ellos, en el flanco del valle, había una saliente que el sendero contorneaba, apenas una ancha cornisa con un abismo a la derecha; trepaba luego por la cara escarpada del sur, hasta desaparecer arriba, en la negrura.

      -Necesitaría descansar un rato, Sam -murmuró Frodo-.  Me pesa mucho, Sam, hijo, me pesa enormemente.  Me pregunto hasta dónde podré llevarlo.  De todos modos necesito descansar antes de que nos aventuremos a entrar allí. -Señaló adelante el angosto camino.

      -¡Sssh! ¡Sssh! -siseó Gollum corriendo apresuradamente hacia ellos-. ¡Sssh! -Tenía los dedos contra los labios y sacudía insistentemente la cabeza.  Tironeando a Frodo de la manga, le señaló el sendero; pero Frodo se negó a moverse.

      -Todavía no -dijo-, todavía no. -La fatiga y algo más que la fatiga lo oprimían; tenía la impresión de que un terrible sortilegio le atenazaban la cabeza y el cuerpo.- Necesito descansar -murmuró.

      Al oír esto, el miedo y la agitación de Gollum fueron tales que volvió a hablar esta vez claramente, llevándose la mano a la boca, como para que unos oyentes invisibles que poblaban el aire no pudieran oírlo. No aquí, no.  No descansar aquí.  Locos.  Ojos pueden vernos.  Cuando vengan al puente nos verán. ¡Vamos! ¡Arriba, arriba! ¡Vamos!

      -Vamos, señor Frodo -dijo Sam-.  Otra vez tiene razón.  No podemos quedarnos aquí.

      -Está bien -dijo Frodo con una voz remota, como la de alguien que hablase en un duermevela-.  Lo intentaré. -Penosamente volvió a incorporarse.

 

 

                Pero era demasiado tarde.  En ese momento la roca se estremeció y tembló debajo de ellos.  El estruendo prolongado y trepidante, más fuerte que nunca, retumbó bajo la tierra y reverbero en las montañas.  Luego, de improviso, con una celeridad enceguecedora, estalló un relámpago enorme y rojo.  Saltó al cielo mucho más allá de las montañas del este y salpicó de púrpura las nubes sombrías.  En aquel valle de sombras y fría luz mortal pareció de una violencia insoportable y feroz.  Los picos de piedra y las crestas que parecían cuchillos mellados emergieron de pronto siniestros y negros contra la llama que subía del Gorgoroth.  Luego se oyó el estampido de un trueno.

      Y Minas Morgul respondió.  Hubo un centelleo de relámpagos lívidos: saetas de luz azul brotaron de la torre y de las colinas circundantes hacia las nubes lóbregas.  La tierra gimió; y un clamor llegó desde la ciudad.  Mezclado con voces ásperas y estridentes, como de aves de rapiña, y el agudo relincho de caballos furiosos y aterrorizados, resonó un grito desgarrador, estremecido, que subió rápidamente de tono hasta perderse en un chillido penetrante, casi inaudible.  Los hobbits giraron en redondo, volviéndose hacia el sitio de donde venía el sonido y se tiraron al suelo, tapándose las orejas con las manos.

      Cuando el grito terrible terminó en un gemido largo y abominable, Frodo levantó lentamente la cabeza.  Del otro lado del valle estrecho, ahora casi al nivel de los ojos, se alzaban los muros de la ciudad funesta, y la puerta cavernosa, como una boca franqueada de dientes relucientes, estaba abierta.  Y por esa puerta salía un ejército.

      Todos los hombres iban vestidos de negro, sombríos como la noche.  Frodo los veía contra los muros claros y el pavimento luminoso: pequeñas figuras negras que marchaban en filas apretadas, silenciosos y rápidos, fluyendo como un río interminable.  Al frente avanzaba una caballería numerosa de jinetes que se movían como sombras disciplinadas, y a la cabeza iba uno más grande que los otros: un jinete, todo de negro, excepto la cabeza encapuchado protegida por un yelmo que parecía una corona y que centelleaba con una luz inquietante.  Descendía, se acercaba al puente, y Frodo lo seguía con los ojos muy abiertos, incapaz de parpadear o de apartar la mirada. ¿No era aquel el Señor de los Nueve jinetes, el que había retornado para conducir a la guerra a aquel ejército horrendo?  Allí, sí, allí, estaba por cierto el rey espectral, cuya mano fría hiriera al Portador del Anillo con un puñal mortífero.  La vieja herida le latió de dolor y un frío inmenso invadió el corazón de Frodo.

      Y mientras estos pensamientos lo traspasaban aún de terror y lo tenían paralizado como por un sortilegio, el jinete se detuvo de golpe, justo a la entrada del puente, y toda la hueste se inmovilizó detrás.  Hubo una pausa, un silencio de muerte.  Tal vez era el Anillo que llamaba al Señor de los Espectros, y lo turbaba haciéndole sentir la presencia de otro poder en el valle.  A un lado y a otro se volvía la cabeza embozada y coronada de miedo, barriendo las sombras con ojos invisibles.  Frodo esperaba, como un pájaro que ve acercarse una serpiente, incapaz de moverse.  Y mientras esperaba sintió, más imperiosa que nunca, la orden de ponerse el Anillo en el dedo.  Pero por más poderoso que fuese aquel impulso, ahora no se sentía inclinado a ceder.  Sabía que el anillo no haría otra cosa que traicionarlo, y que aun cuando se lo pusiera, no tenía todavía poder suficiente para enfrentarse al Rey de Morgul... todavía no.  Ya no había en él, en su voluntad, por muy debilitada por el terror que ahora estuviera, ninguna respuesta a ese mandato, y sólo sentía aquella fuerza extraña que lo golpeaba.  Una fuerza que le tomaba la mano, y mientras Frodo la observaba con los ojos de la mente, sin consentir pero en suspenso (como si esperase el final de una vieja leyenda de antaño), se la acercaba poco a poco a la cadena que llevaba al cuello.  Entonces la voluntad de Frodo reaccionó: lentamente obligó a la mano a retroceder y a buscar otra cosa, algo que llevaba escondido cerca del pecho.  Frío y duro lo sintió cuando el puño se cerró sobre él: el frasco de Galadriel, tanto tiempo atesorado y luego casi olvidado.  Al tocarlo, todos los pensamientos que concernían al Anillo se desvanecieron un momento.  Suspiri5 e inclinó la cabeza.

      En ese mismo instante el Rey de los Espectros dio media vuelta, picó espuelas y cruzó el puente, y todo el sombrío ejército marchó tras él.  Quizá las caperuzas élficas habían resistido la mirada de los ojos invisibles y la mente del pequeño enemigo, fortalecido ahora, había logrado desviar los pensamientos del jinete.  Pero llevaba prisa.  La hora ya había sonado, y a la orden del Amo poderoso tenía que marchar en son de guerra hacia el Oeste.

      Pronto se perdió, una sombra en la sombra, en el sinuoso camino, y tras él las filas negras aún cruzaban el puente.  Nunca un ejército tan grande había partido de ese valle desde los días del esplendor de Isildur; ningún enemigo tan cruel y tan fuertemente armado había atacado aún los vados del Anduin; y sin embargo no era más que un ejército, y no el mayor, de las huestes que ahora enviaba Mordor.

 

 

                Frodo se sacudió.  Y de pronto volvió el corazón a Faramir.

      «La tormenta al fin ha estallado», se dijo. «Este enorme despliegue de lanzas y de espadas va hacia Osgiliath. ¿Llegará a tiempo Faramir?  Él lo predijo, ¿pero sabía la hora? ¿Y quién ahora defenderá los vados, cuando llegue el Rey de los Nueve Jinetes?  Y a este ejército le seguirán otros.  He venido tarde.  Todo está perdido.  Me he demorado demasiado. Y aun cuando llegase a cumplir mi misión, nadie lo sabría.  No habrá nadie a quien pueda contárselo.  Será inútil.» Débil y abatido, Frodo se echó a llorar.  Y mientras tanto los ejércitos de Morgul seguían cruzando el puente.

      De pronto lejana y remota, como surgida de los recuerdos de la Comarca, Iluminada por el primer sol de la mañana, mientras el día despertaba y las puertas se abrían, oyó la voz de Sam:

      -¡Despierte, señor Frodo! ¡Despierte! -Si la voz hubiese agregado: «Tiene el desayuno servido» poco le habría extrañado.  Era evidente que Sam estaba ansioso. - ¡Despierte, señor Frodo!  Se han marchado -dijo.

      Hubo un golpe sordo.  Las puertas de Minas Morgul se habían cerrado.  La última fila de lanzas había desaparecido en el camino.  La torre se alzaba aún como una mueca siniestra del otro lado del valle, pero la luz empezaba a debilitarse en el interior.  La ciudad toda se hundía una vez más en una sombra negra y hostil, y en el silencio.  Sin embargo, seguía poblada de ojos vigilantes.

      -¡Despierte señor Frodo!  Ellos se han marchado, y lo mejor será que también nosotros nos alejemos de aquí.  Todavía hay algo vivo en ese lugar, algo que tiene ojos, o una mente que ve, si usted me entiende; y cuanto más tiempo nos quedemos, más pronto nos caerá encima. ¡Animo, señor Frodo!

      Frodo levantó la cabeza y luego se incorporó.  La desesperación no lo había abandonado, pero ya no estaba tan débil.  Hasta sonrió con cierta ironía, sintiendo ahora tan claramente como un momento antes había sentido lo contrario, que lo que tenía que hacer, lo tenía que hacer, si podía, y poco importaba que Faramir o Aragorn o Elrond o Galadriel o Gandalf o cualquier otro no lo supieran nunca.  Tomó el bastón con una mano y el frasco de cristal con la otra.  Cuando vio que la luz clara le brotaba entre los dedos,  lo volvió a guardar junto al pecho y lo estrechó contra el corazón.  Luego, volviendo la espalda a la ciudad de Morgul, que ahora no era más que un resplandor trémulo y gris en la otra orilla de un abismo de sombras, se dispuso a ir camino arriba.

      Gollum se había escabullido al parecer a lo largo de la comisa hacia la oscuridad del otro lado, cuando se abrieron las puertas de Minas Morgul, dejando a los hobbits en el sitio en que se habían echado a descansar.  Ahora volvía a cuatro patas, rechinando los dientes y chasqueando los dedos.

      -¡Locos! ¡Estúpidos! -siseó-. ¡De prisa!  Ellos no tienen que pensar que el peligro ha pasado, no ha pasado. ¡De prisa!

      Los hobbits no le contestaron, pero lo siguieron y subieron tras él por la cornisa empinada.  Ese tramo del camino no les gustó mucho ni a Frodo ni a Sam, aun después de tantos peligros como habían pasado; pero duró poco.  Pronto el sendero describió una curva, penetrando bruscamente en una angosta abertura en la roca, y allí el flanco de la colina volvía a combarse.  Habían llegado a la primera escalera, que Gollum había mencionado.  La oscuridad era casi completa, y más allá de las manos extendidas no veían absolutamente nada; pero los ojos de Gollum brillaban con un resplandor pálido, pocos pasos más adelante, cuando se dio vuelta.

      -¡Cuidado! –susurró-  ¡Escalones!  ¡Muchos escalones. ¡Cuidado!

      La cautela era necesaria por cierto.  Al principio Frodo y Sam se sintieron más seguros, con una pared de cada lado, pero la escalera era casi vertical, como una escala, y a medida que subían y subían, menos podían olvidar el largo vacío negro que iban dejando atrás; y los peldaños eran estrechos, desiguales, y a menudo traicioneros; estaban desgastados y pulidos en los bordes, y a veces rotos, y algunos se agrietaban bajo los pies.  El ascenso era muy penoso, y al fin terminaron aferrándose con dedos desesperados al escalón siguiente, y obligando a las rodillas doloridas a flexionarse y estirarse; y a medida que la escalera se iba abriendo un camino cada vez más profundo en el corazón de la montaña, las paredes rocosas se elevaban más y más a los lados, por encima de ellos.

      Por fin, cuando ya les parecía que no podían aguantar más, vieron los ojos de Gollum que escudriñaban otra vez desde arriba.

      -Hemos llegado -les dijo-.  Hemos pasado la primera escalera.  Hobbits hábiles para subir tan alto; hobbits muy hábiles.  Unos escalones más y ya está, sí.

 

 

                Mareados y terriblemente cansados, Sam, y Frodo tras él, subieron a duras penas el último escalón, y allí se sentaron, y se frotaron las piernas y las rodillas.  Estaban en un oscuro pasadizo que parecía subir delante de ellos, aunque en pendiente más suave y sin escalera.  Gollum no les permitió descansar mucho tiempo.

      -Hay otra escalera más -les dijo-.  Mucho más larga.  Descansarán después de subir la próxima escalera.  Todavía no.

      Sam refunfuñó.

      -¿Más larga, dijiste?

      -Sí, sssí, más larga -dijo Gollum-.  Pero tan difícil.  Hobbits subieron ya la Escalera Recta.  Ahora viene la Escalera en Espiral.

      -¿Y después? -dijo Sam.

      -Ya veremos -dijo Gollum en voz baja-. ¡Oh sí, ya veremos! -Me parece que hablaste de un túnel -dijo Sam-. ¿No hay que atravesar un túnel, o algo así?

      -Oh sí, un túnel -dijo Gollum-.  Pero los hobbits podrán descansar antes.  Si lo pasan habrán llegado casi a la cima.  Casi, si lo pasan.  Oh sí casi a la cima.

      Frodo se estremeció.  El ascenso lo había hecho sudar, pero ahora sentía el cuerpo mojado y frío, y una corriente de aire glacial, que llegaba desde alturas invisibles, soplaba en el pasadizo oscuro.  Se levantó y se sacudió.

      -¡Bien, en marcha! -dijo-.  Este no es sitio para sentarse a descansar.

 

 

                El pasadizo parecía alargarse millas y millas, y siempre el soplo helado flotaba sobre ellos, transformándose poco a poco en un viento áspero.  Se hubiera dicho que las montañas al echarles encima ese aliento mortal, intentaban desanimarlos, alejarlos de los secretos de las alturas, o arrojarlos al tenebroso vacío que habían dejado atrás.  Supieron que al fin habían llegado cuando de pronto ya no palparon el muro a la derecha.  No veían casi nada.  Grandes masas negras e informes y profundas sombras grises se alzaban por encima de ellos y todo alrededor, pero ahora una luz roja y opaca parpadeaba bajo los nubarrones oscuros, y por un momento alcanzaron a ver las formas de los picos, al frente y a los lados, como columnas que sostuvieran una vasta techumbre a punto de desplomarse.  Habían subido al parecer muchos centenares de pies, y ahora se encontraban en una cornisa ancha.  A la derecha una pared se elevaba a pique y a la izquierda se abría un abismo.

      Gollum marchaba delante casi pegado a la pared rocosa.  En ese tramo ya no subían, pero el suelo era más accidentado y peligroso, y había bloques de piedra y roca desmoronada en el camino.  Avanzaban lenta y cautelosamente.  Cuántas horas habían transcurrido desde que entraran en el Valle de Morgul, ni Sam ni Frodo podían decirlo con certeza.  La noche parecía interminable.

      Al fin advirtieron que otro muro acababa de aparecer, y una nueva escalera se abrió ante ellos.  Otra vez se detuvieron y otra vez empezaron a subir.  Era un ascenso largo y fatigoso; pero esta escalera no penetraba en la ladera de la montaña; aquí la enorme y empinada cara del acantilado retrocedía, y el sendero la cruzaba serpenteando.  A cierta altura se desviaba hasta el borde mismo del precipicio oscuro, Y Frodo, echando una mirada allá abajo, vio un foso ancho y profundo, la hondonada de acceso al Valle de Morgul.  Y en el fondo, como un collar de luciérnagas, centelleaba el camino de los espectros, que iba de la ciudad muerta al Paso Sin Nombre.  Frodo volvió rápidamente la cabeza.

      Más y más allá proseguía la escalera, siempre sinuosa y zigzagueante, hasta que por fin, luego de un último tramo corto y empinado, desembocó en otro nivel.  El sendero se había alejado del paso principal en la gran hondonada, y ahora seguía su propio y peligroso curso en una garganta más angosta, entre las regiones más elevadas de Ephel Dúath.  Los hobbits distinguían apenas, a los lados, unos pilares altos y unos pináculos de piedra dentada, entre los que se abrían unas grietas y fisuras más negras que la noche; allí unos inviernos olvidados habían carcomido y tallado la piedra que el sol no tocaba nunca.  Y ahora la luz roja parecía más intensa en el cielo; no podían decir aún si lo que se acercaba a este lugar de sombras era en verdad un terrible amanecer o sólo la llamarada de alguna tremenda violencia de Sauron en los tormentos de más allá de Gorgoth.  Todavía lejana, y aún altísima, Frodo, alzando los ojos, vio tal como él esperaba la cima misma de ese duro camino.  En el este, contra el púrpura lúgubre del cielo, en la cresta más alta, se dibujaba una abertura estrecha y profunda entre dos plataformas negras: y en cada plataforma había un cuerno de piedra.

      Se detuvo y miró más atentamente.  El cuerno de la izquierda era alto y esbelto; y en él ardía una luz roja, o acaso la luz de la tierra de más allá brillaba a través de un agujero.  Y la vio entonces: una torre negra que dominaba el paso de salida.  Le tomó el brazo a Sam y la señaló.

      -¡El aspecto no me gusta nada! -dijo Sam-.  De modo que en resumidas cuentas tu camino secreto está vigilado - gruñó, volviéndose a Gollum-.  Y tú lo sabías desde el comienzo, ¿no es cierto?

      -Todos los caminos están vigilados, sí -dijo Gollum-.  Claro que sí.  Pero los hobbits tienen que probar algún camino.  Ese puede estar menos vigilado. ¡Quizá todos se fueron a la gran batalla, quizá!

      -Quizá -refunfuñó Sam-.  Bueno, por lo que parece, queda aún mucho que caminar y mucho que subir.  Y además falta el túnel.  Creo que es momento de descansar, señor Frodo.  No sé en qué hora estamos, del día o de la noche, pero hemos andado mucho tiempo.

      -Sí, tenemos que descansar –dijo Frodo-.  Busquemos algún rincón abrigado, y juntemos fuerzas... para la última etapa. -Y en realidad estaba convencido de que era la última: los terrores del país que se extendía más allá de las montañas, los peligros de la empresa que allí intentaría le parecían todavía remotos, demasiado distantes aún para perturbarle.  Por ahora tenía un único pensamiento: atravesar ese muro impenetrable, eludir la vigilancia de los guardias.  Si llevaba a cabo esa hazaña imposible entonces de algún modo cumpliría la misión, o eso pensaba al menos en aquella hora de fatiga, mientras caminaba entre las sombras pedregosas bajo Cirith Ungol.

 

 

                Se sentaron en una grieta oscura entre dos grandes pilares de roca: Frodo y Sam un poco hacia adentro, y Gollum acurrucado en el suelo         cerca de la entrada.  Allí los hobbits tomaron lo que creían habría de ser la última comida antes del descenso al País Sin Nombre, y acaso la última que tendrían juntos.  Comieron algo de los alimentos de Gondor y el pan de viaje de los elfos, y bebieron un poco.  Pero cuidaron el agua, y tomaron apenas la suficiente para humedecerse las bocas resecas.

      -Me pregunto cuándo encontraremos agua de nuevo -dijo Sam-.  Aunque supongo que allá arriba han de beber.  Los orcos beben ¿no?

      -Sí, beben -dijo Frodo-.  Pero ni hablemos de eso.  Lo que ellos beben no es para nosotros.

      -Más razón para que llenemos nuestras botellas -dijo Sam-.  Pero no hay agua por aquí y no he oído ningún rumor, ni el más leve susurro.  Y de todos modos Faramir nos recomendó no beber las aguas de Morgul.

      -No beber las aguas que desciendan del Imlad Morgul, fueron sus palabras -dijo Frodo-.  No estamos ahí aún, y si encontramos un manantial, el agua fluirá hacia el valle y no desde el valle.

      -Yo no me fiaría demasiado -dijo Sam-, a menos que me estuviese muriendo de sed.  Hay una atmósfera maligna en este sitio. -Husmeó el aire.- Y un olor, me parece. ¿No lo siente usted?  Un olor muy raro, como a encierro.  No me gusta.

      -A mí no me gusta nada de aquí: piedra y viento, hueso y aliento.  Tierra, agua, aire, todo parece maldito.  Pero es el camino que nos fue trazado.

      -Sí, es verdad -dijo Sam-.  Y de haber sabido más antes departir, no estaríamos ahora aquí seguramente.  Aunque me imagino que así ocurre a menudo.  Las hazañas de que hablan las antiguas leyendas y canciones, señor Frodo: las aventuras, como yo las llamaba.  Yo pensaba que los personajes maravillosos de las leyendas salían en busca de aventuras porque querían tenerlas, y les parecían excitantes, y en cambio la vida era un tanto aburrida: una especie de juego, por así decir.  Pero con las historias que importaban de veras, o con esas que uno guarda en la memoria, no ocurría lo mismo.  Se diría que los protagonistas se encontraban de pronto en medio de una aventura, y que casi siempre ya tenían los caminos trazados, como dice usted.  Supongo que también ellos, como nosotros, tuvieron muchas veces la posibilidad de volverse atrás, sólo que no la aprovecharon.  Quizá, pues, si la aprovecharan tampoco lo sabríamos, porque nadie se acordaría de ellos.  Porque sólo se habla de los que continuaron hasta el fin... y no siempre terminan bien, observe usted; al menos no de ese modo que la gente de la historia, y no la gente de fuera, llama terminar bien.  Usted sabe qué quiero decir, volver a casa, y encontrar todo en orden, aunque no exactamente igual que antes... como el viejo señor Bilbo.  Pero no son ésas las historias que uno prefiere escuchar, ¡aunque sean las que uno prefiere vivir!  Me gustaría saber en qué clase de historia habremos caído.

      -A mí también -dijo Frodo-.  Pero no lo sé.  Y así son las historias de la vida real.  Piensa en alguna de las que más te gustan.  Tú puedes saber, o adivinar, qué clase de historia es, si tendrá un final feliz o un final triste, pero los protagonistas no saben absolutamente nada.  Y tú no querrías que lo supieran.

      -No, señor, claro que no.  Beren, por ejemplo, nunca se imaginó que conseguiría el Silmaril de la Corona de Hierro en Thangorodrim, y sin embargo lo consiguió, y era un lugar peor y un peligro más negro que este en que nos encontramos ahora.  Pero esa es una larga historia, naturalmente, que está más allá de la felicidad y más allá de la tristeza... Y el Silmaril siguió su camino y llegó a Eärendil. ¡Cáspita, señor, nunca lo había pensado hasta ahora!  Tenemos... ¡usted tiene un poco de la luz del Silmaril en ese cristal de estrella que le regaló la Dama!  Cáspita, pensar... pensar que estamos todavía en la misma historia. ¿Las grandes historias no terminan nunca?

      -No, nunca terminan como historias -dijo Frodo-.  Pero los protagonistas llegan a ellas y se van cuando han cumplido su parte.  También la nuestra terminará, tarde... o quizá temprano.

      -Y entonces podremos descansar y dormir un poco -dijo Sam.  Soltó una risa áspera-.  A eso me refiero, nada más, señor Frodo.  A descansar y dormir simple y sencillamente, y a despertarse para el trabajo matutino en el jardín.  Temo no esperar otra cosa por el momento.  Los planes grandes e importantes no son para los de mi especie.  Me pregunto sin embargo si algún día apareceremos en las canciones y en las leyendas.  Estamos envueltos en una, por supuesto; pero quiero decir: si la pondrán en palabras para contarla junto al fuego, o para leerla en un libraco con letras rojas y negras, muchos, muchos años después.  Y la gente dirá: -¡Oigamos la historia de Frodo y el Anillo!» Y dirán: «Sí, es una de mis historias favoritas.  Frodo era muy valiente ¿no es cierto, papá?» -Sí, hijo mío, el más famoso de los hobbits, y no es poco decir.»

      -Es decir demasiado -respondió Frodo, y se echó a reír, una risa larga y clara que le nacía del corazón.  Nunca desde que Sauron ocupara la Tierra Media se había escuchado en aquellos parajes un sonido tan puro.  Sam tuvo de pronto la impresión de que todas las piedras escuchaban y que las rocas altas se inclinaban hacia ellos.  Pero Frodo no hizo caso; volvió a reírse-.  Ah, Sam si supieras... -dijo-, de algún modo oírte me hace sentir tan contento como si la historia ya estuviese escrita.  Pero te has olvidado de uno de los personajes principales: Samsagaz el intrépido. «¡Quiero oír más cosas de Sam, papá! ¿Por qué no ponen más de las cosas que decía en el cuento?  Eso es lo que me gusta, me hace reír.  Y sin Sam, Frodo no habría llegado ni a la mitad del camino ¿verdad, papá?»

      -Vamos, señor Frodo -dijo Sam- no se burle usted.  Yo hablaba en serio.

      -Yo también -dijo Frodo-, y sigo hablando en serio.  Estamos yendo demasiado de prisa.  Tú y yo, Sam, nos encontramos todavía atascados en los peores pasajes de la historia, y es demasiado probable que algunos digan, al llegar a este punto: «Cierra el libro, papá, no tenernos ganas de seguir leyendo.»

      -Quizá -dijo Sam-, pero no es eso lo que yo diría.  Las cosas hechas y terminadas y transformadas en grandes historias son diferentes.  Si hasta Gollum podría ser bueno en una historia, mejor que ahora a nuestro lado, al menos.  Y a él también le gustaba escucharlas en otros días, por lo que nos ha dicho.  Me gustaría saber si se considera el héroe o el villano...

      »¡Gollum! -llamó-. ¿Te gustaría ser el héroe?... Bueno, ¿dónde se habrá metido otra vez?

      No había rastros de él a la entrada del refugio ni en las sombras vecinas.  Había rechazado la comida de los hobbits, aunque aceptara como de costumbre un sorbo de agua; y luego, al parecer, se había enroscado para dormir.  Suponían que uno al menos de los propósitos de Gollum en la larga ausencia de la víspera había sido salir de caza, en busca de algún alimento de su gusto; y ahora era evidente que había vuelto a escabullirse a hurtadillas mientras ellos conversaban.  Pero ¿con qué fin esta vez?

      -No me gustan estas escapadas furtivas y sin aviso -dijo Sam-.  Y menos ahora.  No puede andar buscando comida allá arriba, a menos que quiera morder un pedazo de roca. ¡Si aquí ni el musgo crece!

      -Es inútil preocuparse por él ahora -dijo Frodo-.  Sin él no habríamos llegado tan lejos, ni siquiera a la vista del paso, y tendremos que amoldarnos a sus caprichos.  Si es falso, es falso.

      -De todos modos preferiría no perderlo de vista.  Y con mayor razón, si es falso. ¿Recuerda usted que nunca quiso decirnos si este paso estaba vigilado, o no?  Y ahora vemos allí una torre... y quizás esté abandonada y quizá no. ¿Cree usted que habrá ido a buscarlos? ¿A los orcos o lo que sean?

      -No, no lo creo -respondió Frodo-.  Aun cuando ande en alguna trapacería, lo que no es inverosímil, no creo que se trate de eso.  No ha ido en busca de orcos ni de ninguno de los servidores del enemigo. ¿Por qué habría esperado hasta ahora, por qué habría hecho el esfuerzo de subir y venir hasta aquí, de acercarse a la región que teme?  Sin duda hubiera podido delatarnos muchas veces a los orcos desde que lo encontramos.  No, si hay algo de eso, ha de ser una de sus pequeñas jugarretas de siempre que él imagina absolutamente secreta.

      -Bueno, supongo que usted tiene razón señor Frodo -dijo Sam-.  Aunque eso no me tranquiliza demasiado.  Pero en una cosa sé que no me equivoco: estoy seguro de que a mí me entregaría a los orcos con alegría.  Pero me olvidaba... el Tesoro.  No, supongo que de eso se ha tratado desde el principio, El Tesoro para el pobre Sméagol. Ese es el único móvil de todos sus planes, si tiene alguno.  Pero de qué puede servirle habernos traído aquí, no alcanzo a adivinarlo.

      -Lo más probable es que ni él mismo lo sepa -dijo Frodo-.  Y tampoco creo que tenga en la embrollada cabeza un plan único y bien definido.  Pienso que en parte está intentando salvar el Tesoro del enemigo, tanto tiempo como sea posible.  También para él sería la peor de las calamidades, si fuese a parar a menos del enemigo.  Y es posible que además esté tratando de ganar tiempo, esperando una oportunidad.

      -Bribón y Adulón, como dije antes -observó Sam-.  Pero cuanto más se acerque al territorio del enemigo, más será Bribón que Adulón.  Recuerde mis palabras: si alguna vez llegamos al Paso no nos permitirá que llevemos el Tesoro del otro lado de la frontera sin jugarnos alguna mala pasada.

      -Todavía no hemos llegado -replicó Frodo.

      -No, pero hasta entonces convendrá mantener los ojos bien abiertos.  Si nos pesca dormitando, Bribón correrá a tomar la delantera.  No es que sea arriesgado que ahora se eche usted a dormir, mi amo.  No hay ningún peligro en que descanse en este sitio, bien cerca de mí.  Y yo me sentiría muy feliz si lo viera dormir un rato.  Yo lo cuidaré; y en todo caso, si usted se acuesta aquí, y yo le paso el brazo alrededor, nadie podrá venir a toquetearlo sin que Sam se entere.

      -¡Dormir! -dijo Frodo, y suspiró, como si viera aparecer en un desierto un espejismo de frescura verde-.  Sí, aun aquí podría dormir.

      -¡Duerma entonces, señor!  Apoye la cabeza en mis rodillas.

 

 

                Y así los encontró Gollum unas horas más tarde, cuando volvió deslizándose y reptando a lo largo del sendero que descendía de la oscuridad.  Sam, sentado de espaldas contra la roca, la cabeza inclinada a un lado, respiraba pesadamente.  La cabeza de Frodo descansaba sobre las rodillas de Sam, que apoyaba una mano morena sobre la frente blanca de Frodo, mientras la otra le protegía el pecho.  En los rostros de ambos había paz.

      Gollum los miró.  Una expresión extraña le apareció en la cara.  Los ojos se le apagaron, y se volvieron de pronto grises y opacos, viejos y cansados.  Se retorció, como en un espasmo de dolor, y volvió la cabeza y miró para atrás, hacia la garganta, sacudiendo la cabeza como si estuviese librando una lucha interior.  Luego volvió a acercarse a Frodo y extendiendo lentamente una mano trémula le tocó con cautela la rodilla; más que tocarla, la acarició.  Por un instante fugaz, si uno de los durmientes hubiese podido observarlo, habría creído estar viendo a un hobbit fatigado y viejo, abrumado por los años que lo habían llevado mucho más allá de su tiempo, lejos de los amigos y parientes, y de los campos y arroyos de la juventud; un viejo despojo hambriento y lastimoso.

Pero al sentir aquel contacto Frodo se agitó y se quejó entre sueños, y al instante Sam abrió los ojos.  Y lo primero que vio fue a Gollum, «coqueteando al amo», le pareció.

      -¡Eh, tú! -le dijo con aspereza- ¿Qué andas tramando?

      -Nada, no nada -respondió Gollum afablemente-. ¡Buen amo!

      -Eso digo yo -replicó Sam-.  Pero ¿dónde te habías metido?... ¿Por qué desapareces y reapareces así, furtivamente, viejo fisgón?

      Gollum encogió el cuerpo y un fulgor verde le centelleó bajo los párpados pesados.  Ahora casi parecía una araña, enroscado sobre las piernas combadas, los ojos protuberantes.  El momento fugaz había pasado para siempre.

      -¡Fisgón, fisgón! -siseó-.  Hobbits siempre tan amables, sí. ¡Oh buenos hobbits!  Sméagol los trae por caminos secretos que nadie más podría encontrar.  Cansado está, sediento, sí, sediento; y los guía y les busca senderos, y ellos le dicen fisgón, fisgón.  Muy buenos amigos.  Oh sí, mi tesoro, muy buenos.

      Sam sintió un ligero remordimiento, pero no menos desconfianza. -Lo lamento -dijo-.  Lo lamento, pero me despertaste bruscamente. No tendría que haberme dormido, por eso me alteré.  Pero el señor Frodo, él está cansado, y le pedí que se echara a dormir, y bueno, nada más.  Lo lamento.  Pero ¿dónde has estado?

      -Fisgoneando -dijo Gollum, y el fulgor verde no se le iba de los ojos.

      -Oh, está bien -dijo Sam-; ¡como tú quieras!  Me imagino que lo que dices no está tan lejos de la verdad.  Y ahora, creo que lo mejor será que vayamos a fisgonear todos juntos. ¿Qué hora es? ¿Es hoy o mañana?

      -Es mañana -dijo Gollum-, o era mañana cuando los hobbits se quedaron dormidos.  Muy estúpidos, muy peligroso... si el pobre Sméagol no hubiese fisgoneado vigilando.

      -Me temo que pronto estaremos hartos de esa palabra -dijo Sam-.  Pero no importa.  Despertaré al amo. - Gentilmente echó hacia atrás los cabellos que caían sobre la frente de Frodo e inclinándose sobre él le habló con dulzura.

      -¡Despierte, señor Frodo! ¡Despierte!

      Frodo se movió y abrió los ojos, y sonrió al ver el rostro de Sam inclinado sobre él.

      - Me despiertas temprano, ¿eh, Sam? ¡Todavía está oscuro!

      -Sí, aquí siempre está oscuro -dijo Sam-.  Pero Gollum ha vuelto, señor Frodo, y dice que ya es mañana.  Así que nos pondremos en camino.  La última etapa.

      Frodo respiró hondo y se sentó.

      -¡La última etapa! -dijo-. ¡Hola, Sméagol! ¿Encontraste algo para comer? ¿Descansaste un poco?

      -Nada para comer, nada de descanso, nada para el pobre Sméagol -dijo Gollum-.  No hace otra cosa que fisgonear.

      Sam chasqueó la lengua, pero se contuvo.

      -No te pongas calificativos, Sméagol -dijo Frodo-.  No es prudente, así sean verdaderos o falsos.

      -Sméagol toma lo que le dan -dijo Gollum-.  El nombre se lo puso el amable maese Samsagaz, ese hobbit que tantas cosas sabe.

      Frodo miró a Sam.

      -Sí, señor -dijo Sam-.  Yo empleé esa palabra, al despertar sobresaltado y todo lo demás.  Y al encontrármelo aquí, al lado.  Ya le dije que lo lamentaba, pero creo que pronto voy a dejar de lamentarlo.

      -Bueno, bueno, a olvidar -dijo Frodo -. Pero me parece, Sméagol, que hemos llegado al final, tú y yo.  Dime, ¿podremos encontrar solos el resto del camino?  Tenemos el paso a la vista, una vía de acceso, y si podemos encontrarlo, creo que nuestro pacto ha tocado a su fin.  Cumpliste con lo que habías prometido, y ahora eres libre: libre de ir a procurarte alimento y reposo, libre de ir a donde más te plazca, excepto en busca de los servidores del enemigo.  Y algún día tal vez podré recompensarte, yo o quienes me recuerden.

      -¡No, no, todavía no! -gimió Gollum-. ¡Oh no!  No podrán encontrar solos el camino ¿verdad que no?  Oh, seguro que no.  Ahora viene el túnel.  Sméagol tiene que seguir.  Nada de descansar.  Nada de comer. ¡Todavía no!

9

 

EL ANTRO DE ELLA-LARAÑA

 

                Acaso fuera en verdad de día, como lo aseguraba Gollum, pero los hobbits no notaron mayor diferencia, salvo quizás el cielo de una negrura menos impenetrable, semejante a una inmensa bóveda de humo; y en lugar de las tinieblas de la noche profunda, que se demoraba aún en las grietas y en los agujeros, una sombra gris y confusa envolvía como en un sudario el mundo de piedra de alrededor.  Prosiguieron la marcha, Gollum al frente y los hobbits uno al lado del otro, cuesta arriba entre los pilares y columnas de roca lacerada y desgastada por la intemperie que franqueaban la larga hondonada como enormes estatuas informes.  No se oía ningún ruido.  Un poco más lejos, a una milla o algo así de distancia, había una muralla gris, el último e imponente macizo de roca montañosa.  Más alto y sombrío a medida que se acercaban, al fin se alzó sobre ellos impidiéndoles ver todo cuanto se extendía más allá.  Sam husmeó el aire.

      -¡Puaj! ¡Ese olor! -dijo-.  Es cada vez más insoportable.

      Pronto estuvieron bajo la sombra y vieron allí la boca de una caverna. - Este es el camino - dijo Gollum en voz baja-.  Por aquí se entra en el túnel. -No dijo el nombre: Torech Ungol, el Antro de Ella-Laraña.  Un hedor repugnante salía del agujero, no el nauseabundo olor a podredumbre de los prados de Morgul, sino un tufo fétido y penetrante, como si allí, en la oscuridad, hubiesen acumulado montones de indecibles inmundicias.

      -¿Este es el único camino, Sméagol? -le preguntó Frodo.

      -Sí, sí -fue la respuesta-.  Sí, ahora tenemos que tomar este camino.

      -¿Quieres decir que ya estuviste en este agujero? - preguntó Sam ¡Puaj!  Pero quizás a ti no te preocupan los malos olores.

      Los ojos de Gollum relampaguearon.

      -Él no sabe lo que a nosotros nos preocupa ¿verdad, tesoro?  No, no lo sabe.  Pero Sméagol puede soportar muchas cosas.  Sí.  Ya ha pasado antes por aquí.  Oh sí, ha ido hasta el otro lado.  Es el único camino.

      -¿Y qué es lo que produce el olor?, me pregunto -dijo Sam-.  Es como... bueno, prefiero no decirlo.  Una infecta cueva de orcos, apuesto, repleta de inmundicias de los últimos cien años.

      -Bueno -dijo Frodo-, orcos o no, si es el único camino, tendremos que ir por él.

 

 

                Entraron en la caverna.  A los pocos pasos se encontraron en la tiniebla más absoluta e impenetrable.  Desde que recorrieran los pasadizos sin luz de Moria, Frodo y Sam no habían visto oscuridad semejante: la de aquí les parecía, si era posible, más densa y más profunda.  Allá en Moria, había ráfagas de aire, y ecos, y cierta impresión de espacio.  Aquí, el aire pesaba, estancado, inmóvil, y los ruidos morían, sin ecos ni resonancias.  Caminaban en un vapor negro que parecía engendrado por la oscuridad misma, y que cuando era inhalado producía una ceguera, no sólo visual sino también mental, borrando así de la memoria todo recuerdo de forma, de color y de luz.  Siempre había sido de noche, siempre sería de noche y todo era noche.

      Durante un tiempo, sin embargo, no se les durmieron los sentidos; por el contrario, la sensibilidad de los pies y las manos había aumentado tanto al principio que era casi dolorosa.  La textura de las paredes, para sorpresa de los hobbits, era lisa, y el suelo, salvo uno que otro escalón, recto y uniforme, ascendiendo siempre en la misma pendiente empinada. El túnel era alto y ancho, tan ancho que aunque los hobbits caminaban de frente y uno al lado del otro, rozando apenas las paredes laterales con los brazos extendidos, estaban separados, aislados en la oscuridad.

      Gollum había entrado primero y parecía haberse adelantado sólo unos pasos.  Mientras aún estaban en condiciones de atender a esas cosas, oían su respiración sibilante y jadeante justo delante de ellos.  Pero al cabo de un rato se les embotaron los sentidos, fueron perdiendo el oído y. el tacto, y continuaron avanzando a tientas, trepando, caminando, movidos sobre todo por la misma fuerza de voluntad que los había llevado a entrar, la voluntad de ir hasta el final y de llegar a la puerta alta que se abría del otro lado del túnel.

      No habían ido aún muy lejos, quizá, pues habían perdido toda noción de tiempo y distancia, cuando Sam, que iba tanteando la pared, notó de pronto que de ese lado, a la derecha, había una abertura: sintió por un instante un ligero soplo de aire menos pesado, pero pronto lo dejaron atrás.

      -Aquí hay más de un pasaje -murmuró con un esfuerzo; le parecía muy difícil respirar y emitir a la vez algún sonido-. ¡Jamás vi mejor sitio para orcos!

      Después de aquel boquete, primero Sam a la derecha, y luego Frodo a la izquierda, encontraron tres o cuatro aberturas similares, algunas más grandes, otras más angostas; pero en cuanto a la dirección del camino principal, que era siempre recto y empinado, no cabía ninguna duda. ¿Cuánto les quedaría aún por recorrer, cuánto tiempo más tendrían que soportarlo, o podrían soportarlo?  A medida que subían el aire era cada vez más irrespirable; y ahora tenían a menudo la impresión de encontrar en las tinieblas una resistencia más tenaz que la del aire fétido.  Y mientras se empeñaban en avanzar sentían cosas que les rozaban la cabeza o las manos, largos tentáculos o excrecencias colgantes, tal vez: no lo sabían.  Y aquel hedor crecía sin cesar.  Creció y creció hasta que tuvieron la impresión de que el único sentido que aún conservaban era el del olfato.  Una hora, dos horas, tres horas: ¿cuántas habían pasado en aquel agujero sin luz?  Horas... días, semanas más bien.  Sam se apartó de la pared del túnel y se acercó a Frodo, y las manos de los hobbits se encontraron y se unieron, y así, juntos, continuaron avanzando.

      Por fin Frodo, que tanteaba la pared de la izquierda, sintió de pronto un vacío y estuvo a punto de caer de costado en el agujero.  Allí la abertura en la roca era mucho más grande que todas las anteriores, y exhalaba un olor fétido tan nauseabundo y una impresión de malicia acechante tan intensa que Frodo vaciló.  Y en ese preciso momento también Sam trastabilló y cayó de bruces.

      Luchando al mismo tiempo contra la náusea y el miedo, Frodo apretó la mano de Sam.

      -¡Arriba! - le dijo en un soplo ronco, sin voz -. Todo proviene de aquí, el olor y el peligro. ¡Escapemos! ¡Pronto!

      Apelando a todo cuanto le quedaba de fuerza y de resolución, logró poner a Sam en pie, y obligó a sus propias piernas a moverse.  Sam se tambaleaba.  Un paso, dos pasos, tres pasos... seis pasos por fin.  Acaso habían dejado atrás el horrendo agujero invisible, pero fuera o no así, de pronto se movieron con más facilidad, como si una voluntad hostil los hubiese soltado momentáneamente.  Siempre tomados de la mano, prosiguieron el ascenso.

      Pero casi en seguida encontraron una nueva dificultad.  El túnel se bifurcaba, o parecía bifurcarse, y en la oscuridad no podían ver cuál era el camino más ancho, o el más recto. ¿Cuál tomar: el de la derecha o el de la izquierda?  No había nada que pudiese orientarlos, pero una elección equivocada sería sin duda fatal.

      -¿Qué dirección tomó Gollum? -jadeó Sam-. ¿Y por qué no nos esperó?

      -¡Sméagol! -dijo Frodo, tratando de gritar-. ¡Sméagol! -Pero la voz le sonó como un graznido, y se extinguió no bien le llegó a los labios.  No hubo ninguna respuesta, ni un solo eco, ni una vibración del aire.

      -Esta vez se ha marchado de veras -murmuró Sam-.  Sospecho que este es exactamente el lugar al que quería traernos. ¡Gollum!  Si alguna vez vuelvo a ponerte las manos encima, te aseguro que las pagarás.

      En seguida, tanteando y dando vueltas a ciegas en la oscuridad, descubrieron que la abertura de la izquierda estaba obstruida: o era un agujero ciego, o una gran piedra había caído en el pasadizo.

      -Este no puede ser el camino -susurró Frodo-.  Para bien o para mal, tendremos que tomar el otro.

      -¡Y pronto! -dijo Sam, jadeante-.  Hay algo peor que Gollum muy cerca.  Siento que nos están mirando.

      Habían recorrido apenas unos pocos metros, cuando desde atrás les llegó un sonido, sobrecogedor y horrible en el silencio pesado: un gorgoteo, un ruido burbujeante, y un silbido largo y venenoso.  Dieron media vuelta, mas nada era visible.  Inmóviles, como petrificados, permanecieron allí, los ojos fijos y muy abiertos, en espera de no sabían qué.

      -¡Es una trampa! - dijo Sam, y apoyó la mano en la empuñadura de la espada; y al hacerlo, pensó en la oscuridad del túmulo de donde provenía-. ¡Cuánto daría porque el viejo Tom estuviera ahora cerca de nosotros! -pensó.  Y de pronto, mientras seguía allí de pie, envuelto en las tinieblas, el corazón rebosante de cólera y de negra desesperación, le pareció ver una luz: una luz que le iluminaba la mente, al principio casi enceguecedora, como un rayo de sol a los ojos de alguien que ha estado largo tiempo oculto en un foso sin ventanas.  Y entonces la luz se transformó en color: verde, oro, plata, blanco.  Muy distante, como en una imagen pequeña dibujada por dedos élficos, vio a la Dama Galadriel de pie en la hierba de Lórien, las manos cargadas de regalos.  Y para ti, Portador del Anillo, le oyó decir con una voz remota pero clara, para ti he preparado esto.

      El burbujeo sibilante se acercó, y hubo un crujido como si una cosa grande y articulado se moviese con lenta determinación en la oscuridad.  Un olor fétido la precedía.

      -¡Amo! ¡Amo! - gritó Sam, y la vida y la vehemencia le volvieron a la voz-. ¡El regalo de la Dama! ¡El cristal de estrella!  Una luz para usted en los sitios oscuros, dijo que sería. ¡El cristal de estrella!

      -¿El cristal de estrella? -murmuró Frodo, como alguien que respondiera desde el fondo de un sueño, sin comprender-. ¡Ah, sí! ¿Cómo pude olvidarlo? ¡Una luz cuando todas las otras luces se hayan extinguido!  Y ahora en verdad sólo la luz puede ayudarnos.

      Lenta fue la mano hasta el pecho, y con igual lentitud levantó el frasco de Galadriel.  Por un instante titiló, débil como una estrella que lucha al despertar en medio de las densas brumas de la tierra; luego, a medida que crecía, y la esperanza volvía al corazón de Frodo, empezó a arder, hasta transformarse en una llama plateada, un corazón diminuto de luz deslumbradora, como si Eärendil hubiese descendido en persona desde los altos senderos del crepúsculo llevando en la frente el último Silmaril.  La oscuridad retrocedió y el frasco pareció brillar en el centro de un globo de cristal etéreo, y la mano que lo sostenía centelleó con un fuego blanco.

      Frodo contempló maravillado aquel don portentoso que durante tanto tiempo había llevado consigo, de un valor y un poder que no había sospechado.  Rara vez lo había recordado en camino, hasta que llegaron al Valle de Morgul, y nunca lo había utilizado porque temía aquella luz reveladora.

      -Aiya Eärendil Elenion Ancalima! -exclamó sin saber lo que decía; porque fue como si otra voz hablase a través de la suya, clara, invulnerable al aire viciado del foso.

      Pero hay otras fuerzas en la Tierra Media, potestades de la noche, que son antiguas y poderosas.  Y Ella la que caminaba en las tinieblas había oído en boca de los elfos la misma exhortación en los días de un tiempo sin memorial y ni entonces la había arredrado, ni la arredraba ahora.  Y mientras Frodo aún hablaba, sintió que una maldad inmensa lo envolvía, y que unos ojos de mirada mortal lo escudriñaban.  A corta distancia de allí, entre ellos y la abertura donde habían trastabillado, dos ojos se iban haciendo visibles, dos grandes racimos de ojos multifacéticos: el peligro inminente por fin desenmascarado.  El resplandor del cristal de estrella se quebró y se refractó en un millar de facetas, pero detrás del centelleo un fuego pálido y mortal empezó a arder cada vez más poderoso, una llama encendida en algún pozo profundo de pensamientos malévolos.  Monstruosos y abominables eran aquellos ojos, bestiales y a la vez resueltos, y animados por una horrible delectación, clavados en la presa, ya acorralada.

 

 

Frodo y Sam, aterrorizados, como fascinados por la horrible e implacable mirada de aquellos ojos siniestros, empezaron a retroceder con lentitud; pero mientras ellos retrocedían los ojos avanzaban.  La mano de Frodo tembló, y el frasco descendió lentamente.  Luego, de pronto, liberados del sortilegio que los retenía, dominados por un pánico inútil para diversión de los ojos, se volvieron y huyeron juntos; pero mientras corrían Frodo miró por encima del hombro y vio con terror que los ojos venían saltando detrás de ellos.  El hedor de la muerte lo envolvió como una nube.

      -¡Párate! ¡Párate! -gritó con voz desesperada-.  Es inútil correr.

      Los ojos se acercaban lentamente.

      -¡Galadriel! -llamó, y apelando a todas sus fuerzas levantó el frasco una vez más.  Los ojos se detuvieron.  Por un instante la mirada cedió, como si la turbara la sombra de una duda.  Y entonces a Frodo se le inflamó el corazón dentro del pecho, y sin pensar en lo que hacía, fuera locura, desesperación o coraje, tomó el frasco en la mano izquierda, y con la derecha desenvainó la espada.  Dardo relampagueó, y la afilada hoja élfica centelleó en la luz plateada, y una llama azul tembló en el filo.  Entonces, la estrella en alto y esgrimiendo la espada reluciente, Frodo, hobbit de la Comarca, se encaminó con firmeza al encuentro de los ojos.

      Los ojos vacilaron.  La incertidumbre crecía en ellos a medida que la luz se acercaba.  Uno a uno se oscurecieron, retrocediendo lentamente.  Nunca hasta entonces los había herido una luz tan mortal.  Del sol, la luna y las estrellas estaba al abrigo allá en el antro subterráneo, pero ahora una estrella había descendido hasta las entrañas mismas de la tierra.  Y seguía acercándose, y los ojos empezaron a retraerse, acobardados.  Uno por uno se fueron extinguiendo; y se alejaron, y un gran bulto, más allá de la luz, interpuso una sombra inmensa.  Los ojos desaparecieron.

 

 

                -¡Señor, Señor! - gritó Sam.  Estaba detrás de Frodo, también él espada en mano-. ¡Estrellas y gloria! ¡Estoy seguro de que los elfos compondrían una canción, si algún día oyeran esta hazaña!  Ojalá viva yo el tiempo suficiente para contarla y oírlos cantar.  Pero no siga adelante, señor. ¡No baje a ese antro!  No tendremos otra oportunidad. ¡Salgamos en seguida de este agujero infecto!

      Y así volvieron sobre sus pasos, al principio caminando y luego corriendo: pues a medida que avanzaban el suelo del túnel se elevaba en una cuesta cada vez más empinada y cada paso los alejaba del hedor del antro invisible, y las fuerzas les volvían al corazón y los miembros.  Pero el odio de la Vigía los perseguía aún, cegada acaso momentáneamente, pero invicta y ávida de muerte.  En aquel momento una ráfaga de aire, fresco y ligero, les salió al encuentro.  La boca, el extremo del túnel estaba por fin ante ellos.  Jadeando, deseando salir al fin al aire libre, se precipitaron hacia adelante: y allí, desconcertados, tropezaron y cayeron hacia atrás.  La salida estaba bloqueada por una barrera, pero no de piedra: blanda y más bien elástica, al parecer, y al mismo tiempo resistente e impenetrable; a través de ella se filtraba el aire, pero ningún rayo de luz.  Una vez más se abalanzaron y fueron rechazados.

      Levantando el frasco, Frodo miró y vio delante un color gris que la luminosidad del cristal de estrella no penetraba ni iluminaba, como una sombra que no fuera proyectada por ninguna luz, y que ninguna luz pudiera disipar.  A lo ancho y a lo alto del túnel había una vasta tela tejida, como la tela de una araña enorme, pero de trama más cerrada y mucho más grande, y cada hebra era gruesa como una cuerda.

      Sam soltó una risa sarcástica.

      -¡Telarañas! -dijo-. ¿Nada más? ¡Telarañas! ¡Pero qué araña! ¡Adelante, abajo con ellas!

      Las atacó furiosamente a golpes de espada, pero el hilo que golpeaba no se rompía.  Cedía un poco, y luego, como la cuerda tensa de un arco, rebotaba desviando la hoja y lanzando hacia arriba la espada y el brazo.  Tres veces golpeó Sam con toda su fuerza, y a la tercera una sola de las innumerables cuerdas chasqueó y se enroscó, retrocediendo y azotando el aire.  Uno de los extremos alcanzó a Sam, que se echó atrás con un grito, llevándose la mano a la boca.

      -A este paso tardaremos días y días en despejar el camino -dijo-. ¿Qué hacer? ¿Han vuelto los ojos?

      -No, no se les ve -dijo Frodo-.  Pero tengo aún la impresión de que me están mirando, o pensando en mí: maquinando algún otro plan, tal vez.  Si esta luz menguase, o fallara, no tardarían en reaparecer.

      -¡Atrapados justo al final! -dijo Sam con amargura.  Y otra vez, por encima del cansancio y la desesperación, lo dominó la cólera-. ¡Moscardones atrapados en una telaraña! ¡Que la maldición de Faramir caiga sobre Gollum, y cuanto antes!

      -Nada ganaríamos con eso ahora -dijo Frodo-. ¡Bien!  Veamos qué puede hacer Dardo.  Es una hoja élfica.  También en las hondonadas oscuras de Beleriand donde fue forjada había telarañas horripilantes.  Pero tú tendrás que estar alerta y mantener los ojos a raya.  Ven, toma el cristal de estrella.  No tengas miedo. ¡Levántalo y vigila!

 

 

                Frodo se aproximó entonces a la gran red gris, y lanzándole una violenta estocada, corrió rápidamente el filo a través de un apretado nudo de cuerdas, mientras saltaba de prisa hacia atrás.  La hoja de reflejos azules cortó el nudo como una hoz que segara unas hierbas, y las cuerdas saltaron, se enroscaron, y colgaron flojamente en el aire.  Ahora había una gran rajadura en la tela.

      Golpe tras golpe, toda la telaraña al alcance del brazo de Frodo quedó al fin despedazada, y el borde superior flotó y onduló como un velo a merced del viento.  La trampa estaba abierta.

      -¡Vamos, ya! -gritó Frodo-. ¡Adelante! ¡Adelante! -Una alegría frenética por haber podido escapar de las fauces mismas de la desesperación se apoderó de pronto de él.  La cabeza le daba vueltas como si hubiera tomado un vino fuerte.  Saltó afuera, con un grito.

      Luego de haber pasado por el antro de la noche, aquella tierra en sombras le pareció luminosa.  Las grandes humaredas se habían elevado, y eran menos espesas, y las últimas horas de un día sombrío estaban pasando; el rojo incandescente de Mordor se había apagado en una lobreguez melancólica.  Pero Frodo tenía la impresión de estar contemplando el amanecer de una esperanza repentina.  Había llegado casi a la cresta del murallón.  Faltaba poco ahora.  El Desfiladero, Cirith Ungol, ya se abría delante de él, una hendidura sombría en la cresta negra, franqueada a ambos lados por los cuernos de la roca, cada vez más oscuros contra el cielo.  Una carrera corta, una carrera rápida, y ya estaría del otro lado.

      -¡El paso, Sam! - gritó, sin preocuparse por la estridencia de su voz, que libre de la atmósfera sofocante del túnel resonaba ahora vibrante y fogosa-. ¡El paso!  Corre, corre, y llegaremos al otro lado... ¡antes que nadie pueda detenernos!

      Sam corrió detrás de él, tan rápido como se lo permitían las piernas; no obstante la alegría de encontrarse en libertad, se sentía inquieto mientras corría, y miraba atrás, a la sombría arcada del túnel, temiendo ver aparecer allí los ojos, o alguna forma monstruosa e inimaginable que se acercara a los saltos.  El y su amo poco conocían de las astucias y ardides de Ella-Laraña.  Muy numerosas eran las salidas de esta madriguera.

      Allí tenía su morada, desde tiempos inmemoriales, una criatura maligna de cuerpo de araña, la misma que en los días antiguos habitara en el País de los Elfos, en el Oeste que está ahora sumergido bajo el Mar, la misma que Beren combatiera en Doriath en las Montañas del Terror, y que en ese entonces, en un remoto plenilunio, había venido a Lúthien sobre la hierba verde y entre las cicutas.  De qué modo había llegado hasta allí Ella-Laraña, huyendo de la ruina, no lo cuenta ninguna historia, pues son pocos los relatos de los Años Oscuros que han llegado hasta nosotros.  Pero allí seguía, ella que había ido allí antes que Sauron y aun antes que la primera piedra de Barad-dûr, y que a nadie servía sino a sí misma, bebiendo la sangre de los elfos y de los hombres, entumecida y obesa, rumiando siempre algún festín; tejiendo telas de sombra; pues todas las cosas vivas eran alimento para ella, y ella vomitaba oscuridad.  Los retoños, bastardos de compañeros miserables de su propia progenie, que ella destinaba a morir, se esparcían por doquier de valle en valle, desde las Ephel Dúath hasta las colinas del Este, y hasta el Dol Guldur y las fortalezas del Bosque Negro.  Pero ninguno podía rivalizar con Ella-Laraña la Grande, última hija de Ungoliant para tormento del desdichado mundo.

Años atrás la había visto Gollum, el Sméagol que fisgoneaba en todos los agujeros oscuros, y en otros tiempos se había prosternado ante ella y la había venerado; y las tinieblas de la voluntad maléfica de Ella-Laraña habían penetrado en la fatiga de Gollum, alejándolo de toda luz y todo remordimiento.  Y Gollum le había prometido traerle comida.  Pero los apetitos de Ella-Laraña no eran semejantes a los de Gollum.  Poco sabía ella de torres, o de anillos o de cualquier otra cosa creada por la mente o la mano, y poco le preocupaban a ella que sólo deseaba la muerte de todos, corporal y mental, y para sí misma una hartura de vida, Sola, hinchada hasta que las montañas ya no pudieran sostenerla y la oscuridad ya no pudiera contenerla.

      Pero ese deseo tardaba en cumplirse, y ahora encerrada en el antro oscuro, hacía mucho tiempo que estaba hambrienta, y mientras tanto el poder de Sauron se acrecentaba y la luz y los seres vivientes abandonaban las fronteras del reino; y la ciudad del valle había muerto y ningún elfo ni hombre se acercaban jamás, sólo los infelices orcos.  Alimento pobre, y cauto por añadidura.  Pero ella necesitaba comer, y por más que se empezasen en cavar nuevos y sinuosos pasadizos desde la garganta y desde la torre, ella siempre encontraba alguna forma de atraparlos.  Esta vez, sin embargo, le apetecía una carne más delicada.  Y Gollum se la había traído.

      -Veremos, veremos -se decía Gollum, cuando predominaba en él el humor maligno, mientras recorría el peligroso camino que descendía de Emyn Muil al Valle de Morgul-, veremos.  Puede ser, oh sí, puede ser que cuando Ella tire los huesos y las ropas vacías, lo encontremos, y entonces lo tendremos, el Tesoro, una recompensa para el pobre Sméagol, que le trae buena comida.  Y salvaremos el Tesoro, como prometimos.  Oh sí.  Y cuando lo tengamos a salvo, Ella lo sabrá, oh sí, y entonces ajustaremos cuentas con Ella, oh sí mi tesoro. ¡Entonces ajustaremos cuentas con todo el mundo!

      Así reflexionaba Gollum en un recoveco de astucia que aún esperaba poder ocultarle, aunque la había vuelto a ver y se había prosternado ante ella mientras los hobbits dormían.

      Y en cuanto a Sauron: sabía muy bien dónde se ocultaba Ella-Laraña.  Le complacía que habitase allí hambrienta, pero nunca menos malvada; ningún artificio que él hubiera podido inventar habría guardado mejor que ella aquel antiguo acceso.  En cuanto a los orcos, eran esclavos útiles, pero los tenía en abundancia.  Y si de tanto en tanto Ella-Laraña atrapaba alguno para calmar el apetito, tanto mejor: Sauron podía prescindir de ellos.  Y a veces, como un hombre que le arroja una golosina a su gata (mi gata la llamaba él, pero ella no lo reconocía como amo) Sauron le enviaba aquellos prisioneros que ya no le servían.  Los hacía llevar a la guarida de Ella-Laraña, y luego exigía que le describieran el espectáculo.

Así vivían uno y otro, deleitándose con cada nueva artimaña que inventaban, sin temer ataques, ni iras, ni el fin de aquellas maldades. Jamás una mosca había escapado de las redes de Ella-Laraña, y jamás había estado tan furiosa y tan hambrienta.

 

 

                Pero nada sabía el pobre Sam de todo ese mal que habían desencadenado contra ellos, salvo que sentía crecer en él un terror, una amenaza indescriptible; y esta carga se le hizo pronto tan pesada que casi le impedía correr, y sentía los pies como si fuesen de plomo.

      El miedo lo cercaba, y allá adelante, en el paso, estaban los enemigos, a cuyo encuentro Frodo corría ahora, imprudentemente, en un arranque de frenética alegría.  Apartando los ojos de las sombras de atrás y de la profunda oscuridad al pie del risco a la izquierda, miró hacia adelante y vio dos cosas que lo asustaron todavía más.  Vio que la espada de Frodo centelleaba todavía con una llama azul; y vio que si bien el cielo por detrás de las torres estaba ahora en sombras, el resplandor rojizo ardía aún en la ventana.

-¡Orcos! - murmuró entre dientes -. Con precipitarnos no ganaremos nada.  Hay orcos en todas partes, y cosas peores que orcos. -Luego, volviendo con presteza a la larga costumbre de estar siempre ocultando algo, cerró la mano alrededor del frasco que aún llevaba consigo.  Roja con su propia sangre le brilló un instante la mano, y en seguida guardó la luz reveladora en lo más profundo de un bolsillo, cerca del pecho, y se envolvió en la capa élfica.  Luego procuró acelerar el paso.  Frodo estaba cada vez más lejos; ya le llevaba unos veinte pasos largos, y se deslizaba, veloz como una sombra; pronto lo habría perdido de vista en ese mundo gris.

 

 

                Apenas hubo escondido Sam la luz del cristal de estrella, Ella-Laraña reapareció.  Un poco más adelante y a la izquierda Sam vio de pronto, saliendo de un negro agujero de sombras al pie del risco, la forma más abominable que había contemplado jamás, más horrible que el horror de una pesadilla.  En realidad se parecía a una araña, pero era más grande que una bestia de presa, y un malvado designio reflejado en los ojos despiadados la hacía más terrible.  Aquellos mismos ojos que Sam creía apagados y vencidos, allí estaban de nuevo, y relucían con un brillo feroz, arracimados en la cabeza que se proyectaba hacia adelante.  Tenía grandes cuernos, y detrás del cuello corto semejante a un fuste, seguía el cuerpo enorme e hinchado, un saco tumefacto e inmenso que colgaba oscilante entre las patas; la gran mole del cuerpo era negra, manchada con marcas lívidas, pero la parte inferior del abdomen era pálida y fosforescente, y exhalaba un olor nauseabundo.  Las patas de coyunturas nudosas y protuberantes se replegaban muy por encima de la espalda, los pelos erizados parecían púas de acero, y cada pata terminaba en una garra.

      En cuanto el cuerpo fofo y las patas replegadas pasaron estrujándose por la abertura superior de la guarida, Ella-Laraña avanzó con una rapidez espantosa, ya corriendo sobre las patas crujientes, ya dando algún salto repentino.  Estaba entre Sam y su amo. 0 no vio a Sam, o prefirió evitarlo momentáneamente por ser el portador de la luz, lo cierto es que dedicó toda su atención a una sola presa, Frodo, que privado del frasco e ignorando aún el peligro que lo amenazaba, corría sendero arriba.  Pero Ella-Laraña era más veloz: unos saltos más y le daría alcance.

      Sam jadeó, y juntando todo el aire que le quedaba en los pulmones alcanzó a gritar:

      -¡Cuidado atrás! ¡Cuidado, mi amo!  Yo estoy... -pero algo le ahogó el grito en la garganta.

      Una mano larga y viscosa le tapó la boca y otra le atenazó el cuello, en tanto algo se le enroscaba alrededor de la pierna.  Tomado por sorpresa, cayó hacia atrás en los brazos del agresor.

      -¡Lo hemos atrapado! -siseó la voz de Gollum al oído de Sam-.  Por fin, mi tesoro, por fin lo hemos atrapado, sí, al hobbit perverso.  Nos quedamos con éste.  Que Ella se quede con el otro.  Oh sí, Ella-Laraña lo tendrá, no Sméagol: él prometió; él no le hará ningún daño al amo.  Pero te tiene a ti, pequeño fisgón inmundo y perverso. -Le escupió a Sam en el cuello.

      La furia desencadenada por la traición, y la desesperación de verse retenido en un momento en que Frodo corría un peligro mortal, dotaron a Sam de improviso de una energía y una violencia que Gollum jamás habría sospechado en aquel hobbit a quien consideraba torpe y estúpido.  Ni el propio Gollum hubiera sido capaz de retorcerse y debatirse con tanta celeridad y fiereza.  La mano se le escurrió de la boca, y Sam se agachó y se lanzó hacia adelante, tratando de zafarse de la garra que le apretaba la garganta.  Aún conservaba la espada en la mano, y en el brazo izquierdo, colgado de la correa, el bastón de Faramir.  Trató de darse vuelta para traspasar con la espada a su enemigo.  Pero Gollum fue demasiado rápido: estiró de pronto un largo brazo derecho y aferró la muñeca de Sam: los dedos eran como tenazas: lentos, implacables; le doblaron la mano hacia atrás y hacia adelante, hasta que con un alarido de dolor Sam dejó caer la espada; y entretanto la otra mano de Gollum se le cerraba cada vez más alrededor del cuello.

      Sam jugó entonces una última carta.  Tironeó con todas sus fuerzas hacia adelante y plantó los pies con firmeza en el suelo; luego, con un movimiento brusco, se dejó caer de rodillas, y se echó hacia atrás.

      Gollum, que ni siquiera esperaba de Sam esta sencilla treta, cayó al suelo con Sam encima de él, y recibió sobre el estómago todo el peso del robusto hobbit.  Soltó un agudo silbido y por un segundo la garra cedió en la garganta de Sam; pero los dedos de la otra seguían apretando como tenazas la mano de la espada.  Sam se arrancó de un tirón y volvió a ponerse en pie y giró en círculo hacia la derecha, apoyándose en la muñeca que Gollum le sujetaba.  Blandiendo el bastón con la mano izquierda, lo alzó y lo dejó caer con un crujido sibilante sobre el brazo extendido de Gollum, justo por debajo del codo.

      Dando un chillido, Gollum soltó la presa.  Entonces Sam atacó otra vez; sin detenerse a cambiar el bastón de la mano izquierda a la derecha, le asestó otro golpe salvaje.  Rápido como una serpiente Gollum se escurrió a un lado, y el golpe, destinado a la cabeza, fue a dar en la espalda.  La vara crujió y se quebró.  Eso fue suficiente para Gollum.  Atacar de improviso por la espalda era uno de sus trucos habituales, y casi nunca le había fallado.  Pero esta vez, ofuscado por el despecho, había cometido el error de hablar y jactarse antes de aferrar con ambas manos el cuello de la víctima.  El plan había empezado a andar mal desde el momento mismo en que había aparecido en la oscuridad aquella luz horrible.  Y ahora lo enfrentaba un enemigo furioso, y apenas más pequeño que él.  No era una lucha para Gollum.  Sam levantó la espada del suelo y la blandió.  Gollum lanzó un chillido, y escabulléndose hacia un costado cayó al suelo en cuatro patas, y huyó saltando como una rana.  Antes que Sam pudiese darle alcance, se había alejado, corriendo hacia el túnel con una rapidez asombrosa.

      Sam lo persiguió espada en mano.  Por el momento, salvo la furia roja que le había invadido el cerebro, y el deseo de matar a Gollum, se había olvidado de todo.  Pero Gollum desapareció sin que pudiera alcanzarlo.  Entonces, ante aquel agujero oscuro y el olor nauseabundo que le salía al encuentro, el recuerdo de Frodo y del monstruo lo sacudió como el estallido de un trueno.  Dio media vuelta y en una enloquecida carrera se precipitó hacia el sendero, gritando sin cesar el nombre de su amo.  Era quizá demasiado tarde.  Hasta ese momento el plan de Gollum había tenido éxito.

 

 

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