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LA ULTIMA DELIBERACIÓN

 

Amaneció el día siguiente a la batalla, una mañana clara, de nubes ligeras y un viento que viraba hacia el oeste. Lególas y Gimli, que estaban en pie desde temprano, pidieron permiso para subir a la ciudad, pues querían ver en seguida a Merry y a Pippin.

—Es bueno saber que están vivos —dijo Gimli—; porque durante nuestra marcha a través de Rohan nos costaron no pocas penurias, y no me gustaría que todo ese esfuerzo hubiera sido en vano.

El elfo y el enano entraron juntos en Minas Tirith, y la gente que los veía pasar contemplaba maravillada a esos dos extraños compañeros: porque Lególas era de una belleza más que humana, y mientras caminaba en la mañana entonaba con voz clara una canción élfica; Gimli en cambio marchaba junto al elfo con un andar reposado, y se acariciaba la barba, y miraba todo alrededor.

—Hay buena manipostería —dijo, observando los muros—; pero también otras no tan buenas, y las calles podrían estar mejor trazadas. Cuando Aragorn obtenga lo que es suyo, le ofreceré los servicios de los picapedreros de la Montaña, y entonces convertiremos a Minas Tirith en una ciudad de la que podrá sentirse muy orgulloso.

—Lo que necesitan son más jardines —dijo Lególas—. Las casas están como muertas, y es demasiado poco lo que crece aquí con alegría. Si Aragorn obtiene un día lo que es suyo, los habitantes del Bosque le traerán pájaros que cantan y árboles que no mueren.

Encontraron por fin al príncipe Imrahil, y Lególas lo miró, y se inclinó ante él profundamente; porque vio que en verdad estaba ante alguien que tenía sangre élfica en las venas.

— ¡Salve, Señor! —dijo—. Hace ya mucho tiempo que el pueblo de Nimrodel abandonó los bosques de Lorien, pero se puede ver aún que no todos dejaron el puerto de Amroth y navegaron rumbo al Oeste.

—Así lo dicen las tradiciones de mi tierra —respondió el príncipe—; y sin embargo nunca se ha visto allí a uno de la hermosa gente en años incontables. Y me maravilla encontrar uno aquí y ahora, en medio de la guerra y la tristeza. ¿Qué buscas?

—Soy uno de los Nueve Compañeros que partieron de Imladris con Mithrandir —dijo Lególas—, y con este enano, mi amigo, he acompañado al Señor Aragorn. Pero ahora deseamos ver a nuestros amigo Meriadoc y Peregrin, que están a tu cuidado, nos han dicho.

— Los encontraréis en las Casas de Curación, y yo mismo os conduciré —dijo Imrahil.

—Bastará que mandes a alguien que nos guíe, Señor —dijo Lególas—. Aragorn te envía este mensaje. Porque no desea entrar de nuevo en la ciudad en este momento. No obstante, es necesario que los capitanes se reúnan inmediatamente a deliberar, y os ruega, a ti y a Eomer de Rohan, que bajéis hasta la tienda cuanto antes. Mithrandir ya está allí.

—Iremos —dijo Imrahil; y se despidieron con palabras corteses.

—Es un noble señor y un gran capitán de hombres dijo Lególas—. Si todavía hay aquí hombres de tal condición, aun en estos días de decadencia, grande ha de haber sido la gloria de Gondor en los tiempos de esplendor.

—Y no cabe duda de que la buena manipostería es la más vieja, de la época de las primeras construcciones dijo Gimli. Siempre es así con las obras que emprenden los hombres: una helada en primavera, o una sequía en el verano, y las promesas se frustran.

—Y sin embargo, rara vez dejan de sembrar dijo Lególas. Y la semilla yacerá en el polvo y se pudrirá, sólo para germinar nuevamente en los tiempos y lugares más inesperados. Las obras de los hombres nos sobrevivirán, Gimli.

—Para acabar en meras posibilidades fallidas, supongo dijo el enano.

—De esto los elfos no conocen la respuesta —dijo Lególas

En aquel momento llegó el sirviente del príncipe y los condujo a las Casas de Curación; y allí se reunieron con sus amigos en el jardín, y fue un alegre reencuentro. Durante un rato pasearon y conversaron y disfrutaron de una tregua de paz y reposo, al sol de la mañana en los circuitos ventosos de la ciudad alta. Más tarde, cuando Merry empezó a sentirse cansado, se sentaron en el muro, de espaldas al prado verde de las Casas de Curación. Frente a ellos, el Anduin centelleaba a la luz y se perdía en el sur, tan lejano que ni el mismo Lególas alcanzaba a ver cómo se internaba en las llanuras y la bruma verde del Lebennin y el Ithilien Meridional.

De pronto, mientras los otros hablaban, Lególas se quedó callado; y mirando a lo lejos vio unas aves marinas blancas que volaban al sol por encima del río.

— ¡Mirad! —exclamó — . ¡Gaviotas! Se alejan volando tierra adentro. Me maravillan, y al mismo tiempo me turban el corazón. Nunca en mi vida las había visto, hasta que llegamos a Pelargir, y allí las oí gritar en el

aire mientras cabalgábamos a combatir en la batalla de los navios. Y quedé como petrificado, olvidándome de la guerra de la Tierra Media: pues las voces quejumbrosas de esas aves me hablaban del Mar. ¡ El Mar! ¡ Ay! Aún no he podido contemplarlo. Pero en lo profundo del corazón de todos los de mi raza late la nostalgia del Mar, una nostalgia que es peligroso remover. ¡ Ay, las gaviotas! Nunca más volveré a tener paz, ni bajo las hayas ni bajo los olmos.

—¡No hables así! —dijo Gimli—. Todavía hay innumerables cosas para ver en la Tierra Media, y grandes obras por realizar. Pero si toda la hermosa gente se marcha a los Puertos, este mundo será muy monótono para los que están condenados a quedarse.

—¡Monótono y triste por cierto! dijo Merry—. No marches a los Puertos, Lególas. Siempre habrá gente, grande o pequeña, y hasta algún enano sabio como Gimli, que tendrá necesidad de ti. Al menos eso espero. Aunque me parece a veces que lo peor de esta guerra no ha pasado aún. ¡Cuánto desearía que todo terminase, y terminase bien!

—¡No te pongas tan lúgubre! —exclamó Pippin. El sol brilla, y aquí estamos, otra vez reunidos, por lo menos por un día o dos. Quiero saber más acerca de todos vosotros. ¡A ver, Gimli! Esta mañana tú y Lególas habéis mencionado no menos de una docena de veces el extraordinario viaje con Trancos. Pero no me habéis contado nada.

—Aquí puede que brille el sol replicó Gimli—, pero hay recuerdos de ese camino que prefiero no sacar de las sombras. De haber sabido lo que me esperaba, creo que ninguna amistad me hubiera obligado a tomar los Senderos de los Muertos.

— ¡Los Senderos de los Muertos! dijo Pippin—. Se los oí nombrar a Aragorn, y me preguntaba de qué hablaría. ¿No nos quieres decir algo más?

—No por mi gusto —respondió Gimli—. Pues en ese camino me cubrí de vergüenza: Gimli hijo de Glóin, que se consideraba más resistente que los hombres y más intrépido bajo tierra que ningún elfo. Pero no demostré ni lo uno ni lo otro, y si continué hasta el fin, fue sólo por la voluntad de Aragorn.

—Y también por amor a él —dijo Lególas—. Porque todos cuantos llegan a conocerle llegan a amarlo, cada cual a su manera, hasta la fría doncella de los Rohirrim. Partimos del Sagrario a primera hora de la mañana del día en que tú llegaste, Merry, y era tal el miedo que los dominaba a todos, que nadie se atrevió a asistir a la partida salvo la Dama Eowyn, que ahora yace herida en esta casa. Hubo tristeza en esa separación, y me apenó presenciarla.

—Y yo ¡ay!, sólo me compadecía de mí mismo —dijo Gimli. ¡No! No hablaré de ese viaje.

Y no pronunció una palabra más; pero Pippin y Merry estaban tan ávidos de noticias que Lególas dijo, al cabo:

—Os contaré lo que baste para apaciguar vuestra ansiedad; porque yo

no sentí el horror, ni temí a los espectros de los hombres, que me parecieron frágiles e impotentes.

Habló entonces brevemente de la senda siniestra, de la tétrica cita en Erech, y de la larga cabalgata, noventa y tres leguas de camino hasta Pelargir en las márgenes del Anduin.

—Cuatro días y cuatro noches cabalgamos desde la Piedra Negra —dijo—, y entrábamos en el quinto día cuando he aquí que de pronto, en las tinieblas de Mordor, renació mi esperanza; porque en aquella oscuridad el Ejército de las Sombras parecía cobrar fuerzas, transformarse en una visión todavía más terrible. Algunos marchaban a caballo, otros a pie, y sin embargo todos avanzaban con la misma prodigiosa rapidez. Iban en silencio, pero un resplandor les iluminaba los ojos. En las altiplanicies de Lamedon se adelantaron a nuestras cabalgaduras, y nos rodearon, y nos habrían dejado atrás si Aragorn no los hubiera retenido.

—A una palabra de él, volvieron a la retaguardia. "Hasta los espectros de los hombres le obedecen", pensé. "¡Tal vez puedan aún servir a sus propósitos!"

—Cabalgamos durante todo un día de luz, y al día siguiente no amaneció, y continuamos cabalgando, y atravesamos el Ciril y el Ringló; y el tercer día llegamos a Linhir, sobre la desembocadura del Gilrain. Y allí los habitantes del Lamedon se disputaban los vados con las huestes feroces de Umbar y de Harad que habían llegado remontando el río. Pero defensores y enemigos abandonaron la lucha a nuestra llegada, y huyeron gritando que el Rey de los Muertos había venido a atacarlos. El único que conservó el ánimo y nos esperó fue Angbor, Señor de Lamedon, y Aragorn le pidió que reuniese a los hombres y nos siguieran, si se atrevían, una vez que el Ejército de las Sombras hubiese pasado.

—"En Pelargir, el Heredero de Isildur tendrá necesidad de nosotros", dijo.

—Así cruzamos el Gilrain, dispersando a nuestro paso a los fugitivos aliados de Mordor; luego descansamos un rato. Pero pronto Aragorn se levantó, diciendo: "¡Oíd! Minas Tirith ya ha sido invadida. Temo que caiga antes que podamos llegar a socorrerla." Así pues, no había pasado aún la noche cuando ya estábamos otra vez en las sillas, galopando a través de los llanos del Lebennin, esforzando las cabalgaduras.

Lególas se interrumpió un momento, suspiró, y volviendo la mirada al sur cantó dulcemente:

¡De plata fluyen los ríos del Celos al Erui

en los verdes prados del Lebennin!

Alta crece la hierba. El viento del Mar

mece los lirios blancos.

Y las campánulas doradas caen del mallos y el alfirim,

en el viento del Mar,

en los verdes prados del Lebennin.

—Verdes son esos prados en las canciones de mi pueblo; pero entonces estaban oscuros: un piélago gris en la oscuridad que se extendía ante nosotros. Y a través de la vasta pradera, pisoteando a ciegas las hierbas y las flores, perseguimos a nuestros enemigos durante un día y una noche, hasta llegar como amargo final al Río Grande.

—Pensé entonces en mi corazón que nos estábamos acercando al Mar; pues las aguas parecían anchas en la sombra, y en las riberas gritaban muchas aves marinas. ¡ Ay de mí! ¡Por qué habré escuchado el lamento de las gaviotas! ¿No me dijo la Dama que tuviera cuidado? Y ahora no las puedo olvidar.

—Yo en cambio no les presté atención —dijo Gimli—; pues en ese mismo momento comenzó por fin la batalla. Allí, en Pelargir se encontraba la flota principal de Umbar, cincuenta navios de gran envergadura y una infinidad de embarcaciones más pequeñas. Muchos de los que perseguíamos habían llegado a los puertos antes que nosotros, trayendo consigo el miedo; y algunas de las naves habían zarpado, intentando huir río abajo o ganar la otra orilla; y muchas de las embarcaciones más pequeñas estaban en llamas. Pero los Haradrim, ahora acorralados al borde mismo del agua, se volvieron de golpe, con una ferocidad exacerbada por la desesperación; y se rieron al vernos, porque sus huestes eran todavía numerosas.

—Pero Aragorn se detuvo, y gritó con voz tenante: "¡Venid ahora! ¡ Os llamo en nombre de la Piedra Negra!" Y súbitamente, el Ejército de las Sombras, que había permanecido en la retaguardia, se precipitó como una marea gris, arrasando todo cuanto encontraba a su paso. Oí gritos y cuernos apagados, y un murmullo como de voces innumerables muy distantes; como si escuchara los ecos de alguna olvidada batalla de los Años Oscuros, en otros tiempos. Pálidas eran las espadas que allí desenvainaban; pero ignoro si las hojas morderían aún, pues los Muertos no necesitaban más armas que el miedo. Nadie se les resistía.

«Trepaban a todas las naves que estaban en los diques, y pasaban por encima de las aguas a las que se encontraban ancladas; y los marineros enloquecidos de terror se arrojaban por la borda, excepto los esclavos, que estaban encadenados a los remos. Y nosotros cabalgábamos implacables entre los enemigos en fuga, arrastrándolos como hojas caídas, hasta que llegamos a la orilla. Entonces, a cada uno de los grandes navios que aún quedaban en los muelles, Aragorn envió a uno de los Dúnedain, para que reconfortaran a los cautivos que se encontraban a bordo, y los instaran a olvidar el miedo y a recobrar la libertad.

—Antes que terminara aquel día oscuro no quedaba ningún enemigo capaz de resistirnos: los que no habían perecido ahogados, huían precipitadamente rumbo al sur con la esperanza de regresar a sus tierras.

Extraño y prodigioso me parecía que los designios de Mordor hubieran sido desbaratados por aquellos espectros de oscuridad y de miedo. ¡Derrotado con sus propias armas!

Extraño en verdad —dijo Lególas—. En aquella hora yo observaba a Aragorn y me imaginaba en qué Señor poderoso y terrible se habría podido convertir si se hubiese apropiado del Anillo. No por nada le teme Mordor. Pero es más grande de espíritu que Sauron de entendimiento. ¿No lleva por ventura la sangre de los hijos de Lúthien? Es de una estirpe que jamás habrá de corromperse, así perdure en años innumerables.

—Tales predicciones escapan a la visión de los enanos —dijo Gimli—. Pero en verdad poderoso fue Aragorn aquel día. Sí, toda la flota negra se encontraba en sus manos; y eligió para él la mayor de las naves, y subió a bordo. Entonces hizo sonar un gran coro de trompetas tomadas al enemigo; y el Ejército de las Sombras se replegó hasta la orilla. Y allí permanecieron, inmóviles y silenciosos, casi invisibles excepto un fulgor rojo en las pupilas, que reflejaban los incendios de las naves. Y Aragorn habló entonces a los Muertos, gritando con voz fuerte.

—"¡Escuchad ahora las palabras del Heredero de Isildur! Habéis cumplido vuestro juramento. ¡Retornad, y no volváis a perturbar el reposo de los valles! ¡Partid, y descansad!"

—Y entonces, el Rey de los Muertos se adelantó, y rompió la lanza, en dos y arrojó al suelo los pedazos. Luego se inclinó en una reverencia, y dando media vuelta se alejó; y todo el ejército siguió detrás de él, y se desvaneció como una niebla arrastrada por un viento súbito; y yo me sentí como si despertara de un sueño.

—Esa noche, nosotros descansamos mientras otros trabajaban. Porque muchos de los cautivos y esclavos liberados eran antiguos habitantes de Gondor, capturados por el enemigo en correrías; y no tardó en congregarse una gran multitud, formada por hombres que llegaban de Lebennin y del Ethir, y Angbor de Lamedon vino con todos los caballeros que había podido reunir. Ahora que el temor a los Muertos había desaparecido, todos acudían en nuestra ayuda y a ver al Heredero de Isildur; pues el rumor de ese nombre se había extendido como un fuego en la oscuridad.

—Y hemos llegado casi al final de nuestra historia. En las últimas horas de la tarde y durante la noche se repararon y equiparon numerosos navios; y por la mañana la flota pudo zarpar. Ahora parece que hubiera pasado mucho tiempo, y sin embargo fue sólo en la mañana de anteayer, el sexto día desde que partimos del Sagrario. Pero Aragorn temía aún que el tiempo fuese demasiado corto.

—"Hay cuarenta y dos leguas desde Pelargir hasta los fondeaderos del Harlond", dijo. "Es preciso, sin embargo, que mañana lleguemos al Harlond, o fracasaremos por completo."

—Ahora los que manejaban los remos eran hombres libres, y trabaja

ban con hombradía; sin embargo, remontábamos con lentitud el Río Grande, pues teníamos que luchar contra la corriente, y aunque no es rápida en el sur, el viento no nos ayudaba. A mí se me habría encogido el corazón, a pesar de nuestra reciente victoria en los puertos, si Lególas no hubiese reído de pronto.

—"¡Arriba esas barbas, hijo de Durin!", exclamó. "Porque se ha dicho: Cuando todo está perdido, llega a menudo la esperanza." Pero qué esperanza veía él a lo lejos, no me lo quiso decir. Llegó la noche, y la oscuridad creció y estábamos impacientes, pues allá lejos en el norte veíamos bajo la nube un resplandor rojizo; y Aragorn dijo: "Minas Tirith está en llamas."

—Pero a la medianoche vino en verdad la esperanza. Hombres del Ethir, lobos de mar, avezados, atisbando el cielo del sur anunciaron un cambio, un viento fresco que soplaba del Mar. Mucho antes del día, los navios izaron las velas, y empezamos a navegar con mayor rapidez, hasta que el alba blanqueó la espuma en nuestras proas. Y así, como sabéis, llegamos a la hora tercera de la mañana, con el viento a favor y un sol despejado, y en la batalla desplegamos el gran estandarte. Fue un gran día y una gran hora, aunque no sepamos qué pasará mañana.

—Pase lo que pase, el valor de las grandes hazañas no merma nunca —dijo Lególas—. Una grande hazaña fue la cabalgata por los Senderos de los Muertos, y lo seguirá siendo aunque nadie quede en Gondor para cantarla.

—Cosa bastante probable —dijo Gimli. Pues Aragorn y Gandalf parecen muy serios. Me pregunto qué decisiones estarán tomando allá abajo en la tienda. Yo por mi parte, lo mismo que Merry, desearía que con nuestra victoria la guerra hubiese terminado para siempre. Pero si aún queda algo por hacer, espero participar, por el honor del pueblo de la Montaña Solitaria.

—Y yo por el del pueblo del Bosque Grande —dijo Lególas—, y por amor al Señor del Árbol Blanco.

Luego los compañeros callaron, pero se quedaron sentados un tiempo en aquel sitio elevado, cada uno ocupado con sus propios pensamientos, mientras los Capitanes deliberaban.

Tan pronto como se hubo separado de Lególas y Gimli, el Príncipe Imrahil mandó llamar a Eomer; y salió con él de la ciudad, y descendieron hasta las tiendas de Aragorn en el campo, no lejos del sitio en que cayera el Rey Théoden. Y allí, reunidos con Gandalf y Aragorn y los hijos de Elrond, celebraron consejo.

—Señores —dijo Gandalf—, escuchad las palabras del Senescal de Gondor antes de morir: Durante un tiempo triunfarás quizás en los campos del Pelennor, por un breve día, mas contra el poder que ahora se levanta no hay victoria posible. No es que os exhorte a que como él os dejéis llevar por la desesperación, pero sí a que sopeséis la verdad que encierran estas palabras.

—Las Piedras que ven no engañan: ni el mismísimo Señor de Baraddür podría obligarlas a eso. Podría quizá decidir sobre lo que verán las mentes más débiles, o hacer que interpreten mal el significado de lo que ven. No obstante, es indudable que cuando Denethor veía en Mordor grandes fuerzas que se disponían a atacarlo, mientras reclutaban otras nuevas, veía algo que era cierto.

«Nuestra fuerza ha alcanzado apenas para contener la primera gran acometida. La próxima será más violenta. Esta es, por lo tanto, una guerra sin esperanza, como Denethor adivinó. La victoria no podrá conquistarse por las armas, ya no os mováis de aquí y soportéis un asedio tras otro, ya avancéis para ser aniquilados al otro lado del río. Sólo os queda elegir entre dos males; y la prudencia aconsejaría reforzar las defensas, y esperar el ataque; así podréis prolongar un poco el tiempo que os resta.

—¿Propones entonces que nos retiremos a Minas Tirith, o a Dol Amroth, o al Sagrario, y que nos sentemos allí como niños sobre castillos de arena mientras sube la marea? —dijo Imrahil.

—No habría en tal consejo nada nuevo —dijo Gandalf—. ¿No es acaso lo que habéis hecho, o poco más, durante los años de Denethor? ¡Pero no! Dije que eso sería lo prudente. Yo no aconsejo la prudencia. Dije que la victoria no podía ser conquistada con las armas. Confío aún en la victoria, ya no en las armas. Porque en todo esto cuenta el Anillo de Poder: el sostén de Baraddür y la esperanza de Sauron.

—Y de este asunto conocéis todos bastante como para entender en qué situación estamos, así como Sauron. Si reconquista el Anillo, vuestro valor es vano, y la victoria de él será rápida y definitiva: tan definitiva que nadie puede saber si terminará alguna vez, mientras dure este mundo. Y si el Anillo es destruido, Sauron caerá; y tan baja será su caída que nadie puede saber si volverá a levantarse algún día. Pues habrá perdido la mejor parte de la fuerza que era innata en él en un principio, y todo cuanto fue creado o construido con ese poder se derrumbará, y él quedará mutilado para siempre, convertido en un mero espíritu maligno que se atormenta a sí mismo en las tinieblas, y nunca más volverá a crecer y a tener forma. Y así uno de los grandes males de este mundo habrá desaparecido.

—Otros males podrán sobrevenir, porque Sauron mismo no es nada más que un siervo o un emisario. Pero no nos atañe a nosotros dominar todas las mareas del mundo, sino hacer lo que está en nuestras manos por el bien de los días que nos ha tocado vivir, extirpando el mal en los campos que conocemos, y dejando a los que vendrán después una tierra limpia para la labranza. Pero que tengan sol o lluvia, no depende de nosotros.

—Ahora Sauron sabe todo esto, y sabe además que el tesoro perdido ha sido encontrado otra vez, aunque ignora todavía dónde está, o al menos eso esperamos. Y una duda lo atormenta. Porque si lo tuviése

mos, hay entre nosotros hombres fuertes que podrían utilizarlo. También eso lo sabe. Pues ¿me equivoco, Aragorn, al pensar que te mostraste a él en la Piedra de Orthanc?

— Lo hice antes de partir de Cuernavilla —respondió Aragorn—. Consideré que el momento era propicio, y que la Piedra había llegado a mis manos para ese fin. Hacía entonces diez días que el Portador del Anillo había salido de Rauros, rumbo al este, y pensé que era necesario atraer al Ojo de Sauron fuera de su propio país. Pocas veces, demasiado pocas ha sido desafiado desde que se retiró a la Torre. Aunque si hubiera previsto la rapidez con que respondería atacándonos, tal vez no me habría mostrado a él. Apenas me alcanzó el tiempo para acudir en vuestra ayuda.

—Pero ¿cómo? —preguntó Eomer—. Todo es en vano, dices, si él tiene el Anillo. ¿Por qué no pensaría Sauron que es en vano atacarnos, si nosotros lo tenemos?

—Porque aún no está seguro —dijo Gandalf—, y no ha edificado su poder esperando a que el enemigo se fortaleciese, como hemos hecho nosotros. Además, no podíamos aprender en un día a manejar la totalidad del poder. En verdad, un amo, sólo uno, puede usar el Anillo; y Sauron espera un tiempo de discordia, antes que entre nosotros uno de los grandes se proclame amo y señor y prevalezca sobre los demás. En ese intervalo, si actúa pronto, el Anillo podría ayudarle.

—Ahora observa. Ve y oye muchas cosas. Los Nazgül están aún fuera de Mordor. Volaron por encima de este campo antes del alba, aunque pocos entre los vencidos por el sueño o la fatiga de la batalla los hayan visto. Y estudia los signos: la espada que lo despojó del tesoro forjada de nuevo; los vientos de la fortuna girando a nuestro favor, con el fracaso inesperado del primer ataque; la caída del Gran Capitán.

—En este mismo momento la duda crece en él mientras estamos aquí deliberando. Y el Ojo apunta hacia aquí, ciego casi a toda otra cosa. Y así tenemos que mantenerlo: fijo en nosotros. Es nuestra única esperanza. He aquí, por lo tanto, mi consejo. No tenemos el Anillo. Sabios o insensatos, lo hemos enviado lejos, para que sea destruido, y no nos destruya. Y sin él no podemos derrotar con la fuerza la fuerza de Sauron. Pero es preciso ante todo que el Ojo del Enemigo continúe apartado del verdadero peligro que lo amenaza. No podemos conquistar la victoria con las armas, pero con las armas podemos prestar al Portador del Anillo la única ayuda posible, por frágil que sea.

—Así lo comenzó Aragorn, y así hemos de continuar nosotros: hostigando a Sauron hasta el último golpe; atrayendo fuera del país las fuerzas secretas de Mordor, para que quede sin defensas. Tenemos que salir al encuentro de Sauron. Tenemos que convertirnos en carnada, aunque las mandíbulas de Sauron se cierren sobre nosotros. Y morderá el cebo, pues esperanzado y voraz creerá reconocer en nuestra temeridad el orgullo del nuevo Señor del Anillo. Y dirá: "¡Bien! Estira el

cuello demasiado pronto y se acerca más de lo prudente. Que continúe así, y ya veréis cómo yo le tiendo una trampa de la que no podrá escapar. Entonces lo aplastaré, y lo que ha tomado con insolencia, será mío otra vez y para siempre."

—Hacia esa trampa hemos de encaminarnos con entereza y los ojos bien abiertos, y hay pocas esperanzas para nosotros. Porque es probable, señores, que todos perezcamos en una negra batalla lejos de las tierras de los vivos, y que aún en el caso de que Baraddür sucumba, no vivamos para ver una nueva era. Sin embargo esto es, en mi opinión, lo que hemos de hacer. Mejor que perecer de todos modos, como sin duda ocurriría si nos quedáramos aquí a esperar, y sabiendo al morir que no habrá ninguna nueva era.

Durante un rato todos guardaron silencio. Al fin habló Aragorn:

—Así como he comenzado, así continuaré. Nos acercamos al borde del abismo, donde la esperanza y la desesperación se hermanan. Titubear equivale a caer. Que nadie se oponga ahora a los consejos de Gandalf, cuya larga lucha contra Sauron culmina al fin. Si no fuese por él, hace tiempo que todo se habría perdido para siempre. Sin embargo, no pretendo todavía dar órdenes a nadie; que cada cual decida según su propia voluntad.

Entonces dijo Elrohir:

—Del Norte hemos venido con este propósito, y de Elrond nuestro padre recibimos el mismo consejo. No volveremos sobre nuestros pasos.

—En cuanto a mí —dijo Eomer— poco entiendo de tan profundas cuestiones; mas no lo necesito. Lo que sé, y con ello me basta, es que así como mi amigo Aragorn me socorrió a mí y a mi pueblo, así acudiré yo en ayuda de él, cuando él me llame. Iré.

—Yo, por mi parte —dijo Imrahil—, considero al Señor Aragorn como mi soberano, quiera él o no reivindicar tal derecho. Los deseos de él son órdenes para mí. También yo iré. No obstante, puesto que reemplazo por algún tiempo al Senescal de Gondor, primero he de pensar en su pueblo. No desoigamos aún del todo la voz de la prudencia. Pues hemos de estar preparados contra cualquier posibilidad, buena o mala. Todavía puede ocurrir que triunfemos, y mientras quede alguna esperanza, Gondor tiene que ser protegida. No quisiera retornar en triunfo a una ciudad en ruinas y ver a nuestro paso las tierras devastadas. Y sabemos por los Rohirrim que en nuestra frontera septentrional espera un ejército todavía intacto.

—Es cierto —dijo Gandalf—. No te aconsejo que dejes la ciudad indefensa. Y en verdad, no es necesario que llevemos al este una fuerza poderosa, como para emprender un ataque verdadero y en serio contra Mordor, pero sí suficiente para desafiarlos a presentar batalla. Y tendrá que ponerse en marcha muy pronto. Yo pregunto a los Capitanes: ¿con qué fuerza podríamos contar en un plazo de dos días? Es imprescindible que sean hombres valerosos, que vayan voluntariamente, conscientes del peligro.

—Todos los hombres están fatigados, y hay numerosos heridos, leves y graves —dijo Eomer—, y también se han perdido muchos caballos, lo que es difícil de reparar. Si en verdad tenemos que partir tan pronto, dudo que pueda llevar conmigo más de dos mil hombres, dejando otros tantos para la defensa.

—No hemos de contar sólo con los que combatieron en este campo —dijo Aragorn—. Ahora que las costas han quedado libres de enemigos, llegan nuevas fuerzas de los feudos del sur. Cuatro mil envié dos días atrás desde Pelargir a través de Lossarnach; y Angbor el intrépido cabalga al frente. Si partimos dentro de dos días, estarán cerca de aquí bastante antes. Además he ordenado a muchos otros que me siguieran, y remontaran el río en tantas embarcaciones como pudieran conseguir; y con este viento no tardarán en llegar: en verdad, varias naves han anclado ya en los muelles del Harlond. Estimo que podremos llevar unos siete mil hombres, entre infantes y jinetes, y a la vez dejar la ciudad mejor defendida que cuando comenzó el ataque.

—La Puerta ha sido destruida —dijo Imrahil—. ¿Dónde está ahora la pericia para reconstruirla y ponerla de nuevo?

—En Erebor en el Reino de Dáin —dijo Aragorn—, y si no se desbaratan todas nuestras esperanzas, llegado el momento enviaré a Gimli hijo de Glóin en busca de los picapedreros de la Montaña. Pero los hombres son una defensa más eficaz que las puertas, y no habrá puerta que resista al enemigo si los hombres la abandonan.

Tales fueron pues las conclusiones del debate: en la mañana del segundo día partirían con siete mil hombres, si conseguían reunidos; la mayor parte de esta fuerza iría a pie a causa de las regiones accidentadas en que tendría que internarse. Aragorn trataría de reunir unos dos mil de los que se habían plegado a él en el Sur; pero Imrahil tenía que reclutar tres mil quinientos; y Eomer quinientos de los Rohirrim, que aun desmontados eran guerreros diestros y valientes. Y él mismo iría a la cabeza de una columna formada por quinientos de sus mejores jinetes; en una segunda compañía de otros quinientos jinetes, junto con los hijos de Elrond marcharían los Dúnedain y los Caballeros de Dol Amroth: en total seis mil hombres a pie y mil a caballo. Pero la fuerza principal de los Rohirrim, la que aún contaba con cabalgaduras y estaba en condiciones de combatir, defendería el Camino del Oeste de los ejércitos enemigos apostados en Anórien. E inmediatamente enviaron jinetes veloces en busca de noticias hacia el norte; y al este de Osgiliath y del camino a Minas Morgul.

Y cuando hubieron contado todas las fuerzas, y luego de discutir las

etapas del viaje y los caminos que tomarían, Imrahil estalló de pronto en una sonora carcajada.

—Esta es, sin duda —exclamó—, la mayor farsa en toda la historia de Gondor: ¡que partamos con siete mil, una hueste que equivale apenas a la vanguardia del ejército de este país en los días de esplendor, al asalto de las montañas y de la puerta impenetrable del País Oscuro! ¡Como si un niño amenazara a un caballero armado con un arco de madera de sauce verde y cordel! Si el Señor Oscuro supiera tanto como tú dices, Mithrandir ¿no te parece que en vez de temer sonreiría, y nos aplastaría con el dedo meñique como a un mosquito que intentara clavarle el aguijón?

—No, querrá cazar al mosquito y quitarle el aguijón —dijo Gandalf. Y algunos de nuestros hombres valen más que un millar de caballeros de armadura. No, no sonreirá.

—Tampoco nosotros sonreiremos —dijo Aragorn—. Si esto es una farsa, es demasiado amarga para provocar risa. No, es el último lance de una partida peligrosa, y será de algún modo el final del juego. —En seguida desenvainó a Andúril y la sostuvo centelleante a la luz del sol. — No volveré a envainarte hasta que se haya librado la última batalla —dijo.


 

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