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EL CAMPO DE CORMALLEN

 

 

El océano embravecido de los ejércitos de Mordor inundaba las colinas. Los Capitanes del Oeste empezaban a zozobrar bajo la creciente marejada. El sol rojo, ardía, y bajo las alas de los Nazgül las sombras negras de la muerte se proyectaban sobre la tierra. Aragorn, erguido al pie de su estandarte, silencioso y severo, parecía abismado en el recuerdo de cosas remotas; pero los ojos le resplandecían, como las estrellas que brillan más cuanto más profunda y oscura es la noche. En lo alto de la colina estaba Gandalf, blanco y frío, y sobre él no caía sombra alguna. El asalto de Mordor rompió corno una ola sobre los montes asediados, y las voces rugieron como una marea tempestuosa en medio de la zozobra y el fragor de las armas.

De pronto, como despertado por una visión súbita, Gandalf se estremeció; y volviendo la cabeza miró hacia el norte, donde el cielo estaba pálido y luminoso. Entonces levantó las manos y gritó con una voz poderosa que resonó por encima del estrépito:

—¡Llegan las Águilas!

Y muchas voces respondieron, gritando:

—¡Llegan las Águilas! ¡Llegan las Águilas!

Los de Mordor levantaron la vista, preguntándose qué podía significar aquella señal.

Y vieron venir a Gwaihir el Señor de los Vientos, y a su hermano Landroval, las más grandes de todas las Águilas del Norte, los descendientes más poderosos del viejo Thorondor, aquel que en los tiempos en que la Tierra Media era joven, construía sus nidos en los picos inaccesibles de las Montañas Circundantes. Detrás de las águilas, rápidas como un viento creciente, llegaban en largas hileras todos los vasallos de las montañas del Norte. Y desplomándose desde las altas regiones del aire, se lanzaron sobre los Nazgül, y el batir de las grandes alas era como el rugido de un huracán.

Pero los Nazgül, respondiendo a la súbita llamada de un grito terrible en la Torre Oscura, dieron media vuelta, y huyeron, desvaneciéndose en las tinieblas de Mordor; y en el mismo instante todos los ejércitos de Mordor se estremecieron, la duda oprimió los corazones; enmudecieron las risas, las manos temblaron, los miembros flaquearon. El Poder

que los conducía, que los alimentaba de odio y de furia, vacilaba; ya su voluntad no estaba con ellos; y al mirar a los ojos a los enemigos, vieron allí una luz de muerte, y tuvieron miedo.

Entonces todos los Capitanes del Oeste prorrumpieron en gritos, porque en medio de tanta oscuridad una nueva esperanza henchía los corazones. Y desde las colinas sitiadas los Caballeros de Gondor, los Jinetes de Rohan, los Dúnedain del Norte, compañías compactas de valientes guerreros, se precipitaron sobre los adversarios vacilantes, abriéndose paso con el filo implacable de las lanzas. Pero Gandalf alzó los brazos y una vez más los exhortó con voz clara.

— ¡Deteneos, Hombres del Oeste! ¡Deteneos y esperad! Ha sonado la hora del destino.

Y aun mientras pronunciaba estas palabras, la tierra se estremeció bajo los pies de los hombres, una vasta oscuridad llameante invadió el cielo, y se elevó por encima de las Torres de la Puerta Negra, más alta que las montañas. Tembló y gimió la tierra. Las Torres de los Dientes se inclinaron, vacilaron un instante y se desmoronaron; en escombros se desplomó la poderosa muralla; la Puerta Negra saltó en ruinas, y desde muy lejos, ora apagado, ora creciente, trepando hasta las nubes, se oyó un tamborileo sordo y prolongado, un estruendo, los largos ecos de un redoble de destrucción y ruina.

—¡El reino de Sauron ha sucumbido! —dijo Gandalf—. El Portador del Anillo ha cumplido la Misión. —Y al volver la mirada hacia el sur, hacia el país de Mordor, los Capitanes creyeron ver, negra contra el palio de las nubes, una inmensa forma de sombra impenetrable, coronada de relámpagos, que invadía toda la bóveda del cielo; se desplegó gigantesca sobre el mundo, y tendió hacia ellos una gran mano amenazadora, terrible pero impotente: porque en el momento mismo en que empezaba a descender, un viento fuerte la arrastró y la disipó; y siguió un silencio profundo.

Los Capitanes del Oeste bajaron entonces las cabezas; y cuando las volvieron a alzar he aquí que los enemigos se dispersaban en fuga y el poder de Mordor se deshacía como polvo en el viento. Así como las hormigas que cuando ven morir a la criatura despótica y malévola que las tiene sometidas en la colina pululante, echan a andar sin meta ni propósito, y se dejan morir, así también las criaturas de Sauron, orcos y trolls, y bestias hechizadas, corrían despavoridas de un lado a otro; y algunas se dejaban morir o se mataban entre ellas, otras se arrojaban a los fosos, o huían gimiendo a esconderse en agujeros oscuros, lejos de toda esperanza. Pero los hombres de Rhün y de Harad, los del Este y los Sureños, viendo la gran majestad de los Capitanes del Oeste, daban ya

por perdida la guerra. Y los que por más largo tiempo habían estado al servicio de Mordor, los que más se habían sometido a aquella servidumbre, aquellos que odiaban al Oeste, y eran aún arrogantes y temerarios, se unieron decididos a dar una última batalla desesperada. Pero los demás huían hacia el este; y algunos arrojaban las armas e imploraban clemencia.

Entonces Gandalf, dejando la conducción de la batalla en manos de Aragorn y de los otros capitanes, llamó desde la colina; y la gran águila Gwaihir, el Señor de los Vientos, descendió y se posó a los pies del mago.

—Dos veces me has llevado ya en tus alas, Gwaihir, amigo mío —dijo Gandalf—. Esta será la tercera y la última, si tú quieres. No seré una carga mucho más pesada que cuando me recogiste en Zirakzigil, donde ardió y se consumió mi vieja vida.

—A donde tú me pidieras te llevaría —respondió Gwaihir—, aunque fueses de piedra.

—Vamos, pues, y que tu hermano nos acompañe, junto con otro de tus vasallos más veloces. Es menester que volemos más raudos que todos los vientos, superando a las alas de los Nazgül.

—Sopla el Viento del Norte —dijo Gwaihir—, pero lo venceremos. —Y levantó a Gandalf y voló rumbo al sur, seguido por Landroval, y por el joven y veloz Meneldor. Y volando pasaron sobre Udün y Gorgoroth, y vieron toda la tierra destruida y en ruinas, y ante ellos el Monte del Destino, que humeaba y vomitaba fuego.

—Me hace feliz que estés aquí conmigo —dijo Frodo—. Aquí al final de todas las cosas, Sam.

—Sí, estoy con usted, mi amo —dijo Sam, con la mano herida de Frodo suavemente apretada contra el pecho—. Y usted está conmigo. Y el viaje ha terminado. Pero después de haber andado tanto, no quiero aún darme por vencido. No sería yo, si entiende lo que le quiero decir.

—Tal vez no, Sam —dijo Frodo—, pero así son las cosas en el mundo. La esperanza se desvanece. Se acerca el fin. Ahora sólo nos queda una corta espera. Estamos perdidos en medio de la ruina y de la destrucción, y no tenemos escapatoria.

—Bueno, mi amo, de todos modos podríamos alejarnos un poco de este lugar tan peligroso, de esta Grieta del Destino, si así se llama. ¿ No le parece? Venga, señor Frodo, bajemos al menos al pie de este sendero.

—Está bien, Sam, si ése es tu deseo, yo te acompañaré —dijo Frodo; y se levantaron y lentamente bajaron la cuesta sinuosa; y cuando llegaban al vacilante pie de la montaña, los Sammath Naur escupieron un chorro de vapor y humo y el flanco del cono se resquebrajó, y un vómito enorme e incandescente rodó en una cascada lenta y atronadora por la ladera oriental de la montaña.

Frodo y Sam no pudieron seguir avanzando. Las últimas energías del cuerpo y de la mente los abandonaban con rapidez. Se habían detenido en un montículo de cenizas al pie de la montaña; y desde allí no había ninguna vía de escape. Ahora era como una isla, pero no resistiría mucho tiempo más, en medio de los estertores del Orodruin. La tierra se agrietaba por doquier, y de las fisuras y de los pozos insondables saltaban cataratas de humo y de vapores. Detrás, la montaña se contraía atormentada. Grandes heridas rojas se abrían en los flancos, mientras ríos de fuego descendían lentos hacia ellos. No tardarían mucho en sepultarlos. Caía una lluvia de ceniza incandescente.

Ahora estaban de pie, inmóviles; Sam, que aún sostenía la mano de Frodo, se la acarició. Luego suspiró.

—Qué cuento hemos vivido, señor Frodo, ¿no le parece? —dijo—. ¡ Me gustaría tanto oírlo! ¿ Cree que dirán: Y aquí empieza la historia de Frodo Nuevededos y el Anillo del Destino^ Y entonces se hará un gran silencio, como cuando en Rivendel nos relataban la historia de Beren el Manco y las Tres Joyas. ¡Cuánto me gustaría escucharla! Y cómo seguirá, me pregunto, después de nuestra parte.

Pero mientras hablaba así, para alejar el miedo hasta el final, la mirada de Sam se perdía en el norte, y el ojo del huracán, allí donde el cielo distante aparecía límpido, pues un viento frío, que ahora soplaba como un vendaval, disipaba la oscuridad y la ruina de las nubes.

Y así fue como los vio desde lejos la mirada de largo alcance de Gwaihir, cuando llevada por el viento huracanado, y desafiando el peligro de los cielos, volaba en círculos altos: dos figuras diminutas y oscuras, desamparadas, de pie sobre una pequeña colina, y tomadas de la mano mientras alrededor el mundo agonizaba jadeando y estremeciéndose, y rodeadas por torrentes de fuego que se les acercaban. Y en el momento en que los descubrió y bajaba hacia ellos, los vio caer, exhaustos, o asfixiados por el calor y las exhalaciones, o vencidos al fin por la desesperación, tapándose los ojos para no ver llegar la muerte.

Yacían en el suelo, lado a lado; y Gwaihir descendió y se posó junto a ellos; y detrás de él llegaron Landroval y el veloz Meneldor; y como en un sueño, sin saber qué destino les había tocado, los viajeros fueron recogidos y llevados fuera, lejos de las tinieblas y los fuegos.

Cuando despertó, Sam notó que estaba acostado en un lecho mullido, pero sobre él se mecían levemente grandes ramas de abedul, y la luz verde y dorada del sol se filtraba a través del follaje. Todo el aire era una mezcla de fragancias dulces.

Recordaba aquel perfume: los aromas de Ithilien.

«¡Corcholis!», murmuró. «¿Por cuánto tiempo habré dormido?»

Pues aquella fragancia lo había transportado al día que encendiera la pequeña fogata al pie del barranco soleado, y por un instante todo lo que ocurrió después se le había borrado de la memoria. Se desperezó. «¡Qué sueño he tenido!» murmuró. «¡Qué alegría haberme despertado!» Se sentó y vio junto a él a Frodo, que dormía apaciblemente, una mano bajo la cabeza, la otra apoyada en la manta: la derecha, y le faltaba el dedo mayor de la mano derecha. Recordó todo de pronto, y gritó:

— ¡No era un sueño! ¿Entonces, dónde estamos? Y una voz suave respondió detrás de él:

— En la tierra de Ithilien, al cuidado del rey, que os espera. —Y al decir eso, Gandalf apareció ante él vestido de blanco, y la barba le resplandecía como nieve al centelleo del sol en el follaje.— Y bien, señor Samsagaz, ¿cómo se siente usted? —dijo. Pero Sam se volvió a acostar y lo miró boquiabierto, con los ojos agrandados por el asombro, y por un instante, entre el estupor y la alegría, no pudo responder. Al fin exclamó:

— ¡Gandalf! ¡Creía que estaba muerto! Pero yo mismo creía estar muerto. ¿Acaso todo lo triste era irreal? ¿Qué ha pasado en el mundo?

—Una gran Sombra ha desaparecido —dijo Gandalf, y rompió a reír, y aquella risa sonaba como una música, o como agua que corre por una tierra reseca; y al escucharla Sam se dio cuenta de que hacía muchos días que no oía una risa verdadera, el puro sonido de la alegría. Le llegaba a los oídos como un eco de todas las alegrías que había conocido. Pero él, Sam, se echó a llorar. Luego, como una dulce llovizna que se aleja llevada por un viento de primavera, las lágrimas cesaron, y se rió, y riendo saltó del lecho.

— ¿Que cómo me siento? —exclamó—. Bueno, no tengo palabras. Me siento, me siento... —agitó los brazos en el aire—... me siento como la primavera después del invierno y el sol sobre el follaje; ¡y como todas las trompetas y las arpas y todas las canciones que he escuchado en mi vida! — Calló y miró a su amo.— Pero, ¿cómo está el señor Frodo? —dijo—. ¿No es terrible lo que le ha sucedido en la mano? Aunque espero que por lo demás se encuentre bien. Ha pasado momentos muy crueles.

—Sí, por lo demás estoy muy bien —dijo Frodo, mientras se sentaba y se echaba a reír también él—. Me dormí de nuevo mientras esperaba a que tú despertaras, dormilón. Yo desperté temprano, y ahora ha de ser casi el mediodía.

—¿Mediodía? —dijo Sam, tratando de echar cuentas—. ¿De qué día?

— El decimocuarto del Año Nuevo —dijo Gandalf—, o si lo prefieres, el octavo día de abril según el Calendario de la Comarca. 1. Pero en adelante el Año Nuevo siempre comenzará en Gondor el veinticinco de marzo, el día en que cayó Sauron, el mismo en que fuisteis rescatados

nota1: En el calendario de la Comarca el mes de marzo (o Rethe) tenía treinta días

del fuego y traídos aquí, a que el rey os curara. Porque es él quien os ha curado y ahora os espera. Comeréis y beberéis con él. Cuando estéis prontos os llevaré a verlo.

—¿El rey? dijo Sam. ¿Qué rey? ¿Y quién es?

—El Rey de Gondor y Soberano de las Tierras Occidentales —dijo Gandalf—, que ha recuperado todo su antiguo reino. Pronto irá a su coronación, pero os espera a vosotros.

—¿Qué nos pondremos? —dijo Sam, porque no veía más que las ropas viejas y andrajosas con que habían viajado, dobladas en el suelo al pie de los lechos.

—Las ropas que habéis usado durante el viaje a Morder —dijo Gandalf—. Hasta los harapos de orcos con que te disfrazaste en la tierra tenebrosa serán conservados, Frodo. No puede haber sedas ni linos ni armaduras ni blasones dignos de más altos honores. Luego quizás os consiga otros atavíos.

Y extendió hacia ellos las manos y vieron que una le resplandecía, envuelta en luz.

—¿Qué tienes ahí? —exclamó Frodo—. ¿Es posible que sea...?

—Sí, os he traído vuestros dos tesoros. Los tenía Sam, cuando fuisteis rescatados. Los regalos de la Dama Galadriel: el frasco, Frodo, y la cajita, Sam. Os alegrará tenerlos de nuevo.

Una vez lavados y vestidos, y después de un ligero refrigerio, los hobbits siguieron a Gandalf. Salieron del bosquecillo de abedules donde habían dormido, y cruzaron un largo prado verde que relucía al sol, flanqueado de árboles majestuosos de oscuro follaje y cargados de flores rojas. A espaldas de ellos canturreaba una cascada, y un arroyo corría adelante, entre riberas florecidas, y en el linde del prado se internaba en un bosque frondoso y pasaba luego bajo una arcada de árboles, y entre ellos y a lo lejos centelleaba el agua.

Al llegar al claro del bosque les sorprendió ver unos caballeros de armadura brillante y unos guardias altos engalanados de negro y de plata que los saludaban con respetuosas y profundas reverencias. Se oyó un largo toque de trompeta, y siguieron avanzando por la alameda, a la vera de las aguas cantarínas. Y llegaron a un amplio campo verde, y más allá corría un río ancho en cuyo centro asomaba un islote boscoso con numerosas naves ancladas en las costas. Pero en ese campo se había congregado un gran ejército, en filas y compañías que resplandecían al sol. Y al ver llegar a los hobbits desenvainaron las espadas y agitaron las lanzas; y resonaron las trompetas y los cuernos, y muchas voces gritaron en muchas lenguas:

¡Vivan los Medianos! ¡Alabados sean con grandes alabanzas! Cuio y Pheriain anann! Aglar ni Pheriannath!

¡Alabados sean con grandes alabanzas, Frodo y Samsagaz! Daur a Berhael, Conin en Annün! Eglerio! ¡Alabados sean! Eglerio!

A laita te, laita te! Andave laituvalmet! ¡Alabados sean!

Cormacolindor, a laite tárienna!

¡Alabados sean! ¡Alabados sean con grandes alabanzas los Portadores

[del Anillo!

Y así, arreboladas las mejillas por la sangre roja, con los ojos brillantes de asombro, Frodo y Sam continuaron avanzando y vieron, en medio de la hueste clamorosa, tres altos sitiales de hierba verde. Sobre el sitial de la derecha, blanco sobre verde, flameando al viento, un gran corcel galopaba en libertad; sobre el de la izquierda se alzaba un estandarte, y en él una nave de plata con la proa en forma de cisne surcaba un mar azul. Pero sobre el trono del centro, el más elevado, flotaba un gran estandarte, y en él, sobre un campo de sable, nimbado por una corona resplandeciente de siete estrellas, florecía un árbol blanco. Y en el trono estaba sentado un hombre vestido con una cota de malla; no usaba yelmo, pero en sus rodillas descansaba una espada larga. Y al ver que llegaban los hobbits se puso en seguida de pie. Y entonces lo reconocieron, cambiado como estaba, tan alto y alegre de semblante, majestuoso, soberano de los hombres, oscuro el cabello, grises los ojos.

Frodo le corrió al encuentro, y Sam lo siguió.

—Bueno, si esto parece de veras el colmo de los colmos —exclamó—. ¡Trancos! ¿O acaso estoy soñando todavía?

—Sí, Sam, Trancos —dijo Aragorn—. Qué lejana está Bree, ¿no es verdad?, donde dijiste que no te gustaba mi aspecto. Largo ha sido el camino para todos, pero a vosotros os ha tocado recorrer el más oscuro.

Y entonces, ante la profunda sorpresa y turbación de Sam, hincó ante ellos la rodilla; y tomándolos de la mano, a Frodo con la diestra y a Sam con la siniestra, los condujo hasta el trono, y luego de hacerlos sentar en él, se volvió a los hombres y a los capitanes que estaban cerca, y habló con voz fuerte para que la hueste entera pudiese escucharlo: —¡Alabados sean con grandes alabanzas!

,"Y cuando una vez más se acallaron los clamores de júbilo, un juglar de Gondor se adelantó, y arrodillándose, pidió permiso para cantar. Y oh maravilla, como para dar a Sam una satisfacción total y colmarlo de pura alegría, he aquí lo que dijo:

— ¡Escuchad, señores y caballeros y hombres de valor sin tacha, reyes y príncipes, y leal pueblo de Gondor; y Jinetes de Rohan, y vosotros, hijos de Elrond, y los Dúnedain del Norte, y Elfo y Enano, y nobles corazones de la Comarca, y de todos los pueblos libres del Oeste!

Escuchad ahora mi lay. Porque he venido a cantar para vosotros la balada de Frodo Nuevededos y el Anillo del Destino.

Y Sam al oírlo estalló en una carcajada de puro regocijo, y se levantó y gritó:

—¡Oh gloria y esplendor! ¡Todos mis deseos se ven realizados! Y lloró.

Y el ejército en pleno reía y lloraba, y en medio del júbilo y de las lágrimas se elevó la voz límpida de oro y plata del juglar, y todos enmudecieron. Y cantó para ellos, en lengua álfica y en las lenguas del Oeste, hasta que los corazones, traspasados por la dulzura de las palabras, se desbordaron; y la alegría de todos centelleó como espadas, y los pensamientos se elevaron hasta las regiones donde el dolor y la felicidad fluyen juntos y las lágrimas son el vino de la ventura.

Y por fin, cuando el sol descendía del cénit y alargaba las sombras de los árboles, el juglar terminó su canción:

— ¡Alabados sean con grandes alabanzas! —dijo, y se hincó de rodillas. Y entonces Aragorn se puso de pie, y el ejército entero lo siguió, y todos se encaminaron a los pabellones que habían sido preparados para comer y beber y festejar hasta el final del día.

A Frodo y a Sam los condujeron a una tienda, donde luego de quitarles los viejos ropajes, que sin embargo doblaron y guardaron con honores, los vistieron con lino limpio. Y entonces llegó Gandalf, y ante el asombro de Frodo, traía en los brazos la espada y la capa élficas y la cota de malla de mithril que le fueran robadas en Mordor. Y para Sam traía una cota de malla dorada, y la capa élfica, limpia ahora de todas las manchas y daños; y depositó dos espadas a los pies de los hobbits.

—Yo no deseo llevar una espada —dijo Frodo.

—Tendrás que llevarla al menos esta noche —dijo Gandalf. Frodo tomó entonces la espada pequeña, la que fuera de Sam y que había quedado junto a él en Cirith Ungol.

—Dardo es tuya, Sam —dijo—. Yo mismo te la di.

—¡ No, mi amo! El señor Bilbo se la regaló a usted, y hace juego con la cota de plata; a él no le gustaría que otro la usara ahora.

Frodo cedió; y Gandalf, como si fuera el escudero de los dos, se arrodilló y les ciñó las hojas; y luego les puso sobre las cabezas unas pequeñas diademas de plata. Y así ataviados se encaminaron al festín; y se sentaron a la mesa del Rey con Gandalf, y el Rey Eomer de Rohan, y el Príncipe Imrahil y todos los grandes capitanes; y también Gimli y Lególas estaban con ellos.

Y cuando después del Silencio Ritual trajeron el vino, dos escuderos entraron para servir a los reyes; o escuderos parecían al menos: uno vestía la librea negra y plateada de los Guardias de Minas Tirith, y el otro de verde y de blanco. Y Sam se preguntó qué harían dos mozalbetes

como aquellos en un ejército de hombres fuertes y poderosos. Y entonces, cuando se acercaron, los vio de pronto más claramente, y exclamó:

— ¡ Mire, señor Frodo! ¡ Mire! ¿ No es Pippin ? ¡ El señor Peregrin Tuk, tendría que decir, y el señor Merry! ¡Cuánto han crecido! ¡Córcholis! Veo que además de la nuestra hay otras historias para contar.

—Claro que las hay —dijo Pippin volviéndose hacia él—. Y empezaremos no bien termine este festín. Mientras tanto, puedes probar suerte con Gandalf. Ya no es tan misterioso como antes, aunque ahora se ríe más de lo que habla. Por el momento, Merry y yo estamos ocupados. Somos caballeros de la Ciudad y de la Marca, como espero habrás notado.

Concluyó al fin el día de júbilo; y cuando el sol desapareció y la luna subió redonda y lenta sobre las brumas del Anduin, y centelleó a través del follaje inquieto, Frodo y Sam se sentaron bajo los árboles susurrantes, allí en la hermosa y perfumada tierra de Ithilien; y hasta muy avanzada la noche conversaron con Merry y Pippin y Gandalf, y pronto se unieron a ellos Lególas y Gimli. Allí fue donde Frodo y Sam oyeron buena parte de cuanto le había ocurrido a la Compañía, desde el día infausto en que se habían separado en Parth Galen, cerca de las Cascadas del Rauros; y siempre tenían otras cosas que preguntarse, nuevas aventuras que narrar.

Los orcos, los árboles parlantes, las praderas de leguas interminables, los jinetes al galope, las cavernas relucientes, las torres blancas y los palacios de oro, las batallas y los altos navios surcando las aguas, todo desfiló ante los ojos maravillados de Sam. Sin embargo, entre tantos y tantos prodigios, lo que más le asombraba era la estatura de Merry y de Pippin; y los medía, comparándolos con Frodo y con él mismo, y se rascaba la cabeza.

—¡Esto sí que no lo entiendo, a la edad de ustedes! —dijo—. Pero lo que es cierto es cierto, y ahora miden tres pulgadas más de lo normal. O yo soy un enano.

—Eso sí que no —dijo Gimli—. Pero ¿no os lo previne? Los mortales no pueden beber los brebajes de los ents y pensar que no les hará más efecto que un jarro de cerveza.

—¿Brebajes de los ents? —dijo Sam—. Ahora vuelve a mencionar a los ents. Pero ¿qué son? No alcanzo a comprenderlo. Pasarán semanas y semanas antes que hayamos aclarado todo esto.

—Semanas por cierto —dijo Pippin—. Y luego habrá que encerrar a Frodo en una torre de Minas Tirith para que lo ponga todo por escrito. De lo contrario se olvidará de la mitad, y el pobre viejo Bilbo tendrá una tremenda decepción.

Al cabo Gandalf se levantó.

—Las manos del Rey son las de un curador, mis queridos amigos —dijo—. Pero antes que él os llamara, recurriendo a todo su poder para llevaros al dulce olvido del sueño, estuvisteis al borde de la muerte. Y aunque sin duda habéis dormido largamente y en paz, ya es hora de ir a dormir de nuevo.

—Y no sólo Sam y Frodo —dijo Gimli, sino también tú, Pippin. Te quiero mucho, aunque sólo sea por las penurias que me has causado, y que no olvidaré jamás. Tampoco me olvidaré de cuando te encontré en la cresta de la colina en la última batalla. Sin Gimli el enano, te habrías perdido. Pero ahora al menos sé reconocer el pie de un hobbit, aunque sea la única cosa visible en medio de un montón de cadáveres. Y cuando libré tu cuerpo de aquella carroña enorme, creí que estabas muerto. Poco faltó para que me arrancara las barbas. Y hace apenas un día que estás levantado y que saliste por primera vez. Así que ahora te irás a la cama. Y yo también.

—Y yo —dijo Lególas— iré a caminar por los bosques de esta tierra hermosa, que para mí es descanso suficiente. En días por venir, si el señor de los elfos lo permite, algunos de nosotros vendremos a morar aquí, y cuando lleguemos estos lugares serán bienaventurados, por algún tiempo. Por algún tiempo: un mes, una vida, un siglo de los hombres. Pero el Anduin está cerca, y el Anduin conduce al Mar. ¡Al Mar!

¡Al Mar, al Mar! Claman las gaviotas blancas.

El viento sopla y la espuma blanca vuela.

Lejos al Oeste se pone el Sol redondo.

Navio gris, navio gris ¿no escuchas la llamada,

las voces de los míos que antes que yo partieron?

Partiré, dejaré los bosques donde vi la luz;

nuestros días se acaban, nuestros años declinan.

Surcaré siempre solo las grandes aguas.

Largas son las olas que se estrellan en la playa última,

dulces son las voces que me llaman desde la Isla Perdida.

En Eresséa, el Hogar de los Elfos que los Hombres nunca descubrirán.

Donde las hojas no caen: la tierra de los míos para siempre.

Y así, cantando, Lególas se alejó colina abajo.

Entonces también los otros se separaron, y Frodo y Sam volvieron a sus lechos y durmieron. Y por la mañana se levantaron, tranquilos y esperanzados, y se quedaron muchos días en Ithilien. Y desde el campamento, instalado ahora en el Campo de Cormallen, en las cercanías de Henneth Annün, oían por la noche el agua que caía

impetuosa por las cascadas y corría susurrando a través de la puerta de roca para fluir por las praderas en flor y derramarse en las tumultuosas aguas del Anduin, cerca de la isla de Cair Andros. Los hobbits paseaban por aquí y por allá, visitando de nuevo los lugares donde ya habían estado; y Sam no perdía la esperanza de ver aparecer, entre la fronda de algún bosque o en un claro secreto, el gran olifante. Y cuando supo que muchas de aquellas bestias habían participado en la batalla de Gondor, y que todas habían sido exterminadas, lo lamentó de veras.

—Y bueno, uno no puede estar en todas partes al mismo tiempo —dijo—. Pero por lo que parece, me he perdido de ver un montón de cosas.

Entretanto el ejército se preparaba a regresar a Minas Tirith. Los fatigados descansaban y los heridos eran curados. Porque algunos habían tenido que luchar con denuedo antes de desbaratar la resistencia postrera de los Hombres del Este y del Sur. Y los últimos en regresar fueron los hombres que habían entrado en Mordor, y destruido las fortalezas en el norte del país.

Pero por fin, cuando se aproximaba el mes de mayo, los Capitanes del Oeste se pusieron nuevamente en camino: levaron anclas en Cair Andros, y fueron por el Anduin aguas abajo hasta Osgiliath; allí se detuvieron un día; y al siguiente llegaron a los campos verdes del Pelennor, y volvieron a ver las torres blancas al pie del imponente Mindolluin, la Ciudad de los Hombres de Gondor, el último recuerdo del Oesternesse, que salvado del fuego y de la oscuridad había despertado a un nuevo día.

Y allí en medio de los campos levantaron las tiendas en espera de la mañana: pues era la Víspera de Mayo, y el Rey entraría por las puertas a la salida del sol.


 

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