Por Aurendil
Dicen que ese día
el sol no se atrevió a pasar por entre las montañas. Se había
escondido tras el horizonte, cubierto por un manto rojo de nubes rasgadas.
Dicen que la brisa del mar se detuvo frente a la costa, que no quiso llegar
más allá.
Dicen que un padre dormía, mientras un hijo iniciaba a cabalgar.
Se dicen muchas cosas, más de las que se puedan recordar.
Allí, había cientos de almas, no había ninguna que no pensara
en el hogar.
-El sol nos ha abandonado
Elfhelm, se quedó tras el horizonte cómo esperando a que terminara
todo esto. Ojalá el momento llegue pronto, el aire se siente denso, ¡Empecemos
antes de que esto se salga de nuestras manos!-
-No desesperes Grimbold, la hora no ha llegado aún, por algo la batalla
no ha comenzado-
-Pero solo míralos, mostrando las garras y colmillos. Yo no sé
que pienses tú, pero a mi no me recuerdan al lobo que se siente acorralado,
sino al que sabe que tiene a la presa lista para lanzarse sobre su cuello-
-Estas criaturas no son las mismas que huyen de luz de la mañana, vienen
de una época que no conocemos... o peor aún, de una era por venir,
la que puede llegar a ser nuestra era...- lamentó Elfhelm.
La campiña verde se abría, la ondulada tierra bajaba en el valle por donde el río pasaba. El agua, descendía libre entre las escaleras de piedras suaves, viejas.
Uno a uno, cómo las piezas del ajedrez, los eoreds se agrupaban. Un capitán para cada grupo, un grito para todos los Jinetes. Sólo esperaban el sol, aquel que ahuyentaría a los orcos, aquel que daría brío a los caballos, que aunque valientes, relinchaban nerviosos.
La mañana seguía
dormida, y el sol mirando tras el horizonte. El ejército de los Rohirrim
se abrió en dos, dejando un camino flanqueado de lanzas para un caballero
de coraza negro y oro. Se acercaba a trote ligero en un corcel pardo, de patas
robustas y crin obscura, la espada envainada y la mirada en los dos comandantes
de la vanguardia, hacia quienes se dirigía.
-He comprobado que nunca se es viejo para aprender, ni lo suficientemente experimentado
para conocer salidas a cualquier situación. Esta vez…- Elfhelm
fue interrumpido por Grimbold -No quieras tomar el futuro de todos solo en tus
manos, en todo caso esa es responsabilidad de otra persona, y aún así,
él nos necesita tanto como podamos ayudar. Estamos en el umbral de cosas
nuevas por suceder, hasta los bosques se sienten inquietos, por tonto que esto
suene. Sólo nos queda hacer lo mejor… ¡todo lo que este en
el poder del filo de nuestra espada y la furia de nuestros corceles!.. Solo…
solo queda esperar- suspiró Grimbold.
-Se acerca el ealdor, es hora de decidir que hacer- comentó Elfhelm.
Por fin el jinete en negro y oro alcanzó a los comandantes. Una profunda
reverencia cruzó el denso aire de la campiña amarilla. Después,
el rudo Grimbold habló -Ure ealdor, todos los hombres que pudieron acudir
a nuestro llamado están aquí- -Sólo esperamos vuestra orden
ealdor, para cruzar el vado e iniciar- le informó Elfhelm, buscando alguna
reacción del joven caballero frente a él. Sólo vio los
ojos castaños del muchacho, escudriñando el horizonte como quien
contempla un paisaje. -Mi señor, el enemigo supera las nueve centenas,
mientras mas libre esté nuestro movimiento en el campo, la situación
será mejor para nosotros-. El joven fingía entender de lo que
hablaba Elfhelm, dentro de sí solo miraba asombrado la horda frente a
él.
El silencio tenso murió con el estruendoso inicio de gritos, aullidos
y gruñidos tan profundos como el sonido de una pesada laja de piedra.
Lentamente, los orcos alzaban las largas lanzas y con ellas golpeaban el suelo;
la tierra retumbaba. Los caballos se inquietaban con la vibración bajo
sus pezuñas, los Jinetes permanecían serios, dejando que el viento
que ahora se iba, jugara con su largo cabello. El aire pesado y frío
silbaba entre los árboles detrás del ejército, algunos
dijeron oír profundas voces que pasaban a través de las viejas
ramas. Cuentos solamente.
La lucha era inevitable.
Los comandantes detuvieron sus explicaciones al joven ealdor, los alaridos del
enemigo les impedía oír y hablar cualquier palabra.
-Será lo que tenga que ser- dijo al fin el muchacho encogiendo los hombros.
No había otra opción. Los comandantes se separaron, el joven quedó
en el medio, sólo y con la mirada seria, la piel blanca y el cabello
castaño hasta la mitad del cuello. Tomó el yelmo de las manos
de su escudero; lo colocó lentamente en su cabeza. Ahora su rostro sin
marca ni cicatriz, quedó cubierto por un yelmo plateado adornado con
dos caballos dorados al frente, libres. La espada salió de su funda,
y el resplandor llamó a todo Rohirrim a mirar hacia el frente. Por último,
el escudero le entregó una larga lanza con un listón verde amarrado
a la mitad.
El muchacho volteó hacia atrás. Frente a él, centenares
de hombres esperaban sus palabras, su grito. Los miró, sintió
la desesperación de sus rostros, y la valentía que muchos deseaban
mostrar.
Era ahora o nunca. Le sudaban las manos y sobre su frente bajaban hilos de sudor.
Suspiró, y con un ligero golpe de sus tobillos, el caballo avanzó,
hacia el destino.
Theódred, hijo de Theoden dirigía las fuerzas de Rohan.
El corazón le latía
tan fuerte, que llegó a sentir el dolor bajo la coraza que su padre le
dio.
Alzó la larga lanza. Tiró del listón. Quedó liberada
la insignia, El Corcel Blanco sobre el campo verde, ondeó de nuevo.
Las tropas contuvieron la respiración, Grimbold y Elfhelm, también
lo hicieron.
Una nube de negros orcos de la Mano Blanca lo esperaba al frente.
Theódred avanzó solo, cada paso del caballo le parecía
eterno, el último.
El viento en el rostro, la muerte frente a el. Ya no escuchó nada más,
sólo un dulce y rústico lamento de violín en la lejanía.
¡No!… no podía ser, su heortan, su adorada prima, no estaba
ahí.
Vacía su boca, su mente, su corazón. Unos pasos más, el
destino allí lo esperaba… tres pasos… dos…
Por fin quedó en
medio de ambas fuerzas, como un niño indefenso que aprende a caminar.
Todo pasó por su cabeza. Volteó a ver a su pueblo… el pueblo
veía a su príncipe. El silencio reinó.
-… Forth...- murmuró entre dientes…
-¡Forth… Forth Eorlingas!-
Un grito. Un solo grito entrelazado con el profundo canto de los cuernos. Los hijos de Eorl avanzaron a todo galope, a toda prisa. Theódred los lideraba, Theódred la espada alzaba. El muchacho que muchos vieron jugar entre las symbelminë, ahora era un hombre, un guerrero, era la única esperanza de su pueblo. La Batalla de los Vados de Isen, había comenzado.
La caballería cruzó
el río sobre el empedrado. La carga era tan fuerte que las gotas blancas
salpicaban el rostro de los Jinetes, y las piedras pulidas por la corriente
quedaban fuera de la rivera misma. Era cómo si los corceles salieran
entre la espuma del río Isen.
Allá iban los guerreros encasquetados con bronce y hierro, con el cabello
al viento y los ojos firmes en el enemigo.
El ejército de la Mano Blanca esperaba. Dejaron de golpear el suelo,
y las largas lanzas ahora apuntaban al frente, hacia donde venía la carga
de los Jinetes.
Los Uruk-Hai se mantenían firmes, inmóviles, como horrorosas estatuas
de ceniza apretada. De sus manos brotaban las lanzas negras, esperando acabar
con los jinetes. Esperando… pacientes. A estas criaturas no les desesperaba
la matanza como a los salvajes snaga, como llamaban en su corrupta lengua a
los Orcos de las Montañas y de la infecta Lugburz. Seguían firmes,
pacientes a que los hombres llegaran.
Ambas fuerzas estaban a punto de encontrarse. El príncipe sonreía
al fin, ahora hacía honor a sus antepasados, y cabalgaba con sus hombres.
-Sólo un poco más... estaremos sobre ellos… ¡Borraremos
con las pezuñas de nuestros caballos las manchas blancas que se vertieron
encima!- pensaba el ealdor Theódred. De pronto todo miedo quedó
atrás, ahora se alzaba altivo en el campo de batalla, miraba a los Orcos
con desdén, con un orgullo inusitado y desafiante. Se dirigía
hacia ellos embriagado de euforia, de imprudencia, del ímpetu de los
jóvenes. Su espíritu, se había desbocado.
-¡Ridan on fynd… ridan on fynd… fæste!- gritaba a sus
hombres, que lo seguían fieles a su Rey y Reino. Sólo algunos
dudaron de las órdenes de aumentar la carga y caer estrepitosamente sobre
el enemigo, sólo aquellos que habían vivido y combatido sabían
que no debía ser así.
-¡Alto… stilla… stilla!- ordenó súbitamente
Grimbold a su regimiento. Sus caballeros se detuvieron de golpe; -Cambiaremos
de dirección, atacaremos por los flancos, donde no nos esperan, ¡Formen
columnas de a dos, llegaremos por un costado, asaltaremos de sorpresa!- el eored
obedeció, el general sabía lo que hacia.
Mientras tanto, Elfhelm seguía de cerca al príncipe, buscando
a toda costa detener su imprudente avance -¡Déor!- llamó
el comandante a uno de sus hombres -¡Déor, Ven rápido, te
necesito!-. De entre el regimiento salió un Jinete, vestido con la cota
de malla, casco y verde manto de los Señores de los Caballos. Pronto
alcanzó a su general, el de yelmo adornado con crines blancas. -Él
hijo del Rey es joven, y no conoce mucho de los campos de batalla. Detenlo…
detenlo antes de que quede atravesado por una lanza. ¡Corre Déor,
eres mi Jinete mas veloz!... ¡Corre ahora!- le ordenó Elfhelm al
guerrero. Déor tiró de las riendas del hermoso Hwitfot, “Piéblanco”,
y tan pronto como lo hizo, todo el regimiento quedó atrás.
Déor cabalgaba con la pericia de alguien que había crecido sobre
el estribo, pocos lo vieron pasar entre las apretadas filas de jinetes; esquivaba,
brincaba y sorteaba todo obstáculo, con el peligro mortal de caer y ser
aplastado por la masa de caballeros. Pero no fue así. Sólo Théodred
le aventajaba.
Los Uruk-hai gritaban al unísono, agitaban las lanzas, esperaban que
el príncipe cayera por si solo en una de las lanzas, los Orcos no necesitaban
ni moverse.
Unos metros faltaban ya…
el hijo de Theoden podía sentir la violenta respiración de las
criaturas del Mago. Pero no le importaba ya, solo pensaba en llegar y atacar.
La fría mano se aferraba a la espada, el brazo inmóvil, la mirada
perdida. Húmedo era el aire alrededor de la horda negra, lento el tiempo
y el movimiento. Théodred seguía avanzando, fuera de sí,
hipnotizado. La muerte y la ruina, rozaban su nariz.
-¡Min Ealdor,… ætheling alto!- una voz resonó cerca.
-¡…Detén…deténgase… morirá como
un animal empalado!- Le eran conocidas las palabras. Algo andaba mal. El príncipe
buscó detener al caballo. Con una mano jaló de la rienda tan fuerte
como su entumido brazo pudo…
Un fuerte chasquido sonó… las riendas estaban rotas, y el caballo,
sin control.
El rostro del hijo del rey cambió del rojo al pálido, ahora su
más fiel amigo, lo llevaba a todo galope a las garras… a las fauces.
Théodred cerró
los ojos. De nuevo era un niño, un niño aterrorizado que no quería
ver al monstruo a los ojos.
-Hasta aquí… hasta aquí llegué…- un lagrima
rodó por su pálida mejilla, al final.
Azul, azul era todo lo
que veía, el cielo. Sus oídos se llenaron de sonido: una explosión
de gritos, cuernos, relinches. Una voz, jadeando, respirando agitada.
-No señor, aún no-
Déor el hábil, lo sostenía de los brazos, lo cargaba con
la fuerza que le quedaba. El Jinete lo había alcanzado en el último
momento, tiró de los brazos del príncipe en el suspiro final que
el ealdor creía tener. -Señor… señor…- le decía
con la voz entrecortada y la garganta vacía -…Suba su pié
al estribo, siéntese detrás de mí…-
El corcel de Théodred siguió corriendo sin control, hasta que,
sintiendo a la Sombra tan cerca, retrocedió. Nadie vio en que dirección
huyó.
Los eoreds se dirigían
a todo galope hacía donde se encontraban Déor y el príncipe.
Los orcos encolerizados rompieron su formación, el premio más
preciado, la vida del príncipe, se les había ido de las zarpas.
Ahora las dos mareas chocarían, colisionarían pronto. Salvado
y salvador, tenían que salir de ahí. Los orcos los acorralaban
de un lado, el irrefrenable avance Rohirrim del otro.
-Hwitfot, eres nuestra
única esperanza, ¡Corre Hwitfot, corre como nunca lo has hecho!-
dijo desesperado Déor a su caballo. El negro corcel de las patas blancas
se alzó altivo entre ambas fuerzas, con un último relincho emprendió
la carrera, ¿Hacia donde? Hacia donde fuera, lejos de ahí.
El encuentro de los ejércitos era inminente, las jabalinas de los Rohirrim
rozaban los yelmos del príncipe y Déor, ellos solo se asían
de las riendas, de las crines, de lo que fuera, lo único que importaba
era salir de ahí. -¡Un poco más... solo un poco más...
faeste Hwitfot, faeste...!- ordenaba Déor.
Théodred ya no pensaba más, tenía la mirada perdida, el
aliento cansado, únicamente lo mantenía despierto el golpeteo
del viaje, y el deseo de sobrevivir a aquello. Parecía un triste harapo
amarrado al cuello de Déor.
Como la luz al final de un túnel negro que se cierra, vieron el bosque, al final del pasillo de guerreros que los acorralaban. -Pronto señor, pronto llegaremos al bosque, ahí descansaremos. ¡Resista!- le tranquilizaba el Jinete al ealdor.
Pero Déor no se
encontraba tranquilo. Su fiel amigo comenzaba a cansarse, a temblar. Sus largas
patas decaían poco a poco, su respiración también.
Cada vez más cerca se sentía el hondo aroma del bosque, ese olor
a vejez que revitaliza a los que aman a las estrellas, a los que pastorean semillas.
El ensordecedor ruido de
la tierra bajo las pezuñas y pies de los ejércitos, se oía
mas lejano a cada momento, a cada instante creían llegar al bosque, pero
como un juego cruel, este parecía alejarse más. El caballo disminuyó
la marcha lentamente, el prado verde comenzaba a dibujarse en la mirada de los
dos jinetes.
Habían escapado, las garras se habían cerrado detrás de
él. -¡Si, amigo mío, lo lograste! Nos has salvado Hwitfot!-
pronunció cansado pero aliviado Déor. Desmontaron, con los brazos
doloridos y temblorosos. Théodred era una figura pálida sosteniéndose
del caballo, mareado y descompuesto. -Gracias Hwitfot, gracias- solo pudo decirle
el príncipe, que se recostó sobre las raíces de un gran
árbol.
Junto a él, también lo hizo Hwitfot.
Déor vio como su
corcel caía, doblando sus frágiles patas y respirando con dificultad.
Solo calló. Sabía que los caballos como Hwitfot nunca se echaban,
nunca dejaban de luchar, a menos que la a muerte los hiciera rendirse. El jinete
juntó un montón de hojas y lo acomodó debajo de su amigo,
que lentamente cerraba los ojos, y dejaba que su golpeado corazón descansara
al fin y para siempre. Los cristalinos y negros ojos del caballo vieron por
última vez el rostro de aquel que lo acompaño y cuidó,
de aquel que nombre le puso, y que a la guerra lo llevó.
La clemencia, la tranquilidad, invadían la mirada del corcel, que al
final, espiró. Déor mantenía el silencio del bosque, y
juntaba sus manos cubriendo los ojos de su amigo. -Adiós Hwitfot, adiós
y gracias...- no pudo decir más.
Théodred no podía hablar tampoco, el cansancio y el estupor no
le permitían hacerlo. Una comitiva de guerreros ya lo levantaban del
campo. El príncipe tomó de una alforja, empapó su rostro
con el agua, y se agachó junto a Déor
-Este día dos corceles deben ondear en los estandartes, uno negro y otro
blanco. Gracias Déor, gracias Hwitfot pues han salvado al hijo del Rey-
y puso su mano en el hombro de Déor que solo callaba.
-No hay tiempo para lamentarse, pues aún faltan nombres por los cuales
llorar, la batalla apenas ha comenzado y nos espera para terminarla- Le dijo
al ealdor. Éste asintió.
-¡Hay una guerra allá atrás... y falto yo, faltamos todos
nosotros! ¿O acaso querrán dejarles la gloria y la victoria a
los demás?- arengó Théodred al grupo que acudió
en su ayuda -¡No! le contestaron todos con un mismo grito de aliento -¡Tráigannos
nuevas monturas y entreguen al corcel caído los honores que le corresponden!
Déor, cabalga a mi lado... remontemos juntos estas colinas doradas...
¡Nuestras colinas!... y arranquemos la tétrica Mano de los estandartes...
¡Pues hoy, sólo Los Dos Corceles ondearán!- .
II. Edoras
El sudor corría
por la cara del Rey, que despertaba aterrorizado por una pesadilla. Miró
a su alrededor. La calma reinaba, los ruidos se alejaban, su lecho cubierto
de calidas pieles. Solo fue un sueño.
Los pesados goznes rechinaron, y del otro lado de la puerta apareció
una figura -Mi señor, ¿está todo bien?- preguntó
uno de los guardias -Si, todo bien-Contestó el Rey -Son estos dolores
de cabeza que no me dejan dormir- se recostó, como si las palabras que
acababa de pronunciar le agotaran, lo cansaran. Todo el cuerpo le dolía,
y su mirada se diluía, la mañana se borraba lentamente, parecía
que el sol no se atrevía a pasar por entre las montañas.
Afuera la vida comenzaba de nuevo.
El viento fresco de las
montañas llenaba los campos de las tierras del Rey, sonaba a viejos violines,
a un canto nostálgico, levantando los pétalos blancos de tumbas
olvidadas.
Ahí estaba sentada, mirando el horizonte borroso, los ojos tristes, el
rostro pálido, frío como una mañana de otoño. Era
la hermana, la hija, la querida heortan. Ella no canta, no ríe. Solo
calla, suspira, cómo un ave encerrada que se niega a emigrar donde los
demás quieren.
La silueta blanca, el cabello rubio, la Dama. La bella Eowyn.
¿Por qué huye el corcel? Nadie desea domarte, solo desean besar
tu fresca piel.
El violín cantó de nuevo, renovado, con redobles, con galopes
tras de si. Sonrió. Era tan raro, tan bello verla reír, como la
aurora boreal, única, misteriosa. Los ligeros pies bajaron la escalinata
que llevaba a lo alto del Salón de Oro, viendo en el horizonte la llegada
del destello de cascos y lanza.
-¡Si!- dijo, con la voz apenas saliendo de sus labios. -Han llegado-
Continuó bajando, cada vez más rápido, alzaba la blanca
falda para no caer, para llegar lo más pronto posible. El aire entre
el cabello, jugando frente a su rostro, haciéndola sentirse cada vez
mas cerca del amanecer.
Y tomó un caballo de manos de los guardias. Ahora montaba orgullosa,
como la pálida flor que se desprende para vagar feliz. Podía asirse
de las crines del animal sin ningún problema, la gente en las granjas
la vio partir entre las casas, entre las empalizadas con puntas de bronce, atravesando
el campo, con las eternas nieves de fondo y la Ciudad de la Marca dejándola
salir. Si el poeta la hubiera visto, su canto del Norte habría contestado,
pues en ella estaba la respuesta. Ahí estaban jinete y caballo, ahí
el cabello de oro al viento.
Una comitiva de hombres, todos armados y encasquetados marchaba hacia la ciudad.
El Tercer Mariscal, solo movió la mano, y el grupo completo se detuvo,
esperaban al jinete que se aproximaba. Después de beber un poco, los
hombres vieron que el jinete, por fin llegó.
El Mariscal sonrió detrás del hierro. Y la orgullosa guerrera bajó del corcel, de nuevo era un pétalo, sus dedos dejaban las riendas, y tomaron las manos del capitán. El Tercer Mariscal desmontó, y mostró el severo rostro tras el duro yelmo. Ella solo lo abrazó, tuvo que pararse de puntillas, y aún con la nostálgica sonrisa, en la frente, a su hermano besó. -No tardaste- le susurró ella -Te prometí que volvería, y aquí estoy, fiel a ustedes y a lo que podamos lograr- contestó él. La joven respiró hondo y después suspiró -Por ahora solo debemos pensar en agua fresca y comida, después… después no sabemos si habrá… ¡pero no te preocupes!, verás que esta penumbra, pronto se irá- ambos se miraron, deseando que las palabras de la joven, pudieran hacerse realidad. Mientras tanto tenían sed y muchas historias que contar. Cada quien montó en su caballo, y ahora tranquilos cabalgaban juntos, Eowyn la Dama, y Eomer, el Tercer Mariscal.