Muerte

 

                Una vez coronado su hijo se dirigió a sus aposentos. Allí se encontraba ella, hermosa como siempre, belleza eterna que por amor había elegido ocultarse a los ojos del mundo. Ocultarse, mas no extinguirse, y por ello es que por siempre en su cenit, desaparecería sin ocaso. El la miró, con aquel amor destinado a no convertirse en recuerdo, intentando beber el dulce néctar antes de la hora posterior a la postrera, renacer ignoto en él innato y en ella electo.

                No hablaron, no era necesario, sobraban las palabras. En él estaba intacta la llama de la esperanza. En ella había cedido, por la incertidumbre que crea en quien está seguro la duda, siempre mayor que la de aquel que vive en la convicción de lo desconocido. Lentamente cambió sus ropas por las que el ceremonial indicaba, la miró nuevamente y salió en silencio, ella lo siguió y se ubicó a su lado.

                Llegaron en forma solitaria hasta el lugar hacía tiempo previsto. En el camino pasaron cerca de muchos, pero nadie se atrevió a levantar la vista. Allí él se recostó en la fría losa, descansó su cabeza y cruzó los brazos sobre el pecho. En ese momento cruzaron las primeras palabras, con las que él reavivó sus votos y su esperanza, mientras que ella renunciaba por última vez a su anterior destino. Y se separaron, pero momentáneamente, cuando pudo bien ser en forma eterna, cada cual se preparó para su destino.

                En la cima del túmulo se abandonó a su elección. ¡Venturoso él que podía abandonar graciosamente lo que a otros les era arrancado con dolor! Una paz lo invadió y recuerdos. Su vida fue pasando ante sus ojos mientras él la saboreaba, la revivía: momentos de tristeza, de terror, de muerte, de aflicción, de belleza, de esperanza, de alegría, todo a un tiempo. Un sentimiento gélido invadió su cuerpo, una extraña serenidad, una alegría, una oscuridad. Y luego una sobria belleza.

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                En el Reino Bendecido, aquel que rige el mundo vio el suceso, y mandó a su heraldo a informar a aquellos que debían saberlo. Un padre se alejó en silencio del venerable mensajero, quizá con la intención de llorar en silencio su ya próxima e inexorable pérdida. La pequeña gente lloró, con el sentimiento puro que suele habitar en las almas simples. Un poderoso espíritu nubló su vista mientras esbozaba una sonrisa – él sabía que significaba el hecho, y en realidad era más alegre que luctuoso – mas no habló.

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                El nuevo rey dirigió personalmente las exequias. El pueblo lloró, nobles y plebeyos, pobres y ricos. Los mejores artesanos, viniendo especialmente de lejanas tierras, prepararon una lápida, y labraron el epitafio, que rezaba en tres lenguas:

AQUÍ YACE ARAGORN TELCONTAR ,

HIJO DE ARATHORN,

SEÑOR DE GONDOR Y ARNOR,

EL ÚLTIMO DUNEDAIN

 

Relato escrito por Beleg para la lista Arda virtual