“Hoja” de Niggle
John
Ronald Reul Tolkien
Había una vez un pobre hombre llamado Niggle, que
tenía que hacer un largo viaje. El no quería; en realidad, todo aquel asunto
le resultaba enojoso, pero no estaba en su mano evitarlo. Sabía que en cualquier
momento tendría que ponerse en camino, y sin embargo no apresuraba los preparativos.
Niggle era pintor. No muy famoso, en parte porque tenía otras cosas
que atender, la mayoría de las cuales se le antojaban un engorro; pero cuando
no podía evitarlas (lo que en su opinión ocurría con excesiva frecuencia)
ponía en ellas todo su empeño. Las leyes del país eran bastante estrictas.
Y existían además otros obstáculos. Algunas veces se sentía un tanto perezoso
y no hacía nada. Por otro lado, era en cierta forma un buenazo. Ya conocen
esa clase de bondad. Con más frecuencia lo hacía sentirse incómodo que obligado
a realizar algo. E incluso cuando pasaba a la acción, ello no era óbice para
que gruñese, perdiera la paciencia y maldijese (la mayor parte de las veces
por lo bajo)
En cualquier caso lo llevaba a hacer un montón de chapuzas para su
vecino el señor Parish, que era cojo. A veces incluso echaba una mano a gente
más distantes si acudían a él en busca de ayuda. Al mismo tiempo, y de cuando
en cuando, recordaba su viaje y comenzaba sin mucha convicción a empaquetar
algunas cosillas. en estas ocasiones no pintaba mucho. Tenía unos cuantos
cuadros comenzados, casi todos demasiado grandes y ambiciosos para su capacidad.
Era de esa clase de pintores que hacen mejor las hojas que los árboles. Solía
pasarse infinidad de tiempo con una sola hoja, intentando captar su forma,
su brillo y los reflejos del rocío en sus bordes. Pero su afán era pintar
un árbol completo, con todas las hojas de un mismo estilo y todas distintas.
Había un cuadro en especial que le preocupaba. Había comenzado como
una hoja arrastrada por el viento y se había convertido en un árbol. Y el
árbol creció, dando numerosas ramas y echando las más fantásticas raíces.
Llegaron extraños pájaros que se posaron en las ramitas, y hubo que atenderlos.
Después, todo alrededor del árbol y detrás de él, en los espacios que dejaban
las hojas y las ramas, comenzó a crecer un paisaje. Y aparecieron atisbos
de un bosque que avanzaba sobre las tierras de labor y montañas coronadas
de nieve. Niggle dejó de interesarse por sus otras pinturas. O si lo hizo
fue para intentar adosarlas a los extremos de su gran obra. Pronto el lienzo
se había ampliado tanto que tuvo que echar mano de una escalera; y corría,
arriba y abajo, dejando una pincelada aquí, borrando allá unos trazos. Cuando
llegaban visitas se portaba con la cortesía exigida, aunque no dejaba de jugar
con el lápiz sobre la mesa. Escuchaba lo que le decían, sí, pero seguía pensando
en su gran lienzo, para el que había levantado un enorme cobertizo en el huerto,
sobre una parcela en la que en otro tiempo cultivara patatas.
No podía evitar ser amable. “Me gustaría tener más carácter”, se decía
algunas veces, queriendo expresar su deseo de que los problemas de otras personas
no le afectasen. Pasó algún tiempo sin que le molestaran mucho. “Cueste lo
que cueste”, solía decir, “acabaré este cuadro, mi obra maestra, antes de
que me vea obligado a emprender ese maldito viaje”. Pero comenzaba a darse
cuenta de que no podría posponerlo indefinidamente. El cuadro tenía que dejar
de crecer y había que terminarlo. Un día Niggle se plantó delante de su obra,
un poco alejado, y la contempló con especial atención y desapasionamiento.
No tenía sobre ella una opinión muy definida, y habría deseado tener algún
amigo que le orientase. En realidad no le satisfacía en absoluto, y sin embargo
la encontraba muy hermosa, el único cuadro verdaderamente hermoso del mundo.
En aquellos momentos le hubiera gustado verse a sí mismo entrar en el cobertizo,
darse unas palmaditas en la espalda y decir (con absoluta sinceridad): “¡Realmente
magnífico! para mí está muy claro lo que te propones por nada más. Te conseguiremos
una subvención oficial para que no tengas problemas.”
Sin embargo, no había subvención. Y él era muy consciente de que necesitaba
concentrarse, trabajar, un trabajo serio e ininterrumpido, si quería terminar
el cuadro, incluso aunque no lo ampliase más. Se arremangó y comenzó a concentrarse.
Durante varios días intentó no preocuparse en otros temas. Pero se vio interrumpido
de forma casi continua. En casa las cosas se torcieron; tuvo que ir a la ciudad
a formar parte de un jurado; un conocido cayó enfermo; el señor Parish sufrió
un ataque de lumbago y no cesaron de llegar visitas. Era primavera y les apetecía
un té gratis en el campo. Niggle vivía en una casita agradable, a varias millas
de la ciudad. En su interior los maldecía, pero no podía negar que él mismo
los había invitado tiempo atrás, en el invierno, cuando a él no le había parecido
una interrupción ir de tiendas, y tomar el té en la ciudad con sus amistades.
Trató de endurecer su corazón, pero sin resultado. Había muchas cosas a las
que tenía que hacer cara para negarse, las considerase obligaciones o no;
y había ciertas cosas que se veía obligado a hacer, pensase lo que pensase.
Algunas de las visitas dieron a entender que el huerto parecía bastante descuidado
y que podría recibir la visita de un inspector. desde luego, pocos tenían
la noticia de su cuadro; pero aunque lo hubiesen sabido, tampoco habría mucha
diferencia. Dudo que hubiesen pensado que era muy importante. Me atrevería
a decir que no era muy bueno, aunque tuviera algunas partes logradas. El árbol,
sobre todo, era curioso. En cierto modo, muy original. Igual que Niggle, aunque
él era también un hombrecillo de lo más común, y bastante simple.
Llegó por fin el momento en que el tiempo de Niggle se volvió sumamente
precioso. Sus amistades, allá lejos en la ciudad, comenzaron a recordar que
el pobre hombre debía hacer un penoso viaje, y algunos calculaban ya cuánto
tiempo, como máximo, podría posponerlo. Se preguntaban quién se quedaría con
la casa y el huerto presentaría un aspecto más cuidado.
Había llegado el otoño, muy húmedo y ventoso. El hombre se encontraba
en el cobertizo. Estaba subido en la escalera tratando de plasmar el reverbero
del sol poniente sobre la nevada cumbre de una montaña que había visualizado
justo a la izquierda y al extremo de una rama cargada de hojas. Sabía que se vería obligado a marcharse pronto; quizá
al comienzo del nuevo año. Sólo tenía tiempo de terminar el cuadro, y aún
así no de modo definitivo: había algunos puntos donde sólo tendría tiempo
para esbozar lo que pretendía.
Llamaron a la puerta. “¡Adelante!”, dijo con brusquedad, y bajó de
la escalera. Era su vecino Parish: el único cercano, pues el resto vivía a
bastante distancia. No sentía, sin embargo, un aprecio especial por él, porque
a menudo se veía en apuros y precisaba ayuda, y en parte también porque no
le interesaba nada la pintura, al tiempo que no cesaba de criticarle el huerto.
Cuando Parish lo contemplaba (lo que ocurría con frecuencia) veía sobre todo
las malas hierbas; y cuando miraba los cuadros de Niggle (rara vez) sólo veía
manchas verdes y grises, y líneas negras que se le antojaban completamente
sin sentido. No le importaba hablar de las hierbas (era su deber de vecino),
pero se abstenía de dar cualquier opinión sobre los cuadros. Pensaba que era
una postura muy agradable, y no se daba cuenta de que aún sintiéndolo, no
resultaba suficiente. Un poco de ayuda con las hierbas (y quizá alguna alabanza
para los cuadros) habría sido mejor.
“Bien, Parish, ¿qué hay?”, dijo Niggle.
“Ya sé que no debería interrumpirle”, dijo Parish, sin echar una sola
mirada al cuadro. “Estará usted ocupadísimo, estoy seguro.” Niggle había pensado
decir algo por el estilo, pero perdió la oportunidad. todo lo que dijo fue:
“Sí.”
“Pero no tengo ningún otro a quién acudir”, añadió Parish.
“Así es”, dijo Niggle con un suspiro: uno de esos suspiros que son
un comentario personal, pero que en parte dejamos aflorar. “¿En qué puedo
ayudarle?”.
“Mi mujer lleva ya algunos días enferma y estoy empezando a preocuparme”,
dijo Parish. “Y el viento se ha llevado la mitad de las tejas de mi casa y
me entra la lluvia en el dormitorio. Creo que debería llamar al doctor y a
los albañiles, pero ¡tardan tanto en acudir!. Pensaba si no tendría usted
algunas maderas y lienzos que no le hagan falta, aunque sólo sea para poner
un parche y poder tirar un día o dos más.” Fue entonces cuando dirigió la
mirada al cuadro.
“¡Vaya, vaya!”, dijo Niggle. “Sí que tiene mala suerte. Espero que
lo de su esposa sólo sea un constipado. En seguida voy y le ayudo a trasladarla
al piso bajo.”
“Muchas gracias”, dijo Parish con notable frialdad, “pero no es un
constipado, es una calentura. No le hubiera molestado por un simple catarro.
Y mi mujer ya guarda cama en piso bajo: con esta pierna no puedo andar subiendo
y bajando bandejas. Pero ya veo que está ocupado. Lamento de veras la molestia.
Tenía esperanzas de que pudiese perder el tiempo para ir a avisar al médico,
viendo la situación en que me hallo; y al albañil también, si de verdad no
le sobran lienzos”.
“No faltaba más”, dijo Niggle, aunque otras palabras se le agolpaban
en el ánimo, donde en aquel momento había más debilidad que amabilidad. “Podría
ir; iré, si está tan ocupado.”
“Lo estoy, y mucho. ¡Ojalá no padeciera esta cojera!”, dijo Parish.
Así que Niggle fue. Ya veis, aquello resultaba de lo más curioso. Parish
era su vecino más cercano; los demás quedaban bastante lejos. Niggle tenía
un bicicleta, y Parish no; ni siquiera podía montar: era cojo de una pierna,
una cojera seria que le causaba muchos dolores; merecía la pena tenerlo en
cuenta, igual que su expresión desabrida y su voz quejumbrosa. A su vez Niggle
tenía un cuadro y apenas tiempo para terminarlo: Parecía lógico que fuese
Parish el que tuviese aquello en cuenta, no Niggle. Parish, sin embargo, no
se tomaba en serio la pintura, y Niggle no podía cambiar aquel hecho.
“¡Maldita sea!”, rezongó para sí mientras sacaba la bicicleta.
Había humedad y viento, y la luz del día estaba ya desvaneciéndose.
“Hoy se acabó el trabajo para mí”, pensó Niggle. Y mientras pedaleaba,
no cesó de echar pestes para sus adentros ni de ver pinceladas en la montaña
y en la vegetación inmediata, que, en un principio, había imaginado primaveral.
Sus dedos se crispaban sobre el manillar. Ahora que ya no estaba en el cobertizo
intuyó perfectamente la forma de tratar aquella brillante línea de hojas que
enmarcaba la lejana silueta de la montaña. Pero pesaba en su corazón una congoja,
una espacio de temor de que nunca tendría ya la oportunidad de intentarlo.
Niggle encontró al médico, y dejó una nota donde el albañil, que ya
había cerrado para irse a descansar junto al fuego de su chimenea. Niggle
se empapó hasta los huesos, y cogió él también un resfriado. El médico no
se dio tanta prisa como Niggle. Llegó el día siguiente, lo que le resultó
mucho más cómodo, pues para entonces ya había en casas vecinas, dos pacientes
a los que atender. Niggle estaba en cama con fiebre alta, y en su cabeza y
en el techo tomaba forma maravillosos entramados de hojas y ramas. No le fue
de ningún consuelo saber que la señora Parish sólo tenía catarro, y que ya
lo estaba superando. Volvió la cara hacia la pared, y buscó refugio en las
hojas.
Permaneció en cama algún tiempo. El viento seguía soplando y se llevó
otro buen número de tejas en casa de Parish, y también algunas en la de Niggle.
En el tejado aparecieron goteras. El albañil seguía sin presentarse. Niggle
no se preocupó; al menos, durante un día o dos. Luego se arrastró fuera de
la cama para buscar algo de comer (Niggle no tenía mujer). Parish no volvió.
La humedad se le había metido en la pierna que le dolía, y su mujer estaba
muy ocupada recogiendo el agua
y preguntándose si “ ese señor Niggle” no se habría olvidado de avisar al
albañil. Si ella hubiera entrevisto la más mínima posibilidad de pedirle prestado
algo que les fuese útil, habría enviado allí a Parish, le doliese o no la
pierna; pero no se le ocurrió nada, de modo que se olvidaron del vecino.
Al cabo de unos siete días Niggle volvió con pasos inseguros hasta
el cobertizo. Intentó subirse a la escalera, pero la cabeza se le iba. Se
sentó y contempló el cuadro; aquel día no había hojas en su imaginación ni
vislumbres de montañas. Podía haber pintado un desierto arenoso que se perdía
allá a lo lejos, pero le faltaron energías.
“¡Maldita sea!”, dijo Niggle; aunque le hubiera dado igual responder
con educación: “¡Adelante!”, porque de todas maneras la puerta se abrió. En
esta ocasión encontró un hombre de buena estatura, un perfecto desconocido.
“Esto es un estudio privado”, dijo Niggle. “Estoy ocupado, ¡váyase!”.
“Soy inspector de inmuebles”, dijo el hombre, manteniendo en alto sus
credenciales de forma que Niggle las pudiera ver desde la escalera.
“¡Oh!”, dijo.
“La casa de su vecino está muy descuidada”, dijo el Inspector.
“Ya lo sé”, dijo Niggle. “Les dejé una nota a los albañiles hace bastante
tiempo, pero no han venido. Luego yo caí enfermo”.
“Ya”, dijo el Inspector. “Pero ahora no está enfermo”.
“Pero yo no soy albañil. Parish debió presentar una reclamación al
Ayuntamiento y conseguir ayuda del Servicio de Urgencias.”
“Están ocupados con daños más importantes que cualquiera de éstos”,
dijo el Inspector. “Ha habido inundaciones en el valle y numerosas familias
se han quedado sin hogar. Usted debía haber ayudado a su vecino a hacer unos
arreglos provisionales y evitar así perjuicios cuya reparación fuese más costosa.
Lo dicta la Ley. Tiene aquí cantidad de materiales: lienzo, madera, pintura
impermeable.”
“¿Dónde?”, preguntó Niggle indignado.
“Ahí”, dijo el Inspector señalando el cuadro.
“¡Mi cuadro!”, exclamó Niggle.
“Me temo que sí”, dijo el Inspector, “pero primero son las casas: La
ley es la ley”.
“Pero no puedo...”. Niggle no dijo más, porque en aquel momento entró
otro hombre. Se parecía mucho al Inspector, casi como un doble, alto, todo
vestido de negro.
“Vamos”, dijo. “Soy el chófer.”
Niggle bajó la escalera tambaleándose. Parecía haberle vuelto la fiebre
y la cabeza se le iba. Sintió frío en todo el cuerpo.
“¿Chófer? ¿Chófer?”, murmuró. “¿Chófer de qué?”.
“Suyo y de su coche”, dijo el hombre. “Hace tiempo que el vehículo
estaba pedido. Por fin ha llegado. Le está esperando. Ya sabe usted que hoy
sale de viaje.”
“Eso es”, dijo el Inspector. “Tiene que marcharse.. Mal comienzo para
un viaje dejar las cosas sin terminar. Pero, en fin, al menos ahora podremos
dar alguna utilidad a este lienzo.”
“¡Dios mío!”, dijo el pobre Niggle, echándose a llorar. “Ni siquiera
está terminado.”
“¿No lo ha acabado?”, dijo el chofer. “Bueno, de cualquier forma, y
por lo que a usted respecta, ya está todo hecho. ¡Vámonos!”.
Niggle salió en completo silencio. El chófer no le dio tiempo a hacer
las maletas, pues según él las debía haber preparado antes e iban a perder
el tren. Niggle se sentía cansado y adormecido; a duras pena fue consciente
de lo que pasaba cuando lo empujaron dentro de un compartimiento. No le importaba
mucho; había olvidado para qué o hacia dónde se suponía que iba. El tren penetró
casi en seguida en un negro túnel.
Niggle despertó en una amplia estación, débilmente iluminada. Un maletero
iba gritando por el andén; pero no voceaba el nombre de la estación, sino
¡Niggle!.
Niggle bajó a toda prisa y se dio cuenta de que había olvidado el maletín.
Dio media vuelta, pero el tren ya se alejaba.
“¡Ah!”, dijo el maletero. “Es usted. ¡Sígame! ¡Cómo! ¿No tiene equipaje?
Tendrá que ir al asilo.”
Niggle se sintió enfermo y cayó desmayado en el andén. Le subieron
a una ambulancia y se lo llevaron a la enfermería del asilo. No le gustó nada
el tratamiento. La medicación que le daban era amarga. Los enfermeros y celadores
eran fríos, silenciosos y estrictos; y nunca veía a otras personas, salvo
a un medico muy severo que le visitaba de cuando en cuando. Más parecía en
una cárcel que en un hospital. Tenía que realizar un trabajo pesado, de acuerdo
con un horario establecido: cavar, carpintería, y pintar de un solo color
simples tableros. Nunca se le permitió salir, y todas las ventanas daban al
interior. Le mantenían a oscuras durante horas y horas, “para que pueda meditar”,
decían. Perdió la noción del tiempo. Y no parecía que empezase a mejorar,
al menos si por mejorar entendemos encontrar algún placer en realizar las
cosas. Ni siquiera ir a dormir se lo proporcionaba.
Al principio, durante el primer siglo o así (yo me limito simplemente
a exponer sus impresiones) solía preocuparse sin sentido por el pasado. Mientras
permanecía echado en la oscuridad, se repetía una y otra vez lo mismo: “¡Ojalá
hubiera visitado a Parish durante la mañana que siguió al ventarrón! era mi
intención. Hubiera sido fácil volver a colocar las primeras tejas sueltas.
Seguro que entonces la señora Parish no habría cogido aquel catarro. Y yo
tampoco me habría resfriado. Habría dispuesto de una semana más.” Pero con
el tiempo fue olvidando para qué había deseado aquellos siete días. A partir
de entonces, si se preocupó de algo fue de sus tareas en el hospital. Las
planeaba con antelación, pensando cuanto tiempo le llevaría evitar que se
resquebrajase aquel tablero, ajustar una puerta o arreglar la pata de la mesa.
Parece fuera de duda que llegó a ser bastante servicial, si bien nadie se
lo dijo nunca. Aunque, claro, no era ésta la razón por la que retuvieron tanto
tiempo al pobrecillo. Debían haber estado esperando a que mejorase, y juzgaban
la “mejoría” de acuerdo con un extraño y peculiar sistema médico.
De todas formas, el pobre Niggle no obtenía ningún placer de aquella
vida. Ni siquiera los que él había aprendido a llamar placeres. No se divertía,
desde luego; pero tampoco podía negarse que comenzaba a experimentar un sentimiento
de, digamos, satisfacción: a falta de pan...Se había acostumbrado a iniciar
su trabajo tan pronto como sonaba una campana y dejarlo al sonar la siguiente
todo recogido y listo para poderlo continuar cuando fuera preciso. había muchas
cosas al cabo del día. Terminaba sus trabajillos con todo primor. No tenía
tiempo libre (excepto cuando se encontraba solo en su celda) y, sin embargo,
comenzaba a ser dueño del tiempo; comenzaba a saber qué hacer con él. Allí
no existía ninguna sensación de prisa. Disfrutaba ahora de mayor paz interior,
y en los momentos de descanso podía descansar de verdad.
Entonces, de improviso, le cambiaron todo el horario; casi no le permitían
ir a la cama. Lo apartaron totalmente de la carpintería y lo mantuvieron cavando
una jornada tras otra. Lo aceptó bastante bien: pasó mucho tiempo antes de
que intentase rebuscar en el fondo de su espíritu las maldiciones que casi
había olvidado. Estuvo cavando hasta que le dio la impresión de tener rota
la espalda, las manos se le quedaron en carne viva y comprendió que era incapaz
de levantar una palada más de tierra. Nadie le dio las gracias. Pero el médico
se acercó y echó una ojeada.
“¡Basta!”, dijo. “Descanso absoluto. A oscuras.”
Niggle yacía en la oscuridad, completamente relajado, y como no había
sentido ni pensado en absoluto, no podía asegurar si llevaba allí horas o
años. Fue entonces cuando oyó voces que nunca había oído antes. Parecía tratarse
de un consejo de médicos, o quizá de un jurado reunido allí al lado, en una
habitación inmediata y seguramente con la puerta abierta, aunque no percibía
ninguna luz.
“Ahora el caso Niggle”, dijo una Voz severa, más severa que la del
doctor.
“¿De qué se trata?”, dijo una Segunda Voz, que se podía calificar de
amable, aunque no era suave; era una voz que destilaba autoridad y sonaba
a un tiempo esperanzadora y triste. “¿Qué le pasa a Niggle? Tenía el corazón
en su sitio.”
“Sí, pero no funcionaba bien”, dijo la Primera Voz. Y no tenía la cabeza
bien encajada; pocas veces se detenía a pensar. Fíjese en el tiempo que perdía,
y sin siquiera divertirse. Nunca terminó de prepararse para el viaje. Vivía
con cierto desahogo y, sin embargo, llegó aquí con lo puesto, y hubo que ponerle
en el ala de beneficencia. Me temo que es un caso difícil. Creo que debería
quedarse algún tiempo más.”
“Puede que le sentara mal”, dijo la Segunda Voz. Pero no hay que olvidar
que es un pobre hombre. Jamás se pretendió que llegase a ser alguien. Y nunca
fue muy fuerte. Vamos a ver los registros... Sí. Hay algunos puntos a su favor,
en efecto.”
“Quizá”, dijo la Voz Primera. “Pero pocos de ellos resistirían un análisis
exhaustivo.”
“Bueno”, contestó la Voz Segunda, “tenemos esto: era pintor por vocación;
de segunda fila, desde luego. Con todo, una hoja pintada por Niggle posee
un encanto propio. Se tomó muchísimo trabajo con las hojas, y sólo por cariño.
Nunca creyó que aquello fuera a hacerle importante. Tampoco aparece en los
registros que pretendiese, ni siquiera ante sí mismo, excusar con esto su
olvido de las leyes.”
“Entonces no habría olvidado tantas”, dijo la Primera Voz.
“De cualquier modo Niggle respondió a muchísimas llamadas.”
“A un pequeño porcentaje, la mayoría muy fáciles; y las calificaba
de “interrupciones”. Esa palabra aparece por todas partes por los Registros,
junto con un montón de quejas e imprecaciones estúpidas.”
“Cierto. Pero a él, pobre hombre, le parecieron sin duda interrupciones.”
Por otro lado, jamás esperaba ninguna recompensa, como tantos de su clase
lo llaman. Tenemos el caso de Parish, por ejemplo, que ingresó después. Era
el vecino de Niggle. Nunca movió un dedo por él, y en rarísimas ocasiones
llegó a mostrar alguna gratitud. Sin embargo, nada en los Registros indica
que Niggle esperara la gratitud de Parish. No parece haber pensado en ello.”
“Sí, eso es algo”, dijo la Primera Voz, “aunque bastante poco. Lo que
ocurre, como podrá comprobar, es que muchas veces Niggle simplemente lo olvidaba.
Borraba de su mente, como una pesadilla ya pasada, todo lo que había hecho
por Parish.”
“Nos queda aún el último informe”, dijo la Segunda Voz. “El viaje en
bicicleta bajo al lluvia. Quisiera destacarlo. Parece evidente que fue un
autentico sacrificio: Niggle sospechaba que estaba echando por la borda su
última oportunidad con el cuadro, y sospechaba, también, que no había razones
de peso para la preocupación de Parish”.
“Creo que le da mas valor del que tiene”, dijo la voz Primera. “Pero
usted tiene la ultima palabra. Tarea suya es, desde luego, presentar la mejor
interpretación de los hechos. A veces la tienen. ¿Cual es su promesa?”.
“Creo que el caso está ahora listo para un tratamiento mas amable”,
dijo la Segunda Voz.
Niggle pensó que nunca había oído nada tan generoso. Lo de “tratamiento
amable” hacia pensar en un cúmulo de espléndidos regalos y en la invitación
a un festín regio. En aquel momento Niggle se sintió avergonzado. Oír que
se le consideraba digno de un tratamiento bondadoso le abrumaba y le hizo
enrojecer en la oscuridad. Era como ser galardonado en publico, cuando el
interesado y todos los presentes saben que el premio es inmerecido. Niggle
oculto su sonrojo bajo la burda manta.
Hubo un silencio. Luego la Voz Primera, muy cercana, se dirigió a él.
“Ha estado escuchando”, dijo.
“Sí”, respondió.
“Bueno, ¿alguna observación?”.
“¿Puede darme noticias de Parish?”, dijo Niggle. “Me gustaría volverle
a ver. Espero que no se encuentre muy mal. ¿Pueden curarle la pierna? Le hacía
pasar malos ratos. Y, por favor, no se preocupen por nosotros dos. era un
buen vecino y me proporcionaba patatas excelentes a muy buen precio, ahorrándome
mucho tiempo”.
“¿Sí?”, dijo la Primera Voz. “Me alegra oírlo”.
Hubo otro silencio. Niggle se dio cuenta de que las voces se alejaban.
“Bien, de acuerdo”, oyó que respondía en la distancia la Primera Voz. “Que
comience la segunda fase. Mañana mismo, si usted quiere.”
Al despertar Niggle encontró que las persianas estaban levantadas y
su pequeña celda inundada de sol. Se levanto, y comprobó que le habían proporcionado
ropas cómodas, no el uniforme del hospital. Después del desayuno el doctor
le atendió las manos doloridas, dándole un ungüento que en seguida se las
mejoró. Le dio además unos cuantos consejos y un frasco de tónico, por si
le hacía falta. A media mañana le entregaron una galleta y un vaso de vino;
y luego un billete.
“Ya puede ir a la estación”, dijo el medico. “Le acompañara el maletero.
Adiós”.
Niggle se escabullo por la puerta principal y parpadeo algo sorprendido.
Había un sol radiante. Además había esperado salir a una gran ciudad, a juzgar
por el tamaño de la estación. Pero no fue así. Se encontró en la cima de una
colina, verde, desnuda, barrida por un viento vigorizante. No había nadie
más por allí. Lejos, al pie de la colina, vio brillar el tejado de la estación.
Caminó hacia ella colina abajo con paso rápido, pero sin prisa. El
maletero lo descubrió en seguida.
“Por aquí”, dijo, y condujo a Niggle a un andén donde se encontraba,
listo ya, un tren de cercanías muy coquetón: un solo coche y una pequeña locomotora,
muy relucientes los dos, limpios y recién pintados. Parecían a punto para
un viaje inaugural. Incluso el carril que se veía ante la locomotora parecía
nuevo: brillaban los raíles, los cojines estaban pintados de verde, y las
traviesas, al cálido sol, dejaban escapar un delicioso olor a brea fresca.
El coche estaba vacío.
“¿Adonde va este tren, mozo?”, pregunto Niggle.
“Creo que no han colocado aun el cartel del destino”, dijo el mozo.
“Pero lo encontrara satisfactorio”. Y cerro la puerta.
El tren arranco al punto. Niggle se recostó en el asiento. La pequeña
locomotora avanzaba entre borbotones de humo por el fondo de un cañón de altas
paredes verdes al que un cielo azul servía de dosel. No parecía haber pasado
mucho tiempo, cuando la locomotora dio un silbido; entraron en acción los
frenos y el tren se detuvo. No había estación ni cartel indicador, solo un
tramo de peldaños que subía por el verde talud. Al final de la escalera se
abría un postigo en un seto muy cuidado. Junto a él estaba una bicicleta:
por lo menos parecía la suya y llevaba un etiqueta amarilla atada al manillar,
con la palabra NIGGLE escrita en grandes letras negras.
Abrió la puerta de la barrera, salto a la bicicleta y se lanzo colina
abajo, acariciado por el sol primaveral. Pronto comprobó que desaparecía el
camino que había venido siguiendo y que la bicicleta rodaba sobre un césped
maravilloso. Era verde y tupido; podía apreciar, sin embargo, cada brizna
de hierba. Le parecía recordar que en algún lugar había visto o soñado este
prado. Las ondulaciones del terreno le resultaban en cierta forma familiares.
Sí, el terreno se nivelaba, coincidiendo con sus recuerdos, y después, claro
esta, comenzaba a ascender de nuevo. Una gran sombra verde se interpuso entre
él y el sol. Niggle levanto la vista y se cayo de la bicicleta. Ante él se
encontraba el Árbol, su Árbol, ya terminado, si tal cosa puede afirmarse de
un árbol que esta vivo, cuyas hojas nacen y cuyas ramas crecen y se mecen
en aquel aire que Niggle tantas veces había imaginado y que tantas veces había
intentado en vano captar. Miro el Árbol, lentamente levanto y extendió los
brazos.
“Es un don”, dijo. Se refería a su arte, y también a la obra pictórica;
pero estaba usando la palabra en su sentido mas literal.
Siguió mirando el Árbol. Todas las hojas sobre las que él había trabajado
estaban allí, mas como el las había intuido que como había logrado plasmarlas.
Y había otras que solo fueron brotes en su imaginación y muchas mas que hubieran
brotado de haber tenido tiempo. No había nada escrito en ellas; eran solo
hojas exquisitas; pero todas llevaban un fecha; nítidas como las de un calendario.
Se veía que algunas de las mas hermosas y características, las que mejor reflejaban
el estilo de Niggle, habían sido realizadas en colaboración con el señor Parish:
no hay otra forma de decirlo.
Los pájaros hacia sus nido en el Árbol. Pájaros sorprendentes: ¡que
forma de trinar!. Se apareaban, incubaban, echaban plumas y se internaban
gorjeando en el Bosque, incluso mientras los contemplaba. Entonces se dio
cuenta de que el Bosque también estaba allí, abriéndose a ambos lados y extendiéndose
a la distancia. A lo lejos reverberaban los montes.
Después de algún tiempo Niggle se dirigió hacia la espesura. No es
que se hubiese cansado ya del Árbol, pero ahora parecía tenerlo todo claro
en su mente, y lo comprendía, y era consciente de su crecimiento aunque no
estuviese contemplándolo. Mientras caminaba descubrió algo curioso: el Bosque
era, por supuesto, un bosque lejano, y sin embargo el podía aproximarse, incluso
entrar en él, sin que por ello perdiese su peculiar encanto. Antes no había
conseguido nunca entrar en la distancia sin que esta se convirtiese en meros
alrededores. Se añadía así un considerable atractivo al hecho de pasear por
el campo, porque al andar se desplegaban ante el nuevas distancias; de modo
que se lograban perspectivas dobles, triples, e incluso cuádruples, y ello
con doblado, triplicado o cuadriplicado encanto. Podías seguir andando hasta
lograr reunir todo un horizonte en un jardín, o en un cuadro (si uno prefería
llamarlo así). Podías seguir andando, pero acaso no indefinidamente. Al fondo
estaban las Montañas. Se iban aproximando, muy despacio. No parecían formar
parte del cuadro, o en todo caso solo como nexo de unión con algo más, algo
distinto entrevisto tras los árboles, una dimensión mas, otro paisaje.
Niggle paseaba, pero no se limitaba a vagar. Observaba con detalle
el entorno. El Árbol estaba completo, aunque no terminado. (“Justo todo lo
contrario de lo que antes ocurría”, pensó). Pero en el Bosque había unas cuantas
parcelas por concluir, que todavía necesitaban ideas y trabajo. Ya no era
necesario hacer modificaciones, todo estaba bien, pero había que proseguir
hasta lograr el toque definitivo. Y en cada momento Niggle veía la pincelada
precisa.
Se sentó bajo un árbol distante y muy hermoso: una variedad del Gran
Árbol, pero con su propia identidad o a punto de alcanzarla, si recibía un
poco más de atención. Y se puso a hacer cábalas sobre dónde empezar el trabajo
y dónde terminarlo y cuánto tiempo le llevaría. No pudo concluir todo el esquema.
“¡Claro!”, dijo. “¡Necesito a Parish! Hay muchas cosas de la tierra,
las plantas y los árboles que él entiende y yo no. No puedo concebir este
lugar como mi coto privado. Necesito ayuda y consejo. ¡Tenía que haberlos
pedido antes!”.
Se levantó y caminó hasta el lugar en que había decidido comenzar el
trabajo. Se quitó la chaqueta. En aquel momento, medio escondido en una hondonada
que le protegía de otras miradas, vio a un hombre que, con cierto asombro,
paseaba la vista en derredor. Se apoyaba en una pala, pero estaba claro que
no sabía qué hacer. Niggle le saludó: “¡Parish!”, gritó.
Parish se echó la pala al hombro y vino hacia él. Aún cojeaba un poco.
Ninguno habló; simplemente se saludaron con un movimiento de cabeza, como
solían hacer cuando se cruzaban en el camino; sólo que ahora se pusieron a
caminar juntos, tomados del brazo. Sin una sola palabra Niggle y Parish se
pusieron de acuerdo sobre el lugar exacto donde levantar la casita y jardín
que se les antojaban necesarios.
Mientras trabajaban al unísono, se hizo evidente que Niggle era el
más capacitado de los dos a la hora de distribuirse el tiempo y llevar a buen
término la tarea. Aunque parezca extraño fue Niggle el que más se absorbió
en la construcción y jardinería, mientras que Parish se extasiaba en la contemplación
de los árboles y especialmente del Árbol.
Un día Niggle estaba atareado plantando un seto; Parish se encontraba
muy cerca, echado sobre la hierba y observando con atención una bella y delicada
flor amarilla que crecía entre el verde césped. Niggle había sembrado hacía
algún tiempo un buen número entre las raíces de su Árbol. De pronto Parish
levantó la vista. Su cara resplandecía bajo el sol mientras sonreía.
“¡Esto es extraordinario!”, dijo. “En realidad yo no debía estar aquí:
gracias por hablar en mi favor”.
“¡Bah, tonterías!”, dijo Niggle. “No recuerdo lo que dije, pero, de
todas formas no tuvo importancia”.
“¡Oh, sí!”, dijo Parish, “la tiene. Me rescató mucho antes. La Segunda
Voz, ya sabes, hizo que me enviaran aquí. Dijo que tu habías pedido verme.
Esto te lo debo a ti.”
“No. Se lo debemos a la Segunda Voz”, dijo Niggle. “Los dos”.
Siguieron viviendo y trabajando juntos. No sé por cuánto tiempo. No
sirve de nada negar que al comienzo había ocasiones en que no se entendían,
sobre todo cuando estaban cansados. Porque en un principio, de cuando en cuando,
se cansaban. Comprobaron que a ambos les habían entregado un reconstituyente.
Los dos frascos llevaban la misma indicación: “Tomar unas pocas gotas diluidas
en el agua Manantial, antes de descansar”.
Encontraron el Manantial en el corazón del Bosque; sólo una vez, hacía
muchísimo tiempo, había pensado Niggle en él; pero no llegó nunca a dibujarlo.
Ahora comprendió que era el origen del lago que brillaba a lo lejos y la razón
de cuanto crecía en los contornos. Aquellas pocas gotas convertían el agua
en un astringente, que, aunque bastante amargo, era reconfortante y despejaba
la cabeza. Después de beber descansaban a solas; luego se levantaban y las
cosas marchaban de maravilla. En tales ocasiones Niggle soñaba con nuevas
y espléndidas flores y plantas, y Parish sabía siempre cómo colocarlas y dónde
habían de quedar mejor. Bastante antes de que se les terminase el tónico,
habían dejado de necesitarlo. También desapareció la correa de Parish.
A medida que el trabajo progresaba se permitían más y más tiempo para
pasear por los alrededores, contemplando los árboles y las flores, las luces,
las sombras y la condición de los campos. En ocasiones cantaban a una. Pero
Niggle se dio cuenta de que comenzaba a volver los ojos, cada vez con mayor
frecuencia, hacia las Montañas.
Pronto tuvieron casi todo terminado: la casa de la hondonada, el césped
del bosque, el lago y todo el paisaje, cada uno en su propio estilo. El Gran
Árbol estaba en plena floración.
“Terminaremos al atardecer”, dijo Parish un día. “Luego nos iremos
a dar un paseo que esta vez será realmente largo”.
Partieron al día siguiente y cruzaron la distancia hasta llegar al
confín. Este no era visible, por supuesto: no había ninguna línea, valla o
muro; pero supieron que habían llegado al extremo de aquella región. Vieron
a un hombre con pinta de pastor. Se dirigía a ellos por los declives tapizados
de hierba que llevaban hacia las Montañas.
“¿Necesitan un guía?”, pregunto. “¿Van a seguir adelante?”.
Durante unos momentos se extendió una sombra entre Parish y Niggle,
porque este sabía ahora que sí quería continuar y (en cierto sentido) tenía
que hacerlo. Pero Parish no quería seguir ni estaba aún preparado.
“Tengo que esperar a mi mujer”, le dijo a Niggle. “Se sentía sola.
Creí oírles que la enviarían después de mi en cualquier momento, cuando estuviese
lista y yo lo tuviera todo preparado. La casa ya esta terminada, e hicimos
lo que estaba en nuestras manos. Pero me gustaría enseñársela. Espero que
ella pueda mejorarla, hacerla mas hogareña. Y confío que también le gustase
el sitio.” Se volvió hacia el pastor. “¿Es usted guía?”, pregunto. “¿Puede
decirme como se llama este lugar?”.
“¿No lo sabe?”, dijo el hombre. “Es la Comarca de Niggle. Es el paisaje
que Niggle pintó, o una buena parte de él. El resto se llama ahora el Jardín
de Parish.”
“¡El paisaje de Niggle!”, dijo Parish asombrado. “¿Imaginaste tu todo
esto?. Nunca pensé que fueras tan listo. ¿Por que no me dijiste nada?”.
“Intentó hacerlo hace tiempo”, dijo el hombre, “pero usted no prestaba
atención. En aquellos días solo tenía el lienzo y los colores, y usted pretendía
arreglar el tejado con ellos. Esto es lo que usted y su mujer solían llamar
“el disparate de Niggle”, o “ese Mamarracho”.”
“¡Pero entonces no tenia este aspecto; no parecía real!”, dijo Parish.
“No, entonces era solo un vislumbre”, dijo el hombre; “pero usted podía
haberlo captado si hubiera creído que merecía la pena intentarlo”.
“Nunca te di muchas facilidades”, dijo Niggle. “Jamás intente darte
una explicación. Solía llamarte Viejo Destripadores. Pero, ¿que importa eso
ahora!. Hemos vivido y trabajado juntos últimamente. Las cosas podían haber
sido diferentes, pero no mejores. En cualquier caso, me temo que yo he de
seguir adelante. Espero que volvamos a vernos: debe haber muchas mas cosas
que podamos hacer juntos. Adiós.”
Estrecho con calor la mano de Parish: una mano que dejaba traslucir
bondad, firmeza y sinceridad. se volvió y miro un momento hacia atrás. Las
flores del Gran Árbol brillaban como una llama. Los pájaros cruzaban el aire
entre trinos. Sonrió, al tiempo que se despedía de Parish con una inclinación
de cabeza, y siguió al pastor.
Iba a aprender a cuidar ovejas y a saber de los pastos altos y a contemplar
un cielo mas amplio y caminar siempre más y más en permanente ascensión hacia
las Montañas: No alcanzo a imaginar que fue de él al haberlas cruzado. Incluso
el infeliz de Niggle podía en su antiguo hogar vislumbrar las lejanas Montañas,
y estas encontraron un lugar en su cuadro; pero como sean en realidad, o que
pueda haber al otro lado, solo lo saben quienes han ascendido a su cima.
*
*
*
“Creo que era un pobre estúpido”, dijo el Concejal Tompkins. “Desde
luego, un inútil. Sin ningún valor para la sociedad.”
“Bueno, no sé”, dijo Atkins que solo era un maestro, alguien sin mayor
importancia. “No estoy muy seguro. Depende de lo que entienda por valor.”
“Sin utilidad practica
o económica”, dijo Tompkins. “Me atrevería a decir que se podría haber hecho
de él un ser de alguna utilidad si ustedes los maestros supiesen cual es su
obligación. Pero no lo saben. Y así nos encontramos con inútiles como éste.
Si yo mandase en este país, les pondría a él y a los de su clase a trabajar
en algo apropiado para ellos, lavando platos en la cocina comunal o algo por
el estilo, y me preocuparía de que lo hiciesen bien. O los pondría en la calle.
Hace tiempo que debí haberlo echado.”
“¿Echarlo?. ¿Quiere decir que lo habría obligado a salir de viaje antes
de cumplirse el tiempo?”.
“Sí, si usted se empeña en usar esa expresión vacía y anticuada. Empujarlo
a través del túnel al Gran Vertedero: eso era lo que yo quería decir.”
“Entonces no cree que la pintura valga nada, que no hay porque conservarla,
mejorarla, o aun utilizarla.”
“Claro, la pintura es útil”, dijo Tompkins. “Pero no se podía usar
la suya. Hay cantidad de oportunidades para los jóvenes agresivos que no teman
las ideas ni los métodos nuevos. Ninguna para esta vieja morralla. Solo son
ensueños personales. No hubiese sido capaz de diseñar un buen póster ni aunque
lo matasen. Siempre jugueteando con hojas y flores. En cierta ocasión le pregunte
la causa. ¡Me contesto que las encontraba hermosas!. ¿puede creerlo?. ¡Dijo
hermosas!. ¿Qué?, le pregunte yo, ¿los órganos digestivos y genitales de las
plantas?. Y no encontró contestación. Pobre majadero.”
“¡Majadero!”, suspiro Atkins. “Si, pobre hombre, nunca termino nada.
Bueno, sus telas han quedado para “mejores usos” desde que él se marcho. Pero
yo no estoy muy seguro, Tompkins. ¿Recuerda aquella grande que emplearon para
reparar la casa vecina después del ventarrón y las inundaciones?. Encontré
tirada en el campo una de las escenas. Estaba estropeada, pero se podía distinguir
el dibujo: la cima de un monte y un grupo de hojas. No puedo quitármelo de
la mente”.
“¿De donde?”, dijo Tompkins.
“¿De que estáis hablando?”, tercio Perkins, intentando evitar la discusión.
Atkins se había puesto completamente colorado.
“No merece la pena repetir la palabra”, dijo Tompkins. “no sé por qué
perdemos el tiempo hablando de esto. El no vivió en la ciudad.”
“No”, dijo Atkins. “Pero usted de todas formas ya le había echado el
ojo a su casa. Por esa razón solía visitarlo y burlarse de el mientras se
tomaba su té. Bueno, ahora ya ha conseguido la casa, además de la que tiene
en la ciudad. Así que ya no necesita envidiarle. Hablábamos de Niggle, si
le interesa, Perkins.”
“¡Oh, pobrecillo Niggle”, comento Perkins. “No sabia que pintase”.
Aquella fue seguramente la ultima vez que el nombre de Niggle surgió
en una conversación. A pesar de todo, Atkins conservo aquel único retazo de
lienzo. La mayor parte de el se echó a perder, aunque una preciosa hoja permaneció
intacta. Atkins la hizo enmarcar. Mas tarde la donó al Museo Municipal, y
durante algún tiempo el cuadro titulado “Hoja, de Niggle” estuvo colgado en
un lugar apartado y solo unos pocos ojos lo contemplaron. Pero luego el Museo
radio, y el país se olvido por completo de la hoja y de Niggle.
*
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“Desde luego, está resultando muy útil”, dijo la Segunda Voz. “Como
lugar de vacaciones y de descanso. Es magnífico para los convalecientes; Y
no sólo por eso: a muchos les resulta la mejor preparación para las Montañas.
En algunos casos logra maravillas. Cada vez envío mas gente allí. Rara vez
tiene que regresar.”
“Si, es cierto”, dijo la Primera Voz. “Creo que deberíamos dar un nombre
a esa comarca. ¿Cual sugiere?”.
“El Maletero se encargo de ello hace ya algún tiempo”, dijo la Segunda
Voz. “El tren de Niggle-Parish esta a punto de salir: eso es lo que ha venido
gritando durante años. Niggle-Parish. Les envié un mensaje a los dos para
comunicárselo.”
“¿Y que opinaron?”.
“Se rieron. Se rieron, y las Montañas resonaron con su risa.”
Gracias a Antonio García Navas por haberme mandado este maravilloso relato.