Trancos; el cadáver del conejo

Ernion de gondor

 

“De pronto Frodo notó que un hombre de rostro extraño, curtido por la intemperie, sentado en la sombra cerca de la pared, escuchaba también con atención la charla de los hobbits.  Tenía un tazón delante de él y fumaba una pipa de caño largo, curiosamente esculpida.  Las piernas extendidas mostraban unas botas de cuero blando, que le calzaban bien, pero que habían sido muy usadas y estaban ahora cubiertas de barro.  Un manto pesado, de color verde oliva, manchado por muchos viajes, le envolvía ajustadamente el cuerpo y a pesar del calor que había en el cuarto llevaba una capucha que le ensombrecía la cara; sin embargo, se le alcanzaba a ver el brillo de los ojos, mientras observaba a los hobbits.”

J.R.R. Tolkien, “Bajo la enseña del Poney Pisador”, dentro de El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo

 

I

Había cruzado el sol ya el punto del mediodía y Trancos pisó un conejo muerto. Poco tiempo después se detuvo y giró la cabeza. Se agachó y acarició con la punta del dedo índice de su mano derecha el pecho del conejo, del que salía sangre. Sin prisa, llevó su mano hacia sus labios y la probó con su lengua. Por lo que dedujo, al conejo le había alcanzado una espada, hacía ya unas horas. Se levantó y se fijó en el suelo. No había huellas, al menos en muchos metros, y eso le hizo suponer que el conejo había sido arrojado, ya muerto. Miró arriba y vio los árboles que cubrían el cielo. Se encontraba en un camino, dentro del bosque en el que viajaba desde hacía un par de semanas. A un lado, el bosque bajaba y se perdía en la inmensidad del mundo. Al otro, el camino subía levemente hasta perderse también entre hojas caídas y robles secos. Así es, era otoño.

Trancos respiró y subió al borde del camino que subía. Poco a poco, registró todos los rincones del lugar, caminando hacia la dirección de dónde venía. Caminó durante muchos minutos, examinando paso a paso cada hoja, cada piedra. Se giró y volvió a examinar el recorrido para llegar nuevamente dónde yacía el cadáver del conejo. Ahí quiso recorrer el borde en dirección contraria, pero algo le dijo que no lo hiciera. Hacía mucho rato que en el aire se respiraba un vicio misterioso, y quiso subir a los árboles.

Trepó un roble y se sentó en la rama más alta, observando el camino y tomando el sol. De un agujero de sus pantalones sacó una espiga y se la puso en la boca. Puso sus manos encima de sus rodillas y empezó a morder la espiga. Cerró los ojos y escuchó todo lo que su mente alcanzaba. Primero oyó el aire, cargado de humedad, y los pocos pájaros que por aquél sitio volaban. Luego sintió su sangre, corriendo por sus venas, y dejó paso a la lejanía del bosque. Oyó un caballo, salvaje, corriendo lejos, y un rebaño de vacas comiendo hierba, en un prado no muy lejano. Luego advirtió la presencia de un grupo de orcos, pero sintió miedo y dejó de escuchar.

II

Abrió los ojos y saltó del roble. Viendo el conejo, se apartó del sitio y puso su oreja contra el suelo. Oyó pasos, violentos, y carcajadas odiosas que no le gustaban. Deseaba correr al encuentro de aquellos orcos, pero quería acabar con el asunto del conejo. Antes de hacer nada, examinó las hojas del suelo. En una de ellas, bastante lejana, había algo sucio. Corrió hacia ella y se acercó para verla. Era sangre, pero no era ninguna mancha. Alguna superficie había estado encima de la hoja y la sangre había servido de unión. Miró hacia arriba por enésima vez y pensó en los árboles. Entonces advirtió una mancha de sangre en su pantalón, y detuvo sus deducciones para concentrarse en su grave error. Había perdido demasiado tiempo deduciendo tonterías. Trepó otra vez el roble y se fijó en las huellas del árbol. Orcos, sin duda, y elfos. Elfos demasiado tristes para luchar cómo cualquier otro y sin nadie a su lado para ayudarles; elfos que naturalmente habían sido abatidos.

No encontró ningún objeto con el que pudiera identificar a los seres que allí habían estado, así que siguió las leves pisadas que recorrían los árboles, hasta que, lejos del recorrido del montaraz, desaparecían y continuaban en el suelo. Bajaban por una pequeña senda que conducía a un riachuelo y seguían el pequeño torrente muchos metros. Finalmente, Trancos se detuvo y se agachó para beber agua. Cuando se fijó en el riachuelo, advirtió una pequeña ola en él. Levantó la cabeza y observó su alrededor. Oyó sus orcos, no muy lejos, corriendo hacia algún lugar dónde él no sería bienvenido. Se alzó y siguió el leve sonido, que fue aumentando. Finalmente, cuando estaba seguro de tenerlos peligrosamente cerca, se encontró detrás de un árbol. Con su espada empuñada en su mano derecha y sosteniendo una espiga con la izquierda, respiró el aire y intentó captar con aquel respiro todo lo que no veía. Soltó la espiga y empuñó con las dos manos su espada. Cogió aire y dio media vuelta.

III

Saltó todo lo que pudo hasta ver que sus enemigos eran más lejos de lo que había imaginado. Lanzándose al suelo, conservó alguna esperanza de que no lo hubieran visto. El montaraz dejó de respirar y agudizó su oído. Silencio. Sólo, a lo lejos, los orcos. Una docena, por lo que deducía su instinto, que no se había ni inmutado al salir de su escondite. Con el susto ya calmado, Trancos levantó la cabeza y no logró ver nada más que filas y filas de robles. Delante de sus ojos se hallaba un terreno desigual y difícil, y no lograría ver nada. En contra de su voluntad, demasiado repentinamente, una flecha salió silbando entre los árboles y dio en un lugar próximo al montaraz. Él se arrastró tan rápido cómo pudo hacia detrás de las raíces de un árbol, que le sirvieron de refugio. Entre muchas ramas y hojas, Trancos sacó el ojo y observó. Ahí estaban sus orcos. Trayendo entre sus brazos a seis elfos muertos, andando en paso ligero. Muy retrasado, había uno con un arco, buscando a Trancos. El montaraz empuñó de nuevo la espada cómo creyó que había de cogerla y se puso de pie. Miró al infinito y concentró todos sus sentidos al orco. No lo veía, pero sabía en qué punto de su campo visual estaba. Por lo que oyó, el orco dio media vuelta y, volviendo al grupo, dio por falsa alarma el incidente de Trancos. Éste salió de su refugio, y siguió muy de lejos el grupo de orcos mucho tiempo. Llegó el atardecer y Trancos aún mantenía en su mirada la patrulla. Ya habían llegado casi al límite de aquel bosque y se dirigían al sur. Quizás iban a Mordor, o se dirigían a Moria. Eso, a Trancos, no le servía mucho. Quería acabar con ellos para vengar la muerte de sus hermanos, los elfos del bosque. Aún el sol no había caído cuando Trancos adelantó al grupo. Hacía rato que seguían un claro camino.

Pasó la puesta de sol y los orcos no sospechaban nada. Andaban, sin hablar mucho, y se detuvieron al escuchar unos pasos detrás suyo. Tres de ellos, los que llevaban arcos, apuntaron a la parte trasera del camino, y se dieron cuenta de que era un simple caballo salvaje, herido, que les había estado siguiendo. Pero algo había sucedido mientras la atención del reducido escuadrón de orcos se centraba en su perseguidor; uno de los orcos había desparecido. Era el único que no pudo ser vigilado mientras el casi silencio de la confusión sólo mostraba el caballo que les había asustado, pues era el que iba delante, y por esa razón el que pasó a ser el de más atrás cuando todos se giraron. Entonces no estaba. Los arqueros apuntaron al horizonte y en todos los sitios donde pudiera estar el perturbador, pero no vieron nada. En pocos segundos, el cadáver del desparecido orco cayó sobre tres de ellos, y los aplastó. Pero en los árboles, Trancos ya no estaba. Entonces se había escondido ya detrás de un tronco y sacó el arco, para disparar a los arqueros. Cayó el primero y el montaraz se agachó para no ser visto. Volvió a cargar el arco y salió corriendo, hacia la parte trasera del camino. Allí volvió a levantarse para ver caer  otro arquero. Y así repitió el movimiento de disparo para hacer caer al otro. Así se quedaron siete orcos, totalmente confusos, sin ninguna noción de qué debían hacer. Llevaban en unas camillas los seis elfos muertos, y aquello era lo que Trancos quería. Sacó un puñal y lo lanzó.

IV

Uno de ellos cayó. Pero había delatado su escondite, y cuatro de los orcos que quedaban se dirigieron a él. Sin ser visto, trepó un árbol y saltó encima de uno, haciéndolo caer y matando a otros dos con su espada. Ahora ya sólo tres quedaban para probar su espada. Uno en el bosque y dos en el camino. Cogiendo una espada de uno de los orcos fallecidos, se dirigió al camino y empezó a luchar. Daba saltos y gritaba, y, en un movimiento brusco y temerario clavó una de las espadas en el vientre del antepenúltimo de los orcos. Al otro sólo le bastó un grito de rabia para que Trancos contara con el momento de despiste clave, en el que le clavó la espada. Miró a su alrededor y corrió hacia el lugar en dónde seguramente se encontraba el último.

Corrió muy rápido y hizo un par de saltos y cayó en la cuenta de que había ido demasiado lejos. En aquel momento podía estar siendo observado por el orco, incluso el orco podía estar apuntándole con un arco. En muy poco tiempo se fijó en todos los árboles que alcanzaba su vista, y relajó sus brazos después de comprobar que se encontraba solo. Empezó a andar muy sigilosamente y se asomó al camino. Ahí estaba el orco, inadvertido de la presencia del montaraz; limpiando un puñal. Trancos agachó la cabeza y sacó el arco, con mucha sangre fría y tan lentamente que no produjo ningún tipo de sonido, ni un leve roce. Sacó la flecha, la introdujo en la cuerda y tiró. Tardó mucho tiempo en llegar a la posición que quería; luego la soltó y en nada el orco se vio sorprendido por el delgado instrumento. Se le clavó en el pecho y cayó al suelo.

V

Trancos se levantó y cogió la flecha. Buscó a todos los cadáveres. Luego los reunió en un punto del bosque y los dejó en un lugar dónde supo que los lobos y los buitres vendrían a comérselos unos días después. Los cubrió con algunos quilos de arena para que no pudieran ser vistos des de lejos por otros orcos o alguien que por allí pasara. Una vez terminado el asunto de los cadáveres, fue adónde yacían las camillas, en el cielo. Los cuerpos élficos los trasladó a los árboles, de dónde venían. Puso cada uno de ellos en un árbol, lo más arriba que pudo; luego les sacó las armas y se las llevó. Cuando hubo hecho todo esto, Trancos deshizo todo el camino que había recorrido y borró todas las huellas. Luego subió en el árbol que creyó que era el que más alto llegaba. Sacó la cabeza entre las enramadas y volvió a vigilar todo el bosque desde arriba. El sol estaba ya muy abajo, y no tardaría en esconderse. Vio dónde se encontraba y respiró. Supo adónde le llevaba el destino, y bajó. Una vez en el camino, se desvió hacia el oeste y empezó a correr.

Unas horas más tarde, ya era oscuro, volvió a pasar por el lugar dónde había empezado todo. Buscó el conejo y se acercó. Estaba igual, un poco más comido por el aire. Se levantó y fue en busca de un arroyo dónde poder beber, para seguir caminando durante la noche.

Y se fue hacia nuevas tierras dónde mil problemas acechaban, hacia castillos a los que traer felicidad; se fue hacia la continuación de su largo camino, en busca de nuevas ciudades que descubrir y nuevas montañas que recorrer. Y así Trancos siguió su vida de montaraz, sin preocuparse de su muerte ni de lo que más allá de sus sentidos ocurría.