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EL ACANTONAMIENTO DE ROHAN

Ahora todos los caminos corrían a la par hacia el Este, hacia la guerra ya inminente, a enfrentar el ataque de la Sombra. Y en el momento mismo en que Pippin asistía, en la Puerta Grande de la Ciudad, a la llegada del Príncipe de Dol Amroth con sus estandartes, Théoden Rey de Rohan descendía desde las colinas.

La tarde declinaba. A los últimos rayos del poniente, las sombras largas y puntiagudas de los jinetes se adelantaban a las cabalgaduras. Ya la oscuridad se había agazapado bajo los abetos susurrantes que vestían los flancos de la montaña, y ahora, al final de la jornada, el rey cabalgaba lentamente. Pronto el camino contorneó un gran espolón de roca desnuda y se internó de improviso en la penumbra suspirante de una arboleda. Los jinetes descendían, descendían sin cesar en una larga fila serpentina. Cuando llegaron por fin al fondo de la garganta, ya caía la noche en los bajíos. El sol había desaparecido. El crepúsculo se tendía sobre las cascadas.

Durante todo el día, abajo y a lo lejos, habían visto un arroyo que descendía a los saltos desde la alta garganta, y corría por un cauce estrecho entre unos muros revestidos de pinos; ahora, pasando por una puerta rocosa, penetraba en un valle más ancho. Siguiendo el curso del arroyo los jinetes se encontraron de pronto ante el Valle Sagrado, donde resonaban las voces del agua en la noche. En ese paraje, el Río Nevado, engrosado con el caudal del arroyo, se precipitaba, humeante y espumoso sobre las rocas hacia Edoras y las colinas y las praderas verdes. A lo lejos y a la derecha, a la entrada del gran valle, asomaba erguida sobre vastos contrafuertes velados por las nubes la poderosa cabeza del Pico Afilado; pero la cresta resplandecía allá en las alturas, vestida de nieves eternas, solitaria y aislada del mundo, sombreada de azul en el este, teñida del rojo del crepúsculo en el oeste.

Merry contempló con asombro aquel país extraño, del que había oído tantas historias a lo largo del camino. Era un mundo sin cielo, en el que los ojos del hobbit, a través de resquicios de aire tenebroso, no veían nada más que pendientes cada vez más altas, murallones de piedra detrás de otros murallones, y precipicios amenazantes envueltos en nieblas. Por un momento, como en un duermevela, escuchó los rumores del

agua, el murmullo de los árboles, el crujido de las piedras, y el vasto silencio expectante detrás de cada ruido. A Merry lo fascinaban las montañas, o lo había fascinado la idea de las montañas, marco sempiterno de las historias de países lejanos; pero ahora lo retenía abajo el peso insoportable de la Tierra Media. Hubiera querido cerrarle las puertas a aquella inmensidad, en una habitación tranquila junto a un fuego.

Estaba muy fatigado, pues si bien la cabalgata había sido lenta, rara vez se habían detenido a descansar. Hora tras hora durante casi tres días interminables había marchado a los tumbos, a través de gargantas y largos valles, y un sinfín de ríos y arroyos. A veces, cuando el camino era más ancho, cabalgó junto al rey, sin advertir que muchos de los jinetes sonreían al verlo: el hobbit en el poney peludo y gris, y el Señor de Rohan en el esbelto corcel blanco. En esos momentos había conversado con Théoden, hablándole de su tierra natal y de las costumbres y los acontecimientos de la Comarca, o escuchando a su vez las historias de la Marca y las hazañas de los grandes hombres de antaño. Pero la mayor parte del tiempo, sobre todo en este último día, Merry había cabalgado solo cerca del rey, sin decir nada, y esforzándose por entender la lengua lenta y sonora que hablaban los hombres detrás de él. Era una lengua que parecía contener muchas palabras que él conocía, aunque la pronunciación era más rica y enfática que en la Comarca, pero no conseguía poner en relación unas palabras con otras. De vez en cuando algún jinete entonaba con voz clara y vibrante un canto fervoroso, y a Merry se le encendía el corazón, aunque no entendía de qué se trataba.

A pesar de todo se sentía muy solo, y nunca tanto como ahora, al final de la tarde. Se preguntaba dónde, en qué lugar de todo ese mundo extraño, estaba Pippin; y qué había sido de Aragorn y Lególas y Gimli. Y de pronto, como una punzada fría en el corazón, pensó en Frodo y en Sam. «¡Me olvido de ellos!» se reprochó. «Y son más importantes que todos nosotros. Vine para ayudarlos; pero ahora, si aún viven, han de estar a centenares de millas de aquí.» Se estremeció.

¡El Valle Sagrado, por fin! exclamó Eomer. Ya estamos llegando. A la salida de la garganta los senderos descendían en una pendiente abrupta. El gran valle, envuelto allá abajo en las sombras del crepúsculo, se divisaba apenas, como contemplado desde una ventana alta. Y una luz pequeña centelleaba solitaria junto al río.

—Quizás este viaje haya terminado —dijo Théoden—, pero a mí me queda por recorrer un largo camino. Anoche hubo luna llena, y mañana por la mañana he de estar en Edoras, para la revista de las tropas de la Marca.

—Sin embargo, si queréis aceptar mi consejo —dijo en voz baja

Eomer—, luego volveréis aquí, hasta que la guerra, perdida o ganada, haya concluido.

Théoden sonrió.

No, hijo mío, que así quiero llamarte, ¡no les hables a mis viejos oídos con las palabras melosas de Lengua de Serpiente! —Se irguió, y volvió la cabeza hacia la larga columna de hombres que se perdía en la oscuridad. Parece que hubieran pasado largos años en estos días, desde que partí para el Oeste; pero ya nunca más volveré a apoyarme en un bastón. Si perdemos la guerra, ¿de qué podrá servir queme oculte en las montañas? Y si vencemos ¿sería acaso un motivo de tristeza que yo consumiera en la batalla mis últimas fuerzas? Pero no hablemos de eso ahora. Esta noche descansaré en el Baluarte del Sagrario. ¡Nos queda al menos una noche de paz! ¡En marcha!

En la oscuridad creciente descendieron al fondo del valle. Allí, el Río Nevado corría cerca de la pared occidental. Y el sendero los llevó pronto a un vado donde las aguas murmuraban sonoras sobre las piedras. Había una guardia en el vado. Cuando el rey se acercó muchos hombres emergieron de entre las sombras de las rocas; y al reconocerlo, gritaron con voces de júbilo:

—¡Théoden Rey! ¡Théoden Rey! ¡Vuelve el Rey de la Marca!

Entonces uno de ellos sopló un cuerno: una larga llamada cuyos ecos resonaron en el valle. Otros cuernos le respondieron, y en la orilla opuesta del río aparecieron unas luces.

De improviso, desde gran altura, se elevó un gran coro de trompetas; sonaban, se hubiera dicho, en algún sitio hueco, como si las diferentes notas se unieran en una sola voz que vibraba y retumbaba contra las paredes de piedra.

Así el Rey de la Marca retornó victorioso del Oeste, y en el Sagrario, al pie de las Montañas Blancas, estaban acantonadas las fuerzas que quedaban de su pueblo; pues no bien se enteraron de la llegada del rey, los capitanes partieron a encontrarlo en el vado, llevándole mensajes de Gandalf. Dúnhere, jefe de las gentes del Valle Sagrado, iba a la cabeza.

—Tres días atrás, al amanecer, Señor —dijo—, Sombragris llegó a Edoras como un viento del oeste, y Gandalf trajo noticias de vuestra victoria para regocijo de todos nosotros. Pero también nos trajo vuestra orden: que apresuráramos el acantonamiento de los jinetes. Y entonces vino la Sombra alada.

— ¿La Sombra alada? —dijo Théoden—. También nosotros la vimos, pero eso fue en lo más profundo de la noche, antes que Gandalf nos dejase.

—Tal vez, Señor —dijo Dúnhere—. En todo caso la misma, u otra semejante, una oscuridad que tenía la forma de un pájaro monstruoso, voló esta mañana sobre Edoras, y todos los hombres se estremecieron.

Porque se lanzó sobre Meduseld, y cuando estaba ya casi a la altura de los tejados, oímos un grito que nos heló el corazón. Fue entonces cuando Gandalf nos aconsejó que no nos reuniéramos en la campiña, y que viniéramos a encontraros aquí, en el valle al pie de los montes. Y nos ordenó no encender hogueras o luces innecesarias. Es lo que hicimos. Gandalf hablaba con autoridad. Esperamos que esto sea lo que vos hubierais querido. Ninguna de estas criaturas nefastas ha sido vista aquí en el Valle Sagrado.

—Está bien —dijo Théoden. Ahora iré al Baluarte, y allí, antes de recogerme a descansar, me reuniré con los mariscales y los capitanes. ¡Que vengan a verme lo más pronto posible!

El camino, que en ese punto tenía apenas media milla de ancho, atravesaba el valle en línea recta hacia el este. Todo alrededor se extendían llanos y praderas de hierbas ásperas, grises ahora en la penumbra del anochecer; pero al frente, del otro lado del valle, Merry vio una hosca pared de piedra, última ramificación de las poderosas raíces del Pico Afilado, que el río había inundado en tiempos ya remotos.

Una multitud ocupaba todos los espacios llanos. Algunos de los hombres se apiñaban a orillas del camino y aclamaban alborozados al rey y a los jinetes venidos del Oeste; pero más atrás, y extendiéndose a lo largo del valle, había hileras de tiendas de campaña y cobertizos, filas de caballos sujetos a estacas, grandes reservas de armas, y haces de lanzas erizadas como montes de árboles recién plantados. La gran asamblea desaparecía ya en la oscuridad, y sin embargo, aunque el viento de la noche soplaba helado desde las cumbres, no brillaba una sola linterna, no chisporroteaba ningún fuego. Los centinelas rondaban envueltos en pesados capotes.

Merry se preguntó cuántos jinetes habría allí reunidos. No podía contarlos en la creciente oscuridad, pero tenía la impresión de que era un gran ejército, de muchos miles de hombres. Mientras miraba a un lado y a otro, el rey y su escolta llegaron al pie del risco que flanqueaba el valle en el este; y allí el sendero trepaba de pronto, y Merry alzó la mirada, estupefacto. El camino en que ahora se encontraba no se parecía a ninguno que hubiera visto antes: una obra magistral del ingenio del hombre en un tiempo que las canciones no recordaban. Subía y subía, ondulante y sinuoso como una serpiente, abriéndose paso a través de la roca escarpada. Empinado como una escalera, trepaba en idas y venidas. Los caballos podían subir por él, y hasta arrastrar lentamente las carretas; pero ningún enemigo podía salirles al paso, a no ser por el aire, si estaba defendido desde arriba. En cada recodo del camino, se alzaban unas grandes piedras talladas, enormes figuras humanas de miembros pesados, sentadas en cuclillas con las piernas cruzadas, los brazos

replegados sobre los vientres prominentes. Algunas, desgastadas por los años, habían perdido todas las facciones, excepto los agujeros sombríos de los ojos que aún miraban con tristeza a los viajeros. Los jinetes no les prestaron ninguna atención. Los llamaban los hombres Púkel, y apenas se dignaron mirarlos: ya no eran ni poderosos ni terroríficos. Merry en cambio contemplaba con extrañeza y casi con piedad aquellas figuras que se alzaban melancólicamente en las sombras del crepúsculo.

Al cabo de un rato volvió la cabeza y advirtió que se encontraba ya a varios centenares de pies por encima del valle, pero abajo y a lo lejos aún alcanzaba a distinguir la ondulante columna de jinetes que cruzaba el vado y marchaba a lo largo del camino, hacia el campamento preparado para ellos. Sólo el rey y su escolta subirían al Baluarte.

La comitiva del rey llegó por fin a una orilla afilada, y el camino ascendente penetró en una brecha entre paredes rocosas, subió una cuesta corta y desembocó en una vasta altiplanicie. Firienfeld la llamaban los hombres: una meseta cubierta de hierbas y brezales, que dominaba los lechos profundamente excavados del Río Nevado, asentada en el regazo de las grandes montañas: el Pico Afilado al sur, la dentada mole del Irensaga, y entre ambos, de frente a los jinetes, el muro negro y siniestro del Dwimor, el Monte de los Espectros, que se elevaba entre pendientes empinadas de abetos sombríos. La meseta estaba dividida en dos por una doble hilera de piedras erectas e informes que se encogían en la oscuridad y se perdían entre los árboles. Quienes osaban tomar ese camino llegarían muy pronto al tenebroso Bosque Sombrío al pie del Dwimor, a la amenaza del pilar de piedra y a la sombra bostezante de la puerta prohibida.

Tal era el oscuro refugio que llamaban el Baluarte del Sagrario, obra de hombres olvidados en un pasado remoto. El nombre de esas gentes se había perdido, y ninguna canción, ninguna leyenda lo recordaba. Con qué propósito habían construido este lugar, si como ciudad, o templo secreto o para tumba de reyes, nadie hubiera podido decirlo. Allí habían sobrellevado las penurias de los Años Oscuros, antes que llegase a las costas occidentales el primer navio, antes aún que los Dúnedain fundaran el reino de Gondor; y ahora habían desaparecido, y allí sólo quedaban los hombres Púkel, eternamente sentados en los recodos del sendero.

Merry observaba con ojos azorados el desfile de las piedras: negras y desgastadas, algunas inclinadas, otras caídas, algunas rotas o resquebrajadas; parecían hileras de dientes viejos y ávidos. Se preguntó qué podían significar; esperaba que el rey no tuviese la intención de seguirlas hasta la oscuridad del otro lado. De pronto notó que había tiendas y barracas junto al camino de las piedras, y al borde de la escarpada, como si las hubieran agrupado evitando la cercanía de los árboles, y casi todas ellas estaban a la derecha del camino, donde Firienfeld era más ancho; a la izquierda se veía un campamento pequeño, y en el centro se

elevaba un pabellón. En ese momento un jinete les salió al paso desde aquel lado, y la comitiva se desvió del camino.

Cuando se acercaron, Merry vio que el jinete era una mujer de largos cabellos trenzados que resplandecían en el crepúsculo; sin embargo, llevaba un casco y estaba vestida hasta la cintura como un guerrero, y ceñía una espada.

—¡Salve, Señor de la Marca! exclamó. Mi corazón se regocija con vuestro retorno.

— ¿Y cómo estás tú, Eowyn? —dijo Théoden—. ¿Todo ha marchado bien?

—Todo bien —respondió ella. Pero a Merry le pareció que la voz desmentía las palabras, y hasta pensó que ella había estado llorando, si esto era posible en alguien de rostro tan austero—. Todo bien. Fue un viaje agotador para la gente, arrancada de improviso de sus hogares; hubo palabras duras, pues hacía tiempo que la guerra no nos obligaba a abandonar los campos verdes; pero no ocurrió nada malo. Y ahora, como veis, todo está en orden. Y vuestros aposentos están preparados, pues he tenido noticias recientes de vos, y hasta conocía la hora de vuestra llegada.

—Entonces Aragorn ha venido dijo Eomer—. ¿Está todavía aquí?

—No, se ha marchado —dijo Eowyn desviando la mirada y contemplando las montañas oscuras en el este y el sur.

—¿A dónde? —preguntó Eomer.

—No lo sé —respondió ella—. Llegó en la noche y ayer por la mañana volvió a partir, antes que asomara el sol sobre las montañas. Se ha ido.

—Estás afligida, hija dijo Théoden. ¿Qué ha pasado? Dime, ¿habló de ese camino? Señaló a lo lejos las ensombrecidas hileras de piedras que conducían al Monte Dwimor.— ¿Habló de los Senderos de los Muertos?

—Sí, Señor —dijo Eowyn—. Y desapareció en las sombras de donde nadie ha vuelto. No pude disuadirlo. Se ha marchado.

—Entonces nuestros caminos se separan dijo Eomer—. Está perdido. Tendremos que partir sin él, y nuestra esperanza se debilita.

Lentamente y en silencio atravesaron el terreno de matorrales y pastos cortos que los separaban del pabellón del rey. Merry comprobó que en verdad todo estaba pronto, y que ni a él lo habían olvidado. Junto al pabellón del rey habían levantado una pequeña tienda; allí el hobbit se sentó a solas observando las idas y venidas constantes de los hombres que entraban a celebrar consejo con el rey. Cayó la noche, y en el oeste las cumbres apenas visibles de las montañas se nimbaron de estrellas, pero en el este el cielo estaba oscuro y vacío. Las hileras de piedras desaparecieron lentamente; pero más allá, más negra que las tinieblas se agazapaba la sombra amenazante del Dwimor.

Los Senderos de los Muertos —murmuró Merry—. ¿Los Senderos de los Muertos? ¿Qué ocurre? Ahora todos me han abandonado. Todos han partido a algún destino último: Gandalf y Pippin a la guerra en el Este; y Sam y Frodo a Mordor; y Trancos con Lególas y Gimli a los Senderos de los Muertos. Pero pronto me llegará el turno a mí también, supongo. Me pregunto de qué estarán hablando, y qué se propone hacer el rey. Porque ahora tendré que seguirlo a donde vaya.

En medio de estos sombríos pensamientos recordó de pronto que tenía mucha hambre, y se levantó para ir a ver si alguien más en ese extraño campamento sentía lo mismo. Pero en ese preciso instante sonó una trompeta, y un hombre vino a invitarlo, a él, Merry, escudero del rey, a sentarse a la mesa del rey.

En el fondo del pabellón había un espacio pequeño, aislado del resto por colgaduras bordadas y recubierto de pieles; allí, alrededor de una pequeña mesa, estaba sentado Théoden con Eomer y Eowyn, y Dúnhere, señor del Valle Sagrado. Merry esperó de pie junto al asiento del rey, que parecía ensimismado; al fin el anciano se volvió a él y le sonrió.

¡Vamos, maese Meriadoc! le dijo. No vas a quedarte ahí de pie. Mientras yo esté en mis dominios, te sentarás a mi lado, y me aligerarás el corazón con tus cuentos.

Hicieron un sitio para el hobbit a la izquierda del rey, pero nadie le pidió que contase historias. Y en verdad hablaron poco, y la mayor parte del tiempo comieron y bebieron en silencio, pero al fin Merry se decidió e hizo la pregunta que lo atormentaba.

—Dos veces ya, Señor, he oído nombrar los Senderos de los Muertos. ¿Qué son? ¿Ya dónde ha ido Trancos, quiero decir, el Señor Aragorn?

El rey suspiró, pero la pregunta de Merry quedó sin respuesta hasta que por último Eomer dijo:

No lo sabemos, y un gran peso nos oprime el corazón. Sin embargo, en cuanto a los Senderos de los Muertos, tú mismo has recorrido los primeros tramos. ¡No, no pronuncio palabras de mal augurio! El camino por el que hemos subido es el que da acceso a la Puerta, allá lejos, en el Bosque Sombrío. Pero lo que hay del otro lado, ningún hombre lo sabe.

—Ningún hombre lo sabe —dijo Théoden; sin embargo, la antigua leyenda, rara vez recordada en nuestros días, tiene algo que decir. Si esas viejas historias transmitidas de padres a hijos en la Casa de Eorl cuentan la verdad, la Puerta que se abre a la sombra del Dwimor conduce a un camino oculto que corre bajo la montaña hacia una salida olvidada. Pero nadie se ha aventurado jamás a ir hasta allí y desentrañar esos secretos, desde que Baldor, hijo de Brego, traspuso la Puerta y nunca más se lo

vio entre los hombres. Pronunció un juramento temerario, mientras vaciaba el cuerno en el festín que ofreció Brego para consagrar el palacio de Meduseld, en ese entonces recién construido; y nunca llegó a ocupar el alto trono del que era heredero.

»La gente dice que los Muertos de los Años Oscuros vigilan el camino y no permiten que ninguna criatura viviente penetre en esas moradas secretas; pero de tanto en tanto se los ve a ellos: franquean la Puerta como sombras y descienden por el camino de las piedras. Entonces los moradores del Valle Sagrado atrancan las puertas y tapian las ventanas y tienen miedo. Pero los Muertos salen rara vez y sólo en tiempo de gran inquietud y de muerte inminente.

—Sin embargo —observó Eomer en voz muy baja—, se dice en el Valle Sagrado que hace poco, en las noches sin luna, pasó por allí un gran ejército ataviado con extrañas galas. Nadie sabía de dónde venían pero subieron por el camino de las piedras y desaparecieron en la montaña, como si se encaminaran a una cita.

— ¿Por qué entonces Aragorn fue por ese camino? —preguntó Merry—. ¿No tenéis ninguna explicación?

—A menos que a ti te haya confiado cosas que nosotros no hemos oído —dijo Eomer—, nadie en la tierra de los vivos puede ahora adivinar qué se propone.

—Lo noté muy cambiado desde que lo vi por primera vez en la casa del rey —dijo Eowyn—: más endurecido, más viejo. A punto de morir, me pareció, como alguien a quien los Muertos llaman.

—Tal vez lo llamaran —dijo Théoden—, y me dice el corazón que no lo volveré a ver. Sin embargo es un hombre de estirpe real y de elevado destino. Y que esto mitigue tus pesares, hija, ya que tanto te aflige la suerte de este huésped: se dice que cuando los Eorlingas descendieron del Norte y remontaron el curso del Nevado en busca de lugares seguros donde guarecerse en momentos de necesidad, Brego y su hijo Baldor subieron por la Escalera del Baluarte y así llegaron a la Puerta. En el umbral estaba sentado un anciano decrépito, de edad incontable en años; había sido alto y majestuoso, pero ahora estaba seco como una piedra vieja. Y en verdad por una piedra lo tomaron, porque no se movía ni pronunció una sola palabra hasta que pretendieron dejarlo atrás y entrar. Y entonces salió de él una voz, una voz que parecía venir de las entrañas de la tierra, y oyeron, estupefactos, que hablaba en la lengua del Oeste: El camino está cerrado.

»Entonces se detuvieron, y al observarlo vieron que aún estaba vivo; pero no los miraba. El camino está cerrado, volvió a decir la voz. Lo hicieron los Muertos, y los Muertos lo guardan, hasta que llegue la hora. El camino está cerrado.

»¿Y cuándo llegará la hora? preguntó Baldor. Pero la respuesta no la supo jamás. Porque el viejo murió en ese mismo instante y cayó de cara al suelo; y nada más han sabido nuestras gentes de los antiguos

habitantes  delas montañas. Es posible sin embargo que la hora anunciada haya llegado, y que Aragorn pueda pasar.

—Pero ¿cómo sabría un hombre si ha llegado o no la hora, a menos que se atreviese a cruzar la Puerta? preguntó Eomer. Y yo no iría por ese camino aunque me acosaran todos los ejércitos de Morder, y estuviera solo, y no viera otro sitio donde refugiarme. ¡Qué desdicha que el desánimo de la muerte se haya apoderado de un hombre tan valeroso en esta hora de necesidad! ¿Acaso no hay males suficientes a nuestro alrededor, para tener que ir a buscarlos bajo tierra? La guerra está al alcance de la mano.

Se interrumpió, pues en ese momento se oyó un ruido fuera, y la voz de un hombre que gritaba el nombre de Théoden, y el quién vive del guardia.

Un momento después el Capitán de la Guardia entreabrió la cortina.

—Hay un hombre aquí, Señor —dijo, un mensajero de Gondor. Desea presentarse ante vos inmediatamente.

— ¡Hazlo pasar! —dijo Théoden.

Entró un hombre de elevada estatura, y Merry contuvo un grito, pues por un instante le pareció que Boromir, resucitado, había vuelto a la tierra. Pero en seguida vio que no era así; el hombre era un desconocido, aunque se parecía a Boromir como un hermano, alto, arrogante y de ojos grises. Iba vestido a la usanza de los caballeros con una capa de color verde oscuro sobre una fina cota de malla; el yelmo que le cubría la cabeza tenía engastada en el frente una pequeña estrella de plata. Llevaba en la mano una sola flecha, empenachada de negro; la espiga era de acero, pero la punta estaba pintada de rojo.

Se hincó a media rodilla y le presentó la flecha a Théoden.

— ¡Salve, Señor de los Rohirrim, amigo de Gondor! —dijo. Soy yo, Hirgon, mensajero de Denethor, quien os trae este símbolo de guerra. Un grave peligro se cierne sobre Gondor. Los Rohirrim nos han ayudado muchas veces, pero hoy el Señor Denethor necesita de todas vuestras fuerzas y toda vuestra diligencia, si es que se ha de evitar la pérdida de Gondor.

— ¡La Flecha Roja! dijo Théoden, sosteniendo la flecha en la mano, como alguien que recibiera con temor un aviso largamente esperado. La mano le temblaba—. ¡La Flecha Roja no se había visto en la Marca en todos mis años! ¿Es posible que las cosas hayan llegado a tal extremo? ¿Y en cuánto estima el Señor Denethor lo que llama mis fuerzas y mi diligencia?

—Eso nadie lo sabe mejor que vos, Señor dijo Hirgon—. Pero bien puede ocurrir que antes de mucho Minas Tirith sea cercada, y a menos que vuestras fuerzas os permitan desbaratar un sitio de varios ejércitos, el señor Denethor me ha pedido que os diga que los valientes brazos de los Rohirrim estarán mejor protegidos detrás de las murallas que fuera de ellas.

—Pero el Señor Denethor sabe que somos un pueblo más apto para combatir a caballo y en campo abierto, y que vivimos dispersos y necesitamos cierto tiempo para reunir a nuestros jinetes. ¿No es verdad, Hirgon, que el Señor de Minas Tirith sabe más de lo que da a entender en su mensaje? Porque ya estamos en guerra, como tú mismo has visto, y tu llegada nos encuentra en parte preparados. Gandalf el Gris estuvo entre nosotros, y ahora mismo nos acantonamos para combatir en el Este.

—Lo que el Señor Denethor puede conocer o adivinar de todas estas cosas, no lo sé decir —respondió Hirgon—. Pero nuestra situación es realmente desesperada. Mi señor no os envía ninguna orden, os pide solamente que recordéis una antigua amistad y unos juramentos pronunciados hace mucho tiempo; y que por vuestro propio bien hagáis todo cuanto esté a vuestro alcance. Hemos sabido que muchos reyes han venido del Este al servicio de Mordor. Desde el Norte hasta el campo de Dagorlad hay escaramuzas y rumores de guerra. En el Sur, los Haradrim avanzan: en todas nuestras costas ha cundido el miedo, de suerte que poca o ninguna ayuda contamos recibir de allí. ¡Daos prisa! Es el destino de nuestro tiempo lo que se decidirá delante de los muros de Minas Tirith, y si la marea no es contenida ahora inundará los campos fértiles de Rohan, y entonces ni aun este refugio en las montañas será un abrigo para nadie.

—Son tristes noticias —dijo Théoden—, mas no del todo inesperadas. Dile a Denethor que aun cuando Rohan no corriese peligro alguno, igualmente acudiríamos en su auxilio. Pero hemos tenido muchas bajas en nuestras batallas con el traidor Saruman, y como bien lo demuestran las noticias que él mismo nos envía, no podemos descuidar las fronteras del norte y del este. El Señor Oscuro parece disponer ahora de un poder tan enorme que no sólo podría contenernos ante los muros de la Ciudad, sino también golpear con gran fuerza del otro lado del río, más allá de la Puerta de los Reyes.

»Pero no hablemos más de los consejos que dictaría la prudencia. Acudiremos. La revista de las tropas ha sido convocada para mañana. En cuanto todo esté en orden, partiremos. Diez mil lanzas hubiera podido enviar a través de la llanura para consternación de vuestros enemigos. Ahora serán menos, me temo; no dejaré todas mis fortalezas indefensas. No obstante, seis mil jinetes me seguirán. Pues habrás de decirle a Denethor que en esta hora el Rey de la Marca en persona descenderá al País de Gondor, aunque quizá no regrese. Pero el camino es largo, y es preciso que hombres y bestias lleguen a destino con fuerzas para combatir. Tal vez dentro de una semana, a contar de mañana por la mañana, oigáis llegar desde el norte el clamor de los Hijos de Eorl.

— ¡Una semana! —dijo Hirgon—. Si no puede ser antes, que así sea. Pero es probable que dentro de siete días no encontréis nada más que muros en ruinas, a menos que nos llegue algún socorro inesperado. En

todo caso, alcanzaréis a desbaratarles los festejos a los orcos y a los endrinos en la Torre Blanca.

—Al menos eso haremos —dijo Théoden—. Pero yo mismo acabo de regresar del campo de batalla, y de un largo viaje, y ahora quiero retirarme a descansar. Pasa la noche aquí. Mañana podrás partir más tranquilo, luego de haber visto las tropas, y más rápido luego de haber descansado. Las decisiones es preferible tomarlas por la mañana; la noche cambia muchos pensamientos.

Dicho esto, el rey se levantó, y todos lo imitaron.

—Id ahora a descansar —dijo—, y dormid bien. A ti, maese Meriadoc, no te necesitaré más por esta noche. Pero mañana no bien salga el sol, tendrás que estar pronto, esperando mi llamada.

—Estaré pronto —dijo Merry— aunque lo que me ordenéis sea que os acompañe a los Senderos de los Muertos.

—¡No pronuncies palabras de mal augurio! —dijo el rey—. Pues puede haber otros caminos que merezcan llevar ese nombre. Pero no dije que te ordenaría que cabalgaras conmigo por ningún camino. ¡Buenas noches!

«¡No me van a dejar aquí para venir a recogerme cuando regresen!» se dijo Merry. «No me van a dejar, ¡no y no!» Y mientras se repetía una y otra vez estas palabras, terminó por quedarse dormido en la tienda.

Abrió los ojos, y un hombre lo estaba zamarreando para despertarlo.

—¡Despierte, Señor Holbytla! —gritaba el hombre—. ¡Despierte! Merry dejó al fin el mundo de los sueños y se sentó de golpe, sobresaltado. «Todavía está demasiado oscuro», pensó.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—El rey lo llama.

—Pero si aún no ha salido el sol —dijo Merry.

—No, ni saldrá hoy, Señor Holbytla. Ni nunca más, se diría, de atrás de esa nube. Pero aunque el sol esté perdido, el tiempo no se detiene. ¡Dése prisa!

Mientras se precipitaba a echarse encima algunas ropas, Merry miró fuera. La tierra estaba en tinieblas. El aire mismo tenía un color pardo, y alrededor todo era negro y gris y sin sombras; había una gran quietud. Los contornos de las nubes eran invisibles, y sólo en lontananza, en el oeste, entre los dedos distantes de la gran oscuridad que aún trepaba a tientas por la noche, se filtraban unos hilos luminosos. Una techumbre informe, espesa y sombría ocultaba el cielo, y la luz más parecía menguar que crecer.

Merry vio un gran número de hombres de pie, que observaban el cielo y murmuraban; todos los rostros eran grises y tristes, y en algunos había miedo. Con el corazón oprimido, se encaminó al pabellón del rey.

Hirgon, el jinete de Gondor, ya estaba allí, en compañía de otro hombre parecido a él, y vestido de la misma manera, pero mucho más bajo y corpulento. Cuando Merry entró, el hombre estaba hablando con Théoden.

—Viene de Morder, Señor —decía—. Comenzó anoche hacia el crepúsculo. Desde las colinas del Folde Este de vuestro reino vi cómo se levantaba e invadía el cielo poco a poco, y durante toda la noche, mientras yo cabalgaba, venía atrás devorando las estrellas. Ahora la nube se cierne sobre toda la región, desde aquí hasta las Montañas de la Sombra; y se oscurece cada vez más. La guerra ha comenzado.

Luego de un momento de silencio, el rey habló.

—De modo que ha llegado el fin —dijo—: la gran batalla de nuestro tiempo, en la que tantas cosas habrán de perecer. Pero al menos ya no es necesario seguir ocultándose. Cabalgaremos en línea recta, por el camino abierto, y con la mayor rapidez posible. La revista comenzará en seguida, sin esperar a los rezagados. ¿Tenéis en Minas Tirith provisiones suficientes? Porque si hemos de partir ahora con la mayor celeridad, no podemos cargarnos en demasía, salvo los víveres y el agua necesarios para llegar al lugar de la batalla.

—Tenemos abundantes reservas, que hemos ido acumulando —respondió Hirgon—. ¡Partid ahora, tan ligeros y tan veloces como podáis!

—Entonces, Eomer, ve y llama a los heraldos —dijo Théoden—. ¡Que los jinetes se preparen!

Eomer salió; pronto las trompetas resonaron en el Baluarte, y muchas otras les respondieron desde abajo; pero las voces no eran vibrantes y límpidas como las que oyera Merry la noche anterior; le parecieron sordas y destempladas en el aire espeso; un sonido bronco y ominoso.

El rey se volvió a Merry.

—Maese Meriadoc, parto a la guerra —le dijo—. Dentro de un momento me pondré en camino. Te eximo de mi servicio, mas no de mi amistad. Permanecerás aquí, y si lo deseas estarás al servicio de la Dama Eowyn, quien gobernará el pueblo en mi ausencia.

—Pero... pero Señor —tartamudeó Merry—, os he ofrecido mi espada. No deseo separarme así de vos, Rey Théoden. Todos mis amigos se han ido a combatir, y si no pudiera hacerlo también yo, me sentiría abochornado.

—Es que nuestros caballos son altos y veloces —replicó Théoden—, y por muy grande que sea tu corazón, no podrás montarlos.

—Pues bien, atadme al lomo de uno de ellos, o dejadme ir colgado de un estribo, o algo así —dijo Merry—. El trayecto es largo para que os siga corriendo, pero si no puedo cabalgar correré, aunque me gaste los pies y llegue con varias semanas de atraso. Théoden sonrió.

—Antes que eso te llevaría en la grupa de Crinblanca —dijo—. Pero al menos cabalgarás conmigo hasta Edoras, y verás el palacio de Meduseld; pues ese es el camino que tomaré ahora. Hasta allí, Stybba podrá llevarte: la gran carrera sólo comenzará cuando lleguemos a las llanuras.

Entonces Eowyn se levantó.

—¡Venid conmigo, Meriadoc! —dijo—. Os mostraré lo que os he preparado. —Salieron juntos.— Sólo esto me pidió Aragorn —dijo mientras pasaban entre las tiendas—: que os proveyera de armas para la batalla. Y yo he tratado de atender a ese deseo lo mejor que he podido. Porque el corazón me dice que antes del fin las necesitaréis.

Eowyn llevó a Merry a un cobertizo entre las tiendas de la guardia del rey, y allí un armero le trajo un casco pequeño, y un escudo redondo, y otras piezas.

—No tenemos una cota de malla que os pueda venir bien —dijo Eowyn—, ni tampoco para forjar un plaquín a vuestra medida; pero aquí hay también un justillo de buen cuero, un cinturón y un puñal. En cuanto a la espada, ya la tenéis.

Merry se inclinó, y la dama le mostró el escudo, que era semejante al que había recibido Gimli, y llevaba la insignia del caballo blanco.

—Tomad todas estas cosas —prosiguió— ¡y conducidlas a un fin venturoso! Y ahora, ¡adiós, señor Meriadoc! Aunque quizás alguna vez volvamos a encontrarnos, vos y yo.

Así, en medio de una oscuridad siempre creciente, el Rey de la Marca se preparó para conducir a los jinetes por el camino del Este. Bajo la sombra, los corazones estaban oprimidos y muchos hombres parecían desanimados. Pero era un pueblo austero, leal a su señor, y se oyeron pocos llantos y murmullos, aun en el campamento del Baluarte, donde se alojaban los exiliados de Edoras, mujeres, niños y ancianos. Un destino mortal los amenazaba, y ellos lo enfrentaban en silencio.

Dos horas pasaron veloces, y ya el rey estaba montado en el caballo blanco, que resplandecía en la oscuridad. Alto y arrogante parecía el rey, aunque los cabellos que le flotaban bajo el casco eran de nieve; y muchos lo contemplaban maravillados, y se animaban al verlo erguido e imperturbable.

Allí en los extensos llanos que bordeaban el río tumultuoso estaban alineadas numerosas compañías: más de cinco mil quinientos jinetes armados de pies a cabeza, y varios centenares de hombres con caballos de posta que cargaban un ligero equipaje. Sonó una sola trompeta. El rey alzó la mano, y el ejército de la Marca empezó a moverse en silencio. A la cabeza marchaban doce hombres del séquito personal del rey:

Caballeros de renombre. Los seguía el rey con Eomer a la diestra. Le había dicho adiós a Eowyn en el Baluarte, y el recuerdo le pesaba; pero ahora observaba con atención el camino que se extendía delante de él. Detrás iba Merry montado en Stybba, con los mensajeros de Gondor, y por último, en la retaguardia, otros doce hombres de la escolta del rey. Pasaron delante de las largas filas de rostros que esperaban, severos e impasibles. Pero cuando ya habían llegado casi al extremo de la fila, un hombre le echó al hobbit una mirada rápida y penetrante. «Un hombre joven», pensó Merry al devolverle la mirada, «más bajo de estatura y menos corpulento que la mayoría». Reparó en el fulgor de los claros ojos grises, y se estremeció, pues se le ocurrió de pronto que era el rostro de alguien que ha perdido toda esperanza y va al encuentro de la muerte. Continuaron descendiendo por el camino gris, siguiendo el curso del Río Nevado que se precipitaba sobre las piedras, y atravesaron las aldeas del Bajo del Sagrario y de Nevado Alto, donde muchos rostros tristes de mujeres los miraban pasar desde los portales sombríos; y así, sin cuernos ni arpas ni música de voces humanas, la gran cabalgata hacia el Este comenzó con el tema que aparecería en las canciones de Rohan durante muchas generaciones:

Del Sagrario sombrío en la mañana lóbrega

parte con escudero y capitán el hijo de Tbengel

hacia Edoras. Las brumas amortajan

el palacio de los Guardianes de la Marca,

las tinieblas envuelven las columnas de oro.

Adiós, saluda a las gentes libres,

el hogar, el trono, los sitios sagrados

de las celebraciones en los tiempos de luz.

Avanza el rey: atrás el miedo

y adelante el destino. Leal y fiel,

todos los juramentos serán cumplidos.

Avanza Théoden. Cinco noches y cinco días

hacia el Este galopan los Eorlingas: seis mil lanzas

en el Folde, la Frontera de los Pantanos y el Finen,

camino al Sunlendin, a Mundburgo, la fortaleza

de los reyes del mar al pie del Mindolluin,

sitiada por el enemigo, cercada por el fuego.

El Destino los llama. La Oscuridad se cierra

y aprisiona caballo y caballero: los golpes lejanos de los cascos

se pierden en el silencio: así cuentan las canciones.

Y en verdad la oscuridad continuaba aumentando cuando el rey llegó a Edoras, aunque apenas era el mediodía. Allí hizo un breve alto para fortalecer el ejército con unas tres veintenas de jinetes que llegaban con atraso a la leva. Luego de haber comido se preparó para reanudar la

marcha, y se despidió afectuosamente de su escudero. Merry le suplicó por última vez que no lo abandonase.

—Este no es viaje para un animal como Stybba, ya te lo he dicho

—respondió Théoden—. Y en una batalla como la que pensamos librar en los campos de Gondor ¿ qué harías, maese Meriadoc, por muy paje de armas que seas, y aún mucho más grande de corazón que de estatura?

—En cuanto a eso ¿quién puede saberlo? —respondió Merry—. Pero entonces, Señor, ¿por qué me aceptasteis como paje de armas, si no para que permaneciera a vuestro lado ? Y no me gustaría que las canciones no dijeran nada de mí sino que siempre me dejaban atrás.

—Te acepté para protegerte —respondió Théoden—, y también para que hagas lo que yo mande. Ninguno de mis jinetes podrá llevarte como carga. Si la batalla se librase a mis puertas, tal vez los hacedores de canciones recordaran tus hazañas; pero hay cien leguas de aquí a Mundburgo, donde Denethor es el soberano. Y no diré una palabra más.

Merry se inclinó, y se alejó tristemente, contemplando las filas de jinetes. Ya las compañías se preparaban para la partida: los hombres ajustaban las correas, examinaban las sillas, acariciaban a los animales; algunos observaban con inquietud el cielo cada vez más oscuro. Un jinete se acercó al hobbit, y le habló al oído.

—Donde no falta voluntad, siempre hay un camino, decimos nosotros

—susurró—, y yo mismo he podido comprobarlo. —Merry lo miró, y vio que era el jinete joven que le había llamado la atención esa mañana.— Deseas ir a donde vaya el señor de la Marca: lo leo en tu rostro.

—Sí —dijo Merry.

—Entonces irás conmigo —dijo el jinete—. Te llevaré en la cruz de mi caballo, debajo de mi capa hasta que estemos lejos, en campo abierto, y esta oscuridad sea todavía más densa. Tanta buena voluntad no puede ser desoída. ¡No digas nada a nadie, pero ven!

— ¡Gracias, gracias de veras! —dijo Merry—. Os agradezco, señor, aunque no sé vuestro nombre.

—¿No lo sabes? —dijo en voz baja el jinete—. Entonces llámame Dernhelm.

Así pues, cuando el rey partió, Meriadoc el hobbit iba sentado delante de Dernhelm, y el gran corcel gris Hoja de Viento casi no sintió la carga, pues Dernhelm, aunque ágil y vigoroso, pesaba menos que la mayoría de los hombres.

Cabalgaron en una oscuridad cada vez más densa, y esa noche acamparon entre los saucedales, en la confluencia del Nevado con el Entaguas, doce leguas al este de Edoras. Y luego cabalgaron de nuevo a través del Folde; y a través de la Frontera de los Pantanos, mientras a la

derecha grandes bosques de robles trepaban por las laderas de las colinas a la sombra del oscuro Halifirien, en los confines de Gondor; pero a lo lejos, a la izquierda, una bruma espesa flotaba sobre las ciénagas que alimentaban las bocas del Entaguas. Y mientras cabalgaban, los rumores de la guerra en el Norte les salían al paso. Hombres solitarios llegaban a la carrera, y anunciaban que los enemigos habían atacado las fronteras orientales, y que ejércitos de orcos avanzaban por la Meseta de Rohan.

—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó Eomer—. Ya es demasiado tarde para cambiar de rumbo. Los pantanos del Entaguas defenderán nuestros flancos. Lo que ahora necesitamos es darnos prisa. ¡Adelante!

Y así el Rey Théoden dejó el reino, y el largo camino se alejó serpeando, y las almenaras fueron quedando atrás: Calenhad, MinRimmon, Érelas y Nardol. Pero los fuegos habían sido apagados. Todas las tierras estaban grises y silenciosas; y la sombra crecía sin cesar ante ellos, y la esperanza se debilitaba en todos los corazones.


 

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